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Puede ser que el pesimista la pase muy mal, que se llene de ansiedad y de mal humor o que sufra de manera prematura posibles desenlaces horrorosos.
En un mundo donde tantas personas creen que su destino puede cambiar si lo decretan, ser pesimista y aceptar el sufrimiento por adelantado es la nueva forma de optimismo.
Todos los días me cruzo con videos en redes sociales que muestran a personas que, en un lapso de 20 segundos y apoyando sus argumentos con un bailecito ridículo, pretenden enseñarme cómo cambiar las adversidades que enfrento en mi vida —desde las enfermedades crónicas y el desempleo, hasta el envejecimiento prematuro o la muerte de seres queridos— con el simple hecho de cambiar mi actitud hacia eso que "no puedo cambiar".
Hombres y mujeres iluminados, con cara de suficiencia y un tono exageradamente fresa, machacan verbos vacíos como decretar, visualizar o atraer para convencerme de que la solución a mis problemas está a una sonrisa de distancia. Algunos de ellos buscan convencerme con el movimiento de sus caderas; otros, mediante argumentaciones al vapor y citas de grandes pensadores no verificadas o fuera de contexto. Todos tienen una sola cosa en común: son agradecidos, felices y, sobre todo, optimistas. Al menos frente a la cámara.
Estas tres características, en realidad, son una misma, solo que expresada en distintos tiempos verbales: la gente es agradecida con el pasado, feliz con el presente y optimista con el futuro. Esto es: se trata de gente que es feliz de todas las maneras posibles, gracias a una actitud positiva frente a la realidad, gracias a sus buenas intenciones.
Entiendo las ventajas de estar en paz con el pasado, en tanto que constituye una realidad que no se puede modificar. También tiendo a estar de acuerdo con la aceptación campante del presente, que la mayoría de las veces es incontrolable. Pero ¿estar feliz de antemano con el futuro, que es incierto por definición? Y, peor, ¿estar feliz con él para pretender controlarlo con la mente? Hay ahí un gran salto argumentativo que no estoy dispuesto a dar.
Debo decir, no obstante, que después de un bombardeo de cientos de videos al día por distintos canales (me gustan los bailecitos), dudé por un momento si en verdad se pueden predisponer las cosas solo con el poder de los pensamientos, tal como lo sostiene Rhonda Byrne en su famoso best seller, El secreto. Si se ha demostrado que algunas partículas subatómicas modifican su comportamiento mientras son observadas, no es tan descabellado pensar que la actitud con la que afrontamos la incertidumbre podría modificar el resultado de ese azar que siempre nos pasa por delante y al que distraídamente llamamos futuro.
También puedes leer el ensayo: "La radicalidad de no hacer nada".
Pero hay demasiada evidencia que demuestra que los pensamientos positivos —lamento desmentir el secreto— no tienen injerencia remota sobre lo que nos va a suceder. Estoy un poco harto de que la gente diga que dios dirá, que te pida buenas vibras, que cruce los dedos, que decrete o que simplemente sonría ante la incertidumbre con la esperanza, incluso la convicción, de modificarla. Son libres de hacerlo y tal vez vivan más y con mayor tranquilidad que los demás, pero creo que en el fondo no están siendo honestos con ellos mismos. Por supuesto, estoy hablando aquí de un grupo variopinto y numeroso que llamaré de forma genérica: los optimistas.
En los ochenta había una campaña televisiva que consistía en spots con celebridades bailando y cantando alegremente frente a la cámara. A veces, además de bailar, parecían rezar. Luego sonreían condescendientes y, por último, simulaban marchar con pancartas en pos de un mundo mejor. "Únete a los optimistas" —clamaban— "abre tus alas, levanta el vuelo". Aunque yo era muy chico, recuerdo que me parecía muy extraño ver ese comercial que aparentemente no intentaba venderme nada. Un anuncio que solo quería ver a la gente volar y que se amara a sí misma. Hoy creo que detrás de esa campaña “social” de Televisa, quizá se escondía algún plan maquiavélico de manipulación, de esos que podrían haber sido orquestados, sin ningún problema, por Carlos Salinas o por el líder de alguna iglesia cristiana.
A primera vista, ser optimista ante cualquier situación parecería algo deseable. Las personas con una actitud positiva suelen ser amables, sonrientes y, en términos generales, simpáticas. A nadie le gusta tratar con gente negativa que siempre está de mal humor, en medio de la depresión o gruñendo ante cualquier estímulo. Ni siquiera a los mismos gruñones les gusta rodearse de su tribu. Pero el optimismo es, en el fondo, un mecanismo de defensa ante la tragedia que significa la muerte, el deterioro, el fracaso y la caída; ante los límites que tiene la vida y cada uno de sus procesos. Límites que, por cierto, son muy difíciles de asimilar. Como todo mecanismo de defensa, el optimismo suele funcionar bien, ser bien recibido y mantener el statu quo, algo siempre deseable por la mayoría.
A veces se compara la actitud optimista con la estoica: es gente que "al mal tiempo le pone buena cara", se dice; gente que espera con fortaleza y gratitud lo que la vida y el futuro (Dios, el destino, los astros) le deparan. Y si bien los estoicos estaban educados para aceptar lo que el destino les enviaba, no necesariamente lo hacían con gusto y repartiendo sonrisas. El único fragmento que ha llegado a nosotros de Cleantes de Aso, segundo líder de la escuela estoica, dice: “Guíenme, oh, Zeus, y tú Destino, hasta el término, sea cual sea […] avanzaré con presteza, porque aunque tarde por cobardía, de todas maneras tendré que llegar ahí”. Los estoicos reconocían al destino como algo inmutable e inevitable y, por consiguiente, recomendaban seguir su camino en lugar de resistirse. Séneca resumiría más tarde esta actitud con una frase lapidaria: “El destino conduce al que se somete y arrastra al que se resiste”; pero aquí lo importante es notar que el estoico está siempre consciente de que no puede modificar su destino. El optimista, en cambio, suele pensar que con fe, con buenas vibras o con una actitud positiva, lo modificará. La diferencia es abismal. Es más, me atrevo a decir que no hay una actitud menos estoica que el optimismo.
