Lavarnos los manos constantemente se ha convertido en un hábito de supervivencia, pero pensándolo bien, es un gesto con muchos otros significados. Por ejemplo, uno se lava las manos, metafóricamente, para deslindarse de alguna culpa o responsabilidad.
El pasado martes un hombre se lavaba las manos sobre la curva que hace Bucareli en torno al reloj chino. Terminaba su día de trabajo como mecánico, ofreciendo reparaciones y cambios de aceite a los autos que pasaban por ahí. En los últimos meses lavarnos las manos constantemente se ha convertido en un ciclo de acción en nuestra vida diaria, así como usar los dispensadores de gel antibacterial que han aparecido sobre los mostradores de cualquier lugar donde hay interacción pública. Pensándolo bien, se trata de un gesto que tiene profundas conexiones psicológicas y antropológicas. Metafóricamente uno se lava las manos las manos para deslindarse de alguna culpa o responsabilidad, como se cree que lo hizo Poncio Pilato al acceder a crucificar a Jesús por petición de una muchedumbre enardecida, sin estar convencido de su culpabilidad. Pero también puede leerse como un signo de renovación y dejar ir el pasado. Por otro lado, en la mayoría de las culturas el desaseo es asociado con la maldad y los sentimientos oscuros. Hay una escena de Shakespeare que se me ha quedado grabada por años. Aquella en la que Lady Macbeth, plagada de culpa por haber asesinado al rey Duncan, no logra dormir y tiene episodios psicóticos. En su intento por quitarse esa carga de encima se frota las manos fútilmente, sin conseguir librarse de la obsesión y la culpa. Durante la pandemia lavarnos las manos se convirtió en un acto que nos conecta, pues como sociedad lo hemos adoptado como hábito colectivo y hasta de supervivencia. Percibimos la Covid-19 como un arquetipo, la intención de protegernos a nosotros y a los demás de no estar lo suficientemente limpios, y sigue siendo extraño que esa necesidad esté trascendiendo tantas culturas. Cuando tomé esta fotografía me hipnotizaron las formas que los dedos del hombre construían con la espuma, sus pulgares giraban una y otra vez como crecientes zarcillos que nos envuelven como humanidad, ya que ahora nos lavamos juntos. Cuando terminó, se secó con un trapo rojo y llegó entonces, para los dos, el momento de irnos. Instintivamente levantamos las manos para despedirnos, pero de último segundo cambiamos de opinión para rozarnos los codos, la nueva forma de decir adiós. Al alejarme, acaté el hábito de aplicarme gel antibacterial mientras intentaba recordar la última vez que saludé a un extraño con un apretón de manos.