Uno de los aspectos más inusuales del Nuevo Hollywood —y tal vez el que menos logró definir su imagen popular— es su calidad de cine hecho entre amigos. John Cassavetes le enseñó a la generación de directores que emergieron entre finales de los años 60 y principios de los 70 a producir imágenes de valor personal, a pesar de los mandatos del estudio, pero sobre todo les sugirió hacerlas con equipos de trabajo de confianza, luces prestadas y con la comunidad siempre en mente. Hay de casos a casos, pero es común ver a los directores del periodo repitiendo colaboraciones con actores, productores y técnicos, ya sea Martin Scorsese con Robert De Niro y Thelma Schoonmaker; Francis Coppola con Robert Duvall, James Caan y George Lucas, o incluso Robert Altman —ajeno a Cassavetes— con Elliot Gould, Shelley Duvall, Scott Glenn y más. A pesar de todo, Cassavetes siguió siendo más fiel a estas ideas que sus discípulos, y su interés por un cine con sentido comunitario ha tenido más efecto en cineastas del margen a lo largo del mundo, desde Mathieu Amalric, en Francia, o el colectivo El Pampero Cine, de Argentina, hasta Nicolás Pereda, en México.
Hacer cine sin dinero ni probabilidades de distribución supone que los cineastas se acomoden a lo que haya a la mano —incluidos los amigos—, pero no es que estas películas obedezcan al puro pragmatismo; si lo hicieran, no serían tan subversivas en su forma de mostrar a las personas, sus situaciones y sus espacios. Más bien se juntan, como dicen, el hambre y las ganas de comer, de forma que el impulso de hacer las cosas de manera distinta, como Cassavetes, se impone en todos los aspectos de las producciones.
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Esta diferencia se percibe de inmediato en Los fundadores (2021), de Diego Hernández, que después de pasar con éxito por festivales de México y Europa se estrena en la Cineteca Nacional. Su primera imagen es de un cielo que se va transformando, al bajar la cámara y subir el volumen de las acciones terrenales, en la imagen de un almacén dedicado a vender puertas. El ruido de la cadena que va abriendo la cortina metálica de la entrada nos habla, como lo hará el metraje durante buena parte de su sola hora de duración, sobre el trabajo, sus procesos y sus rutinas.
En el cine mexicano —controlado usualmente por imaginarios burgueses que condenan el trabajo no tanto por afiliaciones marxistas, sino por el miedo que produce la vida proletaria— se suele usar la vida profesional de un personaje como metáfora de su desahucio: o no tiene trabajo y eso lo mantiene en la pobreza, o tiene uno que sostiene cotidianamente su infelicidad. La tercera vía es que nunca sepamos ni a qué se dedica porque su vida es más que su labor.
Hernández narra mucho de lo que viven sus personajes principales en horas de trabajo: si es en esas jornadas donde pasamos la mayor parte de nuestras vidas diurnas, resulta extraño que no se representen en pantalla, y más en un país como México, en el que se labora más tiempo a la semana que en los otros territorios del “mundo desarrollado”.
Andrés (Andrés Madrueño) y Diego (Hernández) platican en el almacén de puertas sobre Renee (Renee Ortiz), quien trabaja en un puesto de tacos al que va Andrés a la hora de la comida. Los tres son estudiantes tijuanenses de la Universidad Autónoma de Baja California, pero se sostienen durante un paro por falta de fondos estatales haciendo puertas y cobrando por tacos de maciza, mientras sueñan con hacer una obra de teatro, o incluso una película como la que estamos viendo. El nombre de cada personaje corresponde al de su intérprete, como en las películas de Nicolás Pereda, y pronto la barda entre realidad y ficción empieza a desvanecerse. Pero primero están el trabajo y la cotidianidad.
En sus imágenes, Hernández no niega la explotación o la precariedad laboral; sin embargo, su énfasis se halla en la poesía laboral de perforar una puerta o pintarla. Diego le explica a Andrés cómo se llevan a cabo los procesos mediante ejemplos prácticos porque, en la realidad, Hernández hizo este trabajo. Su experiencia inevitablemente define su estilo y lo acerca a Aki Kaurismäki, un director que representa la vida obrera sin melodramas de por medio porque la vivió. Andrés se distrae y parece molestar a Diego mientras habla, enamorado, de Renee, que lo invita a participar en la obra de teatro. Entre el aparente cinismo de uno y las ilusiones de otro, se abre una dimensión política compleja.
Diego a menudo parece más interesado en hacer su trabajo y ganar dinero. El paro universitario y las maniobras activistas lo hartan porque no pasan de ser gestos simbólicos, pero su radicalidad también consiste en meros símbolos, como pegar en las oficinas de la universidad las pulseras solidarias que reparte la sociedad de alumnos. Cuando sus compañeros le hacen caso, se cumple el temor de otros estudiantes verdaderamente subversivos, quienes auguran: más se van a tardar en ponerlas que los guardias en quitarlas. Hernández critica así el rol de cierto tipo de activista, percibido como un postureo, una ficción que emula los sueños de sus protagonistas de narrar mediante una cámara o un escenario. Quizá por esta misma razón un discurso sobre seguridad laboral que da Andrés a un personaje fuera de cámara en el almacén de puertas se revela como un soliloquio de la pieza teatral de Renee: no le reclamaba a su jefe en el almacén, solo ensayaba.
Los fundadores también es el nombre del texto dramático que, debido a la falta de fondos estatales, no puede ser representado en el teatro de la universidad. Renee se dice dispuesta a hacer la obra en el exterior del edificio y describe así la producción de la propia película, que Hernández realizó con compañeros de escuela y fondos recabados por internet. Las ideas sobre la ficción y la realidad se mezclan con el deseo de un cine en comunidad, ya que los hechos del mundo se volvieron imágenes. El trabajo se combina con estas dimensiones cuando vemos que la cámara se levanta al cielo, durante el horario laboral en el almacén, y baja para mostrarnos el paro de estudiantes, el cual nos va llevando a lo demás. Ambos son mundos suspendidos, expresados como tales por la rutina en el trabajo y la inmovilidad en la escuela. La cotidianidad se impone sobre todos y, al abordarla como su motivo central, Hernández sugiere sus demás temas como ocurrencias, juegos, que buscan enfrentar la parálisis, pero que se hunden, finalmente, en los ritmos de la norma: los conflictos no se resuelven con ficciones.
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El aparente pesimismo de Los fundadores se contrapone con la sola existencia de la película, que nos demuestra la efectividad de la acción y la reunión de los inconformes. Diego, Renee y Andrés no logran mucho como personajes ficticios, pero afuera han hecho, junto con los demás colaboradores de la película, un intento por no dejar que la rutina los haga invisibles. El gran director alemán Rainer Werner Fassbinder sugirió en una entrevista lo mismo: que sus películas terminaban funestas para que la gente intentara reparar sus realidades mediante los actos. La desazón que pueda llegar a producir la trama de Los fundadores se disuelve ante el logro de los cineastas detrás de ella. En esa comunión entre lo ficticio y lo real, entre realizadores y público, es donde se manifiesta la esperanza de otros cines y otros mundos; es incluso donde se crean otros nuevos.