Puede ser que el pesimista, por otro lado, la pase muy mal, que se llene de ansiedad y de mal humor constantemente o que sufra de manera prematura posibles desenlaces horrorosos. Pero al menos, me parece, es honesto: enfrenta la posibilidad de que las cosas salgan mal en todo momento. Hace frente a sus límites, encara su fragilidad, analiza su posible destino. No huye, no se esconde, no se reconforta a priori.
¿Es una posición cobarde la del optimista o una postura de víctima la del pesimista? Creo que en esa pregunta radica la discusión. De cualquier manera, en una especie de reformulación contraria de la apuesta de Pascal —quien se inclinaba por seguir los preceptos divinos en caso de que un dios justiciero y el paraíso, al final de cuentas, sí existieran— podemos decir que, en la apuesta por el desenlace, el pesimista tiene todo por ganar y el optimista, en cambio, lleva todas las de perder.
Lo único cierto en la valoración sobre las dos grandes actitudes frente a la incertidumbre es que ambas, de manera pasivo-agresiva, reconocen la posibilidad de su contrario. El optimista decide esperar lo mejor buscando las mieles del pensamiento mágico y de la prefiguración mental placentera. Y toma esta decisión probablemente ante el vértigo de mirar al abismo de frente. El pesimista decide vivir con anticipación el infierno para que cualquier noticia que llegue sea una buena noticia. El pesimista, si lo miramos bien, es en verdad el optimista: sufre con la esperanza de que las cosas sean mejores. Es un optimista de clóset. El optimista, de la misma manera, disfruta la calma antes de una posible tempestad porque sabe, en el fondo, que esa tempestad llegará: es un pesimista de clóset.
También te puede interesar leer: "Paulo Coelho cree que Joyce le hizo daño a la humanidad".
A final de cuentas, lo más terrible de la incertidumbre no es la inquietud que provoca la ignorancia —ese berrinche infantil que hacemos por no tener el superpoder de conocer el futuro—, sino más precisamente su permanencia. La incertidumbre nunca se va, es una condición necesaria (quizá también suficiente, si pensamos que una historia por completo predeterminada no es en rigor una historia) de la vida. Mientras no aprendemos a reconocer su omnisciencia, la incertidumbre nos somete, devora nuestro presente y nos obliga a tomar una postura esperanzadora o fatalista. Lo que se nos escurre mientras tomamos posturas previas, en efecto, es la vida misma. Vida podría ser un sinónimo de incertidumbre. Pasar de la infancia espiritual a la adultez consiste, quizá, en reconocer esa sinonimia.
Dice la Ley de Murphy que "si algo puede salir mal, saldrá mal". Es el epítome del pesimismo, sí, pero es también una frase que nos obliga no solo a tomar una actitud ante el futuro, sino a actuar con prevención, a reducir la posibilidad de que las cosas salgan mal, a sopesar y a medir cada una de nuestras acciones. Es una actitud de perfeccionismo propia de un ingeniero encargado de lanzamientos de cohetes, como lo fue Edward Murphy Jr. Y es desde esta perspectiva que el pesimismo puede ser entendido también como una actitud positiva, reguladora de nuestras acciones, prudente y calculadora, incluso moralmente necesaria. También desde esta visión, el optimismo puede leerse como una actitud pasiva ante el futuro, pazguata, infantil, imprudente y hasta de moral reprobable.
Casi todos los días me enfrento a gente optimista o a críticas contra mi pesimismo. Yo estoy convencido de que el optimismo es la peor actitud posible, en casi cualquier escenario vital. Paso mis días sumido en un tiempo sombrío que se viene, escuchando las trompetas del Apocalipsis en cada esquina. Caigo mal, sí, pero al menos siento que estoy siendo honesto conmigo mismo, adulto y prudente.
Dios quiera que pueda seguir siendo así. Pongo changuitos.
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En un mundo donde tantas personas creen que su destino puede cambiar si lo decretan, ser pesimista y aceptar el sufrimiento por adelantado es la nueva forma de optimismo.
Todos los días me cruzo con videos en redes sociales que muestran a personas que, en un lapso de 20 segundos y apoyando sus argumentos con un bailecito ridículo, pretenden enseñarme cómo cambiar las adversidades que enfrento en mi vida —desde las enfermedades crónicas y el desempleo, hasta el envejecimiento prematuro o la muerte de seres queridos— con el simple hecho de cambiar mi actitud hacia eso que "no puedo cambiar".
Hombres y mujeres iluminados, con cara de suficiencia y un tono exageradamente fresa, machacan verbos vacíos como decretar, visualizar o atraer para convencerme de que la solución a mis problemas está a una sonrisa de distancia. Algunos de ellos buscan convencerme con el movimiento de sus caderas; otros, mediante argumentaciones al vapor y citas de grandes pensadores no verificadas o fuera de contexto. Todos tienen una sola cosa en común: son agradecidos, felices y, sobre todo, optimistas. Al menos frente a la cámara.
Estas tres características, en realidad, son una misma, solo que expresada en distintos tiempos verbales: la gente es agradecida con el pasado, feliz con el presente y optimista con el futuro. Esto es: se trata de gente que es feliz de todas las maneras posibles, gracias a una actitud positiva frente a la realidad, gracias a sus buenas intenciones.
Entiendo las ventajas de estar en paz con el pasado, en tanto que constituye una realidad que no se puede modificar. También tiendo a estar de acuerdo con la aceptación campante del presente, que la mayoría de las veces es incontrolable. Pero ¿estar feliz de antemano con el futuro, que es incierto por definición? Y, peor, ¿estar feliz con él para pretender controlarlo con la mente? Hay ahí un gran salto argumentativo que no estoy dispuesto a dar.
Debo decir, no obstante, que después de un bombardeo de cientos de videos al día por distintos canales (me gustan los bailecitos), dudé por un momento si en verdad se pueden predisponer las cosas solo con el poder de los pensamientos, tal como lo sostiene Rhonda Byrne en su famoso best seller, El secreto. Si se ha demostrado que algunas partículas subatómicas modifican su comportamiento mientras son observadas, no es tan descabellado pensar que la actitud con la que afrontamos la incertidumbre podría modificar el resultado de ese azar que siempre nos pasa por delante y al que distraídamente llamamos futuro.
