Fuerzas Armadas ante la Corte: los jueces no revertirán la militarización

Falsas esperanzas: La Corte no va a limitar la militarización de México


En la coyuntura actual de México, los límites que la Suprema Corte pueda trazar frente a las Fuerzas Armadas son cruciales: el objetivo de estas no es aniquilar al enemigo, sino restaurar el ejercicio de los derechos ciñéndose a la autoridad de la Constitución. Julio Ríos Figueroa es especialista en cortes constitucionales y ha estudiado cómo han actuado frente a distintos militarismos en América Latina. En esta entrevista con Carlos Bravo Regidor analiza la negligencia, los retrasos y el difícil momento político que vive la Corte, cuyas decisiones y omisiones serán trascendentales para todos los que viven en nuestro país.

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Julio Ríos Figueroa es especialista en Política Judicial Comparada y publicó Democracia y militarismo en América Latina (FCE, 2019), un libro que adquiere una actualidad dramática en la coyuntura actual mexicana, pues la Corte debe decidir respecto a las Fuerzas Armadas y a la reforma electoral conocida como «plan B». En esta entrevista no solo explica las condiciones para que las cortes constitucionales desempeñen su papel en la democracia, también advierte que en circunstancias turbulentas las y los ministros no son kamikazes, pero tampoco se justifica que actúen como avestruces, escondiendo la cabeza bajo la tierra ante casos que violan flagrantemente la Constitución.

Carlos Bravo Regidor (CBR): Tu libro se trata de lo que llamas “el dilema de las relaciones cívico-militares”, ¿en qué consiste ese dilema?

Julio Ríos Figueroa (JRF): Unas fuerzas armadas poderosas y eficaces son necesarias para la seguridad de la democracia, pero al mismo tiempo pueden representar una amenaza para las instituciones democráticas en la medida en que desafíen los límites que estas les imponen. El dilema consiste en cuadrar ese círculo, en construir fuerzas armadas que actúen de acuerdo con la Constitución democrática, sus valores y límites, y que no las pongan en entredicho actuando al margen o en contra de ellos.

CBR: En cuanto a lo que implica ese dilema para las cortes constitucionales, tú retomas el puzzle de Adam Przeworski al respecto: ¿cómo es que las personas que visten las togas pueden llamar a cuentas y meter en cintura a las que portan las armas?, ¿cómo le hacen los jueces constitucionales para obligar a las fuerzas armadas a acatar las leyes o las resoluciones judiciales, sobre todo cuando estas son contrarias a sus intereses?

JRF: Es muy sorprendente, sí. Porque las únicas “armas” que tienen las cortes constitucionales son la argumentación y las leyes. Y con esas “armas” a veces tienen que obligar a quienes tienen las armas de verdad —los fusiles y los tanques— a que actúen en contra de sus propios intereses porque la Constitución así lo manda. No deja de ser algo asombroso cuando ocurre. Hay un término en inglés muy atinado para describirlo: forbearance, que hace referencia a una especie de autolimitación derivada de una autoridad mayor, la autoridad de la Constitución y de la argumentación constitucional. Pero no hay que ser ingenuos: no basta con el poder de las palabras de la Corte, estas tienen impacto en las fuerzas políticas que se activan para defender la Constitución.

CBR: En tu libro propones una explicación muy fina de eso: no es solo que las fuerzas armadas acepten lo que diga la corte constitucional en contra de sus intereses, es que el acto de aceptarlo tiene el efecto —irónico pero importantísimo— de terminar ayudándoles a las fuerzas armadas a desempeñar su papel, de entrada, con más legitimidad.

JRF: Es que las fuerzas armadas no están al margen de la Constitución sino que se deben a ella, ese es el punto. Cuando la corte constitucional les dice que no pueden hacer esto o aquello porque la Constitución no lo permite, les está diciendo que deben usar la fuerza de un modo distinto a otros actores armados, criminales, ilegítimos, porque tienen una autoridad que los grupos contra los que luchan no tienen. Están revestidas de autoridad constitucional, pero eso las obliga a respetar los límites que establece la propia Constitución, de lo contrario terminarían siendo iguales a aquellos a los que combaten. No pueden defender la Constitución desobedeciéndola. Al limitarlas, la corte constitucional empodera a las fuerzas armadas para ganar lo que el exmagistrado colombiano, Jaime Córdoba Triviño, llamaba “la batalla de la legitimidad”.

CBR: Stephen Holmes, un distinguido teórico político contemporáneo, escribió unas páginas memorables sobre esa paradoja liberal de que los límites fortalecen. En este caso estamos hablando, además, de un fortalecimiento por partida doble: no solo por una cuestión de legitimidad sino también de capacidad, ¿cierto? Es decir, al ordenarles acatar los límites que estipula la Constitución, las cortes constitucionales también ayudan a las fuerzas armadas a ser más eficaces en su labor.

JRF: Sí, esta es una de esas situaciones en las que “menos es más”: menos arbitrariedad puede hacerles ganar más legitimidad y también más eficacia. De hecho, ahí tienen que ser muy sensibles las cortes constitucionales, porque cuando las fuerzas armadas están enfrentando a individuos o grupos que tienen armas de alto poder, que son violentos, que no tienen escrúpulos, no pueden estar atadas de manos. Al contrario, necesitan poder hacer uso de la fuerza. Lo crucial es que lo hagan conforme a los principios y normas constitucionales que las facultan para hacerlo. Eso puede terminar, en efecto, ayudándoles a ser más eficaces en su tarea fundamental, que es restaurar la vigencia de la Constitución, del Estado de derecho. Porque el papel de las fuerzas armadas en misiones al interior de un Estado democrático no es aniquilar al enemigo, es restituirle a la ciudadanía un ejercicio de sus derechos que se está viendo afectado por actores violentos, criminales, ilegítimos, que tienen tomado un territorio, que actúan de manera arbitraria e impune. Los militares deben usar la fuerza pero de un modo que no vulnere el orden constitucional sino que lo afirme. Para eso es muy importante, por ejemplo, delimitar la temporalidad o el ámbito de su intervención y eso es lo que una corte constitucional puede esclarecer a partir de sus sentencias.

