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¿México está solapando el autoritarismo en Nicaragua?

¿México está solapando el autoritarismo en Nicaragua?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
25
.
01
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Las últimas señales de la relación de México con Nicaragua han provocado inquietudes entre los críticos del gobierno de AMLO. ¿Cuál ha sido la política exterior de nuestro país ante el devenir autoritario del régimen de Daniel Ortega?, ¿estamos realmente avalando sus abusos?

A partir de las noticias más recientes sobre la postura de México y Nicaragua –como la vacilación entre asistir o no a la toma de protesta de Daniel Ortega y el nombramiento del embajador Guillermo Zamora–, algunos críticos de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador han salido a la arena pública a asegurar que el gobierno de México tiene  tendencias autoritarias y busca justificar los abusos de sus aliados políticos, o bien, que nuestro país está “solapando a la dictadura”. Pero ¿realmente es ésa nuestra política exterior? Para averiguarlo conviene escapar de la inmediatez y tomar en cuenta un contexto más amplio, en específico, la sucesión de decisiones y pronunciamientos mexicanos en cuanto al régimen de Daniel Ortega. A continuación mostraré que, durante este sexenio, la postura de México ha sido ambivalente e inconsistente, ha tenido sus luces y sus sombras. También argumentaré por qué sería favorable para sus intereses posicionarse de una vez por todas como una voz consistentemente crítica de la ruptura del orden democrático en Nicaragua.

A principios de este mes, México se vio inmerso en un vaivén diplomático, entre asistir o no a la toma de protesta de Daniel Ortega, que se celebró el pasado 10 de enero de 2022. Ortega fue “reelecto” en noviembre de 2021 para un quinto mandato presidencial en Nicaragua. Las elecciones transcurrieron con los siete potenciales candidatos de oposición encarcelados, decenas de críticos presos, la suspensión del registro de tres partidos políticos, ataques y restricciones a la libertad de expresión, reformas electorales a modo y un organismo electoral al servicio del Poder Ejecutivo. A todas luces, las elecciones en Nicaragua no fueron libres ni justas y carecen de legitimidad democrática; así han sido valoradas por la mayor parte de la comunidad internacional.

El devenir autoritario del gobierno de Daniel Ortega no ocurrió de un día para otro, sino que viene gestándose desde hace tiempo. Por ende, el gobierno de México ha tenido múltiples oportunidades para manifestarse sobre el tema. Un punto de quiebre fue la represión de las protestas sociales que tuvieron lugar en Nicaragua en 2018, cuando la sociedad civil reportó numerosos episodios de violencia policial, detenciones arbitrarias y tortura. En el ámbito del multilateralismo universal, el gobierno de México, como miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, ha votado a favor de las tres resoluciones sobre Nicaragua, que fueron adoptadas en 2019, 2020 y 2021. En las resoluciones, los Estados miembros expresan su preocupación por la crisis de derechos humanos en el país, le piden a su gobierno que adopte las reformas institucionales y electorales necesarias para garantizar la celebración de elecciones libres y justas, y le solicitan al alto comisionado de Derechos Humanos de la ONU que monitoree la situación. Sin embargo, en junio de 2021 México no firmó una declaración conjunta de 59 países que fue presentada ante este Consejo y que contiene un lenguaje similar al de las resoluciones.

La posición de México respecto a Nicaragua en el ámbito del multilateralismo regional también tiene sus matices. El tema se ha abordado exclusivamente en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), un organismo que agrupa a los 35 países del continente. El gobierno de López Obrador votó a favor de las dos resoluciones que adoptó la OEA sobre Nicaragua, en mayo y junio de 2019. Esos pronunciamientos condenaron el deterioro de las instituciones democráticas y la crisis de derechos humanos en el país, se refieren a una alteración del orden constitucional en términos de la Carta Democrática Interamericana y hacen un llamado a que Nicaragua colabore con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el organismo regional en la materia.

Sin embargo, a partir de la segunda mitad de 2019 y hasta la fecha, el gobierno de México se ha abstenido de las iniciativas y resoluciones de la OEA sobre Nicaragua. ¿Qué cambió? La relación de México con esa organización se ha ido deteriorando a raíz de que su secretario general, Luis Almagro, se extralimitara de sus funciones al reconocer como representante del gobierno de Venezuela ante la organización a un enviado de Juan Guaidó, en abril de 2019. Aunado a este hecho, en octubre de 2019, la Secretaría General de la OEA contribuyó a desestabilizar al gobierno de Evo Morales en Bolivia, mediante alegatos no sustentados de fraude electoral, lo que facilitó que hubiera un golpe de Estado en su contra. La actuación de Almagro merma la credibilidad de la OEA, pues contribuye a que se le perciba como una organización intervencionista al servicio de intereses particulares. En consecuencia, existe una justificación fuerte para que el gobierno de México se abstenga de presionar a Nicaragua a través de la OEA: como lo ha mencionado en repetidas ocasiones la embajadora Luz Elena Baños, el secretario general actúa de manera selectiva, se extralimita en sus funciones y se inmiscuye en asuntos internos de los Estados; la embajadora no se equivoca al respecto.

Si bien las inconsistencias del gobierno de México en el ámbito regional pueden explicarse por el quiebre al interior de la OEA, a nivel bilateral la política exterior hacia Nicaragua no ha sido más sólida. En junio de 2021 México, al igual que Argentina, “llamó a consultas” a su embajador en Nicaragua como reacción al arresto de figuras políticas de la oposición por parte del régimen de Ortega. Sin embargo, se trata de la única vez que México se ha pronunciado por sí solo sobre el autoritarismo en Nicaragua. El gobierno se abstuvo, por ejemplo, de condenar la farsa electoral de noviembre pasado y terminó por enviar a un representante a la toma de protesta de Ortega; ésta es una forma de darle un espaldarazo, si bien indirecto, al proceso electoral a modo en aquel país.

El día anterior a la toma de protesta, la SRE aclaró en Twitter que no participaría ninguna persona en representación de México, a pesar de que circulaba información de que alguien sí asistiría. A la mañana siguiente, el presidente López Obrador decidió que iría el encargado de negocios. Hay dos lecturas posibles sobre este vaivén diplomático.

La primera es que existen entre la cancillería y la presidencia –y aun dentro de la cancillería misma– posiciones encontradas acerca de cuál debe ser la postura de México respecto a Nicaragua. Éstas se remontan al eterno debate sobre cómo debe posicionarse México cuando se contraponen el principio de no intervención y el principio de protección de los derechos humanos, incluidos los derechos políticos. Es muy probable que este debate interno exista, y que así sea ayudaría a explicar algunos momentos de la inconsistencia de nuestro país, entre otros, la decisión del presidente López Obrador de contradecir a su cancillería y enviar a un representante a la toma de protesta de Ortega –aunque se trató de un representante con el nivel más bajo posible.

La segunda interpretación, complementaria pero meramente especulativa, es que asistir a la toma de protesta de Daniel Ortega fue una moneda de cambio para que Nicaragua aceptara que Argentina suceda a México como presidente pro tempore de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Nicaragua, originalmente, se había opuesto a esta sucesión, bloqueando a la CELAC, donde las decisiones se toman por consenso. México logró revivir este foro regional durante la pandemia, por lo que tiene sentido que hubiera un interés de política exterior fuerte en mantenerlo activo a través de la elección de un sucesor afín y comprometido con su supervivencia, como el gobierno argentino.

De cualquier modo, el gobierno de México ha tenido una postura ambivalente frente al quiebre democrático en Nicaragua. Es justo reconocer –como he hecho en este texto– que algunas de sus posiciones más cuestionables podrían explicarse como “daños colaterales” de otros intereses serios de política exterior, pero, aunque así sea, el caso de Nicaragua amerita que el gobierno de México adopte una postura más crítica y consistente.