También puedes leer el ensayo: "La radicalidad de no hacer nada".
Pero hay demasiada evidencia que demuestra que los pensamientos positivos —lamento desmentir el secreto— no tienen injerencia remota sobre lo que nos va a suceder. Estoy un poco harto de que la gente diga que dios dirá, que te pida buenas vibras, que cruce los dedos, que decrete o que simplemente sonría ante la incertidumbre con la esperanza, incluso la convicción, de modificarla. Son libres de hacerlo y tal vez vivan más y con mayor tranquilidad que los demás, pero creo que en el fondo no están siendo honestos con ellos mismos. Por supuesto, estoy hablando aquí de un grupo variopinto y numeroso que llamaré de forma genérica: los optimistas.
En los ochenta había una campaña televisiva que consistía en spots con celebridades bailando y cantando alegremente frente a la cámara. A veces, además de bailar, parecían rezar. Luego sonreían condescendientes y, por último, simulaban marchar con pancartas en pos de un mundo mejor. "Únete a los optimistas" —clamaban— "abre tus alas, levanta el vuelo". Aunque yo era muy chico, recuerdo que me parecía muy extraño ver ese comercial que aparentemente no intentaba venderme nada. Un anuncio que solo quería ver a la gente volar y que se amara a sí misma. Hoy creo que detrás de esa campaña “social” de Televisa, quizá se escondía algún plan maquiavélico de manipulación, de esos que podrían haber sido orquestados, sin ningún problema, por Carlos Salinas o por el líder de alguna iglesia cristiana.
A primera vista, ser optimista ante cualquier situación parecería algo deseable. Las personas con una actitud positiva suelen ser amables, sonrientes y, en términos generales, simpáticas. A nadie le gusta tratar con gente negativa que siempre está de mal humor, en medio de la depresión o gruñendo ante cualquier estímulo. Ni siquiera a los mismos gruñones les gusta rodearse de su tribu. Pero el optimismo es, en el fondo, un mecanismo de defensa ante la tragedia que significa la muerte, el deterioro, el fracaso y la caída; ante los límites que tiene la vida y cada uno de sus procesos. Límites que, por cierto, son muy difíciles de asimilar. Como todo mecanismo de defensa, el optimismo suele funcionar bien, ser bien recibido y mantener el statu quo, algo siempre deseable por la mayoría.
A veces se compara la actitud optimista con la estoica: es gente que "al mal tiempo le pone buena cara", se dice; gente que espera con fortaleza y gratitud lo que la vida y el futuro (Dios, el destino, los astros) le deparan. Y si bien los estoicos estaban educados para aceptar lo que el destino les enviaba, no necesariamente lo hacían con gusto y repartiendo sonrisas. El único fragmento que ha llegado a nosotros de Cleantes de Aso, segundo líder de la escuela estoica, dice: “Guíenme, oh, Zeus, y tú Destino, hasta el término, sea cual sea […] avanzaré con presteza, porque aunque tarde por cobardía, de todas maneras tendré que llegar ahí”. Los estoicos reconocían al destino como algo inmutable e inevitable y, por consiguiente, recomendaban seguir su camino en lugar de resistirse. Séneca resumiría más tarde esta actitud con una frase lapidaria: “El destino conduce al que se somete y arrastra al que se resiste”; pero aquí lo importante es notar que el estoico está siempre consciente de que no puede modificar su destino. El optimista, en cambio, suele pensar que con fe, con buenas vibras o con una actitud positiva, lo modificará. La diferencia es abismal. Es más, me atrevo a decir que no hay una actitud menos estoica que el optimismo.
Puede ser que el pesimista, por otro lado, la pase muy mal, que se llene de ansiedad y de mal humor constantemente o que sufra de manera prematura posibles desenlaces horrorosos. Pero al menos, me parece, es honesto: enfrenta la posibilidad de que las cosas salgan mal en todo momento. Hace frente a sus límites, encara su fragilidad, analiza su posible destino. No huye, no se esconde, no se reconforta a priori.
¿Es una posición cobarde la del optimista o una postura de víctima la del pesimista? Creo que en esa pregunta radica la discusión. De cualquier manera, en una especie de reformulación contraria de la apuesta de Pascal —quien se inclinaba por seguir los preceptos divinos en caso de que un dios justiciero y el paraíso, al final de cuentas, sí existieran— podemos decir que, en la apuesta por el desenlace, el pesimista tiene todo por ganar y el optimista, en cambio, lleva todas las de perder.
Lo único cierto en la valoración sobre las dos grandes actitudes frente a la incertidumbre es que ambas, de manera pasivo-agresiva, reconocen la posibilidad de su contrario. El optimista decide esperar lo mejor buscando las mieles del pensamiento mágico y de la prefiguración mental placentera. Y toma esta decisión probablemente ante el vértigo de mirar al abismo de frente. El pesimista decide vivir con anticipación el infierno para que cualquier noticia que llegue sea una buena noticia. El pesimista, si lo miramos bien, es en verdad el optimista: sufre con la esperanza de que las cosas sean mejores. Es un optimista de clóset. El optimista, de la misma manera, disfruta la calma antes de una posible tempestad porque sabe, en el fondo, que esa tempestad llegará: es un pesimista de clóset.
También te puede interesar leer: "Paulo Coelho cree que Joyce le hizo daño a la humanidad".
A final de cuentas, lo más terrible de la incertidumbre no es la inquietud que provoca la ignorancia —ese berrinche infantil que hacemos por no tener el superpoder de conocer el futuro—, sino más precisamente su permanencia. La incertidumbre nunca se va, es una condición necesaria (quizá también suficiente, si pensamos que una historia por completo predeterminada no es en rigor una historia) de la vida. Mientras no aprendemos a reconocer su omnisciencia, la incertidumbre nos somete, devora nuestro presente y nos obliga a tomar una postura esperanzadora o fatalista. Lo que se nos escurre mientras tomamos posturas previas, en efecto, es la vida misma. Vida podría ser un sinónimo de incertidumbre. Pasar de la infancia espiritual a la adultez consiste, quizá, en reconocer esa sinonimia.
