Ya puede verse en Netflix la adaptación de la novela exitosa sobre un pueblo infernal en Veracruz que, al no poder comunicar la interioridad de los personajes, sino solo sus acciones, termina siendo anecdótica pero sobre todo una expresión de pornomiseria.
Después de leer Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor, me quedé con una inquietud más o menos resuelta en el encuentro con otros trabajos suyos: ¿era aquella novela tan violenta y celebrada una expresión de pornomiseria? Como en el caso de la propaganda, creo que la explotación a partir de la pobreza, la sordidez, el abuso, se define desde lo formal y lo político. Importa quién mira y cómo describe las cosas para descubrir sus intenciones. Melchor no es una autora burguesa que mire a sus personajes con miedo, aunque sí hay provocación y moralización en su estilo al describir un pueblo abundante en sadismo cotidiano. También hay algo místico que la acerca con Juan Rulfo —incluso con Cormac McCarthy— en la construcción de un infierno nacional. Es este elemento, junto con la poesía soez de la voz narradora, lo que distingue a Temporada de huracanes de Páradais, la novela subsecuente y meramente grotesca de Fernanda Melchor, o de la melodramática serie coescrita por ella, Somos (2021). Estos últimos proyectos —sobre todo la serie— son ejercicios que repugnan desde un imaginario espectacular que encuentra en el horror del México contemporáneo un accesorio, una mercancía.
Los colombianos Carlos Mayolo y Luis Ospina nos advirtieron de estas ficciones en su cortometraje clásico Agarrando pueblo (1978), en el que unos periodistas interpretados por los propios directores fabrican imágenes deplorables con los pobres de Bogotá y Cali para venderlas a la televisión alemana. Una mezcla performativa de documental y ficción, la película cuenta con metraje de dos cámaras: una que ve a Mayolo y Ospina dirigiendo las escenas indignantes, y otra que nos muestra esas imágenes que ellos capturan. Los directores cuestionan así la ilusión que el aparato televisivo nos muestra como realidad, y también el cine, igual de peligroso si se lo propone. Agarrando pueblo es un ejemplo del arte que enfrenta las representaciones típicas porque se entiende a sí mismo como una imagen-arma capaz de combatir los planos producidos por la industria y el imaginario burgués. Funciona al contrario de los cineastas que se horrorizan de inmediato ante las carencias de otros y que, en su intento de denunciar sus condiciones, los acaban deshumanizando a ellos; acaban, de hecho, integrándolos a la suciedad de las paredes viejas y los basureros a cielo abierto.
Temporada de huracanes, la adaptación cinematográfica del libro de Fernanda Melchor, dirigida por Elisa Miller y escrita por ella misma junto con la novelista y la guionista Daniela Gómez, cae en el melodrama aburguesado porque no cuenta con el amparo que el estilo le dio a la novela. Incapaz de trasladar la prosa literaria a la cinematográfica, Miller desviste al libro de profundidad y nos deja solo con anécdotas de homicidio, embarazo adolescente, aborto clandestino, violación, sangre, y por poco mierda, cuando un personaje, sin otra necesidad que sumar al tono de la película, intenta vaciar el intestino afuera de la casa donde la hospedan. Una imagen sugiere que incluso la diferencia sexual es parte de este escándalo: dos hombres despiertan juntos, con los pantalones y los calzones abajo; el cuadro muestra sus piernas entrelazadas y permite ver con claridad las plantas de sus pies, sucias, como si algo nos quisieran decir del acto mismo. Sería exagerado decir que Miller pretende imágenes homofóbicas pero su obsesión con demostrar la fealdad del pueblo lo arrastra todo hasta crear signos confusos.
