¿Qué pasaría si un día nos decidimos a abandonar lo mundano? Quitar todo lo estorboso hasta dejar el departamento completamente vacío, como en la juventud. Conseguir un trabajo sencillo que nos lleve a recorrer la carretera con rock del bueno. Wim Wenders se apropió de Tokio para explorar esa renuncia en Perfect Days y luego de una breve charla, intentamos descifrar si es un guiño a sus primeros filmes.
Era un junket por Zoom. No había forma de acceder al Wim Wenders más íntimo en diez minutos, pero aun así insistí: ¿Es el protagonista de su nueva película, Perfect Days (2023), una versión de su alter ego, Philip Winter, y, en consecuencia, de usted? ¿Es esta una película de carretera como las que protagonizó aquel personaje y que expresaban sus propias búsquedas? El gran director alemán fue amable con sus respuestas, generoso al explicarme sus decisiones, pero parecía renuente a hablar de su filmografía previa y sobre todo de sí mismo. Tras nuestra breve conversación me quedan dos hipótesis: Perfect Days vuelve inconscientemente al cine de Wenders en los setenta o el director no quería admitirlo. Ante posibilidades tan opuestas se abre otra más sobre el carácter de los críticos: muchas veces encontramos en las imágenes cosas que los cineastas ignoraban o que simplemente no están ahí.
A pesar de todo es difícil desmarcar el estilo que hizo famoso a Wenders del que emplea en su nuevo largometraje. Alice in the Cities (1974), Wrong Move (1975), Kings of the Road (1976), son películas de carretera en las que viajar por espacios horizontales, en apariencia infinitos, describe el interior de los personajes, siempre rastreando alguna utopía: la imaginaria América incrustada en algún lugar de Estados Unidos; el espíritu de Alemania, convertida por la ocupación de la posguerra en una sucursal de los vencedores —“los gringos han colonizado nuestro inconsciente”, improvisó Hanns Zischler en Kings of the Road—, o simplemente la mamá de una niña; el cine mismo. En Perfect Days un hombre sencillo se mueve a través de Tokio para limpiar baños públicos: va y viene en silencio, escuchando sus viejos cassettes de The Velvet Underground, Patti Smith, The Rolling Stones, Otis Reading: rock clásico en inglés como el que le gustaba también al viajero Philip Winter, interpretado por Rüdiger Vogler, pero Wenders insiste en sus diferencias.
Philip cazaba sonidos en Lisbon Story (1994), y Hirayama (Kōji Yakusho), de Perfect Days, “absorbe la ciudad con sus ojos. Es una persona muy visual. Le gusta tomar fotos, ama los árboles; quizá sean hermanos distantes pero Winter era bastante alemán y Hirayama es muy japonés, lo cual creo que genera cierta diferencia”, explica el director. Philip también tomaba fotos con una Polaroid, como el propio Wenders, y quizás el director no se dedique a la limpieza, pero al describir a Hirayama podría estar hablando de sí o de cualquiera de sus dos personajes: “Lo hace con el espíritu de un artesano, y los artesanos en Japón son muy valorados socialmente. Algunos son monumentos nacionales porque hacen su trabajo con dedicación y aman lo que hacen”. También podría estar refiriéndose a una de las figuras que más admira, el director Yasujirō Ozu, fundamental para el minimalismo cinematográfico gracias a sus tramas de familias experimentando problemas ordinarios: bodas, muertes, viajes, visitas. Su estilo casi inmóvil de personajes que conversan en largas escenas y transiciones en las que la cotidianidad marcha a través del tiempo, tiene un peso importante en el de Wenders.
El director cuenta, al respecto, una anécdota sobre este minimalismo tan premeditado: el departamento de arte había decorado la casa de Hirayama con austeridad pero, al verla, el actor Kōji Yakusho y él empezaron a eliminar muebles hasta dejar el espacio casi como se encontraba en un principio. “Nos tomó unas horas y de repente no quedó nada. Solo estaban su sillón, sus cassettes y sus libros; todo lo demás había desaparecido y nos sentimos muy liberados. ‘¡Sí, ese es el personaje! No necesita nada de esto, solo lo básico y es más feliz poseyendo poco’”.