[read more]Principios e intereses de política exteriorEmpiezo por el contraargumento más común: adoptar una postura más crítica es contrario al principio constitucional de no intervención (López Obrador ha reiterado varias veces que “no vamos a intervenir en asuntos que corresponde resolver [a otros]”). Este principio es una piedra angular de la política exterior mexicana, y no podría ser de otro modo en un Estado que tiene por vecino al país más poderoso del mundo y que, desde sus primeros años de vida independiente, se ha enfrentado a todo tipo de intervenciones extranjeras. Sin embargo, cualquier principio constitucional de política exterior debe interpretarse a la luz de los otros, en otras palabras: la no intervención no es un principio que exista aislado del resto o que se baste a sí mismo. El respeto, la protección y la promoción de los derechos humanos también son un principio constitucional. Por tanto, una lectura moderna implica reconocer que existen límites a la no intervención: ese principio no puede estar por encima de que México se manifieste contra los abusos estatales de los derechos fundamentales de las personas.La realidad, más allá del argumento anterior, de tipo normativo, es que los principios de política exterior sirven –y siempre han servido– para justificar decisiones políticas. Idealmente, estas decisiones se toman con base en los intereses del Estado mexicano, es decir: los principios están al servicio de los intereses de política exterior. Eso explica, por ejemplo, por qué, a pesar de lo arraigado que estaba el principio de no intervención en el siglo XX, México rompió relaciones con la España de Franco y con el Chile de Pinochet; a partir de esto también se explica por qué México reconoció al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional como una fuerza política representativa del pueblo salvadoreño.Entonces, dentro de esta concepción, ¿por qué México tendría el interés de adoptar una postura más consistente y crítica sobre el devenir autoritario de Nicaragua? En primer lugar, porque la política exterior se hace más fuerte si es consistente. Al mandar señales encontradas sobre Nicaragua, el gobierno de México se invalida como interlocutor con todas las partes: mientras que unos lo consideran un “solapador de dictaduras”, el gobierno nicaragüense tampoco lo piensa como un aliado. El hijo de Daniel Ortega, por ejemplo, se refirió al presidente López Obrador como un “cobarde”, luego de que el gobierno mexicano llamara a consultas a su embajador en Nicaragua.Tener una posición crítica más sólida también le conviene a México porque el autoritarismo en Nicaragua genera inestabilidad regional. Los gobiernos autoritarios suelen, por ejemplo, tomar decisiones más radicales de política exterior porque tienen menos contrapesos y se alían con gobiernos afines. El acercamiento de Nicaragua a China, Rusia e Irán contribuye a colocar a América Latina en el centro de disputas geopolíticas, y no nos conviene estar en medio de ellas, al menos no de manera tan poco estratégica. Además, la grave situación en Nicaragua provoca que un gran número de personas busque migrar del país. Gestionar la recepción y el tránsito de migrantes es un enorme reto para México y los demás gobiernos de la región, y la inestabilidad en Nicaragua lo complica aun más.Por último, el devenir autoritario de Nicaragua debilita el consenso normativo en la región a favor de la democracia y los derechos humanos. Un ejemplo específico de sus repercusiones regionales es que Nicaragua, al igual que Venezuela en su momento, decidió abandonar la OEA y, con ello, al Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Eso debilita las instituciones del sistema –la CIDH y la Corte Interamericana–. Además, conviene defender nuestra forma de gobierno en un momento histórico de democracias debilitadas y de fortalecimiento de opciones políticas con agendas antidemocráticas, tanto en América Latina como en el resto del mundo. Aunque adoptar una postura crítica sobre Nicaragua difícilmente cambiaría la situación en ese país, sí contribuiría a preservar los consensos normativos que todavía existen en la mayoría de los países de la región. Hacerlo en este caso es poco costoso, a diferencia, por ejemplo, de hacerlo en Cuba o en Venezuela, en los que hay más consideraciones geopolíticas que se deben tomar en cuenta.Más allá de los intereses del Estado mexicano, esta postura podría ser del interés del proyecto político de López Obrador. El descontento social en América Latina está generando un fenómeno pendular en el ámbito de las elecciones. Nuevamente empiezan a predominar los gobiernos de izquierda en la región. Estos gobiernos no tienen el margen fiscal del que gozaron las izquierdas de la ola rosa, pero sí pueden evitar repetir algunas equivocaciones de sus antecesores. Quizá el futuro de las izquierdas democráticas latinoamericanas depende, en parte, de asumir que el respaldo a la democracia y la condena al autoritarismo no son contrarios al reclamo histórico y justo sobre el intervencionismo estadounidense.[/read]

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Las últimas señales de la relación de México con Nicaragua han provocado inquietudes entre los críticos del gobierno de AMLO. ¿Cuál ha sido la política exterior de nuestro país ante el devenir autoritario del régimen de Daniel Ortega?, ¿estamos realmente avalando sus abusos?

A partir de las noticias más recientes sobre la postura de México y Nicaragua –como la vacilación entre asistir o no a la toma de protesta de Daniel Ortega y el nombramiento del embajador Guillermo Zamora–, algunos críticos de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador han salido a la arena pública a asegurar que el gobierno de México tiene  tendencias autoritarias y busca justificar los abusos de sus aliados políticos, o bien, que nuestro país está “solapando a la dictadura”. Pero ¿realmente es ésa nuestra política exterior? Para averiguarlo conviene escapar de la inmediatez y tomar en cuenta un contexto más amplio, en específico, la sucesión de decisiones y pronunciamientos mexicanos en cuanto al régimen de Daniel Ortega. A continuación mostraré que, durante este sexenio, la postura de México ha sido ambivalente e inconsistente, ha tenido sus luces y sus sombras. También argumentaré por qué sería favorable para sus intereses posicionarse de una vez por todas como una voz consistentemente crítica de la ruptura del orden democrático en Nicaragua.

A principios de este mes, México se vio inmerso en un vaivén diplomático, entre asistir o no a la toma de protesta de Daniel Ortega, que se celebró el pasado 10 de enero de 2022. Ortega fue “reelecto” en noviembre de 2021 para un quinto mandato presidencial en Nicaragua. Las elecciones transcurrieron con los siete potenciales candidatos de oposición encarcelados, decenas de críticos presos, la suspensión del registro de tres partidos políticos, ataques y restricciones a la libertad de expresión, reformas electorales a modo y un organismo electoral al servicio del Poder Ejecutivo. A todas luces, las elecciones en Nicaragua no fueron libres ni justas y carecen de legitimidad democrática; así han sido valoradas por la mayor parte de la comunidad internacional.

El devenir autoritario del gobierno de Daniel Ortega no ocurrió de un día para otro, sino que viene gestándose desde hace tiempo. Por ende, el gobierno de México ha tenido múltiples oportunidades para manifestarse sobre el tema. Un punto de quiebre fue la represión de las protestas sociales que tuvieron lugar en Nicaragua en 2018, cuando la sociedad civil reportó numerosos episodios de violencia policial, detenciones arbitrarias y tortura. En el ámbito del multilateralismo universal, el gobierno de México, como miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, ha votado a favor de las tres resoluciones sobre Nicaragua, que fueron adoptadas en 2019, 2020 y 2021. En las resoluciones, los Estados miembros expresan su preocupación por la crisis de derechos humanos en el país, le piden a su gobierno que adopte las reformas institucionales y electorales necesarias para garantizar la celebración de elecciones libres y justas, y le solicitan al alto comisionado de Derechos Humanos de la ONU que monitoree la situación. Sin embargo, en junio de 2021 México no firmó una declaración conjunta de 59 países que fue presentada ante este Consejo y que contiene un lenguaje similar al de las resoluciones.