CBR: En tu libro comparas cómo las cortes constitucionales de varios países han navegado, con mayor o menor éxito, el dilema de las relaciones cívico-militares. El caso que más se acerca a lo que dice la teoría sobre el rol que debe desempeñar una corte constitucional en una democracia es claramente el de Colombia, ¿por qué ocurre así en ese país?

JRF: Las cortes constitucionales desempeñan un papel que no desempeña ningún otro órgano o rama del gobierno, que consiste en atender un tipo muy concreto de incertidumbre: la que surge cuando hay contradicciones entre las normas o los valores que se ha dado una comunidad política, plasmados en la Constitución, o cuando no están claros los alcances y límites que marcan esas normas. La corte constitucional se encarga de plantear el problema y darle respuesta: ¿qué normas o valores están en juego?, ¿qué criterio debe prevalecer y por qué?, ¿cuál es su ámbito de aplicación?, ¿conforme a qué límites?, ¿esos límites son estrictos o flexibles, temporales o materiales? El papel de la corte constitucional, en suma, es interpretar la Constitución y encuadrar ahí las tensiones que se generan en torno a conflictos que no son de fácil u obvia resolución. Es ser algo así como un faro que va iluminando el camino cuando está oscuro, para que la comunidad no se pierda o naufrague. Esa es, a grandes rasgos, la idea central de mi libro.

Ahora bien, en Colombia, a partir de la promulgación de la Constitución de 1991, se conjuntaron las condiciones virtuosas que se necesitaban para que la Corte Constitucional desempeñara su papel. Era una Corte que cumplía con todos los requisitos de independencia de iure respecto a los otros poderes —es decir, respecto al presidente y al Congreso—, contaba con poderosos instrumentos de revisión constitucional —es decir, tenía una gran capacidad y un amplio margen para interpretar la Constitución— y era muy accesible —muchas personas o actores involucrados en un conflicto podían presentarle sus casos—. Además, esa Corte comenzó a operar en un momento en que había diversidad y competencia política, gobiernos divididos (presidentes sin mayorías) y una demanda social de justicia muy grande. Fue una circunstancia muy afortunada.

Hay que añadir que la primera Corte Constitucional colombiana estuvo integrada por juristas excepcionales, que supieron aprovechar la oportunidad y el contexto para ejercer sus nuevos cargos con mucha responsabilidad. Por ejemplo, fueron muy prudentes, no tomaron decisiones abruptas que no tuvieran probabilidad de hacerse valer o que pudieran ser demasiado costosas para actores con mucho poder. Avanzaron gradual pero decididamente, paso a paso aunque con firmeza, hacia el lugar a donde querían llegar. Sus razonamientos iban anunciando la dirección hacia la que se dirigían pero le daban tiempo a los afectados para adaptarse.

CBR: ¿Porque el flujo de casos que les llegaba, derivado del acceso amplio a la Corte, les permitía prever que seguirían interponiéndose recursos sobre esos asuntos?

JRF: Tal cual, claro. Retomando el tema de las fuerzas armadas, digamos que les adelantaban: “Oigan, militares, ya no se van a poder decretar estados de emergencia en Colombia sin que se justifique muy puntualmente por qué —era una práctica común antes de la Constitución de 1991—, pero, bueno, en este caso concreto que estoy decidiendo voy a permitir que se declare pero con tales limitaciones”. Anticipaban el sentido de su jurisprudencia pero iban dosificando su aplicación. Así, cuando la Corte saca lo que los colombianos llaman una “sentencia hito”, la que establece cuál es su interpretación de la Constitución sobre un tema polémico, los actores relevantes ya se habían familiarizado con la nueva interpretación. La Corte los iba guiando con una serie de sentencias en las que avanzaba su argumentación pero escalonaba sus efectos.

La Corte Constitucional colombiana en aquel primer momento fue muy creativa. Por ejemplo, le llegaban muchas demandas relacionadas con la violencia —“tutelas” les llaman allá—, en particular relativas a los derechos de los miles de desplazados internos. La Corte Constitucional tenía que procesar ese inmenso flujo de recursos. Entonces tuvo la visión, la creatividad, para juntarlos en una misma decisión. La llamaron “sentencia de unificación”, para evitar tratarlos como si fueran casos aislados, y determinaron que esa sentencia tendría validez para todas las personas afectadas por el mismo problema, no solo para los individuos que hubieran interpuesto algún recurso. Fue un modo muy original y eficaz de emplear sus poderes de interpretación constitucional.

CBR: Más allá del caso de Colombia, ¿qué condiciones tienen que cumplirse para que una corte constitucional desempeñe su papel?

JRF: Mi libro tiene una base normativa sobre qué función debe desempeñar una corte constitucional en una democracia, y luego elabora un planteamiento politológico, más empírico, que identifica cuáles son las condiciones que hacen más probable que la Corte pueda desempeñar esa función. Las condiciones son tres y tienen que ver con el diseño institucional.

Si la Corte es independiente, tiene amplios poderes para interpretar la Constitución y es de acceso fácil y general, entonces es más probable que desempeñe el papel normativamente ideal, de “faro”. En mi libro hago un maridaje entre las bibliografías sobre resolución de conflictos y control constitucional, y argumento que lo que debe hacer una corte constitucional es análogo a lo que hace un mediador en la resolución de conflictos: no solucionarlos per se sino canalizarlos, orientarlos, para que los actores involucrados los vayan resolviendo entre ellos.

¿Cómo hacen esto las cortes constitucionales? Básicamente, generando información respecto a las fuentes del conflicto, a los intereses y motivaciones de los actores involucrados, a qué se puede hacer según lo que establece la Constitución y hacia dónde se puede avanzar. Esa información surge, primero, de los actores que recurren a la Corte para tratar de dirimir sus conflictos (por eso el acceso es tan importante); después, esa información la Corte la va procesando, la va filtrando a través del ordenamiento jurídico que rige a la comunidad política (de ahí la relevancia que tienen sus poderes para interpretar la Constitución); y, finalmente, cuando emite sus sentencias, cuando explica cómo y por qué el conflicto puede encauzarse de tal o cual modo, la Corte convierte esa información en un razonamiento constitucional creíble (en esto su independencia es crucial) que le transmite no solo a las partes sino a toda la comunidad política a través de sus sentencias. Es un ciclo de transmisión de información. Cuando esas tres condiciones están presentes (independencia, poderes de interpretación y acceso), y hay un entorno propicio para ello, la Corte puede cumplir con su función.

