Maíz somos

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

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Fotografía de
Realización de
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Traducción de

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

gatopardo maiz-somos-el-tesoro-alimeticio-de-origen-mexicano cesar rodriguez 2
Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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Maíz somos

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz. Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos.

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Jitomate, aguacate, calabaza, vainilla, frijol, amaranto, elíxires de agave: no cabe duda de que el legado mesoamericano a la gastronomía global es, por decir lo menos, extraordinario. Pero quizás el mayor de los tesoros alimenticios de origen mexicano sea el maíz, Zea mays, cuya domesticación a partir del teocintle (Euchlaena mexicana Schrod, su ancestro de ocurrencia natural) se remonta a hace nueve mil años. Al menos, ése es el consenso actual, aunque su origen pudiera ser aun más remoto; ya lo dirá el registro fósil. Lo seguro es que el maíz ha probado ser trascendente no solo para las culturas mesoamericanas —que, nutriéndose de sus granos, fundaron imperios emblemáticos: olmecas, mexicas, mayas, zapotecas, mixtecos y demás naciones que adoraban una deidad particular asociada a esta planta: Cintéotl, Yum Kaax, Pitao Cozobi— sino para la humanidad en toda la extensión del término ya que, con el transcurrir de los siglos, el oro de los pastos estaría destinado a consagrarse como el alimento de mayor relevancia a escala mundial.

Así como es imposible comprender la evolución temprana de nuestra especie sin la innovación tecnológica aplicada a cocinar los alimentos —y la cascada de complejidad nutricional y asimilación energética para el organismo que conlleva este proceso—, lo es también evocar la cuna de la civilización, cualquiera que ésta sea, sin traer a cuento la agricultura y los granos primordiales. Si bien somos primates de naturaleza predominantemente omnívora, con un gusto marcado por la carne, la verdad es que el grueso de nuestros apetitos y demandas energéticas no podría satisfacerse sin los componentes de origen vegetal en nuestras dietas. Sin los tubérculos, las nueces, los brotes, las frutas, las legumbres, los azúcares y los aceites pero, sobre todo, sin los cereales, sencillamente no estaríamos donde estamos. No se puede concebir el desarrollo moderno sin los aportes nutrimentales que trajo consigo la revolución agroindustrial.

Si es cierto que somos lo que comemos, entonces, fundamentalmente, somos lo que sembramos. De acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas de la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), aproximadamente 90% del consumo energético alimenticio a nivel mundial proviene de los cultivos y, de este cuantioso margen, dos terceras partes provienen solo de tres cereales: el maíz, el arroz y el trigo, que constituyen el alimento base para unos 4 mil 500 millones de personas.

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Maíz palomero de la región otomí de San Bartolo Morelos, en Estado de México.

No hay otra forma de decirlo: más que ningún otro factor, las plantas nos han hecho quienes somos. Y entre la amplia diversidad botánica, los pastos o gramíneas son el grupo que ha desempeñado el papel más determinante en nuestra historia, puesto que en gran medida la humanidad entera se sustenta de ellas. La mayor parte de la dieta de los seres humanos contemporáneos se obtiene de las gramíneas, tanto en forma directa (granos de cereales y sus derivados, como harinas y aceites) como indirecta (carne, leche y huevos, que provienen del ganado y las aves de corral que se alimentan de forrajes y granos, significativamente constituidos por maíz). Y es que, al menos en su origen, las grandes civilizaciones de la antigüedad se erigieron sobre los cereales (el maíz, el arroz, el trigo, la avena, la cebada, el centeno, etcétera), que no son más que pastos modificados, domesticados a lo largo de generaciones, por medio de la selección artificial para obtener cada vez más granos de sus espigas.

O, cuando menos, ése es el discurso que solemos favorecer: que nosotros amansamos a los pastos y no al revés. Aunque cabe cuestionarse: ¿quién domesticó realmente a quién?, ¿el animal pensante a las plantas que comenzó a cultivar a mansalva? o ¿fueron ellas las que nos subyugaron a nosotros? Porque los que cambiamos de forma drástica (para bien y para mal) a raíz de la relación de interdependencia que comenzó a fraguarse entre el Homo sapiens y sus cultivos fuimos nosotros o, mejor dicho, nuestros antepasados, quienes pasaron de llevar un estilo de vida nómada, de cazadores-recolectores, con una dieta sumamente variada y compleja, a una vida sedentaria y dependiente por completo de esas contadas especies de plantas de las que nos empezamos a valer. Este compromiso de exclusividad probaría ser de por vida.

