Ya está en cines la nueva película del director estadounidense más popular de todos los tiempos. <i>The Fabelmans</i> está, además, nominada a siete premios Oscar. Más que un recorrido por su biografía, Steven Spielberg hace con ella un manifiesto sobre lo que significa fabricar ilusiones con imágenes.
Los tabloides ya hablaron: según entrevistas que hizo el New York Post, Steven Spielberg no tuvo una novia obsesionada con Cristo durante la preparatoria, a pesar de lo que narra en The Fabelmans (2022). La información podría ser anecdótica o incluso errada, pero este supuesto conocimiento nos quita un peso: no es necesario ni particularmente importante entender la película —basada en la infancia y adolescencia del director más popular de todos los tiempos— como una autobiografía a contrastar con la realidad sino como una construcción de lo que fue su vida, o más bien de lo que Spielberg hubiera querido que fuera. El melodrama abundante o la transformación del nombre Steven Spielberg en el personaje de Sammy Fabelman deberían haber bastado para evitar la confusión con la realidad, pero si el Post tuvo la ocurrencia de comprobar los hechos narrados en la película, quizá se deba en parte a que la naturaleza del cine —el engaño— haya triunfado sobre la percepción.
En su documental The story of film: an odyssey (2011), el crítico norirlandés Mark Cousins comienza con imágenes de Saving Private Ryan (1998), de Spielberg, y explica que el director hollywoodense muestra hombres disfrazados y disparos falsos para decir la verdad. La narración de Cousins es más poema que filosofía porque no parece reflexionar sobre un debate importante: mientras que en los imaginarios religiosos se considera a la verdad al alcance de la mente humana, otros la vemos como una ilusión fabricada por la consciencia en su afán de validarse y, por ello, cuestionamos su existencia: si los sentidos nos impiden percibir los objetos como son, ¿cómo podríamos entender algo, lo que sea? El cine es un aparato afectado por esta discusión porque su fin es deformar la realidad desde una percepción basada en la nuestra, al mismo tiempo que nos convence de estar haciendo lo contrario, es decir, mostrándonos hechos. Spielberg ha construido una carrera produciendo ilusiones bastante claras —dinosaurios, extraterrestres, tiburones rencorosos— y en The Fabelmans aborda esa labor con una complejidad disfrazada de idealización. Me atrevo a pensar que, por eso, un boleto para ver la película nos compra la posibilidad de ver dos.
La primera, la más evidente, es la que narra la historia de Sammy Fabelman (Mateo Zoryan, Gabriel LaBelle), un niño judío que crece en Nueva Jersey, Arizona y California. Su vida pasa entre aventuras propias de cada lugar: caóticas cenas donde cada miembro de una vasta familia habla de cosas distintas a la vez; un tornado que produce la fascinación vitalicia por el espectáculo; un día de campo que termina en danza; un changuito que se suma al núcleo familiar. También hay desventuras, como el antisemitismo y la infelicidad de la familia, que parecen darle inspiración a Sammy para sus fantasías, expresadas todas gracias a una cámara, una consola de montaje y un proyector. Esto me permite empezar a ahondar en la segunda trama contenida en The Fabelmans, la que más me interesa.
Una película como Jaws (1975) parece un trabajo por encargo. El crítico cultural y compilador de chismes Peter Biskind encontró en ella un Moby Dick para la clase media y una metáfora de la impotencia masculina, pero habría que fijarse en los personajes que educan al protagonista y encontrar las coincidencias con los padres de Sammy para entender que Spielberg siempre hizo un cine alimentado por un imaginario personal. En The Fabelmans los padres son dos mitades del protagonista: Burt (Paul Dano) es la parte racional y es un eco del oceanógrafo interpretado en Jaws por Richard Dreyfuss, que luego actuaría como un padre ausente en Close Encounters of the Third Kind (1977). La madre, Mitzi (Michelle Williams), es una figura excéntrica e intuitiva que se corresponde con el pescador Quint (Robert Shaw), parecido también al tío Boris (Judd Hirsch), ruidoso y bien vivido. No podemos saber si realmente la familia de Spielberg está siempre vertida en su filmografía, ni es del todo importante, pero es claro que los patrones se repiten y demuestran una visión personal y congruente, aunque tradicionalmente cuestionada.