CBR: Entonces hay una jerarquía entre las condiciones y la independencia es la primera de ellas, porque si una corte constitucional no tiene independencia se vuelve irrelevante. ¿Cómo se logra esa independencia?

JRF: Primero, a través del proceso de nombramiento de sus jueces, en el que suelen intervenir tanto el Poder Ejecutivo como el Congreso, y son votados por una supermayoría. Así se busca que los jueces sean aceptables para varios grupos políticos con representación en los órganos electos, pero sin que estén vinculados con uno en particular.

Segundo, porque se establecen ciertos requisitos para poder ser juez constitucional. De formación, por ejemplo, generalmente se exige que sean especialistas en leyes. Las juezas y jueces, como individuos, por supuesto, pueden tener una ideología política, pero se espera que su expertise jurídico les permita dejar esas afinidades en segundo plano cuando asumen el papel institucional de juzgadores.

Tercero, el timing y la duración de sus nombramientos. Lo deseable es que la Corte se vaya renovando escalonadamente y que sus integrantes duren en su cargo más que el presidente o los legisladores. Así, sus tiempos no están sujetos a los ciclos electorales ni a los vaivenes políticos, digamos que se les abre otro horizonte más amplio.

De eso se trata la independencia, y es la condición necesaria para que la Corte pueda jugar el papel del que estábamos hablando.

CBR: Necesaria pero no suficiente, ¿cierto? Porque en la tipología que planteas la independencia determina si la corte constitucional es delegada de otro poder o no. Pero si tiene independencia, si no es una corte-delegada, hay dos opciones: que sea una corte-árbitro o una corte-mediadora. Y eso depende de las otras condiciones del modelo que propones, los poderes de interpretación y la accesibilidad de la Corte.

JRF: Así es. Si la Corte no es independiente, sus fallos no van a ser creíbles para las partes; es más, de entrada no van a tener incentivos para recurrir a ella porque sabrán que no es un cuerpo confiable, que no es imparcial. Ahora, cuando la Corte tiene independencia, entonces puede asumir la función de árbitro o de mediador, dependiendo de cómo se combinan las otras condiciones.

Por un lado, están la variedad, la flexibilidad y el alcance de los instrumentos que esta tenga para evaluar si las leyes o los actos de las autoridades son o no constitucionales. Eso es lo que llamo poderes de interpretación. Por el otro lado, está el tema del acceso. Si son pocos los actores que pueden activar los instrumentos de revisión constitucional para cuestionar leyes o actos del gobierno, entonces la Corte muy probablemente será un árbitro; decidirá caso por caso, sin buscar patrones ni entrar a las causas que están generando los conflictos.

Cuando la Corte es de acceso amplio y recibe muchos casos aprende, en un sentido jurídico pero también político, no solo cuáles son los puntos de vista de los actores que se los están presentando, sino que puede haber causas de carácter más estructural detrás de esos casos. Por ejemplo, supongamos que a la Corte llegan amparos de ciudadanos cuyos derechos fueron violados por el Ejército, pero igual le llegan amparos de militares demandando a sus superiores por órdenes que violan su libertad de conciencia y además le llegan demandas de órganos encargados del control del territorio en los lugares donde el Ejército está desplegado —qué se yo, de síndicos o presidentes municipales o gobernadores—. ¿Qué pasa ahí? Que cuando la Corte es accesible para que todos esos actores puedan interponer recursos ante ella, obtiene información valiosísima del problema subyacente. La Corte, con esos insumos, produce sus sentencias. Mientras más insumos informativos tenga, mejores sentencias puede emitir para ayudar en la solución de las fuentes del conflicto.

CBR: En tu libro eres muy cuidadoso, sin embargo, de no asumir que la independencia de iure se traduce en independencia de facto.

JRF: La independencia de iure es un modo, de los más objetivos que existen, de ubicar a una corte constitucional. Porque si de iure tenemos, por ejemplo, que a los ministros los nombra el Poder Ejecutivo, sin intervención de otro poder, además de que su duración en el cargo es igual a la del presidente, si eso ya está en la Constitución, es muy probable que ahí no vaya a haber la separación de preferencias de la que depende la independencia de la Corte. Eso ocurre en Perú, no es un caso hipotético: los magistrados del Tribunal Constitucional duran cinco años, igual que el Congreso, que es quien los nombra, y lo mismo dura el presidente. O sea, en Perú hay una falta de independencia desde el diseño constitucional mismo, o sea, de iure.

Ahora, incluso cuando hay independencia de iure, eso tampoco significa que automáticamente la vaya a haber en la práctica. Si un solo partido gana amplias mayorías en el Congreso y además controla la Presidencia, por ahí se va a crear una fuerte presión para que la Corte se acomode o decida conforme a las preferencias de ese partido, que tendrá múltiples herramientas para influir en ella: el control del presupuesto, la posibilidad de hacerle un juicio político a los jueces constitucionales, la amenaza de darle una respuesta legislativa a una decisión de la Corte que no les haya gustado, etcétera. En esas circunstancias, entonces, aunque de iure haya independencia, probablemente no la haya de facto. No es solo el diseño institucional: la competencia electoral y el pluralismo también importan mucho para la independencia de las cortes.

CBR: El hecho de que muchas personas o instancias puedan presentar recursos ante una corte constitucional definitivamente enriquece su perspectiva, pero ¿acaso no genera una tremenda expectativa social que esta tiene que gestionar?

JRF: Sí, la cuestión del acceso amplio genera mucha presión social. Pero eso también le da a la corte constitucional la posibilidad de elegir políticamente el momento para emitir sus sentencias. Porque cuando hay un flujo continuo de casos relacionados con un mismo conflicto, se abre un espacio para jugar con el timing. Si le llega solamente un caso y lo tiene que decidir en un mal momento político, suele verse más constreñida en cuanto al alcance o a las posibilidades de éxito de su decisión. O simplemente no lo resuelve. Pero cuando tiene un flujo significativo y constante de casos, puede dejar pasar algunos para decidir en un momento más propicio o para elegir el caso que mejor le permita elaborar el razonamiento que quiere desarrollar, o el caso en que los litigantes vayan a atraer más simpatía por parte del público, o el caso que más comprometa a los actores que van a tener que acatar la decisión de la Corte. En fin, cuando el acceso es más amplio, la Corte puede calibrar, puede hacer ese tipo de cálculos.