La posición de México respecto a Nicaragua en el ámbito del multilateralismo regional también tiene sus matices. El tema se ha abordado exclusivamente en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), un organismo que agrupa a los 35 países del continente. El gobierno de López Obrador votó a favor de las dos resoluciones que adoptó la OEA sobre Nicaragua, en mayo y junio de 2019. Esos pronunciamientos condenaron el deterioro de las instituciones democráticas y la crisis de derechos humanos en el país, se refieren a una alteración del orden constitucional en términos de la Carta Democrática Interamericana y hacen un llamado a que Nicaragua colabore con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el organismo regional en la materia.

Sin embargo, a partir de la segunda mitad de 2019 y hasta la fecha, el gobierno de México se ha abstenido de las iniciativas y resoluciones de la OEA sobre Nicaragua. ¿Qué cambió? La relación de México con esa organización se ha ido deteriorando a raíz de que su secretario general, Luis Almagro, se extralimitara de sus funciones al reconocer como representante del gobierno de Venezuela ante la organización a un enviado de Juan Guaidó, en abril de 2019. Aunado a este hecho, en octubre de 2019, la Secretaría General de la OEA contribuyó a desestabilizar al gobierno de Evo Morales en Bolivia, mediante alegatos no sustentados de fraude electoral, lo que facilitó que hubiera un golpe de Estado en su contra. La actuación de Almagro merma la credibilidad de la OEA, pues contribuye a que se le perciba como una organización intervencionista al servicio de intereses particulares. En consecuencia, existe una justificación fuerte para que el gobierno de México se abstenga de presionar a Nicaragua a través de la OEA: como lo ha mencionado en repetidas ocasiones la embajadora Luz Elena Baños, el secretario general actúa de manera selectiva, se extralimita en sus funciones y se inmiscuye en asuntos internos de los Estados; la embajadora no se equivoca al respecto.

Si bien las inconsistencias del gobierno de México en el ámbito regional pueden explicarse por el quiebre al interior de la OEA, a nivel bilateral la política exterior hacia Nicaragua no ha sido más sólida. En junio de 2021 México, al igual que Argentina, “llamó a consultas” a su embajador en Nicaragua como reacción al arresto de figuras políticas de la oposición por parte del régimen de Ortega. Sin embargo, se trata de la única vez que México se ha pronunciado por sí solo sobre el autoritarismo en Nicaragua. El gobierno se abstuvo, por ejemplo, de condenar la farsa electoral de noviembre pasado y terminó por enviar a un representante a la toma de protesta de Ortega; ésta es una forma de darle un espaldarazo, si bien indirecto, al proceso electoral a modo en aquel país.

El día anterior a la toma de protesta, la SRE aclaró en Twitter que no participaría ninguna persona en representación de México, a pesar de que circulaba información de que alguien sí asistiría. A la mañana siguiente, el presidente López Obrador decidió que iría el encargado de negocios. Hay dos lecturas posibles sobre este vaivén diplomático.

La primera es que existen entre la cancillería y la presidencia –y aun dentro de la cancillería misma– posiciones encontradas acerca de cuál debe ser la postura de México respecto a Nicaragua. Éstas se remontan al eterno debate sobre cómo debe posicionarse México cuando se contraponen el principio de no intervención y el principio de protección de los derechos humanos, incluidos los derechos políticos. Es muy probable que este debate interno exista, y que así sea ayudaría a explicar algunos momentos de la inconsistencia de nuestro país, entre otros, la decisión del presidente López Obrador de contradecir a su cancillería y enviar a un representante a la toma de protesta de Ortega –aunque se trató de un representante con el nivel más bajo posible.

La segunda interpretación, complementaria pero meramente especulativa, es que asistir a la toma de protesta de Daniel Ortega fue una moneda de cambio para que Nicaragua aceptara que Argentina suceda a México como presidente pro tempore de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Nicaragua, originalmente, se había opuesto a esta sucesión, bloqueando a la CELAC, donde las decisiones se toman por consenso. México logró revivir este foro regional durante la pandemia, por lo que tiene sentido que hubiera un interés de política exterior fuerte en mantenerlo activo a través de la elección de un sucesor afín y comprometido con su supervivencia, como el gobierno argentino.

De cualquier modo, el gobierno de México ha tenido una postura ambivalente frente al quiebre democrático en Nicaragua. Es justo reconocer –como he hecho en este texto– que algunas de sus posiciones más cuestionables podrían explicarse como “daños colaterales” de otros intereses serios de política exterior, pero, aunque así sea, el caso de Nicaragua amerita que el gobierno de México adopte una postura más crítica y consistente.

[read more]Principios e intereses de política exteriorEmpiezo por el contraargumento más común: adoptar una postura más crítica es contrario al principio constitucional de no intervención (López Obrador ha reiterado varias veces que “no vamos a intervenir en asuntos que corresponde resolver [a otros]”). Este principio es una piedra angular de la política exterior mexicana, y no podría ser de otro modo en un Estado que tiene por vecino al país más poderoso del mundo y que, desde sus primeros años de vida independiente, se ha enfrentado a todo tipo de intervenciones extranjeras. Sin embargo, cualquier principio constitucional de política exterior debe interpretarse a la luz de los otros, en otras palabras: la no intervención no es un principio que exista aislado del resto o que se baste a sí mismo. El respeto, la protección y la promoción de los derechos humanos también son un principio constitucional. Por tanto, una lectura moderna implica reconocer que existen límites a la no intervención: ese principio no puede estar por encima de que México se manifieste contra los abusos estatales de los derechos fundamentales de las personas.La realidad, más allá del argumento anterior, de tipo normativo, es que los principios de política exterior sirven –y siempre han servido– para justificar decisiones políticas. Idealmente, estas decisiones se toman con base en los intereses del Estado mexicano, es decir: los principios están al servicio de los intereses de política exterior. Eso explica, por ejemplo, por qué, a pesar de lo arraigado que estaba el principio de no intervención en el siglo XX, México rompió relaciones con la España de Franco y con el Chile de Pinochet; a partir de esto también se explica por qué México reconoció al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional como una fuerza política representativa del pueblo salvadoreño.Entonces, dentro de esta concepción, ¿por qué México tendría el interés de adoptar una postura más consistente y crítica sobre el devenir autoritario de Nicaragua? En primer lugar, porque la política exterior se hace más fuerte si es consistente. Al mandar señales encontradas sobre Nicaragua, el gobierno de México se invalida como interlocutor con todas las partes: mientras que unos lo consideran un “solapador de dictaduras”, el gobierno nicaragüense tampoco lo piensa como un aliado. El hijo de Daniel Ortega, por ejemplo, se refirió al presidente López Obrador como un “cobarde”, luego de que el gobierno mexicano llamara a consultas a su embajador en Nicaragua.Tener una posición crítica más sólida también le conviene a México porque el autoritarismo en Nicaragua genera inestabilidad regional. Los gobiernos autoritarios suelen, por ejemplo, tomar decisiones más radicales de política exterior porque tienen menos contrapesos y se alían con gobiernos afines. El acercamiento de Nicaragua a China, Rusia e Irán contribuye a colocar a América Latina en el centro de disputas geopolíticas, y no nos conviene estar en medio de ellas, al menos no de manera tan poco estratégica. Además, la grave situación en Nicaragua provoca que un gran número de personas busque migrar del país. Gestionar la recepción y el tránsito de migrantes es un enorme reto para México y los demás gobiernos de la región, y la inestabilidad en Nicaragua lo complica aun más.Por último, el devenir autoritario de Nicaragua debilita el consenso normativo en la región a favor de la democracia y los derechos humanos. Un ejemplo específico de sus repercusiones regionales es que Nicaragua, al igual que Venezuela en su momento, decidió abandonar la OEA y, con ello, al Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Eso debilita las instituciones del sistema –la CIDH y la Corte Interamericana–. Además, conviene defender nuestra forma de gobierno en un momento histórico de democracias debilitadas y de fortalecimiento de opciones políticas con agendas antidemocráticas, tanto en América Latina como en el resto del mundo. Aunque adoptar una postura crítica sobre Nicaragua difícilmente cambiaría la situación en ese país, sí contribuiría a preservar los consensos normativos que todavía existen en la mayoría de los países de la región. Hacerlo en este caso es poco costoso, a diferencia, por ejemplo, de hacerlo en Cuba o en Venezuela, en los que hay más consideraciones geopolíticas que se deben tomar en cuenta.Más allá de los intereses del Estado mexicano, esta postura podría ser del interés del proyecto político de López Obrador. El descontento social en América Latina está generando un fenómeno pendular en el ámbito de las elecciones. Nuevamente empiezan a predominar los gobiernos de izquierda en la región. Estos gobiernos no tienen el margen fiscal del que gozaron las izquierdas de la ola rosa, pero sí pueden evitar repetir algunas equivocaciones de sus antecesores. Quizá el futuro de las izquierdas democráticas latinoamericanas depende, en parte, de asumir que el respaldo a la democracia y la condena al autoritarismo no son contrarios al reclamo histórico y justo sobre el intervencionismo estadounidense.[/read]

