La última cena de Botero: el vía crucis latinoamericano

La última cena de Botero: el vía crucis latinoamericano

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Tiempo de Lectura: 00 min

Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

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Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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Archivo Gatopardo

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Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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La última cena de Botero: el vía crucis latinoamericano

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Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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La última cena de Botero: el vía crucis latinoamericano

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Texto de
Fotografía de
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Ilustración de
Traducción de
28
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10
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22
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Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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Para celebrar el cumpleaños noventa de Fernando Botero, el Museo de Antioquia en Medellín se dio a la tarea de repasar la evolución de su trabajo y mostrar el Vía Crucis, su última colección. La editorial española Artika recopiló esta serie en dos libros que celebran al artista y toda la influencia que ha tenido en el arte latinoamericano.

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Entre vendedores ambulantes de arepas —o calcetines—, trabajadoras sexuales esperando que llegue un cliente, turistas europeos con gestos de asombro y cantantes de reguetón en busca de fama, se levantan veintitrés esculturas de Fernando Botero. La plaza, conocida de manera ubicua como la Plaza de Botero en Medellín, se siente como un centro profundamente latinoamericano, donde se amalgaman el arte de reconocimiento internacional y un caos latente. El bullicio exalta las enormes figuras que parecen proteger la entrada del Museo de Antioquia, donde se alberga la mayor colección de pinturas de Fernando Botero.

El museo muestra sus Boteros con orgullo. En Colombia a Fernando Botero le llaman “maestro”, su figura, como la de sus pinturas, es enorme en su país de origen y aún más en Medellín, su ciudad natal. En 2012, cuando cumplió ochenta años, donó su última colección precisamente al Museo de Antioquia, una serie de veintisiete óleos sobre lienzo y sesenta y tres dibujos sobre papel del Vía Crucis (para los que no recordamos bien la catequesis, el Vía Crucis es la parte de la Biblia que relata las últimas horas de Cristo, y coloquialmente se utiliza para expresar un momento tortuoso o largo). Ahora, una década después, en conmemoración de sus noventa años, el pintor se alió por segunda vez con la editorial española Artika para hacer un libro de esta colección y el Museo de Antioquia, con motivo del lanzamiento del libro, curó una exposición que muestra el desarrollo del artista.

La exposición culmina con el Vía Crucis y, para llegar a él, hay que pasar por toda la evolución artística de Botero, quien desde el inicio de su trayectoria jugó con las proporciones de sus sujetos, inclusive en representaciones de paisajes. Fernando Botero, más que engordar a sus sujetos, hace un estudio sobre el volumen en los cuerpos, lo que resulta en las figuras rollizas y monumentales por las que se le conoce. En una entrevista que en 2012 le hizo Roberto Pombo, escritor y exdirector del diario colombiano El Tiempo, Botero explicó que su interés por el volumen nace de una manía con los pintores italianos renacentistas, como Giotto, y que esto lo llevó a la exploración del espacio pictórico. “Lo que hago es una exaltación del volumen, donde procuro la sensualidad de la forma y el color encuentra espacio donde intensifico la existencia de algo poderoso. Mientras se busca el volumen, se crean amplios campos de color. Se exalta la realidad de los objetos volumétricos donde las personas, los objetos o el paisaje se sienten poderosos”.

El Vía Crucis, aparte de ser una culminación técnica de su trabajo, es una de las pocas series en las que Fernando Botero muestra un esbozo de sufrimiento. Normalmente su trabajo es pintoresco y desborda humor, pero en algunos casos, como este, toma la tragedia y la mira a la cara. En 2005 el artista pintó una serie de óleos que representaban los casos de abuso y tortura que sufrieron los prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en Iraq a manos del personal de la Brigada 372 de la Policía Militar y los agentes de la CIA de Estados Unidos. En esta ocasión, Botero trata de universalizar y contextualizar el sufrimiento y el dolor por medio de los últimos momentos de Cristo, un hombre que fue torturado y abusado por la autoridad.

