Los lenguajes de Carlos Amorales
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Los lenguajes de Carlos Amorales

Para él, una obra de arte no debe ilustrar al pensamiento, sino generarlo.

Tiempo de lectura: 17 minutos

El “Amorales” se le ocurrió a los dieciocho o diecinueve años. Le causaba gracia descomponerlo y decir: Carlos Amoral Es. Había decidido inventarse un nuevo apellido que partía del de sus padres, a la vez que los rechazaba. Con el tiempo, el gesto cobró permanencia y le ganó una independencia con ramificaciones que fueron mucho más allá.

Hasta entonces se había llamado Carlos Aguirre Morales. Nació en 1970 en un hogar de artistas contemporáneos. Su madre, Rowena Morales fue una de las pioneras del arte feminista en México, a la par de Mónica Mayer, Maris Bustamante y Magali Lara, y su casa solía ser sede de discusiones al respecto, a las que también asistían personajes como las poetas y escritoras Gloria Gevitz y Carmen Boullosa. Cuando de una de ellas escuchó por primera vez la palabra “orgasmo” no entendió su significado, pero le pareció que debía ser algo burbujeante y así la utilizó. “¡Ven a ver esto, a la perra le están saliendo orgasmos de la boca!”, le gritó un día a su madre. Ella no le aclaró la confusión porque aún era un niño.

Su madre y su padre, el también artista Carlos Aguirre, formaron parte del grupo de artistas Proceso Pentágono, que se desarrolló en México entre 1976 y 1985 con un discurso y producción artística críticos y contestatarios a las políticas del Estado durante esos años, y a la represión que se vivía en varios países de América Latina. Amorales creció en medio de esos debates, mirando a sus padres trabajar largas horas en el estudio. Mientras estudiaba la primaria, escribió, ilustró y actuó su propia versión del libro El señor de los anillos. “Me educaron ateo y decidieron vivir en un barrio popular, porque eran comunistas y había que vivir con el pueblo, aunque en realidad, se la pasaban con sus amigos en El Parnaso de Coyoacán”, dice entre risas. En aquel tiempo, la colonia en la que creció, a la altura de Picacho, en la Magdalena Contreras, al sur de la ciudad, tenía pinta de zona rural, pues ahí vivían muchas familias de campo que habían decidido probar la suerte urbana.

En la escuela, Carlos Amorales era “el desadaptado”, en parte porque en su casa no había tele y los niños de su salón veían todos los programas de televisión. Después de muchos años de lucha, le compraron una, pero en blanco y negro, a la que para rematar, poco tiempo después se le descompuso el sonido, así que pasó más de un año viendo televisión a la Charles Chaplin, con lo que ganó más puntos para su reputación de raro. En su barrio tampoco encajaba, por aquello de ser “el güerito burgués de los ojos azules”. Adaptarse no fue fácil pero, sin hermanos, no le quedó de otra que ingeniárselas para hacer amigos.

Sobre la carrera de su padre, recuerda con especial emoción la primera vez que su obra se exhibió en el Museo de Arte Moderno y dice que, como niño, fue muy importante estar presente en su consolidación profesional, porque ser hijo de artistas lo había colocado en una situación complicada. “En aquellos años, nadie en mi escuela sabía qué era eso. No entendían a qué se dedicaban o cómo ganaban dinero, y yo tenía la sospecha de que mis padres eran unos vagos, a pesar de que no eran tan hippies”, recuerda desde su estudio en la envidiable calle Ideal en la colonia Juárez, en el centro de la ciudad. Hoy, Carlos Amorales, que también terminó siendo artista, trabaja en el proyecto seleccionado para representar a México en la Bienal de Venecia, uno de los reconocimientos más importantes de su carrera. Y está seguro de que mucho de su imaginario viene de la infancia que compartió jugando en la calle con los niños de su barrio y de las batallas que le impusieron sus padres.

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