Mientras Spielberg fue un cineasta hegemónico, es decir, el rey de la taquilla y el favorito de la crítica industrial, las figuras de los márgenes vieron en él a un empresario, un enemigo del cine cuya filmografía había hecho todo por ocultar las imágenes más arriesgadas. El rencor no es gratuito: Spielberg nos enseñó a ver primordialmente el tipo de cine que hacía él. Sus mayores éxitos, junto con los de George Lucas, desplazaron a sus colegas más aventurados en Hollywood y provocaron el declive en la distribución del cine de arte internacional. Sin embargo —y sobre todo ahora que Spielberg ha perdido su poder ante el entretenimiento sin cabeza que lo ha sustituido— esto no debería impedirnos ver al poeta que describió Jean Renoir en una carta sobre Close Encounters (1978) …, o al fabulista tierno que describió John Cassavetes al hablar de su admiración por E.T. the extra-terrestrial (1982). Spielberg es, como ellos, un hombre de imágenes y, en medio de su rehabilitación cinéfila, The Fabelmans lo afirma como tal, aunque no tanto a partir de sus anécdotas vinculadas al cine y su ingreso a la industria, sino mediante la historia de sus descubrimientos formales.
The Fabelmans comienza en la fila para entrar a una sala de cine. Sammy y sus padres van a ver The greatest show on earth (1952), de Cecil B. DeMille, y le explican al niño que su primera película es lo mismo descrito en el título: un espectáculo, una mentira para manipular la realidad y hacer de ella un sueño. Sammy queda inmensamente afectado por un choque de tren y pide una versión en miniatura para Hanukkah, no porque le interesen particularmente las vías o los vagones sino porque, como lo descubre su madre, recrear lo que vio en pantalla es una forma de controlarlo y apagar su ansiedad.
El cineasta, para Spielberg, no es fundamentalmente un recolector de verdades ni un mero imitador de la vida sino un inventor, un mago, como los pioneros, que busca trucos para jugar con las audiencias, empezando por él o ella misma. Por eso cuando Mitzi le da una cámara al niño para ver una y otra vez el choque de su trenecito, Sammy comienza a explorar otras posibilidades no solo dramáticas sino formales y encuentra en el papel higiénico un disfraz de momia para sus hermanas, estrellas de toda su obra temprana.
Al crecer Sammy descubre a John Ford y continúa copiando en sus filmaciones lo que ve en pantalla. Spielberg sugiere así que no hay cineasta sin cine: como la escalera de Wittgenstein, la historia cinematográfica se construye desde lo que hay, primero imitándolo y luego sometiendo lo aprendido a la experiencia personal. Cuando Sammy le explica a un actor de un cortometraje bélico —similar al homónimo Escape to nowhere (1961), de Spielberg— la culpa que carga por fallarle a sus hombres, los dos se conmueven: uno porque, sin darse cuenta, está describiendo a un miembro de su familia, y el otro porque también sin saberlo está asumiendo el papel para el que fue elegido. El cine es un diálogo constante con la realidad: una venganza, como lo demuestra una escena donde Sammy es confrontado por un compañero de clase que se siente profanado por las imágenes de sí mismo, y también es un intento de darle sentido a la fractura y la desilusión.
Antes del rodaje de Escape to nowhere, The Fabelmans aborda un tema ya tradicional en el cine, ya sea en Blowup (1966), de Michelangelo Antonioni, o Blow Out (1981), de Brian De Palma: la posproducción como epifanía. En aquellas películas un fotógrafo y un sonidista descubren hechos devastadores al revisar su trabajo con las imágenes o a partir de ellas. Lo mismo le pasa a Sammy, que encuentra una mentira mientras edita una película familiar. El montaje no solo es armar una narrativa visual sino redescubrirla y a través de ello encontrarse con esa verdad a la que tal vez se refería Cousins al discutir Saving Private Ryan: no una absoluta e inamovible sino un vislumbre apenas de lo verdadero, que nos rompe el corazón.
Al contrario del cineasta alemán Harun Farocki, que nos pedía desconfiar de las imágenes, Spielberg nos invita a entregarnos a ellas, como siempre. Entre ambas posturas regresa el debate sobre la verdad —¿quién de ellos tendrá razón?— pero quizá ningún cineasta sea capaz de decirla ni de filmarla: solo de buscarla a lo largo de una vida. Por ello The Fabelmans comienza entrando a una sala de cine y termina en el encuentro de Sammy con dos leyendas en la historia fílmica: un personaje y el director que lo interpreta. Una vida en el cine es una que convive con lo que este ha sido y con lo que es pero, sobre todo, busca lo que puede llegar a ser.