Desde esta perspectiva, ¿no podría ser que, como propone Michael Pollan en The Botany of Desire: A Plant’s-Eye View, la agricultura fuera el resultado de una manipulación gestada por los pastos y los cereales para propagarse, de la mano del mono consciente, por el mundo?; ¿qué mejor estrategia para traspasar las limitantes intrínsecas de un organismo sésil y con alcances de dispersión relativamente modestos que manipular al humano incauto y, gracias a sus cuidados y esmero, multiplicarse de manera exponencial y alcanzar todos los resquicios fértiles del planeta? Hasta donde sabemos, las plantas carecen de intenciones concretas, por lo que tendría que haber sido un proceso no premeditado; sin embargo, con agenda o sin ella, los cereales se vieron altamente beneficiados en términos evolutivos a partir de su relación con el ser humano y emigraron de sus sitios de origen particulares para abarcar el mundo entero.

El asunto es que, a cambio de unos cuantos nutrientes esenciales, los humanos estuvimos dispuestos a hacer lo que fuera necesario por nuestros pastos. Sin detenernos a pensar en las consecuencias ecológicas, allanamos estepas, drenamos mantos acuíferos, rociamos los terrenos con herbicidas, insecticidas y abonos, nos esclavizamos con devoción al trabajo de la tierra y deforestamos porciones inmensas del globo terráqueo para convertirlas en campos de cultivo. Y quizás no exista mejor ejemplo de esta saga desenfrenada que lo acontecido con el maíz desde sus albores.

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Para preservar y promover el maíz nativo y el consumo de sus derivados, se celebra el concurso de La Mazorca más Grande del Mundo cada año en Jala, Nayarit, con ejemplares de hasta 50 centímetros de largo.

Actualmente, el maíz constituye el principal producto agrícola a nivel mundial. Desde hace varias décadas, su producción y demanda son mayores que las de cualquier otro cereal (o, en realidad, de cualquier otro alimento). Su producción anual hoy en día rebasa los mil cien millones de toneladas en grano; esta cantidad se cultiva en 1 620 000 km² (digamos que sería equivalente a México si le sustrajéramos la superficie correspondiente al estado de Chihuahua). Estamos hablando del monocultivo más vasto del planeta; un mar de mazorcas variopintas que inunda el mercado de los alimentos. Los jarabes que provienen del maíz, con alto contenido de fructosa, se enlistan como endulzante de buena parte de la oferta en el extenso catálogo de productos ultraprocesados; múltiples empresas codician sus almidones y aceites; y sus etanoles se han consolidado como biocarburantes en el lucrativo negocio de las energías renovables. Sin ir más lejos, en 2018, el valor de la exportación del maíz alcanzó los 33 mil 900 millones de dólares.

No es de extrañar entonces que los dos mayores productores de maíz a nivel mundial sean las superpotencias, Estados Unidos y China, que amasan cerca de 60% de la producción total, ni que Monsanto, Dupont y otras transnacionales ambicionen controlar fracciones cada vez más grandes del mercado con su biotecnología feroz, sus transgénicos homogéneos y patentados que ponen en riesgo, de paso, a la variedades nativas de maíz que aún se cultivan en diversas regiones de México y Centroamérica, y que representan la seguridad alimentaria de decenas de millones de habitantes que viven debajo del margen de la pobreza.

En cuanto a México, las cosas no marchan nada bien, a pesar de ocupar el séptimo puesto en el índice de mayores productores. La nación que legó este glorioso alimento al mundo también se destaca como el segundo mayor importador de sus granos; la precarización laboral, no obstante, engulle al campo mexicano. Recientemente, el gobierno federal anunció que el maíz transgénico y los agroquímicos como el glifosato se eliminarán de forma paulatina del campo mexicano, hasta su desaparición completa en 2024, con el propósito de contribuir a la seguridad y a la soberanía alimentarias, y como medida especial de protección al maíz nativo, la milpa, la riqueza biocultural, las comunidades campesinas, el patrimonio gastronómico y la salud. Falta ver que se logre.

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