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Las últimas señales de la relación de México con Nicaragua han provocado inquietudes entre los críticos del gobierno de AMLO. ¿Cuál ha sido la política exterior de nuestro país ante el devenir autoritario del régimen de Daniel Ortega?, ¿estamos realmente avalando sus abusos?

A partir de las noticias más recientes sobre la postura de México y Nicaragua –como la vacilación entre asistir o no a la toma de protesta de Daniel Ortega y el nombramiento del embajador Guillermo Zamora–, algunos críticos de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador han salido a la arena pública a asegurar que el gobierno de México tiene  tendencias autoritarias y busca justificar los abusos de sus aliados políticos, o bien, que nuestro país está “solapando a la dictadura”. Pero ¿realmente es ésa nuestra política exterior? Para averiguarlo conviene escapar de la inmediatez y tomar en cuenta un contexto más amplio, en específico, la sucesión de decisiones y pronunciamientos mexicanos en cuanto al régimen de Daniel Ortega. A continuación mostraré que, durante este sexenio, la postura de México ha sido ambivalente e inconsistente, ha tenido sus luces y sus sombras. También argumentaré por qué sería favorable para sus intereses posicionarse de una vez por todas como una voz consistentemente crítica de la ruptura del orden democrático en Nicaragua.

A principios de este mes, México se vio inmerso en un vaivén diplomático, entre asistir o no a la toma de protesta de Daniel Ortega, que se celebró el pasado 10 de enero de 2022. Ortega fue “reelecto” en noviembre de 2021 para un quinto mandato presidencial en Nicaragua. Las elecciones transcurrieron con los siete potenciales candidatos de oposición encarcelados, decenas de críticos presos, la suspensión del registro de tres partidos políticos, ataques y restricciones a la libertad de expresión, reformas electorales a modo y un organismo electoral al servicio del Poder Ejecutivo. A todas luces, las elecciones en Nicaragua no fueron libres ni justas y carecen de legitimidad democrática; así han sido valoradas por la mayor parte de la comunidad internacional.

El devenir autoritario del gobierno de Daniel Ortega no ocurrió de un día para otro, sino que viene gestándose desde hace tiempo. Por ende, el gobierno de México ha tenido múltiples oportunidades para manifestarse sobre el tema. Un punto de quiebre fue la represión de las protestas sociales que tuvieron lugar en Nicaragua en 2018, cuando la sociedad civil reportó numerosos episodios de violencia policial, detenciones arbitrarias y tortura. En el ámbito del multilateralismo universal, el gobierno de México, como miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, ha votado a favor de las tres resoluciones sobre Nicaragua, que fueron adoptadas en 2019, 2020 y 2021. En las resoluciones, los Estados miembros expresan su preocupación por la crisis de derechos humanos en el país, le piden a su gobierno que adopte las reformas institucionales y electorales necesarias para garantizar la celebración de elecciones libres y justas, y le solicitan al alto comisionado de Derechos Humanos de la ONU que monitoree la situación. Sin embargo, en junio de 2021 México no firmó una declaración conjunta de 59 países que fue presentada ante este Consejo y que contiene un lenguaje similar al de las resoluciones.

La posición de México respecto a Nicaragua en el ámbito del multilateralismo regional también tiene sus matices. El tema se ha abordado exclusivamente en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), un organismo que agrupa a los 35 países del continente. El gobierno de López Obrador votó a favor de las dos resoluciones que adoptó la OEA sobre Nicaragua, en mayo y junio de 2019. Esos pronunciamientos condenaron el deterioro de las instituciones democráticas y la crisis de derechos humanos en el país, se refieren a una alteración del orden constitucional en términos de la Carta Democrática Interamericana y hacen un llamado a que Nicaragua colabore con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el organismo regional en la materia.

Sin embargo, a partir de la segunda mitad de 2019 y hasta la fecha, el gobierno de México se ha abstenido de las iniciativas y resoluciones de la OEA sobre Nicaragua. ¿Qué cambió? La relación de México con esa organización se ha ido deteriorando a raíz de que su secretario general, Luis Almagro, se extralimitara de sus funciones al reconocer como representante del gobierno de Venezuela ante la organización a un enviado de Juan Guaidó, en abril de 2019. Aunado a este hecho, en octubre de 2019, la Secretaría General de la OEA contribuyó a desestabilizar al gobierno de Evo Morales en Bolivia, mediante alegatos no sustentados de fraude electoral, lo que facilitó que hubiera un golpe de Estado en su contra. La actuación de Almagro merma la credibilidad de la OEA, pues contribuye a que se le perciba como una organización intervencionista al servicio de intereses particulares. En consecuencia, existe una justificación fuerte para que el gobierno de México se abstenga de presionar a Nicaragua a través de la OEA: como lo ha mencionado en repetidas ocasiones la embajadora Luz Elena Baños, el secretario general actúa de manera selectiva, se extralimita en sus funciones y se inmiscuye en asuntos internos de los Estados; la embajadora no se equivoca al respecto.

Si bien las inconsistencias del gobierno de México en el ámbito regional pueden explicarse por el quiebre al interior de la OEA, a nivel bilateral la política exterior hacia Nicaragua no ha sido más sólida. En junio de 2021 México, al igual que Argentina, “llamó a consultas” a su embajador en Nicaragua como reacción al arresto de figuras políticas de la oposición por parte del régimen de Ortega. Sin embargo, se trata de la única vez que México se ha pronunciado por sí solo sobre el autoritarismo en Nicaragua. El gobierno se abstuvo, por ejemplo, de condenar la farsa electoral de noviembre pasado y terminó por enviar a un representante a la toma de protesta de Ortega; ésta es una forma de darle un espaldarazo, si bien indirecto, al proceso electoral a modo en aquel país.

El día anterior a la toma de protesta, la SRE aclaró en Twitter que no participaría ninguna persona en representación de México, a pesar de que circulaba información de que alguien sí asistiría. A la mañana siguiente, el presidente López Obrador decidió que iría el encargado de negocios. Hay dos lecturas posibles sobre este vaivén diplomático.