Dice la Ley de Murphy que "si algo puede salir mal, saldrá mal". Es el epítome del pesimismo, sí, pero es también una frase que nos obliga no solo a tomar una actitud ante el futuro, sino a actuar con prevención, a reducir la posibilidad de que las cosas salgan mal, a sopesar y a medir cada una de nuestras acciones. Es una actitud de perfeccionismo propia de un ingeniero encargado de lanzamientos de cohetes, como lo fue Edward Murphy Jr. Y es desde esta perspectiva que el pesimismo puede ser entendido también como una actitud positiva, reguladora de nuestras acciones, prudente y calculadora, incluso moralmente necesaria. También desde esta visión, el optimismo puede leerse como una actitud pasiva ante el futuro, pazguata, infantil, imprudente y hasta de moral reprobable.
Casi todos los días me enfrento a gente optimista o a críticas contra mi pesimismo. Yo estoy convencido de que el optimismo es la peor actitud posible, en casi cualquier escenario vital. Paso mis días sumido en un tiempo sombrío que se viene, escuchando las trompetas del Apocalipsis en cada esquina. Caigo mal, sí, pero al menos siento que estoy siendo honesto conmigo mismo, adulto y prudente.
Dios quiera que pueda seguir siendo así. Pongo changuitos.
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Puede ser que el pesimista la pase muy mal, que se llene de ansiedad y de mal humor o que sufra de manera prematura posibles desenlaces horrorosos.
En un mundo donde tantas personas creen que su destino puede cambiar si lo decretan, ser pesimista y aceptar el sufrimiento por adelantado es la nueva forma de optimismo.
Todos los días me cruzo con videos en redes sociales que muestran a personas que, en un lapso de 20 segundos y apoyando sus argumentos con un bailecito ridículo, pretenden enseñarme cómo cambiar las adversidades que enfrento en mi vida —desde las enfermedades crónicas y el desempleo, hasta el envejecimiento prematuro o la muerte de seres queridos— con el simple hecho de cambiar mi actitud hacia eso que "no puedo cambiar".
Hombres y mujeres iluminados, con cara de suficiencia y un tono exageradamente fresa, machacan verbos vacíos como decretar, visualizar o atraer para convencerme de que la solución a mis problemas está a una sonrisa de distancia. Algunos de ellos buscan convencerme con el movimiento de sus caderas; otros, mediante argumentaciones al vapor y citas de grandes pensadores no verificadas o fuera de contexto. Todos tienen una sola cosa en común: son agradecidos, felices y, sobre todo, optimistas. Al menos frente a la cámara.
Estas tres características, en realidad, son una misma, solo que expresada en distintos tiempos verbales: la gente es agradecida con el pasado, feliz con el presente y optimista con el futuro. Esto es: se trata de gente que es feliz de todas las maneras posibles, gracias a una actitud positiva frente a la realidad, gracias a sus buenas intenciones.
Entiendo las ventajas de estar en paz con el pasado, en tanto que constituye una realidad que no se puede modificar. También tiendo a estar de acuerdo con la aceptación campante del presente, que la mayoría de las veces es incontrolable. Pero ¿estar feliz de antemano con el futuro, que es incierto por definición? Y, peor, ¿estar feliz con él para pretender controlarlo con la mente? Hay ahí un gran salto argumentativo que no estoy dispuesto a dar.
Debo decir, no obstante, que después de un bombardeo de cientos de videos al día por distintos canales (me gustan los bailecitos), dudé por un momento si en verdad se pueden predisponer las cosas solo con el poder de los pensamientos, tal como lo sostiene Rhonda Byrne en su famoso best seller, El secreto. Si se ha demostrado que algunas partículas subatómicas modifican su comportamiento mientras son observadas, no es tan descabellado pensar que la actitud con la que afrontamos la incertidumbre podría modificar el resultado de ese azar que siempre nos pasa por delante y al que distraídamente llamamos futuro.
También puedes leer el ensayo: "La radicalidad de no hacer nada".
Pero hay demasiada evidencia que demuestra que los pensamientos positivos —lamento desmentir el secreto— no tienen injerencia remota sobre lo que nos va a suceder. Estoy un poco harto de que la gente diga que dios dirá, que te pida buenas vibras, que cruce los dedos, que decrete o que simplemente sonría ante la incertidumbre con la esperanza, incluso la convicción, de modificarla. Son libres de hacerlo y tal vez vivan más y con mayor tranquilidad que los demás, pero creo que en el fondo no están siendo honestos con ellos mismos. Por supuesto, estoy hablando aquí de un grupo variopinto y numeroso que llamaré de forma genérica: los optimistas.
En los ochenta había una campaña televisiva que consistía en spots con celebridades bailando y cantando alegremente frente a la cámara. A veces, además de bailar, parecían rezar. Luego sonreían condescendientes y, por último, simulaban marchar con pancartas en pos de un mundo mejor. "Únete a los optimistas" —clamaban— "abre tus alas, levanta el vuelo". Aunque yo era muy chico, recuerdo que me parecía muy extraño ver ese comercial que aparentemente no intentaba venderme nada. Un anuncio que solo quería ver a la gente volar y que se amara a sí misma. Hoy creo que detrás de esa campaña “social” de Televisa, quizá se escondía algún plan maquiavélico de manipulación, de esos que podrían haber sido orquestados, sin ningún problema, por Carlos Salinas o por el líder de alguna iglesia cristiana.
A primera vista, ser optimista ante cualquier situación parecería algo deseable. Las personas con una actitud positiva suelen ser amables, sonrientes y, en términos generales, simpáticas. A nadie le gusta tratar con gente negativa que siempre está de mal humor, en medio de la depresión o gruñendo ante cualquier estímulo. Ni siquiera a los mismos gruñones les gusta rodearse de su tribu. Pero el optimismo es, en el fondo, un mecanismo de defensa ante la tragedia que significa la muerte, el deterioro, el fracaso y la caída; ante los límites que tiene la vida y cada uno de sus procesos. Límites que, por cierto, son muy difíciles de asimilar. Como todo mecanismo de defensa, el optimismo suele funcionar bien, ser bien recibido y mantener el statu quo, algo siempre deseable por la mayoría.