Hirayama vive entre canciones, libros de autores estadounidenses —un aspecto recurrente de Wenders, que ha adaptado textos de Henry James y Patricia Highsmith; colaboró con Sam Shepard, e hizo de Dashiell Hammett un personaje—, y sobre todo viajes. Hirayama conduce diario su camioneta desde una pequeña casa en un área de clase trabajadora hasta el centro financiero en Shibuya. “Es una película de carretera dentro de Tokio, que es una ciudad perfecta para manejar, especialmente en estos caminos elevados que tienen, porque te dan una perspectiva increíble. A veces vas manejando sobre los techos de edificios de tres o cuatro pisos y puedes ver al interior de las oficinas”.
Wenders contempla estos trayectos con silencio y atención. Incluso el trabajo de Hirayama resulta satisfactorio gracias a imágenes sensoriales que enfatizan los ruidos de los cepillos, los líquidos y el cuidado con el que los aplica el personaje. Quizás, en manos de otros, estos planos involucrarían asco y opresión, pero estas nociones quedan fuera de la película porque, me aclara Wenders, Hirayama era un hombre privilegiado que decidió abandonar su entorno para llevar una vida de placeres discretos que lo remiten a su juventud. Comprometida con su estilo minimalista, Perfect Days no muestra esta biografía pero la da a entender en pequeños gestos, como la distancia de Hirayama y su familia: los rituales de orden y economía con los que vive son una forma de rebelarse contra la acumulación. Si su vida previa se intuye como una de velocidad y consumo, esta otra le responde con un enclaustramiento feliz.
En consecuencia, casi no hay diálogo en Perfect Days hasta que aparece la sobrina adolescente de Hirayama, que le pide refugio tras huir de casa. “Asumí que él no era un hombre de palabras. Sí puede hablar cuando hay algo interesante e importante; puede tener una buena discusión pero no le gusta hablar de trivialidades”. Hirayama tampoco usa obsesivamente un teléfono celular, como se ha vuelto la norma, y prefiere los medios análogos porque para Wenders la cultura digital puede no ser propiamente un enemigo pero sí parte de un engaño: “En vez de darnos más tiempo, como finge hacerlo, nos lo quita”.
La vida de Hirayama es una búsqueda utópica, como otras en el cine de Wenders, pero si antes la tierra prometida se expresaba como espacios geográficos, culturales —la América de Elvis y la Alemania de Goethe—, en la era del internet y los objetos digitales no es ya un lugar, sino una paz regada en el interior del personaje y de su creador. “Durante los dos años pasados, cuando me la pasé encerrado como todos los demás y no pude viajar mucho, pensé que cuando saliéramos de esto la humanidad querría vivir distinto. ‘Juntos querremos cambiar algo’. Pero pasó lo opuesto cuando la pandemia terminó. La vida fue más despiadada que nunca antes y se hizo peor de muchas maneras. Cuando tuve la oportunidad de hacer esta película en Tokio pensé que podría tratarse un poco de la utopía que pensé durante la pandemia sobre vivir distinto y pensé: ‘Aquí estoy y puedo mostrar al menos un vistazo de ello’”.
El Wenders de hoy no es el del pasado; Hirayama no es Winter, y Perfect Days no es Kings of the Road. Nada es una mera repetición porque con los años la persona y su obra cambian, tanto que desde los noventa algunos ya no reconocíamos del todo a Wenders: en la ficción buscaba algo fuera de su propia norma y en el documental encontraba nuevas posibilidades; sin embargo, una esencia permanece guardada, esperando un momento que la inspire a brotar de nuevo. El encierro lo hizo viajar otra vez, pero no era necesario que lo dijera en una entrevista. Perfect Days lo deja bien claro.