La primera es que existen entre la cancillería y la presidencia –y aun dentro de la cancillería misma– posiciones encontradas acerca de cuál debe ser la postura de México respecto a Nicaragua. Éstas se remontan al eterno debate sobre cómo debe posicionarse México cuando se contraponen el principio de no intervención y el principio de protección de los derechos humanos, incluidos los derechos políticos. Es muy probable que este debate interno exista, y que así sea ayudaría a explicar algunos momentos de la inconsistencia de nuestro país, entre otros, la decisión del presidente López Obrador de contradecir a su cancillería y enviar a un representante a la toma de protesta de Ortega –aunque se trató de un representante con el nivel más bajo posible.

La segunda interpretación, complementaria pero meramente especulativa, es que asistir a la toma de protesta de Daniel Ortega fue una moneda de cambio para que Nicaragua aceptara que Argentina suceda a México como presidente pro tempore de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Nicaragua, originalmente, se había opuesto a esta sucesión, bloqueando a la CELAC, donde las decisiones se toman por consenso. México logró revivir este foro regional durante la pandemia, por lo que tiene sentido que hubiera un interés de política exterior fuerte en mantenerlo activo a través de la elección de un sucesor afín y comprometido con su supervivencia, como el gobierno argentino.

De cualquier modo, el gobierno de México ha tenido una postura ambivalente frente al quiebre democrático en Nicaragua. Es justo reconocer –como he hecho en este texto– que algunas de sus posiciones más cuestionables podrían explicarse como “daños colaterales” de otros intereses serios de política exterior, pero, aunque así sea, el caso de Nicaragua amerita que el gobierno de México adopte una postura más crítica y consistente.

[read more]Principios e intereses de política exteriorEmpiezo por el contraargumento más común: adoptar una postura más crítica es contrario al principio constitucional de no intervención (López Obrador ha reiterado varias veces que “no vamos a intervenir en asuntos que corresponde resolver [a otros]”). Este principio es una piedra angular de la política exterior mexicana, y no podría ser de otro modo en un Estado que tiene por vecino al país más poderoso del mundo y que, desde sus primeros años de vida independiente, se ha enfrentado a todo tipo de intervenciones extranjeras. Sin embargo, cualquier principio constitucional de política exterior debe interpretarse a la luz de los otros, en otras palabras: la no intervención no es un principio que exista aislado del resto o que se baste a sí mismo. El respeto, la protección y la promoción de los derechos humanos también son un principio constitucional. Por tanto, una lectura moderna implica reconocer que existen límites a la no intervención: ese principio no puede estar por encima de que México se manifieste contra los abusos estatales de los derechos fundamentales de las personas.La realidad, más allá del argumento anterior, de tipo normativo, es que los principios de política exterior sirven –y siempre han servido– para justificar decisiones políticas. Idealmente, estas decisiones se toman con base en los intereses del Estado mexicano, es decir: los principios están al servicio de los intereses de política exterior. Eso explica, por ejemplo, por qué, a pesar de lo arraigado que estaba el principio de no intervención en el siglo XX, México rompió relaciones con la España de Franco y con el Chile de Pinochet; a partir de esto también se explica por qué México reconoció al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional como una fuerza política representativa del pueblo salvadoreño.Entonces, dentro de esta concepción, ¿por qué México tendría el interés de adoptar una postura más consistente y crítica sobre el devenir autoritario de Nicaragua? En primer lugar, porque la política exterior se hace más fuerte si es consistente. Al mandar señales encontradas sobre Nicaragua, el gobierno de México se invalida como interlocutor con todas las partes: mientras que unos lo consideran un “solapador de dictaduras”, el gobierno nicaragüense tampoco lo piensa como un aliado. El hijo de Daniel Ortega, por ejemplo, se refirió al presidente López Obrador como un “cobarde”, luego de que el gobierno mexicano llamara a consultas a su embajador en Nicaragua.Tener una posición crítica más sólida también le conviene a México porque el autoritarismo en Nicaragua genera inestabilidad regional. Los gobiernos autoritarios suelen, por ejemplo, tomar decisiones más radicales de política exterior porque tienen menos contrapesos y se alían con gobiernos afines. El acercamiento de Nicaragua a China, Rusia e Irán contribuye a colocar a América Latina en el centro de disputas geopolíticas, y no nos conviene estar en medio de ellas, al menos no de manera tan poco estratégica. Además, la grave situación en Nicaragua provoca que un gran número de personas busque migrar del país. Gestionar la recepción y el tránsito de migrantes es un enorme reto para México y los demás gobiernos de la región, y la inestabilidad en Nicaragua lo complica aun más.Por último, el devenir autoritario de Nicaragua debilita el consenso normativo en la región a favor de la democracia y los derechos humanos. Un ejemplo específico de sus repercusiones regionales es que Nicaragua, al igual que Venezuela en su momento, decidió abandonar la OEA y, con ello, al Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Eso debilita las instituciones del sistema –la CIDH y la Corte Interamericana–. Además, conviene defender nuestra forma de gobierno en un momento histórico de democracias debilitadas y de fortalecimiento de opciones políticas con agendas antidemocráticas, tanto en América Latina como en el resto del mundo. Aunque adoptar una postura crítica sobre Nicaragua difícilmente cambiaría la situación en ese país, sí contribuiría a preservar los consensos normativos que todavía existen en la mayoría de los países de la región. Hacerlo en este caso es poco costoso, a diferencia, por ejemplo, de hacerlo en Cuba o en Venezuela, en los que hay más consideraciones geopolíticas que se deben tomar en cuenta.Más allá de los intereses del Estado mexicano, esta postura podría ser del interés del proyecto político de López Obrador. El descontento social en América Latina está generando un fenómeno pendular en el ámbito de las elecciones. Nuevamente empiezan a predominar los gobiernos de izquierda en la región. Estos gobiernos no tienen el margen fiscal del que gozaron las izquierdas de la ola rosa, pero sí pueden evitar repetir algunas equivocaciones de sus antecesores. Quizá el futuro de las izquierdas democráticas latinoamericanas depende, en parte, de asumir que el respaldo a la democracia y la condena al autoritarismo no son contrarios al reclamo histórico y justo sobre el intervencionismo estadounidense.[/read]

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¿México está solapando el autoritarismo en Nicaragua?

¿México está solapando el autoritarismo en Nicaragua?

25
.
01
.
22
2022
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Fotografía de
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Ilustración de
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Las últimas señales de la relación de México con Nicaragua han provocado inquietudes entre los críticos del gobierno de AMLO. ¿Cuál ha sido la política exterior de nuestro país ante el devenir autoritario del régimen de Daniel Ortega?, ¿estamos realmente avalando sus abusos?

A partir de las noticias más recientes sobre la postura de México y Nicaragua –como la vacilación entre asistir o no a la toma de protesta de Daniel Ortega y el nombramiento del embajador Guillermo Zamora–, algunos críticos de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador han salido a la arena pública a asegurar que el gobierno de México tiene  tendencias autoritarias y busca justificar los abusos de sus aliados políticos, o bien, que nuestro país está “solapando a la dictadura”. Pero ¿realmente es ésa nuestra política exterior? Para averiguarlo conviene escapar de la inmediatez y tomar en cuenta un contexto más amplio, en específico, la sucesión de decisiones y pronunciamientos mexicanos en cuanto al régimen de Daniel Ortega. A continuación mostraré que, durante este sexenio, la postura de México ha sido ambivalente e inconsistente, ha tenido sus luces y sus sombras. También argumentaré por qué sería favorable para sus intereses posicionarse de una vez por todas como una voz consistentemente crítica de la ruptura del orden democrático en Nicaragua.