A veces se compara la actitud optimista con la estoica: es gente que "al mal tiempo le pone buena cara", se dice; gente que espera con fortaleza y gratitud lo que la vida y el futuro (Dios, el destino, los astros) le deparan. Y si bien los estoicos estaban educados para aceptar lo que el destino les enviaba, no necesariamente lo hacían con gusto y repartiendo sonrisas. El único fragmento que ha llegado a nosotros de Cleantes de Aso, segundo líder de la escuela estoica, dice: “Guíenme, oh, Zeus, y tú Destino, hasta el término, sea cual sea […] avanzaré con presteza, porque aunque tarde por cobardía, de todas maneras tendré que llegar ahí”. Los estoicos reconocían al destino como algo inmutable e inevitable y, por consiguiente, recomendaban seguir su camino en lugar de resistirse. Séneca resumiría más tarde esta actitud con una frase lapidaria: “El destino conduce al que se somete y arrastra al que se resiste”; pero aquí lo importante es notar que el estoico está siempre consciente de que no puede modificar su destino. El optimista, en cambio, suele pensar que con fe, con buenas vibras o con una actitud positiva, lo modificará. La diferencia es abismal. Es más, me atrevo a decir que no hay una actitud menos estoica que el optimismo.
Puede ser que el pesimista, por otro lado, la pase muy mal, que se llene de ansiedad y de mal humor constantemente o que sufra de manera prematura posibles desenlaces horrorosos. Pero al menos, me parece, es honesto: enfrenta la posibilidad de que las cosas salgan mal en todo momento. Hace frente a sus límites, encara su fragilidad, analiza su posible destino. No huye, no se esconde, no se reconforta a priori.
¿Es una posición cobarde la del optimista o una postura de víctima la del pesimista? Creo que en esa pregunta radica la discusión. De cualquier manera, en una especie de reformulación contraria de la apuesta de Pascal —quien se inclinaba por seguir los preceptos divinos en caso de que un dios justiciero y el paraíso, al final de cuentas, sí existieran— podemos decir que, en la apuesta por el desenlace, el pesimista tiene todo por ganar y el optimista, en cambio, lleva todas las de perder.
Lo único cierto en la valoración sobre las dos grandes actitudes frente a la incertidumbre es que ambas, de manera pasivo-agresiva, reconocen la posibilidad de su contrario. El optimista decide esperar lo mejor buscando las mieles del pensamiento mágico y de la prefiguración mental placentera. Y toma esta decisión probablemente ante el vértigo de mirar al abismo de frente. El pesimista decide vivir con anticipación el infierno para que cualquier noticia que llegue sea una buena noticia. El pesimista, si lo miramos bien, es en verdad el optimista: sufre con la esperanza de que las cosas sean mejores. Es un optimista de clóset. El optimista, de la misma manera, disfruta la calma antes de una posible tempestad porque sabe, en el fondo, que esa tempestad llegará: es un pesimista de clóset.
También te puede interesar leer: "Paulo Coelho cree que Joyce le hizo daño a la humanidad".
A final de cuentas, lo más terrible de la incertidumbre no es la inquietud que provoca la ignorancia —ese berrinche infantil que hacemos por no tener el superpoder de conocer el futuro—, sino más precisamente su permanencia. La incertidumbre nunca se va, es una condición necesaria (quizá también suficiente, si pensamos que una historia por completo predeterminada no es en rigor una historia) de la vida. Mientras no aprendemos a reconocer su omnisciencia, la incertidumbre nos somete, devora nuestro presente y nos obliga a tomar una postura esperanzadora o fatalista. Lo que se nos escurre mientras tomamos posturas previas, en efecto, es la vida misma. Vida podría ser un sinónimo de incertidumbre. Pasar de la infancia espiritual a la adultez consiste, quizá, en reconocer esa sinonimia.
Dice la Ley de Murphy que "si algo puede salir mal, saldrá mal". Es el epítome del pesimismo, sí, pero es también una frase que nos obliga no solo a tomar una actitud ante el futuro, sino a actuar con prevención, a reducir la posibilidad de que las cosas salgan mal, a sopesar y a medir cada una de nuestras acciones. Es una actitud de perfeccionismo propia de un ingeniero encargado de lanzamientos de cohetes, como lo fue Edward Murphy Jr. Y es desde esta perspectiva que el pesimismo puede ser entendido también como una actitud positiva, reguladora de nuestras acciones, prudente y calculadora, incluso moralmente necesaria. También desde esta visión, el optimismo puede leerse como una actitud pasiva ante el futuro, pazguata, infantil, imprudente y hasta de moral reprobable.
Casi todos los días me enfrento a gente optimista o a críticas contra mi pesimismo. Yo estoy convencido de que el optimismo es la peor actitud posible, en casi cualquier escenario vital. Paso mis días sumido en un tiempo sombrío que se viene, escuchando las trompetas del Apocalipsis en cada esquina. Caigo mal, sí, pero al menos siento que estoy siendo honesto conmigo mismo, adulto y prudente.
Dios quiera que pueda seguir siendo así. Pongo changuitos.
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En un mundo donde tantas personas creen que su destino puede cambiar si lo decretan, ser pesimista y aceptar el sufrimiento por adelantado es la nueva forma de optimismo.
Todos los días me cruzo con videos en redes sociales que muestran a personas que, en un lapso de 20 segundos y apoyando sus argumentos con un bailecito ridículo, pretenden enseñarme cómo cambiar las adversidades que enfrento en mi vida —desde las enfermedades crónicas y el desempleo, hasta el envejecimiento prematuro o la muerte de seres queridos— con el simple hecho de cambiar mi actitud hacia eso que "no puedo cambiar".
Hombres y mujeres iluminados, con cara de suficiencia y un tono exageradamente fresa, machacan verbos vacíos como decretar, visualizar o atraer para convencerme de que la solución a mis problemas está a una sonrisa de distancia. Algunos de ellos buscan convencerme con el movimiento de sus caderas; otros, mediante argumentaciones al vapor y citas de grandes pensadores no verificadas o fuera de contexto. Todos tienen una sola cosa en común: son agradecidos, felices y, sobre todo, optimistas. Al menos frente a la cámara.
