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En 1968, a pesar de la matanza de Tlatelolco, se llevaron a cabo en México las Olimpiadas y, con ellas, un proyecto que sigue activo después de medio siglo de su inauguración: la Ruta de la Amistad, con veintidós esculturas. Como muchos proyectos culturales en el país, no se hizo mediante convocatoria pública, sino que se comisionó directamente a Mathias Goeritz, un artista que mostró, dentro de su práctica, un interés profundo por el espacio público como lugar de exhibición artística —le debemos obras de arte público tan importantes y representativas como las Torres de Satélite.
La Ruta de la Amistad fue el proyecto de arte público de las Olimpiadas Culturales y reunió a artistas de diferentes latitudes y de los cinco continentes, pues la idea era seleccionar creadores que, en conjunto, simbolizaran un intercambio cultural entre países y el encuentro pacífico de diferentes orígenes, formas de vida, pensamiento y creencias. Por eso, en la Ruta encontramos esculturas hechas por artistas de Japón, Ucrania, Marruecos e Israel, entre otros. Si bien, este proyecto no es la excepción en cuanto a la escasa representación de mujeres artistas; sólo dos mexicanas —Ángela Gurría y Helen Escobedo— dieron un salto olímpico y sortearon esos obstáculos en un proyecto veintidós artistas en total, aunque sus piezas fueron seleccionadas para abrir y cerrar el emplazamiento de la ruta.
Una de las directrices de producción para los artistas fue hacer esculturas monumentales y con formas orgánicas o geométricas, para lograr que la Ruta de la Amistad pudiera apreciarse desde lejos, pese a ubicarse en un paisaje tan vasto en naturaleza —en ese entonces— como la zona del Pedregal y Xochimilco. Otra directriz: que las esculturas fueran “atemporales”, que representaran temas universales para que siguieran siendo relevantes con el paso del tiempo y no se quedaran enfrascadas en las situaciones políticas y sociales de la época. Una petición más fue que las esculturas se realizaran en concreto. Para Goeritz, este elemento tenía una connotación positiva: lo relacionaba con el modernismo y la urbanización de aquel entonces.
En Periférico, una de las avenidas más nuevas del momento —y que gritaba futuro en el México moderno—, se ubicaron las veintidós esculturas a lo largo de diecisiete kilómetros. El Periférico también conectaba varios puntos estratégicos que seguirían los deportistas y visitantes de las Olimpiadas. Por ejemplo, a la entrada del Estadio Azteca se encuentra El sol rojo, de Alexander Calder; en Villa Olímpica aún se puede ver la Estación #9, del artista Todd Williams, en la pista de entrenamiento de atletismo; en Ciudad Universitaria está Hombre corriendo, de Germán Cueto, una escultura que se ha convertido en símbolo del Estadio Olímpico Universitario —ésta no es de concreto, sino de bronce—; al final, en la Pista Olímpica de Remo y Canotaje, en Cuemanco, Xochimilco, se encontraban las Puertas al viento, de Helen Escobedo —ahora están en Viaducto y Periférico.
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La visión de Goeritz en el 68, para la Ruta de la Amistad, corresponde a lo que hoy podríamos denominar placemaking, un concepto en boga del urbanismo de nuestros días. Es innegable la importancia que el artista le dio al objetivo de brindar algo más que descansos visuales: se trata de espacios de reflexión y goce dentro de una ciudad en crecimiento y moderna. En cierto sentido, Goeritz se aproxima a la exhibición y la curaduría de arte, dejando al museo obsoleto frente a la ciudad: privilegia el paisaje, natural o urbano, por encima de los muros blancos de los museo. Con todo, hay que advertir la importancia del automóvil como parte de la experiencia estética moderna: Goeritz concibió la Ruta de la Amistad como una exposición que se visitaría principalmente en este medio de transporte, a alta velocidad.
Cuando acabaron las Olimpiadas, sobre todo, después de primer Mundial de Futbol en México, en 1970, las esculturas de la Ruta de la Amistad pasaron por un largo periodo de abandono tanto del público como de las instituciones culturales. Así permanecieron durante dos décadas. Fue hasta 1994 que comienza la recuperación de las piezas, gracias a la creación de un patronato por Luis Javier de la Torre y Javier Ramírez. Al respecto, el apoyo financiero de empresas multinacionales ha sido indispensable.
Enfocados en la recuperación de la Ruta de la Amistad y en crear un sentido de pertenencia, la Torre de los vientos, del artista Gonzalo Fonseca, se convirtió en un laboratorio experimental para jóvenes creadores de cualquier disciplina. Molino de viento de la artista Yvonne Domenge es la primera pieza en dialogar desde el arte contemporáneo con la Torre de los vientos, la única escultura habitable de la ruta; ha sido una de las favoritas para las colaboraciones, tal vez porque se asemeja a un espacio de exhibición tradicional.
En 1996 el Fonca, nuevamente y en apoyo al patronato de la Ruta, lanzó una convocatoria invitando a artistas contemporáneos a presentar proyectos de dialogo con la Torre de los vientos. A partir de entonces, Pedro Reyes coordinó una larga lista de intervenciones; de 1996 a 2002 participaron artistas como Enrique Ježik, Paulina Lasa, Ale de la Puente, Silvia Gruner, Claudia Fernández, Thomas Glassford (autor de la pieza lumínica Xipe Totec en el edificio que solía ser de Relaciones Exteriores y ahora es el Centro Cultural Universitario Tlatelolco), además de Terence Gower, entre otros. La Torre de los vientos también ha albergado proyectos de danza y arte sonoro, algunos coordinados por el Centro Cultural España y Mutek, así como diversas propuestas curatoriales a lo largo de su historia.