CBR: La amplitud del acceso le abre un repertorio de alternativas estratégicas que de otro modo no tendría.

JRF: Correcto, y eso también puede tener el efecto paradójico de atemperar a la Corte. Porque las propias expectativas sociales, y esa tremenda responsabilidad que supone un flujo continuo de casos, y la vinculación de la Corte con los actores políticos y los ciudadanos a través de ese flujo implican que sus decisiones son de gran relevancia y que tiene que actuar con prudencia.

CBR: Los tres países que estudias tienen en común la violencia, la existencia de un conflicto interno armado, reconocido como tal o no, pero que al ras del territorio produce una conflictividad muy desafiante en términos constitucionales.

JRF: Sí, tanto en México como en Perú y Colombia hay conflictos violentos internos, con obvias diferencias, pero en los tres países las fuerzas armadas han intervenido para enfrentarlos. Esa intervención es compleja, produce violaciones a los derechos humanos, tensiones entre la tropa y sus superiores, disputas entre las autoridades locales en el territorio y el gobierno federal, en fin, situaciones muy complicadas que terminan convirtiéndose en conflictos legales que llegan al sistema de justicia y a las cortes constitucionales.

Eso es lo que a mí me interesó estudiar, una situación conflictiva que genera mucha demanda de justicia. En algunos casos esa demanda enfrenta un embudo porque el acceso a la Corte es muy limitado, en otros fluye mucho mejor porque el acceso es fácil y amplio. Lo interesante es ver la respuesta de las cortes constitucionales ante esta demanda de justicia y entender por qué en los tres países observamos diferentes resultados.

CBR: Quisiera ahondar más en la experiencia mexicana, empezando con lo que postula en el prólogo de tu libro el ministro en retiro José Ramón Cossío cuando dice que en México nunca ha estado bien fundamentada jurídicamente la intervención de las Fuerzas Armadas en el conflicto interno y eso ha restringido la capacidad de la Suprema Corte, nuestro tribunal constitucional, para resolver las demandas de justicia asociadas a este asunto.

JRF: En México existe la figura de la emergencia constitucional en el artículo 29 justo para lidiar con este tipo de problema. Pero los poderes que podrían activar esa vía, que son el Ejecutivo y el Legislativo, no lo hacen por razones históricas. Por un lado, la emergencia constitucional, tal como está regulada en México desde 1917, tiende a ser demasiado restrictiva, impone controles importantes sobre el ejercicio de los poderes de excepción. Por otro lado, durante el periodo de hegemonía priista y después de la transición a la democracia, los gobiernos han podido de facto darle la vuelta a la Constitución sin necesidad de declarar formalmente la emergencia. El ministro Cossío, en el prólogo, dice: “No tenemos los canales adecuados y por eso la Corte no puede intervenir bien”.

Yo tengo un problema con esa interpretación. La Corte Constitucional colombiana tampoco tenía un marco jurídico adecuado, pero lo creó haciendo uso de sus poderes para interpretar la Constitución. Además, un marco jurídico adecuado para lidiar con conflictos armados internos son los tratados internacionales, los convenios de Ginebra, en los que se establece toda una serie de principios que regulan el uso de la fuerza.

En Colombia era el Poder Ejecutivo el que tenía que declarar la existencia de un conflicto armado interno. Pero el gobierno no lo hacía por un cálculo de costos políticos, porque no querían tener que abrirse al escrutinio internacional de la Cruz Roja, porque los militares consideraban que los principios del derecho humanitario, establecidos en los convenios de Ginebra, les atarían las manos mediante el monitoreo de su uso de la fuerza letal.

¿Qué hizo la Corte Constitucional colombiana entonces? Emitió una sentencia argumentando que el derecho internacional humanitario es un marco normativo aplicable a las circunstancias de Colombia. Además, la Corte argumentó que por ser la encargada de interpretar la Constitución y todos los cuerpos normativos que esta reconoce, le corresponde evaluar si se cumplen en Colombia los requisitos para declarar la existencia de un conflicto armado interno e invocar los convenios de Ginebra y el derecho humanitario. Y a partir de entonces Colombia se ciñe a ellos en la gestión jurisdiccional de su conflicto.

Por eso a mí no me satisface el argumento del ministro Cossío, creo que se queda corto. Porque una corte constitucional, a diferencia de una corte de distrito, de primera instancia, sí tiene esa posibilidad de innovar en la interpretación del marco normativo, de ampliar su alcance para responder a la demanda social de justicia. No es que la Corte tenga que resolver el conflicto de fondo, insisto, pero la Corte sí puede ayudar a encauzarlo, a encaminar a las partes involucradas hacia una dirección más constructiva.

¿Qué ha hecho la Corte Constitucional mexicana en ese sentido? Casi nada. En este tema, sigue la estrategia del avestruz; es una Corte que se ha asumido como árbitro, que va resolviendo uno a uno los casos que le llegan sobre las Fuerzas Armadas, como si fueran casos aislados, como si en el país no hubiera un conflicto subyacente del que emergen.

CBR: Pero ¿no sería eso producto, también, de que en el sistema mexicano el acceso a la Corte Constitucional es más limitado?

JRF: Totalmente, tiene muchísimo que ver el tema del acceso. Pero la Corte Constitucional colombiana amplió ella misma ese acceso. Por ejemplo, la Constitución del país restringía el recurso a la justicia, lo concedía solo para algunos derechos básicos explícitamente marcados en ella, como el derecho a la vida o a la dignidad. Sin embargo, la Corte usó sus poderes de interpretación para decir: hay otros derechos que no están en la Constitución, pero están directamente relacionados con los que sí lo están, hay una conexión entre unos y otros. De ese modo terminó ella misma haciendo más grande su puerta de entrada.