A principios de este mes, México se vio inmerso en un vaivén diplomático, entre asistir o no a la toma de protesta de Daniel Ortega, que se celebró el pasado 10 de enero de 2022. Ortega fue “reelecto” en noviembre de 2021 para un quinto mandato presidencial en Nicaragua. Las elecciones transcurrieron con los siete potenciales candidatos de oposición encarcelados, decenas de críticos presos, la suspensión del registro de tres partidos políticos, ataques y restricciones a la libertad de expresión, reformas electorales a modo y un organismo electoral al servicio del Poder Ejecutivo. A todas luces, las elecciones en Nicaragua no fueron libres ni justas y carecen de legitimidad democrática; así han sido valoradas por la mayor parte de la comunidad internacional.

El devenir autoritario del gobierno de Daniel Ortega no ocurrió de un día para otro, sino que viene gestándose desde hace tiempo. Por ende, el gobierno de México ha tenido múltiples oportunidades para manifestarse sobre el tema. Un punto de quiebre fue la represión de las protestas sociales que tuvieron lugar en Nicaragua en 2018, cuando la sociedad civil reportó numerosos episodios de violencia policial, detenciones arbitrarias y tortura. En el ámbito del multilateralismo universal, el gobierno de México, como miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, ha votado a favor de las tres resoluciones sobre Nicaragua, que fueron adoptadas en 2019, 2020 y 2021. En las resoluciones, los Estados miembros expresan su preocupación por la crisis de derechos humanos en el país, le piden a su gobierno que adopte las reformas institucionales y electorales necesarias para garantizar la celebración de elecciones libres y justas, y le solicitan al alto comisionado de Derechos Humanos de la ONU que monitoree la situación. Sin embargo, en junio de 2021 México no firmó una declaración conjunta de 59 países que fue presentada ante este Consejo y que contiene un lenguaje similar al de las resoluciones.

La posición de México respecto a Nicaragua en el ámbito del multilateralismo regional también tiene sus matices. El tema se ha abordado exclusivamente en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), un organismo que agrupa a los 35 países del continente. El gobierno de López Obrador votó a favor de las dos resoluciones que adoptó la OEA sobre Nicaragua, en mayo y junio de 2019. Esos pronunciamientos condenaron el deterioro de las instituciones democráticas y la crisis de derechos humanos en el país, se refieren a una alteración del orden constitucional en términos de la Carta Democrática Interamericana y hacen un llamado a que Nicaragua colabore con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el organismo regional en la materia.

Sin embargo, a partir de la segunda mitad de 2019 y hasta la fecha, el gobierno de México se ha abstenido de las iniciativas y resoluciones de la OEA sobre Nicaragua. ¿Qué cambió? La relación de México con esa organización se ha ido deteriorando a raíz de que su secretario general, Luis Almagro, se extralimitara de sus funciones al reconocer como representante del gobierno de Venezuela ante la organización a un enviado de Juan Guaidó, en abril de 2019. Aunado a este hecho, en octubre de 2019, la Secretaría General de la OEA contribuyó a desestabilizar al gobierno de Evo Morales en Bolivia, mediante alegatos no sustentados de fraude electoral, lo que facilitó que hubiera un golpe de Estado en su contra. La actuación de Almagro merma la credibilidad de la OEA, pues contribuye a que se le perciba como una organización intervencionista al servicio de intereses particulares. En consecuencia, existe una justificación fuerte para que el gobierno de México se abstenga de presionar a Nicaragua a través de la OEA: como lo ha mencionado en repetidas ocasiones la embajadora Luz Elena Baños, el secretario general actúa de manera selectiva, se extralimita en sus funciones y se inmiscuye en asuntos internos de los Estados; la embajadora no se equivoca al respecto.

Si bien las inconsistencias del gobierno de México en el ámbito regional pueden explicarse por el quiebre al interior de la OEA, a nivel bilateral la política exterior hacia Nicaragua no ha sido más sólida. En junio de 2021 México, al igual que Argentina, “llamó a consultas” a su embajador en Nicaragua como reacción al arresto de figuras políticas de la oposición por parte del régimen de Ortega. Sin embargo, se trata de la única vez que México se ha pronunciado por sí solo sobre el autoritarismo en Nicaragua. El gobierno se abstuvo, por ejemplo, de condenar la farsa electoral de noviembre pasado y terminó por enviar a un representante a la toma de protesta de Ortega; ésta es una forma de darle un espaldarazo, si bien indirecto, al proceso electoral a modo en aquel país.

El día anterior a la toma de protesta, la SRE aclaró en Twitter que no participaría ninguna persona en representación de México, a pesar de que circulaba información de que alguien sí asistiría. A la mañana siguiente, el presidente López Obrador decidió que iría el encargado de negocios. Hay dos lecturas posibles sobre este vaivén diplomático.

La primera es que existen entre la cancillería y la presidencia –y aun dentro de la cancillería misma– posiciones encontradas acerca de cuál debe ser la postura de México respecto a Nicaragua. Éstas se remontan al eterno debate sobre cómo debe posicionarse México cuando se contraponen el principio de no intervención y el principio de protección de los derechos humanos, incluidos los derechos políticos. Es muy probable que este debate interno exista, y que así sea ayudaría a explicar algunos momentos de la inconsistencia de nuestro país, entre otros, la decisión del presidente López Obrador de contradecir a su cancillería y enviar a un representante a la toma de protesta de Ortega –aunque se trató de un representante con el nivel más bajo posible.

La segunda interpretación, complementaria pero meramente especulativa, es que asistir a la toma de protesta de Daniel Ortega fue una moneda de cambio para que Nicaragua aceptara que Argentina suceda a México como presidente pro tempore de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Nicaragua, originalmente, se había opuesto a esta sucesión, bloqueando a la CELAC, donde las decisiones se toman por consenso. México logró revivir este foro regional durante la pandemia, por lo que tiene sentido que hubiera un interés de política exterior fuerte en mantenerlo activo a través de la elección de un sucesor afín y comprometido con su supervivencia, como el gobierno argentino.

De cualquier modo, el gobierno de México ha tenido una postura ambivalente frente al quiebre democrático en Nicaragua. Es justo reconocer –como he hecho en este texto– que algunas de sus posiciones más cuestionables podrían explicarse como “daños colaterales” de otros intereses serios de política exterior, pero, aunque así sea, el caso de Nicaragua amerita que el gobierno de México adopte una postura más crítica y consistente.