En cuanto a su narrativa concreta, la película, como clásico de los años noventa-dos mil, sigue a varios personajes en un pueblo precario de Veracruz, cuyas historias a veces se entrecruzan y culminan en la muerte de una mujer transgénero apodada La Bruja (Edgar Treviño) por su talento para mezclar pociones. Los cinco capítulos se basan solamente en mostrar acciones pero no por una intención realista que busque contemplar a los personajes sin ahondar en sus psiques, como si estuviéramos viendo un evento real. Más bien Elisa Miller pretende hacer una película narrativa, convencional, pero al ceñirse a los hechos de la novela no construye ningún significado más que el espanto. Su estilo visual y sonoro hacen lo mismo a partir de una musicalización que parece imitar el sonido de una puerta oxidada abriéndose e imágenes que tienden a breves planos secuencia sin otro propósito que verse bien. La obsesión con el horror es tal que la comprimida relación de aspecto evita que veamos un solo centímetro del pueblo que no sea decadente.
Qué diferencia la de un Tsai Ming-liang o un Pedro Costa, que en la pobreza encuentran ternura, uno, o dignidad el otro. En Days (2020), el encuentro de un hombre con un joven trabajador sexual termina en imágenes sensoriales de un masaje sanador, y en el regalo de una cajita de música que toca el tema de Limelight (1952), de Charles Chaplin. En Vitalina Varela (2019) Costa queda tan conmovido con las penas de su protagonista y su fuerza, que cierra la película con una imagen de ella construyendo su casa de ensueño bajo el sol, frente a las montañas de su patria. Elisa Miller, por el contrario, no cede en su reducción de los pobres a víctimas y de sus vidas a torturas sin freno. Por supuesto que el pesimismo es más que válido y, en un país como México, inevitable; Temporada de huracanes no tiene por qué ser esperanzadora, pero la asfixia de sus personajes expresa al menos una negligencia creadora: Macbeth denunció a Dios por tanta furia insignificante, y así los personajes de la película podrían odiar a su creadora por reducirlos a estereotipos de la carencia; salvajes con hambre de todo y aferrados a la sola posibilidad de obtenerlo mediante la fuerza.
Una escena de violación nos insiste en la brutalidad como medio único de satisfacer los deseos: Luismi (Andrés Cordaz), un muchacho desempleado y sin estudios, hospeda a Norma (Kat Rigoni), una adolescente embarazada que huyó de casa, y se cobra el favor usándola. Miller nos muestra la cara de Norma en primer plano: la mira y la mira, no corta aunque ya quedó claro el sufrimiento, la dolencia. Si el cine es producir una ilusión de realidad, lo que hace Miller conforme se extiende este plano es abrirnos los ojos con pinzas y obligarnos a mirar un crimen, un trauma. De nuevo, es claro que Elisa Miller parte de la conmiseración y de un deseo de enfrentarnos a estos hechos pero, volviendo a Tsai y a Costa, no le da volumen a los personajes más allá de lo que padecen. Fernanda Melchor procuraba lo contrario al darle expresión a los pensamientos de cada protagonista mediante una sofisticada voz narrativa, pero en la película solo queda el sufrimiento visto desde afuera por una cámara para decirnos un lugar común: la pobreza es cruel.
Adaptar a la pantalla un equilibrio tan peculiar como el de Temporada de huracanes requeriría de algo más que trasladar sus eventos a un guion y de ahí a las imágenes; en ese sentido, más que adaptación la película es un resumen, pero no solo de la trama original, sino de las tendencias en el cine de industria. Típicamente los productores han pensado que las audiencias quieren ver solamente historias, y por ello se inspiran en novelas y cuentos, pero aunque los espectadores no lo sepan, lo que actúa sobre ellos, lo que les afecta o les produce indiferencia son las imágenes, las sensaciones. Ahí radica el éxito de una Claire Denis, que no nos narra encuentros sexuales: nos involucra en ellos a partir del voyerismo y la tactilidad que supone el cine. Elisa Miller inevitablemente muestra más de lo que describe, pero al hacerlo desde el puro pragmatismo de presentar los eventos del libro para evitarle al espectador leerlos, violenta a todos —a los personajes, al público, a la obra original— sin producir mucho más que el asco de un cadáver con serpientes saliéndole de la boca.
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