Estas tres características, en realidad, son una misma, solo que expresada en distintos tiempos verbales: la gente es agradecida con el pasado, feliz con el presente y optimista con el futuro. Esto es: se trata de gente que es feliz de todas las maneras posibles, gracias a una actitud positiva frente a la realidad, gracias a sus buenas intenciones.
Entiendo las ventajas de estar en paz con el pasado, en tanto que constituye una realidad que no se puede modificar. También tiendo a estar de acuerdo con la aceptación campante del presente, que la mayoría de las veces es incontrolable. Pero ¿estar feliz de antemano con el futuro, que es incierto por definición? Y, peor, ¿estar feliz con él para pretender controlarlo con la mente? Hay ahí un gran salto argumentativo que no estoy dispuesto a dar.
Debo decir, no obstante, que después de un bombardeo de cientos de videos al día por distintos canales (me gustan los bailecitos), dudé por un momento si en verdad se pueden predisponer las cosas solo con el poder de los pensamientos, tal como lo sostiene Rhonda Byrne en su famoso best seller, El secreto. Si se ha demostrado que algunas partículas subatómicas modifican su comportamiento mientras son observadas, no es tan descabellado pensar que la actitud con la que afrontamos la incertidumbre podría modificar el resultado de ese azar que siempre nos pasa por delante y al que distraídamente llamamos futuro.
También puedes leer el ensayo: "La radicalidad de no hacer nada".
Pero hay demasiada evidencia que demuestra que los pensamientos positivos —lamento desmentir el secreto— no tienen injerencia remota sobre lo que nos va a suceder. Estoy un poco harto de que la gente diga que dios dirá, que te pida buenas vibras, que cruce los dedos, que decrete o que simplemente sonría ante la incertidumbre con la esperanza, incluso la convicción, de modificarla. Son libres de hacerlo y tal vez vivan más y con mayor tranquilidad que los demás, pero creo que en el fondo no están siendo honestos con ellos mismos. Por supuesto, estoy hablando aquí de un grupo variopinto y numeroso que llamaré de forma genérica: los optimistas.
En los ochenta había una campaña televisiva que consistía en spots con celebridades bailando y cantando alegremente frente a la cámara. A veces, además de bailar, parecían rezar. Luego sonreían condescendientes y, por último, simulaban marchar con pancartas en pos de un mundo mejor. "Únete a los optimistas" —clamaban— "abre tus alas, levanta el vuelo". Aunque yo era muy chico, recuerdo que me parecía muy extraño ver ese comercial que aparentemente no intentaba venderme nada. Un anuncio que solo quería ver a la gente volar y que se amara a sí misma. Hoy creo que detrás de esa campaña “social” de Televisa, quizá se escondía algún plan maquiavélico de manipulación, de esos que podrían haber sido orquestados, sin ningún problema, por Carlos Salinas o por el líder de alguna iglesia cristiana.
A primera vista, ser optimista ante cualquier situación parecería algo deseable. Las personas con una actitud positiva suelen ser amables, sonrientes y, en términos generales, simpáticas. A nadie le gusta tratar con gente negativa que siempre está de mal humor, en medio de la depresión o gruñendo ante cualquier estímulo. Ni siquiera a los mismos gruñones les gusta rodearse de su tribu. Pero el optimismo es, en el fondo, un mecanismo de defensa ante la tragedia que significa la muerte, el deterioro, el fracaso y la caída; ante los límites que tiene la vida y cada uno de sus procesos. Límites que, por cierto, son muy difíciles de asimilar. Como todo mecanismo de defensa, el optimismo suele funcionar bien, ser bien recibido y mantener el statu quo, algo siempre deseable por la mayoría.
A veces se compara la actitud optimista con la estoica: es gente que "al mal tiempo le pone buena cara", se dice; gente que espera con fortaleza y gratitud lo que la vida y el futuro (Dios, el destino, los astros) le deparan. Y si bien los estoicos estaban educados para aceptar lo que el destino les enviaba, no necesariamente lo hacían con gusto y repartiendo sonrisas. El único fragmento que ha llegado a nosotros de Cleantes de Aso, segundo líder de la escuela estoica, dice: “Guíenme, oh, Zeus, y tú Destino, hasta el término, sea cual sea […] avanzaré con presteza, porque aunque tarde por cobardía, de todas maneras tendré que llegar ahí”. Los estoicos reconocían al destino como algo inmutable e inevitable y, por consiguiente, recomendaban seguir su camino en lugar de resistirse. Séneca resumiría más tarde esta actitud con una frase lapidaria: “El destino conduce al que se somete y arrastra al que se resiste”; pero aquí lo importante es notar que el estoico está siempre consciente de que no puede modificar su destino. El optimista, en cambio, suele pensar que con fe, con buenas vibras o con una actitud positiva, lo modificará. La diferencia es abismal. Es más, me atrevo a decir que no hay una actitud menos estoica que el optimismo.
Puede ser que el pesimista, por otro lado, la pase muy mal, que se llene de ansiedad y de mal humor constantemente o que sufra de manera prematura posibles desenlaces horrorosos. Pero al menos, me parece, es honesto: enfrenta la posibilidad de que las cosas salgan mal en todo momento. Hace frente a sus límites, encara su fragilidad, analiza su posible destino. No huye, no se esconde, no se reconforta a priori.
¿Es una posición cobarde la del optimista o una postura de víctima la del pesimista? Creo que en esa pregunta radica la discusión. De cualquier manera, en una especie de reformulación contraria de la apuesta de Pascal —quien se inclinaba por seguir los preceptos divinos en caso de que un dios justiciero y el paraíso, al final de cuentas, sí existieran— podemos decir que, en la apuesta por el desenlace, el pesimista tiene todo por ganar y el optimista, en cambio, lleva todas las de perder.