Lo primero que capta el ojo al entrar a la última sala de la exposición es un óleo de aproximadamente un metro cincuenta de altura con un Cristo color verde menta crucificado en Central Park. La mayoría de las escenas de la serie son reconocibles, pero el estilo del artista las transforma en algo que se siente ominoso. Sabemos cuáles son estas escenas, las hemos visto representadas una y otra vez, pero su inserción en un contexto tan cercano provoca una sensación de incomodidad. El curador de la exposición y del museo, Camilo Castaño, explica: “[El Vía Crucis] es una obra que muestra la quietud de la tragedia [...]. Hay una distancia que Botero pone en la imagen para que nos podamos acercar a ella, es como mirar la tragedia a través de un espejo, no directamente. Aquí hay una cotidianidad inquietante [...], hay algo siniestro en ella, hay algo aquí que es perturbador: está Cristo crucificado en medio de Central Park y, a pesar de la magnitud de lo que está pasando, a nadie le importa”.

Como esta, cada una de las pinturas reinterpreta una escena del Vía Crucis. Por ejemplo, otra presenta a un militar de nuestros tiempos golpeando a Cristo mientras carga la cruz, una imagen especialmente dolorosa si se toma en cuenta el pasado militar de América Latina. En cambio, la piedad, según Fernando Botero, contiene a una María Magdalena vieja y opaca, pero lo suficientemente grande y tosca como para cargar a su hijo adulto en brazos. En la última cena, Fernando Botero aparece en la obra, participando con los discípulos, algunos vestidos como hombres contemporáneos. Así cada dibujo y cada óleo se inserta en la actualidad sin ninguna pretensión de hacer germinar la fe. Por el contrario, el suyo es un homenaje a los pintores que lo inspiraron en su juventud y un ejercicio de reinterpretación histórica y cultural. “Fernando Botero no solamente altera la realidad, sino que también empieza a crear una distorsión de lo que entendemos por historia del arte. Esta distorsión es necesaria porque la historia del arte siempre tiene que ser repensada y la perspectiva latinoamericana es necesaria porque la cuestiona”, sigue el curador.

Que Fernando Botero haya donado esta serie (y los otros cientos de pinturas, dibujos y esculturas) al Museo de Antioquia no es una coincidencia. Medellín es su ciudad natal, como ya se mencionó, pero en su adolescencia no encontró allí donde estudiar su pasión: la pintura. “El Vía Crucis es muy importante para el Museo de Antioquia, porque esta es su ciudad y este es su museo. Cuando el maestro deja Medellín para ir a estudiar arte a Europa y Estados Unidos, se va con un duelo en el alma, y es que en su ciudad no hubiera un museo importante”, comenta María del Rosario Escobar, directora del museo. Al donar esta serie, Botero convirtió al museo y a Medellín en el epicentro de su obra y al juntarla toda en el proyecto editorial de Artika, creó un momento excepcional para los interesados en su trabajo. “Para nosotros, que esta serie esté recogida en este libro de Artika es una nueva manera de itinerancia de la serie. Permite que nuevos públicos se acerquen a ella y, por supuesto, a Medellín, Antioquia y a Colombia”, termina Escobar.

El proyecto de Artika está dividido en dos: un libro de arte que contiene todos los dibujos de la serie, que fueron copiados de manera fidedigna a lápiz y acuarela, y pegados a mano. Entre los dibujos hay hojas de papel rojo semitransparente con citas de la Biblia que ilustran los momentos que representa cada dibujo. El segundo libro es un compendio de textos escritos por Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Unesco; David Ebony, crítico estadounidense especialista en el arte de Fernando Botero; María del Rosario Escobar y Camilo Castaño. En ellos se expone la influencia de Botero no solo en su lugar natal, Medellín, sino en la construcción de lazos internacionales para Colombia, así como la creación de su definido estilo.

Ambas portadas son impactantes, la del libro de arte presenta un detalle de la silueta de María Magdalena en el óleo Cerca de la cruz (2010), que el artista decidió quedarse para su colección. Por su parte, la portada del libro de estudios lleva el rostro y la mirada penetrante de Fernando Botero. Este es el segundo proyecto que ha hecho la editorial Artika con el pintor y escultor, el primero, Las mujeres de Botero, fue un éxito y el mismo artista decidió que quería hacer otro, el que se presenta ahora, con esta serie. El trabajo editorial tomó cuatro años y solo se publicaron alrededor de 2,700 copias. Se trata de un trabajo exclusivo y limitado. Con este libro, la editorial celebra a uno de los artistas más conocidos de América Latina.

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