Es cierto que la Corte mexicana es difícil de acceder, pero también lo es que ha hecho poco para ampliar ese acceso; otras sí lo han hecho, como la colombiana o la israelí. Tienden a hacerlo cuando las situaciones que enfrentan sus países son extremas. Hay un caso en México que me impresionó mientras hacía mi investigación, el amparo de una mujer llamada Reynalda Morales. Ella y su esposo iban manejando en una zona muy peligrosa, había un retén militar, les indicaron que se detuvieran. Ellos no se pararon porque estaban muertos de miedo y los soldados les dispararon. El marido de Reynalda murió. Ella interpuso un amparo porque el caso se estaba juzgando en un tribunal militar, alegaba que debía decidirse en un tribunal civil, como un asesinato, no como un percance mientras las Fuerzas Armadas cumplían su deber. El entonces ministro Cossío propuso aceptar el amparo, pero la mayoría de la Suprema Corte mexicana le dijo que no, que no podían aceptar el amparo porque ella no tenía derecho a interponerlo, que no tenía interés jurídico.

CBR: O sea, ¿a ti no te mataron, tú no tienes derecho a ampararte?

JRF: Así, tal cual. ¿Cómo es que la Corte Constitucional mexicana en un caso así no opta por ampliar el acceso?, ¿cómo puede tener un entendimiento tan estrecho del interés jurídico como para lavarse las manos, argumentando que solamente el muerto podía ampararse?

CBR: En México hay otra anomalía, la existencia de una institución autónoma encargada de investigar las violaciones a los derechos humanos pero cuyas resoluciones no son vinculantes: la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH).

JRF: Ese es un punto importante, sobre todo en el contexto de la demanda social de justicia que se ha generado a raíz del conflicto violento que comenzó en 2006-2007 y de lo limitado que es el acceso a la justicia en México. De ahí en adelante se incrementó mucho el número de recomendaciones que la CNDH ha emitido para las Fuerzas Armadas (fundamentalmente, para la Secretaría de la Defensa y la de Marina) por violaciones a los derechos humanos. Muchísimas personas han recurrido a esa instancia en busca de atención o respuesta a sus demandas.

También están los tribunales militares, donde se han procesado algunos casos. Dentro de las Fuerzas Armadas se han establecido instituciones para ofrecerles reparaciones a las víctimas, algunas veces con la condición de que renuncien a judicializar sus conflictos. Una estudiante del doctorado en Ciencia Política del CIDE, Hayde Rodarte, está por terminar una tesis estupenda precisamente acerca de qué pasa cuando una víctima de violación a sus derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas tiene que optar por alguna de las vías existentes para tratar de obtener justicia, de resarcir sus derechos. Lo que encuentra es que, entre esas vías, la jurisdiccional, la del Poder Judicial, es de las más estrechas, mientras que en la CNDH y las vías internas de las Fuerzas Armadas se canaliza la mayor parte de esa demanda. Desafortunadamente, son también las vías más ineficaces, que proveen menos justicia, y por supuesto menos rendición de cuentas de parte de los militares.

CBR: Volviendo a la CNDH, ¿por qué creamos una institución que investiga sin poder sancionar violaciones a los derechos humanos, en lugar de que el propio Poder Judicial les dé cabida a todos esos casos?

JRF: Esa es otra gran pregunta. Yo creo que lo que pasó es que durante los años de la transición se atendieron demandas muy importantes mediante la creación de silos institucionales que no se conectaron entre sí. Hubo una demanda de credibilidad, de certidumbre respecto al Poder Judicial. Hubo otra demanda de garantizar elecciones libres y limpias, de contar con un sistema electoral confiable. Y hubo también otra demanda en materia de derechos humanos, en parte retrospectiva, para investigar lo ocurrido entre los sesenta y ochenta, durante la Guerra Sucia. Y entonces se establecieron instituciones —la nueva Suprema Corte, el Instituto Federal Electoral y la CNDH— para atender las demandas en cada uno de esos ámbitos específicos, aunque sin tomar en cuenta que cada grupo de demandas podía terminar conectándose con otros ámbitos. Además, otras instituciones no se reformaron, como el Ministerio Público (hoy, la Fiscalía) y las propias Fuerzas Armadas. Así, cada institución fue avanzando con su tema por caminos paralelos. En algún punto unas sí se conectaron, como la judicial y la electoral, pero otras, como los derechos humanos y la judicial, se mantuvieron inconexas.

CBR: Otra diferencia es que en contraste con Perú y Colombia, México siempre tuvo la misma Constitución. Cambió el régimen político, cambió la dinámica de las relaciones cívico-militares, cambió la Suprema Corte, pero todo siempre bajo una continuidad constitucional.

JRF: Sí, eso hace particularmente interesante el caso mexicano. Un dato muy relevante es que la Constitución mexicana es de las más reformadas del mundo, tiene más de ochocientas reformas, pero el artículo que delimita la jurisdicción militar, el 13, no ha cambiado desde que se promulgó la Constitución en 1917. O sea que todos los cambios en ese ámbito son resultado de las distintas interpretaciones que ha hecho la Suprema Corte a lo largo del tiempo, pues el artículo siempre ha dicho exactamente lo mismo.

Desde 1935, cuando Lázaro Cárdenas expulsó a todos los ministros de la Corte y los reemplazó por “ministros revolucionarios”, hasta 1994, la Corte adoptó una interpretación laxa del artículo 13 y, contra lo que explícitamente decía ese artículo, permitió que los militares fueran juzgados por sus propios tribunales respecto a una gran cantidad de delitos, la mayoría sin conexión directa con la disciplina militar. Esos delitos fueron incluidos en el Código de Justicia Penal Militar de 1933, que era inconsistente con el artículo 13 constitucional. Pero la Corte lo dejó pasar, dándole más margen de autonomía al Ejército, como parte de una negociación en el contexto del naciente sistema de partido hegemónico en el poder: a las Fuerzas Armadas se les dio autonomía interna a cambio de lealtad al nuevo régimen autoritario. Esa autonomía interna obviamente pasaba por la justicia militar, por dejar que los soldados lavaran su ropa sucia en casa, en las cortes militares. Al grado, por citar un ejemplo que menciono en mi libro, de que en alguna ocasión se le presentó a la Suprema Corte un caso de un militar que mató al árbitro en un partido de futbol llanero y fue acusado ante la justicia civil de asesinato, pero la Corte lo rechazó argumentando que el acusado era militar y, por lo tanto, debía juzgarse en un tribunal militar.