[read more]Principios e intereses de política exteriorEmpiezo por el contraargumento más común: adoptar una postura más crítica es contrario al principio constitucional de no intervención (López Obrador ha reiterado varias veces que “no vamos a intervenir en asuntos que corresponde resolver [a otros]”). Este principio es una piedra angular de la política exterior mexicana, y no podría ser de otro modo en un Estado que tiene por vecino al país más poderoso del mundo y que, desde sus primeros años de vida independiente, se ha enfrentado a todo tipo de intervenciones extranjeras. Sin embargo, cualquier principio constitucional de política exterior debe interpretarse a la luz de los otros, en otras palabras: la no intervención no es un principio que exista aislado del resto o que se baste a sí mismo. El respeto, la protección y la promoción de los derechos humanos también son un principio constitucional. Por tanto, una lectura moderna implica reconocer que existen límites a la no intervención: ese principio no puede estar por encima de que México se manifieste contra los abusos estatales de los derechos fundamentales de las personas.La realidad, más allá del argumento anterior, de tipo normativo, es que los principios de política exterior sirven –y siempre han servido– para justificar decisiones políticas. Idealmente, estas decisiones se toman con base en los intereses del Estado mexicano, es decir: los principios están al servicio de los intereses de política exterior. Eso explica, por ejemplo, por qué, a pesar de lo arraigado que estaba el principio de no intervención en el siglo XX, México rompió relaciones con la España de Franco y con el Chile de Pinochet; a partir de esto también se explica por qué México reconoció al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional como una fuerza política representativa del pueblo salvadoreño.Entonces, dentro de esta concepción, ¿por qué México tendría el interés de adoptar una postura más consistente y crítica sobre el devenir autoritario de Nicaragua? En primer lugar, porque la política exterior se hace más fuerte si es consistente. Al mandar señales encontradas sobre Nicaragua, el gobierno de México se invalida como interlocutor con todas las partes: mientras que unos lo consideran un “solapador de dictaduras”, el gobierno nicaragüense tampoco lo piensa como un aliado. El hijo de Daniel Ortega, por ejemplo, se refirió al presidente López Obrador como un “cobarde”, luego de que el gobierno mexicano llamara a consultas a su embajador en Nicaragua.Tener una posición crítica más sólida también le conviene a México porque el autoritarismo en Nicaragua genera inestabilidad regional. Los gobiernos autoritarios suelen, por ejemplo, tomar decisiones más radicales de política exterior porque tienen menos contrapesos y se alían con gobiernos afines. El acercamiento de Nicaragua a China, Rusia e Irán contribuye a colocar a América Latina en el centro de disputas geopolíticas, y no nos conviene estar en medio de ellas, al menos no de manera tan poco estratégica. Además, la grave situación en Nicaragua provoca que un gran número de personas busque migrar del país. Gestionar la recepción y el tránsito de migrantes es un enorme reto para México y los demás gobiernos de la región, y la inestabilidad en Nicaragua lo complica aun más.Por último, el devenir autoritario de Nicaragua debilita el consenso normativo en la región a favor de la democracia y los derechos humanos. Un ejemplo específico de sus repercusiones regionales es que Nicaragua, al igual que Venezuela en su momento, decidió abandonar la OEA y, con ello, al Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Eso debilita las instituciones del sistema –la CIDH y la Corte Interamericana–. Además, conviene defender nuestra forma de gobierno en un momento histórico de democracias debilitadas y de fortalecimiento de opciones políticas con agendas antidemocráticas, tanto en América Latina como en el resto del mundo. Aunque adoptar una postura crítica sobre Nicaragua difícilmente cambiaría la situación en ese país, sí contribuiría a preservar los consensos normativos que todavía existen en la mayoría de los países de la región. Hacerlo en este caso es poco costoso, a diferencia, por ejemplo, de hacerlo en Cuba o en Venezuela, en los que hay más consideraciones geopolíticas que se deben tomar en cuenta.Más allá de los intereses del Estado mexicano, esta postura podría ser del interés del proyecto político de López Obrador. El descontento social en América Latina está generando un fenómeno pendular en el ámbito de las elecciones. Nuevamente empiezan a predominar los gobiernos de izquierda en la región. Estos gobiernos no tienen el margen fiscal del que gozaron las izquierdas de la ola rosa, pero sí pueden evitar repetir algunas equivocaciones de sus antecesores. Quizá el futuro de las izquierdas democráticas latinoamericanas depende, en parte, de asumir que el respaldo a la democracia y la condena al autoritarismo no son contrarios al reclamo histórico y justo sobre el intervencionismo estadounidense.[/read]

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Las últimas señales de la relación de México con Nicaragua han provocado inquietudes entre los críticos del gobierno de AMLO. ¿Cuál ha sido la política exterior de nuestro país ante el devenir autoritario del régimen de Daniel Ortega?, ¿estamos realmente avalando sus abusos?

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A partir de las noticias más recientes sobre la postura de México y Nicaragua –como la vacilación entre asistir o no a la toma de protesta de Daniel Ortega y el nombramiento del embajador Guillermo Zamora–, algunos críticos de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador han salido a la arena pública a asegurar que el gobierno de México tiene  tendencias autoritarias y busca justificar los abusos de sus aliados políticos, o bien, que nuestro país está “solapando a la dictadura”. Pero ¿realmente es ésa nuestra política exterior? Para averiguarlo conviene escapar de la inmediatez y tomar en cuenta un contexto más amplio, en específico, la sucesión de decisiones y pronunciamientos mexicanos en cuanto al régimen de Daniel Ortega. A continuación mostraré que, durante este sexenio, la postura de México ha sido ambivalente e inconsistente, ha tenido sus luces y sus sombras. También argumentaré por qué sería favorable para sus intereses posicionarse de una vez por todas como una voz consistentemente crítica de la ruptura del orden democrático en Nicaragua.

A principios de este mes, México se vio inmerso en un vaivén diplomático, entre asistir o no a la toma de protesta de Daniel Ortega, que se celebró el pasado 10 de enero de 2022. Ortega fue “reelecto” en noviembre de 2021 para un quinto mandato presidencial en Nicaragua. Las elecciones transcurrieron con los siete potenciales candidatos de oposición encarcelados, decenas de críticos presos, la suspensión del registro de tres partidos políticos, ataques y restricciones a la libertad de expresión, reformas electorales a modo y un organismo electoral al servicio del Poder Ejecutivo. A todas luces, las elecciones en Nicaragua no fueron libres ni justas y carecen de legitimidad democrática; así han sido valoradas por la mayor parte de la comunidad internacional.

El devenir autoritario del gobierno de Daniel Ortega no ocurrió de un día para otro, sino que viene gestándose desde hace tiempo. Por ende, el gobierno de México ha tenido múltiples oportunidades para manifestarse sobre el tema. Un punto de quiebre fue la represión de las protestas sociales que tuvieron lugar en Nicaragua en 2018, cuando la sociedad civil reportó numerosos episodios de violencia policial, detenciones arbitrarias y tortura. En el ámbito del multilateralismo universal, el gobierno de México, como miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, ha votado a favor de las tres resoluciones sobre Nicaragua, que fueron adoptadas en 2019, 2020 y 2021. En las resoluciones, los Estados miembros expresan su preocupación por la crisis de derechos humanos en el país, le piden a su gobierno que adopte las reformas institucionales y electorales necesarias para garantizar la celebración de elecciones libres y justas, y le solicitan al alto comisionado de Derechos Humanos de la ONU que monitoree la situación. Sin embargo, en junio de 2021 México no firmó una declaración conjunta de 59 países que fue presentada ante este Consejo y que contiene un lenguaje similar al de las resoluciones.

La posición de México respecto a Nicaragua en el ámbito del multilateralismo regional también tiene sus matices. El tema se ha abordado exclusivamente en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), un organismo que agrupa a los 35 países del continente. El gobierno de López Obrador votó a favor de las dos resoluciones que adoptó la OEA sobre Nicaragua, en mayo y junio de 2019. Esos pronunciamientos condenaron el deterioro de las instituciones democráticas y la crisis de derechos humanos en el país, se refieren a una alteración del orden constitucional en términos de la Carta Democrática Interamericana y hacen un llamado a que Nicaragua colabore con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el organismo regional en la materia.

Sin embargo, a partir de la segunda mitad de 2019 y hasta la fecha, el gobierno de México se ha abstenido de las iniciativas y resoluciones de la OEA sobre Nicaragua. ¿Qué cambió? La relación de México con esa organización se ha ido deteriorando a raíz de que su secretario general, Luis Almagro, se extralimitara de sus funciones al reconocer como representante del gobierno de Venezuela ante la organización a un enviado de Juan Guaidó, en abril de 2019. Aunado a este hecho, en octubre de 2019, la Secretaría General de la OEA contribuyó a desestabilizar al gobierno de Evo Morales en Bolivia, mediante alegatos no sustentados de fraude electoral, lo que facilitó que hubiera un golpe de Estado en su contra. La actuación de Almagro merma la credibilidad de la OEA, pues contribuye a que se le perciba como una organización intervencionista al servicio de intereses particulares. En consecuencia, existe una justificación fuerte para que el gobierno de México se abstenga de presionar a Nicaragua a través de la OEA: como lo ha mencionado en repetidas ocasiones la embajadora Luz Elena Baños, el secretario general actúa de manera selectiva, se extralimita en sus funciones y se inmiscuye en asuntos internos de los Estados; la embajadora no se equivoca al respecto.