Lo único cierto en la valoración sobre las dos grandes actitudes frente a la incertidumbre es que ambas, de manera pasivo-agresiva, reconocen la posibilidad de su contrario. El optimista decide esperar lo mejor buscando las mieles del pensamiento mágico y de la prefiguración mental placentera. Y toma esta decisión probablemente ante el vértigo de mirar al abismo de frente. El pesimista decide vivir con anticipación el infierno para que cualquier noticia que llegue sea una buena noticia. El pesimista, si lo miramos bien, es en verdad el optimista: sufre con la esperanza de que las cosas sean mejores. Es un optimista de clóset. El optimista, de la misma manera, disfruta la calma antes de una posible tempestad porque sabe, en el fondo, que esa tempestad llegará: es un pesimista de clóset.
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A final de cuentas, lo más terrible de la incertidumbre no es la inquietud que provoca la ignorancia —ese berrinche infantil que hacemos por no tener el superpoder de conocer el futuro—, sino más precisamente su permanencia. La incertidumbre nunca se va, es una condición necesaria (quizá también suficiente, si pensamos que una historia por completo predeterminada no es en rigor una historia) de la vida. Mientras no aprendemos a reconocer su omnisciencia, la incertidumbre nos somete, devora nuestro presente y nos obliga a tomar una postura esperanzadora o fatalista. Lo que se nos escurre mientras tomamos posturas previas, en efecto, es la vida misma. Vida podría ser un sinónimo de incertidumbre. Pasar de la infancia espiritual a la adultez consiste, quizá, en reconocer esa sinonimia.
Dice la Ley de Murphy que "si algo puede salir mal, saldrá mal". Es el epítome del pesimismo, sí, pero es también una frase que nos obliga no solo a tomar una actitud ante el futuro, sino a actuar con prevención, a reducir la posibilidad de que las cosas salgan mal, a sopesar y a medir cada una de nuestras acciones. Es una actitud de perfeccionismo propia de un ingeniero encargado de lanzamientos de cohetes, como lo fue Edward Murphy Jr. Y es desde esta perspectiva que el pesimismo puede ser entendido también como una actitud positiva, reguladora de nuestras acciones, prudente y calculadora, incluso moralmente necesaria. También desde esta visión, el optimismo puede leerse como una actitud pasiva ante el futuro, pazguata, infantil, imprudente y hasta de moral reprobable.
Casi todos los días me enfrento a gente optimista o a críticas contra mi pesimismo. Yo estoy convencido de que el optimismo es la peor actitud posible, en casi cualquier escenario vital. Paso mis días sumido en un tiempo sombrío que se viene, escuchando las trompetas del Apocalipsis en cada esquina. Caigo mal, sí, pero al menos siento que estoy siendo honesto conmigo mismo, adulto y prudente.
Dios quiera que pueda seguir siendo así. Pongo changuitos.
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Puede ser que el pesimista la pase muy mal, que se llene de ansiedad y de mal humor o que sufra de manera prematura posibles desenlaces horrorosos.
Todos los días me cruzo con videos en redes sociales que muestran a personas que, en un lapso de 20 segundos y apoyando sus argumentos con un bailecito ridículo, pretenden enseñarme cómo cambiar las adversidades que enfrento en mi vida —desde las enfermedades crónicas y el desempleo, hasta el envejecimiento prematuro o la muerte de seres queridos— con el simple hecho de cambiar mi actitud hacia eso que "no puedo cambiar".
Hombres y mujeres iluminados, con cara de suficiencia y un tono exageradamente fresa, machacan verbos vacíos como decretar, visualizar o atraer para convencerme de que la solución a mis problemas está a una sonrisa de distancia. Algunos de ellos buscan convencerme con el movimiento de sus caderas; otros, mediante argumentaciones al vapor y citas de grandes pensadores no verificadas o fuera de contexto. Todos tienen una sola cosa en común: son agradecidos, felices y, sobre todo, optimistas. Al menos frente a la cámara.
Estas tres características, en realidad, son una misma, solo que expresada en distintos tiempos verbales: la gente es agradecida con el pasado, feliz con el presente y optimista con el futuro. Esto es: se trata de gente que es feliz de todas las maneras posibles, gracias a una actitud positiva frente a la realidad, gracias a sus buenas intenciones.
Entiendo las ventajas de estar en paz con el pasado, en tanto que constituye una realidad que no se puede modificar. También tiendo a estar de acuerdo con la aceptación campante del presente, que la mayoría de las veces es incontrolable. Pero ¿estar feliz de antemano con el futuro, que es incierto por definición? Y, peor, ¿estar feliz con él para pretender controlarlo con la mente? Hay ahí un gran salto argumentativo que no estoy dispuesto a dar.
Debo decir, no obstante, que después de un bombardeo de cientos de videos al día por distintos canales (me gustan los bailecitos), dudé por un momento si en verdad se pueden predisponer las cosas solo con el poder de los pensamientos, tal como lo sostiene Rhonda Byrne en su famoso best seller, El secreto. Si se ha demostrado que algunas partículas subatómicas modifican su comportamiento mientras son observadas, no es tan descabellado pensar que la actitud con la que afrontamos la incertidumbre podría modificar el resultado de ese azar que siempre nos pasa por delante y al que distraídamente llamamos futuro.
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Pero hay demasiada evidencia que demuestra que los pensamientos positivos —lamento desmentir el secreto— no tienen injerencia remota sobre lo que nos va a suceder. Estoy un poco harto de que la gente diga que dios dirá, que te pida buenas vibras, que cruce los dedos, que decrete o que simplemente sonría ante la incertidumbre con la esperanza, incluso la convicción, de modificarla. Son libres de hacerlo y tal vez vivan más y con mayor tranquilidad que los demás, pero creo que en el fondo no están siendo honestos con ellos mismos. Por supuesto, estoy hablando aquí de un grupo variopinto y numeroso que llamaré de forma genérica: los optimistas.
En los ochenta había una campaña televisiva que consistía en spots con celebridades bailando y cantando alegremente frente a la cámara. A veces, además de bailar, parecían rezar. Luego sonreían condescendientes y, por último, simulaban marchar con pancartas en pos de un mundo mejor. "Únete a los optimistas" —clamaban— "abre tus alas, levanta el vuelo". Aunque yo era muy chico, recuerdo que me parecía muy extraño ver ese comercial que aparentemente no intentaba venderme nada. Un anuncio que solo quería ver a la gente volar y que se amara a sí misma. Hoy creo que detrás de esa campaña “social” de Televisa, quizá se escondía algún plan maquiavélico de manipulación, de esos que podrían haber sido orquestados, sin ningún problema, por Carlos Salinas o por el líder de alguna iglesia cristiana.