Para mediados de la década de los noventa, con la transición a la democracia y el TLC, las cosas empezaron a cambiar. En particular, con la reforma constitucional de 1994, que le dio nuevos poderes y una nueva independencia a la Suprema Corte. Entonces le empiezan a llegar algunos casos, pocos porque no es muy accesible, y la Corte empezó a restringir el ámbito de la jurisdicción militar, aunque muy tibiamente. Lo que transforma el tema de la justicia militar en México es el caso Radilla, que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) decidió a finales de 2009.

CBR: ¿En qué consistió ese caso?

JRF: Rosendo Radilla fue un activista social de Guerrero presuntamente desaparecido por las Fuerzas Armadas a mediados de los setenta. Sus familiares recorrieron los vericuetos de la justicia mexicana, rebotando de aquí para allá entre procuradurías, tribunales estatales y federales, fiscalías especiales, la propia CNDH, la justicia militar, sin que realmente les resolvieran. Una vez que agotaron todos esos recursos dentro del país, la familia llevó su caso ante la CIDH pidiendo que, en esencia, fuera un tribunal civil mexicano el que evaluara la responsabilidad de las Fuerzas Armadas en la desaparición de Radilla. Y la CIDH resolvió que el Código Penal Militar, que era la base a partir de la cual se insistía en enviar el caso a la jurisdicción militar en lugar de procesarlo por la vía civil, era contrario a la propia Constitución mexicana. La CIDH dijo que el Código Penal Militar contemplaba una serie de delitos, esos que se incluyeron en 1933, que no debían estar bajo la jurisdicción militar y, más concretamente, que los casos de desaparición forzada debían ser juzgados en los tribunales civiles. En consecuencia, México tuvo que adecuar su legislación y, al hacerlo, reducir significativamente la amplitud de la jurisdicción militar.

CBR: Fue un cambio que le vino de fuera a la Suprema Corte mexicana.

JRF: Totalmente, si bien después la Suprema Corte hace suyo el fallo de la Corte Interamericana en el caso Radilla y lo incorpora en la jurisprudencia mexicana, lo cual reduce claramente el margen de autonomía de las Fuerzas Armadas. Pero después de ese cambio, que fue muy importante, la Corte vuelve a tener otra vez mucha deferencia con los militares.

CBR: La violencia que estalla a partir de 2007-2008, adicionalmente, ¿no representa una oportunidad para que los militares aprovechen y traten de defender o ampliar su autonomía?

JRF: Absolutamente. Al declarar la “guerra contra el narco”, el presidente Calderón les dio un papel más activo y directo en tareas de seguridad pública y las Fuerzas Armadas, en consecuencia, empezaron a demandar lo que ellas llaman “seguridad jurídica”, que no es otra cosa que legalizar, incluso constitucionalizar, la opacidad para la institución que ejerce, en última instancia, el uso legítimo de la fuerza por parte del Estado mexicano. En el fondo, el problema es que las Fuerzas Armadas mexicanas no acompañaron, digamos, el salto de época: nunca se transformaron de unas Fuerzas Armadas de régimen autoritario a unas de régimen democrático, nunca han querido asumir que se deben a la Constitución ni que su legitimidad depende de que se ciñan a ella. Quieren seguir teniendo fuero, malentendiendo la autonomía como ausencia de rendición de cuentas, como que no se revisen sus actos, en fin, como impunidad.

CBR: Hacia finales del gobierno de Peña Nieto hubo un intento de otorgarles, si no todo lo que llevaban tiempo pidiendo, al menos una parte, con la llamada Ley de Seguridad Interior. Pero interfirió el proceso de la sucesión presidencial y ese intento desembocó en un destino muy… no sé, desconcertante.

JRF: Efectivamente, la Ley de Seguridad Interior fue aprobada a finales de 2017 y de inmediato se convirtió en una papa caliente para la Suprema Corte, que vio en el cambio de gobierno un momento político ideal para decidir en sentido contrario al de los intereses de las Fuerzas Armadas. Peña Nieto era un presidente muy impopular e iba de salida y el candidato ganador de la elección en 2018, López Obrador, había hecho campaña criticando la militarización y prometiendo cambiar la política de seguridad. La Corte leyó bien ese contexto…

CBR: ¿Como un momento muy favorable para ejercer su independencia?

JRF: Lo era, sin duda. Y poco antes de que López Obrador asumiera el cargo, la Corte declaró inconstitucional la Ley de Seguridad Interior. La sorpresa vino cuando López Obrador, ya como presidente, cambió su posición y les entregó a las Fuerzas Armadas cada vez más poder, más control, ya no solo de la seguridad sino de un montón de cosas. Entonces la Corte se encuentra otra vez en un contexto político muy complicado, tiene enfrente no solo los intereses de las Fuerzas Armadas sino los de un presidente de la República con mucho apoyo popular, que tiene mayorías en el Congreso y que apuesta muy fuerte por la militarización.

CBR: ¿Eso explica por qué la Corte no está resolviendo los asuntos relacionados con las Fuerzas Armadas?

JRF: O que los va decidiendo muy a cuentagotas, con unos retrasos notables.

CBR: ¿Cuál es tu valoración sobre los pocos casos en los que sí ha decidido?

JRF: Yo creo que la Corte ha dado algunos pasitos en la dirección correcta, de modo que no moleste en lo sustantivo ni al presidente ni a las Fuerzas Armadas. Pero a final de cuentas los casos más importantes están pendientes de resolución y la Corte se ha tomado tiempos inusualmente largos. O sea, a ver, yo creo que es legítimo y prudente que la Corte mida los tiempos y los contextos…

CBR: ¿Que ejerza su responsabilidad con sentido de la realidad?

JRF: Claro. En mi libro retomo una idea de James Gibson que propone entender las decisiones de los jueces como “una función de lo que prefieren hacer, templados por lo que piensan que deben hacer, pero limitados por lo que perciben que es factible hacer”. Con todo, hay ciertos casos esenciales, en los que casi se puede escuchar cómo está crujiendo el sistema político, en los que no es responsable hacerse guaje. Si el presidente de la República decide publicar decretos o usar sus mayorías parlamentarias para aprobar leyes flagrantemente inconstitucionales en temas tan delicados como la seguridad, el crimen organizado o las Fuerzas Armadas, una corte constitucional que no interviene está, en los hechos, validando esas decisiones.