Si bien las inconsistencias del gobierno de México en el ámbito regional pueden explicarse por el quiebre al interior de la OEA, a nivel bilateral la política exterior hacia Nicaragua no ha sido más sólida. En junio de 2021 México, al igual que Argentina, “llamó a consultas” a su embajador en Nicaragua como reacción al arresto de figuras políticas de la oposición por parte del régimen de Ortega. Sin embargo, se trata de la única vez que México se ha pronunciado por sí solo sobre el autoritarismo en Nicaragua. El gobierno se abstuvo, por ejemplo, de condenar la farsa electoral de noviembre pasado y terminó por enviar a un representante a la toma de protesta de Ortega; ésta es una forma de darle un espaldarazo, si bien indirecto, al proceso electoral a modo en aquel país.

El día anterior a la toma de protesta, la SRE aclaró en Twitter que no participaría ninguna persona en representación de México, a pesar de que circulaba información de que alguien sí asistiría. A la mañana siguiente, el presidente López Obrador decidió que iría el encargado de negocios. Hay dos lecturas posibles sobre este vaivén diplomático.

La primera es que existen entre la cancillería y la presidencia –y aun dentro de la cancillería misma– posiciones encontradas acerca de cuál debe ser la postura de México respecto a Nicaragua. Éstas se remontan al eterno debate sobre cómo debe posicionarse México cuando se contraponen el principio de no intervención y el principio de protección de los derechos humanos, incluidos los derechos políticos. Es muy probable que este debate interno exista, y que así sea ayudaría a explicar algunos momentos de la inconsistencia de nuestro país, entre otros, la decisión del presidente López Obrador de contradecir a su cancillería y enviar a un representante a la toma de protesta de Ortega –aunque se trató de un representante con el nivel más bajo posible.

La segunda interpretación, complementaria pero meramente especulativa, es que asistir a la toma de protesta de Daniel Ortega fue una moneda de cambio para que Nicaragua aceptara que Argentina suceda a México como presidente pro tempore de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Nicaragua, originalmente, se había opuesto a esta sucesión, bloqueando a la CELAC, donde las decisiones se toman por consenso. México logró revivir este foro regional durante la pandemia, por lo que tiene sentido que hubiera un interés de política exterior fuerte en mantenerlo activo a través de la elección de un sucesor afín y comprometido con su supervivencia, como el gobierno argentino.

De cualquier modo, el gobierno de México ha tenido una postura ambivalente frente al quiebre democrático en Nicaragua. Es justo reconocer –como he hecho en este texto– que algunas de sus posiciones más cuestionables podrían explicarse como “daños colaterales” de otros intereses serios de política exterior, pero, aunque así sea, el caso de Nicaragua amerita que el gobierno de México adopte una postura más crítica y consistente.

[read more]Principios e intereses de política exteriorEmpiezo por el contraargumento más común: adoptar una postura más crítica es contrario al principio constitucional de no intervención (López Obrador ha reiterado varias veces que “no vamos a intervenir en asuntos que corresponde resolver [a otros]”). Este principio es una piedra angular de la política exterior mexicana, y no podría ser de otro modo en un Estado que tiene por vecino al país más poderoso del mundo y que, desde sus primeros años de vida independiente, se ha enfrentado a todo tipo de intervenciones extranjeras. Sin embargo, cualquier principio constitucional de política exterior debe interpretarse a la luz de los otros, en otras palabras: la no intervención no es un principio que exista aislado del resto o que se baste a sí mismo. El respeto, la protección y la promoción de los derechos humanos también son un principio constitucional. Por tanto, una lectura moderna implica reconocer que existen límites a la no intervención: ese principio no puede estar por encima de que México se manifieste contra los abusos estatales de los derechos fundamentales de las personas.La realidad, más allá del argumento anterior, de tipo normativo, es que los principios de política exterior sirven –y siempre han servido– para justificar decisiones políticas. Idealmente, estas decisiones se toman con base en los intereses del Estado mexicano, es decir: los principios están al servicio de los intereses de política exterior. Eso explica, por ejemplo, por qué, a pesar de lo arraigado que estaba el principio de no intervención en el siglo XX, México rompió relaciones con la España de Franco y con el Chile de Pinochet; a partir de esto también se explica por qué México reconoció al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional como una fuerza política representativa del pueblo salvadoreño.Entonces, dentro de esta concepción, ¿por qué México tendría el interés de adoptar una postura más consistente y crítica sobre el devenir autoritario de Nicaragua? En primer lugar, porque la política exterior se hace más fuerte si es consistente. Al mandar señales encontradas sobre Nicaragua, el gobierno de México se invalida como interlocutor con todas las partes: mientras que unos lo consideran un “solapador de dictaduras”, el gobierno nicaragüense tampoco lo piensa como un aliado. El hijo de Daniel Ortega, por ejemplo, se refirió al presidente López Obrador como un “cobarde”, luego de que el gobierno mexicano llamara a consultas a su embajador en Nicaragua.Tener una posición crítica más sólida también le conviene a México porque el autoritarismo en Nicaragua genera inestabilidad regional. Los gobiernos autoritarios suelen, por ejemplo, tomar decisiones más radicales de política exterior porque tienen menos contrapesos y se alían con gobiernos afines. El acercamiento de Nicaragua a China, Rusia e Irán contribuye a colocar a América Latina en el centro de disputas geopolíticas, y no nos conviene estar en medio de ellas, al menos no de manera tan poco estratégica. Además, la grave situación en Nicaragua provoca que un gran número de personas busque migrar del país. Gestionar la recepción y el tránsito de migrantes es un enorme reto para México y los demás gobiernos de la región, y la inestabilidad en Nicaragua lo complica aun más.Por último, el devenir autoritario de Nicaragua debilita el consenso normativo en la región a favor de la democracia y los derechos humanos. Un ejemplo específico de sus repercusiones regionales es que Nicaragua, al igual que Venezuela en su momento, decidió abandonar la OEA y, con ello, al Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Eso debilita las instituciones del sistema –la CIDH y la Corte Interamericana–. Además, conviene defender nuestra forma de gobierno en un momento histórico de democracias debilitadas y de fortalecimiento de opciones políticas con agendas antidemocráticas, tanto en América Latina como en el resto del mundo. Aunque adoptar una postura crítica sobre Nicaragua difícilmente cambiaría la situación en ese país, sí contribuiría a preservar los consensos normativos que todavía existen en la mayoría de los países de la región. Hacerlo en este caso es poco costoso, a diferencia, por ejemplo, de hacerlo en Cuba o en Venezuela, en los que hay más consideraciones geopolíticas que se deben tomar en cuenta.Más allá de los intereses del Estado mexicano, esta postura podría ser del interés del proyecto político de López Obrador. El descontento social en América Latina está generando un fenómeno pendular en el ámbito de las elecciones. Nuevamente empiezan a predominar los gobiernos de izquierda en la región. Estos gobiernos no tienen el margen fiscal del que gozaron las izquierdas de la ola rosa, pero sí pueden evitar repetir algunas equivocaciones de sus antecesores. Quizá el futuro de las izquierdas democráticas latinoamericanas depende, en parte, de asumir que el respaldo a la democracia y la condena al autoritarismo no son contrarios al reclamo histórico y justo sobre el intervencionismo estadounidense.[/read]

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