#VivasNosQueremos

#VivasNosQueremos

Las movilizaciones feministas del 24 de abril convocaron masas en 40 ciudades. Miles de mujeres y hombres se manifestaron contra la violencia machista, ejercida por individuos y protegida por el Estado.

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Mujeres perseguidas con cuchillos o escopetas por sus maridos; alcanzadas en terrenos baldíos para ser violadas; cuerpos de mujeres arrojados a canales de aguas negras; madres –y padres– que viven con la angustia de tener una hija adolescente, cuya edad y perfil corresponde a las de jóvenes que son secuestradas y desaparecidas en el Estado de México…

En 2013, con el fotógrafo León Muñoz, empecé a escribir la crónica de Golondrinas, un barrio en Ecatepec. Buscábamos una historia de autoconstrucción: de un hogar, de una colonia, de una identidad comunitaria. En el camino nos encontramos con un escandaloso número de violencias contra las mujeres: agresiones criminales que casi nunca son investigadas por la justicia, y que rara vez se cuentan en la prensa. Impunes e invisibles.

Por eso resultó muy emocionante ver una marcha feminista tomar las calles de la Ciudad de México el domingo 24 de abril. Oír el sonido de las batucadas, las consignas contra el patriarcado, el color violeta que pintaba el Paseo de la Reforma del Monumento a la Revolución hacia la Victoria Alada –una diosa grecorromana, y no un ángel judeocristiano– y su convocatoria en redes sociales. El hecho de que la movilización comenzara con un acto en el palacio municipal de Ecatepec fue, por eso, un gran acierto simbólico.

Qué vergonzoso leer las historias de abuso contadas con el hashtag #MiPrimerAcoso y su verdad terrible: los hombres hemos sido educados, o diría mejor, programados en la violencia contra las mujeres: por nuestros padres, hermanos, primos, amigos, compañeros de la escuela. Actos de agresión sexual cotidianos que, a veces, ocurren a la vista de los demás. Conductas que dicen: tu cuerpo me pertenece. Sométete. Actuaré en la impunidad del vínculo familiar o institucional. Me protegerán los policías y los jueces.

Desprogramarse de esa violencia implica un acto de conciencia política. Una liberación individual que puede llevar a una liberación colectiva. En la izquierda, durante décadas se dijo que toda lucha debía subsumirse a la lucha de clases. Las batallas de las mujeres, de los indígenas, de los homosexuales –si acaso se reconocían– debían esperar a la gran revolución social. Las feministas de izquierda demostraron que se trataba de un planteamiento machista: porque la división opresiva del trabajo empezaba en el hogar: campesinos, proletarios, clasemedieros, explotaban a sus parejas a través del trabajo doméstico y la crianza de los hijos. Enseñaron que la lucha contra el patriarcado era tan importante como la destrucción del capitalismo.

Las movilizaciones del 24 de abril convocaron masas en 40 ciudades. Miles de mujeres y hombres se manifestaron contra esa violencia, ejercida por individuos y protegida por el Estado. Y, sin embargo, cuán refrescante habría sido ver en la marcha de la capital del país más mujeres de Ecatepec, Chimalhuacán, La Paz, Iztapalapa, Ciudad Nezahualcóyotl. Convertir una marcha de miles en decenas de miles. Eso implicaba hacer política. Ir a los barrios y llamar a asambleas. Pactar alianzas con los líderes comunitarios (la mayoría mujeres): vengan a esta marcha y nosotras las apoyaremos en su lucha por pavimento, agua, escuelas, regularización de la tierra. Se perdería la pureza de una causa, pero ganaría al romper la barrera de las clases sociales. Porque ser mujer en Ecatepec o La Paz es dos veces más violento que en Coyoacán o la Roma: hay que levantarse a las cuatro de la mañana a acarrear agua, caminar kilómetros entre polvo para llevar a los niños a la escuela, trabajar dobles turnos como empleadas domésticas, obreras, artesanas y comerciantes. Organizar grupos de autodefensa para protegerse de violadores. Y a pesar de todo, justo en esos barrios populares existen algunas experiencias ejemplares de búsqueda de desaparecidas.

La marcha de #VivasNosQueremos desperdició otra buena oportunidad de romper esa barrera: invitar a las madres de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa a que encabezaran la movilización. Cuando decimos “los padres de Ayotzinapa” oscurecemos el hecho de que se trata, en su mayoría, de una lucha de mujeres, casi todas campesinas y algunas indígenas, a quienes se les ha negado justicia. Esas madres habrían sido el mejor símbolo de denuncia de un Estado patriarcal y represor. Además estaban en la Ciudad de México para atestiguar la entrega del segundo reporte del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que denunciaba una cadena de obstrucciones a la coadyuvancia de los expertos.

La movilización de #NosQueremosVivas del 24 de abril fue un éxito. Una organización horizontal basada en las redes sociales juntó a miles de personas que protestaron contra el abuso sexual sistemático, cotidiano. Ojalá vengan más marchas, con un acento más claro en temas de clase: en los feminicidios y violaciones que sufren las mujeres más pobres del país, las que tienen el sistema de justicia en su contra. Y que el movimiento rompa los límites de una vanguardia feminista (tanto de mujeres como de hombres) y reivindique a las principales víctimas del Estado capitalista y heteropatriarcal: las mujeres de los barrios de la periferia y del campo mexicano. Y que la lucha por la igualdad tenga siempre un significado radical: derribar las construcciones opresivas de género y de clase.

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