Después de la pausa que impuso la pandemia de covid en los últimos dos años, el exterior de los museos ha cobrado relevancia para la exhibición. El espacio público como detonador de procesos artísticos está por vivir un gran momento, pues se concibe como un lugar democrático que escapa, hasta cierto grado, de las restricciones del distanciamiento social. Ésta no es la única manera en que la Ruta de la Amistad se ha adaptado al presente; desde hace tiempo ha redireccionado sus contenidos para ligarlos con el medio ambiente, el cambio climático y la conciencia ecológica hacia otras especies.
Este 2022 la Ruta de la Amistad inicia el año con un programa de dos intervenciones: cada una dialoga con una escultura.
Árbol suspendido, del artista Luis Javier de la Torre, consiste —como lo dice su nombre— de un árbol que asoma sus hojas desde la cúpula superior de la Torre de los vientos. La instalación invita al espectador a explorar el interior de la escultura: una vez dentro, con sólo mirar hacia arriba, podemos ver un ecosistema vital que pocas veces tomamos en cuenta: la tierra, porque el elemento clave de la pieza es un encino. Esta especie de árbol era común en el valle de Cuicuilco antes de la erupción del volcán Xitle. El cenit de la Torre de los vientos muestra, desde el interior, la red que sostiene al árbol. Para el artista, éste es un llamado a preservar las zonas verdes urbanas. Cuando termine la exhibición, el encino se pondrá en libertad: se plantará en el cerro aledaño de Zacatepetl, donde se espera que crezca y se expanda.
Como curadora de arte, esta pieza me remitió directamente a las azoteas verdes, tan populares hoy en día, en las que subordinamos la naturaleza a nuestras exigencias estéticas y espaciales. La tierra en este siglo XXI no se abre camino de manera horizontal, su trayecto es vertical. Árbol suspendido me remite también a otra torre en la ciudad, la Torre del Árbol, también ubicada en Periférico, pero a la altura de Polanco: desde un edificio de oficinas, un árbol asoma tristemente sus hojas por una de las ventanas, saludando a los automovilistas. Ambos árboles, si bien tienen intenciones diferentes, evidencian la relación que mantenemos con la flora y las maneras en las que continuamos su domesticación.
Árbol Suspendido, de Luis Javier de la Torre González. Izquierda: Fotografía de Alfonso Velasco I. Derecha: Fotografía de Patronato Ruta de la Amistad A.C.
La segunda pieza del programa de 2022 para la Ruta de la Amistad es Bajo ruta, del artista Simon Linington, que forma parte de la serie Souvenirs. Se trata de instalaciones en las que recupera los diferentes estratos de la tierra de los espacios donde trabaja: Linington explora, separa y muestra el subsuelo de la zona, en una especie de geología social y línea del tiempo que evidencia las diferentes “capas”, momentos o etapas que ha vivido dicho espacio.
En Bajo Ruta el artista Linington recolectó del subsuelo elementos como el asfalto, el ladrillo, el hormigón, el tepetate, la roca volcánica y la ceniza; después limpió y ordenó el material para rellenar una torre de vidrio de seis metros de altura. Esta torre hace referencia —como lo explicita el nombre de la serie— a los recuerdos turísticos, comunes en las playas, donde los visitantes compran envases de vidrio llenos de arena de colores.
Bajo Ruta, de Simon Linington. Izquierda: Fotografía de Alfonso Velasco I. Derecha: Fotografía de Rodrigo Hernández.
Bajo ruta se ubica junto a Muro articulado, de Herbert Bayer, un artista austriaco de la Bauhaus que participó en la Ruta de la Amistad, representando a su país. La antigua pieza de Bayer y la contemporánea de Bajo Ruta están hechas de muros altos que pueden funcionar como dos relojes de sol, uno junto al otro. Ambas pueden interpretarse como dos formas de seccionar el paisaje: la pieza actual lo hace porque recu-pera el subsuelo y lo extrae a la superficie para evidenciar de qué está formada la tierra que pisamos; en cambio, la de Bayer es una serie de tablones que van desfasándose para imprimir una sensación de movimiento a algo que de otra forma sería un muro estático y muy limitado y, así, se acerca a algo más interactivo, como una escalera.
A 54 años de su inauguración, la Ruta de la Amistad ha sido testigo de muchos cambios, no sólo en el mundo —México ya no vive bajo el PRI ni bajo el autoritarismo de Díaz Ordaz y las preocupaciones sociales se han expandido al medio ambiente y al resto de las especies—, sino también en el hábitat donde se encuentra. A pesar de ello, muchos de los temas sociales y estéticos que la Ruta puso sobre la mesa, como la colaboración internacional y la importancia del espacio público, siguen vigentes. Si bien la Ruta de la Amistad fracasó en la idea original de cómo visitarla y recorrerla, sigue siendo una guía de remansos estéticos para quienes se han tomado el tiempo de explorar sus esculturas en los tréboles de las vías rápidas de Periférico. Hoy no es el automóvil la mejor forma de conocer cada una de ellas, sino a pie. Quizá esto también sea una pista importante sobre la Ciudad de México en la actualidad.
Para consultar más información sobre las esculturas instaladas y las que se encuentran en proceso de restauración, se puede consultar la página mexico68.org