Es una política de “decidir sin resolver”, como la llamaron una vez Ana Laura Magaloni y Layda Negrete, de patear el problema para delante, de irse por las ramas para no hacerse cargo. Y así se van acumulando anomalías, una sobre otra y sobre otra. Yo creo que en los asuntos de las Fuerzas Armadas la Corte o se ha hecho guaje o ha decidido sin resolver.

Al final, la Corte se está enfrentando con varios nudos que no solo vienen de antes sino que también se han ido generando en este sexenio: lo militar, lo energético, lo electoral… Son todos casos en los que el presidente ha tratado de cavar eso que tú has llamado un “narcotúnel constitucional”, ¿no? O sea, pasar por debajo de la Constitución acuerdos o decretos o leyes que no requieren mayoría calificada en el Congreso para echar a andar políticas que son inconstitucionales, pero confiando en que ya del otro lado, en la Corte, no habrá suficientes votos en contra para echarlas abajo.

CBR: Además del cambio de preferencias de López Obrador, también hubo un cambio relevante al interior de la propia Corte. Me refiero al nombramiento de Arturo Zaldívar como ministro presidente a principios del 2019. Hasta ese momento Zaldívar se había caracterizado por ser un ministro progresista, garantista y que había demostrado mucha independencia frente a los gobiernos previos. Sin embargo, como ministro presidente dio un vuelco aparatoso: se volvió muy cercano a López Obrador, incluso declaró públicamente que simpatizaba con su “proyecto”. ¿Te parece justo que la negligencia de la Corte en este sexenio se le haya atribuido a Zaldívar o exageramos la influencia que puede tener como ministro presidente y, más bien, estamos ante un problema que tiene una dimensión más institucional o estructural, o podemos hablar de una responsabilidad más colegiada que comparte el resto de los ministros?

JRF: Yo creo que ambas cosas son ciertas. El ministro presidente tiene una relevancia fundamental en términos no solo de la representación oficial del Poder Judicial, porque además preside simultáneamente el Consejo de la Judicatura, sino en términos del liderazgo, de la conducción del rumbo y los tiempos de la Corte. Zaldívar, a diferencia de otros ministros presidentes, asumió una actitud muy protagónica y en temas que no eran jurisprudenciales sino políticos. Acompañó a López Obrador a eventos polémicos —como la inauguración el aeropuerto Felipe Ángeles— y en decisiones muy cuestionables desde el punto de vista constitucional —como la consulta para juzgar a expresidentes—. Otro caso fue el del artículo transitorio que buscaba extender su mandato al frente de la Corte y la forma tan ambigua como lo manejó Zaldívar. En fin, como ministro presidente, Zaldívar se acercó mucho al Poder Ejecutivo, creo que arriesgando demasiado su reputación y también creándole un costo a la Corte en cuanto a su imagen, su legitimidad y su independencia como parte de un sistema de separación de poderes.

Dicho eso, también hay que reconocer que a Zaldívar le tocó un momento complicadísimo, por lo que ya decías, un presidente con mucho apoyo popular y no solo mayorías sino supermayorías durante la primera mitad de su sexenio, y porque López Obrador es muy agresivo en el manejo de su comunicación y puso a la Corte contra las cuerdas desde el principio de su gobierno. Ahí Zaldívar intentó ser una especie de agente doble.

Sobre la responsabilidad colegiada, yo sí eché en falta las voces del resto de los ministros, que algunos le dijeran a Zaldívar: oiga, ministro, usted como presidente es primero pero entre pares. Zaldívar hizo mal en no salir a defender a los jueces ni a los magistrados federales contra los ataques del presidente en las conferencias mañaneras, pero los demás ministros habrían podido salir y tampoco lo hicieron. Alguno lo intentó, pero con la boca chica. Creo que sus pares aceptaron, se acomodaron un poco al manejo que Zaldívar le dio a la relación con el presidente. Entonces, sí, es una responsabilidad compartida, pero a partir de una línea trazada por el ministro presidente.

CBR: ¿Podríamos hacer una analogía con la naturaleza del pacto cívico-militar durante el régimen posrevolucionario, con lo que decías de que el partido hegemónico y las Fuerzas Armadas intercambiaban autonomía por lealtad?, ¿sería susceptible de ser descrita así la relación entre la Suprema Corte y el gobierno de López Obrador?

JRF: Yo creo que en la parte de la lealtad es evidente. El presidente demanda lealtad a su proyecto de parte de todos los actores involucrados en el sistema político, incluida la Corte. Sin duda. Pero no estoy seguro en la parte de la autonomía…

CBR: ¿O quizá por la llamada “autorreforma interna” del Poder Judicial, que se llevó a cabo a mediados del sexenio, en los términos en los que quería el ministro presidente y sin que López Obrador le metiera mano? En ese sentido, ¿Zaldívar se mostró leal y el gobierno respetó la autonomía de su proyecto? 


JRF: No, mi lectura es que esa reforma puede terminar permitiendo la captura del Poder Judicial mediante la captura de sus cúpulas. Tiene aspectos positivos, como el fortalecimiento de la carrera judicial, el combate al nepotismo o la consolidación del rol de juezas y magistradas. Pero es una reforma que le da a la Suprema Corte y al Consejo de la Judicatura, los órganos cupulares del sistema, un empoderamiento excesivo. Le da muchísimo más poder administrativo al Consejo de la Judicatura sobre la carrera de los jueces y magistrados, le da muchísimo más poder jurisprudencial a la Suprema Corte sobre las decisiones que los jueces y los magistrados tienen que adoptar ahora sobre la fuerza del precedente.

Yo creo que el cálculo de López Obrador y Morena fue dejar que la reforma de Zaldívar empoderara a las cúpulas del Poder Judicial con el objetivo, eventualmente, de capturar esas cúpulas. Por eso no estoy de acuerdo con hacer la analogía con el pacto de autonomía por lealtad. Ha habido lealtad, sin duda, pero no a cambio de respetar, sino de poner en riesgo la autonomía.


CBR: ¿Te parece que ese escenario se habría materializado si la ministra Yazmín Esquivel hubiera llegado a la presidencia de la Suprema Corte?