A primera vista, ser optimista ante cualquier situación parecería algo deseable. Las personas con una actitud positiva suelen ser amables, sonrientes y, en términos generales, simpáticas. A nadie le gusta tratar con gente negativa que siempre está de mal humor, en medio de la depresión o gruñendo ante cualquier estímulo. Ni siquiera a los mismos gruñones les gusta rodearse de su tribu. Pero el optimismo es, en el fondo, un mecanismo de defensa ante la tragedia que significa la muerte, el deterioro, el fracaso y la caída; ante los límites que tiene la vida y cada uno de sus procesos. Límites que, por cierto, son muy difíciles de asimilar. Como todo mecanismo de defensa, el optimismo suele funcionar bien, ser bien recibido y mantener el statu quo, algo siempre deseable por la mayoría.
A veces se compara la actitud optimista con la estoica: es gente que "al mal tiempo le pone buena cara", se dice; gente que espera con fortaleza y gratitud lo que la vida y el futuro (Dios, el destino, los astros) le deparan. Y si bien los estoicos estaban educados para aceptar lo que el destino les enviaba, no necesariamente lo hacían con gusto y repartiendo sonrisas. El único fragmento que ha llegado a nosotros de Cleantes de Aso, segundo líder de la escuela estoica, dice: “Guíenme, oh, Zeus, y tú Destino, hasta el término, sea cual sea […] avanzaré con presteza, porque aunque tarde por cobardía, de todas maneras tendré que llegar ahí”. Los estoicos reconocían al destino como algo inmutable e inevitable y, por consiguiente, recomendaban seguir su camino en lugar de resistirse. Séneca resumiría más tarde esta actitud con una frase lapidaria: “El destino conduce al que se somete y arrastra al que se resiste”; pero aquí lo importante es notar que el estoico está siempre consciente de que no puede modificar su destino. El optimista, en cambio, suele pensar que con fe, con buenas vibras o con una actitud positiva, lo modificará. La diferencia es abismal. Es más, me atrevo a decir que no hay una actitud menos estoica que el optimismo.
Puede ser que el pesimista, por otro lado, la pase muy mal, que se llene de ansiedad y de mal humor constantemente o que sufra de manera prematura posibles desenlaces horrorosos. Pero al menos, me parece, es honesto: enfrenta la posibilidad de que las cosas salgan mal en todo momento. Hace frente a sus límites, encara su fragilidad, analiza su posible destino. No huye, no se esconde, no se reconforta a priori.
¿Es una posición cobarde la del optimista o una postura de víctima la del pesimista? Creo que en esa pregunta radica la discusión. De cualquier manera, en una especie de reformulación contraria de la apuesta de Pascal —quien se inclinaba por seguir los preceptos divinos en caso de que un dios justiciero y el paraíso, al final de cuentas, sí existieran— podemos decir que, en la apuesta por el desenlace, el pesimista tiene todo por ganar y el optimista, en cambio, lleva todas las de perder.
Lo único cierto en la valoración sobre las dos grandes actitudes frente a la incertidumbre es que ambas, de manera pasivo-agresiva, reconocen la posibilidad de su contrario. El optimista decide esperar lo mejor buscando las mieles del pensamiento mágico y de la prefiguración mental placentera. Y toma esta decisión probablemente ante el vértigo de mirar al abismo de frente. El pesimista decide vivir con anticipación el infierno para que cualquier noticia que llegue sea una buena noticia. El pesimista, si lo miramos bien, es en verdad el optimista: sufre con la esperanza de que las cosas sean mejores. Es un optimista de clóset. El optimista, de la misma manera, disfruta la calma antes de una posible tempestad porque sabe, en el fondo, que esa tempestad llegará: es un pesimista de clóset.
También te puede interesar leer: "Paulo Coelho cree que Joyce le hizo daño a la humanidad".
A final de cuentas, lo más terrible de la incertidumbre no es la inquietud que provoca la ignorancia —ese berrinche infantil que hacemos por no tener el superpoder de conocer el futuro—, sino más precisamente su permanencia. La incertidumbre nunca se va, es una condición necesaria (quizá también suficiente, si pensamos que una historia por completo predeterminada no es en rigor una historia) de la vida. Mientras no aprendemos a reconocer su omnisciencia, la incertidumbre nos somete, devora nuestro presente y nos obliga a tomar una postura esperanzadora o fatalista. Lo que se nos escurre mientras tomamos posturas previas, en efecto, es la vida misma. Vida podría ser un sinónimo de incertidumbre. Pasar de la infancia espiritual a la adultez consiste, quizá, en reconocer esa sinonimia.
Dice la Ley de Murphy que "si algo puede salir mal, saldrá mal". Es el epítome del pesimismo, sí, pero es también una frase que nos obliga no solo a tomar una actitud ante el futuro, sino a actuar con prevención, a reducir la posibilidad de que las cosas salgan mal, a sopesar y a medir cada una de nuestras acciones. Es una actitud de perfeccionismo propia de un ingeniero encargado de lanzamientos de cohetes, como lo fue Edward Murphy Jr. Y es desde esta perspectiva que el pesimismo puede ser entendido también como una actitud positiva, reguladora de nuestras acciones, prudente y calculadora, incluso moralmente necesaria. También desde esta visión, el optimismo puede leerse como una actitud pasiva ante el futuro, pazguata, infantil, imprudente y hasta de moral reprobable.
Casi todos los días me enfrento a gente optimista o a críticas contra mi pesimismo. Yo estoy convencido de que el optimismo es la peor actitud posible, en casi cualquier escenario vital. Paso mis días sumido en un tiempo sombrío que se viene, escuchando las trompetas del Apocalipsis en cada esquina. Caigo mal, sí, pero al menos siento que estoy siendo honesto conmigo mismo, adulto y prudente.
Dios quiera que pueda seguir siendo así. Pongo changuitos.
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