JRF: Definitivamente sí, porque es una ministra claramente ligada al grupo político de López Obrador. No hay diferencia en cuanto a su identidad o sus preferencias, y se ha visto en sus votos, en muchas, muchas de sus decisiones. El escándalo del plagio de su tesis la descarriló, pero la defensa que el oficialismo ha hecho de la ministra corrobora que la ven como “su” ministra.

CBR: Y ya que no quedó la ministra presidenta del oficialismo, ¿qué podemos esperar ahora de la Corte, en especial de todos esos recursos pendientes relacionados con las Fuerzas Armadas?

JRF: Yo aquí retomaría un cabo que quedó suelto en la pregunta sobre qué tanto los problemas de la Corte actualmente son responsabilidad de Zaldívar, responsabilidad colegiada o algo de carácter más institucional o estructural. Porque, al margen de que no haya sido nombrada Esquivel como ministra presidenta, no me parece probable que la Suprema Corte vaya a revertir el proceso de militarización al menos en el corto plazo, no creo que vaya a decidir directamente en contra de las Fuerzas Armadas o a limitar significativamente el poder ni el rol tan expansivo que han adquirido durante este sexenio. Los jueces constitucionales mexicanos saben que hay límites fácticos muy sensibles y que las Fuerzas Armadas son uno de ellos.

CBR: Entonces ¿qué sí va a hacer o qué podemos esperar de la Corte ahora?, ¿qué diferencia hace que Norma Piña sea la ministra presidenta?

JRF: La ministra Piña tiene una gran oportunidad para hacer que la Suprema Corte recupere su responsabilidad constitucional en otros temas muy importantes, como el electoral. Es un caso límite, en el que se juega la naturaleza del régimen democrático. Si tiene que elegir desde la presidencia de la Corte una batalla para los dos años que quedan en el sexenio, yo creo que elegirá la batalla electoral, no la de las Fuerzas Armadas.

Cuando los jueces constitucionales navegan en aguas muy turbulentas, como la política mexicana actual, tienen que jugar un juego más largo, no apostar toda su autoridad, toda su legitimidad, en un caso o en un par de casos en los que es muy difícil que cambien los equilibrios fundamentales o la inercia por la que va el país. Los jueces constitucionales no comen lumbre pues, no son suicidas. No obstante, tampoco pueden simplemente resignarse a dejar pasar todo, a meter la cabeza bajo la tierra respecto a otros temas límite en los que sí pueden hacer una diferencia, protegiendo derechos e impidiendo arbitrariedades. Creo que ese es el caso con la reforma electoral a la que llaman “plan B”. En suma, no creo que vayan a ser kamikazes en lo militar pero tampoco que se vayan a quedar como avestruces en lo electoral.

CBR: Me gustaría concluir volviendo al punto de que los límites fortalecen, de que cuando las cortes constitucionales restringen a las fuerzas armadas les están ayudando, paradójicamente, a ganar la “batalla de la legitimidad”. Porque en México no parece ni que la Suprema Corte vaya a hacerlo ni que a las Fuerzas Armadas les haga falta esa legitimidad, ¿qué dice eso sobre el caso mexicano?

JRF: Es una pregunta interesantísima, y tiene que ver con la confianza que todavía sienten por las Fuerzas Armadas amplios segmentos de la ciudadanía. De hecho, la propia milicia lo recuerda reiteradamente: somos la institución en la que más confía la gente. Es cierto, a pesar de todo tipo de escándalos. Aunque hay algunos estudios que indican que en donde las Fuerzas Armadas han intervenido más directamente, donde la población ha tenido contacto directo con lo que implica que las Fuerzas Armadas estén a cargo de la seguridad pública, la confianza tiende a bajar. Pero, bueno, en general la confianza que inspiran sigue siendo alta.

Probablemente eso es a lo que las Fuerzas Armadas le están apostando: no a la legitimidad constitucional sino a la popular, en sintonía con el presidente López Obrador cuando apela a la legitimidad del “pueblo bueno”, de quienes él considera la parte legítima, la parte correcta del “pueblo”, no las élites rapaces y corruptas, etcétera. Las Fuerzas Armadas se han articulado bien con ese discurso, asumiendo incluso que son “pueblo uniformado”. Que no les haga falta buscar legitimidad constitucional es un déficit de la democracia mexicana.

CBR: Pues no les hará falta esa legitimidad, pero vaya que les hace falta más eficacia. A pesar de ese apoyo popular llevamos más de quince años de militarización y la situación de la seguridad pública, con sus vaivenes y demás, sigue quedando mucho a deber.

JRF: Pensándolo bien, quisiera matizar lo que acabo de decir: no es que no les haga falta esa legitimidad, es que todavía no les hace falta. Creo que eventualmente les va a faltar justo porque la situación de la violencia y la inseguridad no mejora.

El ejercicio del poder en los asuntos cotidianos de gobernanza pasa factura. Estar en la construcción de tantas obras, en el combate al huachicol, en la gestión de los flujos migratorios, en la entrega de apoyos sociales, en la administración de aeropuertos, trenes, aduanas, además de a cargo de la seguridad pública en varios estados y de enfrentar a las organizaciones criminales no puede sino terminar, tarde o temprano, desgastándolos. Para mí la pregunta no es si va a pasar o no, es cuándo.

Por eso la Suprema Corte debería prever, debería tener un horizonte temporal más amplio, distinto al de ese cortoplacismo radical que están demostrando el presidente de la República y los generales de las Fuerzas Armadas.

CBR: Pero sin otro horizonte que el del cortoplacismo, si la Corte no se atreve a intervenir para frenar o acotar la militarización, si no asume un papel más activo o mediador al respecto, cuando llegue el momento de la verdad, cuando quizá se conecten los silos militar y electoral, Julio, ¿podremos dar por sentada la lealtad democrática, la lealtad constitucional de las Fuerzas Armadas?

JRF: Antes habría dicho que sí, ahora ya no estoy tan seguro.

 


Julio Ríos Figueroa es profesor titular en el Departamento de Derecho del ITAM. Actualmente es fellow en el Instituto México del Wilson Center de Washington, D. C. Su trabajo académico se puede consultar en: https://rios-figueroa.com/.

Carlos Bravo Regidor ha publicado en Gatopardo una serie de entrevistas con autores de libros que nos invitan a repensar el presente. Además, es ensayista y analista político en diversos medios nacionales y extranjeros.

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