
Cuando Maria Callas cumplió 14 años el divorcio de sus padres la orilló a migrar de vuelta a Grecia junto a su madre y su hermana. En este país continuó sus estudios musicales en el Conservatorio Nacional de Atenas, además de tener la fortuna de ser acogida por la reconocida cantante belcantista Elvira de Hidalgo, docente que se encargó no sólo de encauzar el talento de La Callas hacia su primera presentación como profesional –la cual tuvo lugar en el Teatro Real de Atenas, con la opereta Boccaccio de Franz von Suppé, el 27 de septiembre de 1940– sino que además convirtió la voz de su discípula en una alegoría del bel canto, disciplina operística caracterizada por una pulida y brillante ejecución vocal.
A pesar de haber gozado de gran auge en Italia desde el siglo XVII y hasta el XIX, en las primeras décadas de la centuria pasada esta técnica llegó a ser olvidada casi por completo. El afianzamiento de La Callas como estrella soprano signicaría el retorno del bel canto en la escena operística. Recíprocamente, el espléndido dominio de este estilo vocal le brindaría a Callas una insuperable identidad como artista.
Sin embargo, entre su debut profesional y el despegue definitivo de su carrera hubo una brecha temporal de casi diez años. Una década de total incertidumbre. El éxito discreto que Callas cosechó en los años posteriores a su prestación en el Teatro Real de Atenas no fue suficiente para asegurar recursos económicos que le permitieran continuar la búsqueda del gran salto artístico. Por poco se habría visto obligada a volver a Estados Unidos junto a su padre, quien ya le tenía preparado un empleo como secretaria.
El panorama poco prometedor dio un giro en 1947 cuando la soprano griega conoció a Giovanni Battista Meneghini, millonario empresario italiano con quien, después de una cálida amistad de dos años, se uniría en matrimonio en 1949. Tan enamorado como determinado a lograr que la carrera de Callas volara por todo lo alto, Meneghini delegó los negocios propios para dedicarse exclusivamente a gestionar los compromisos artísticos de su esposa que cada vez eran más importantes y apremiantes.

La voz de La Callas comenzó a conquistar territorio americano entre 1949 y 1950, primero en el Teatro Colón de Buenos Aires, Argentina y luego en el Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México. En ambos recintos deleitó a la audiencia con Aída de Giuseppe Verdi. Esta ópera también fue la flecha que le abriría las puertas del Teatro de La Scala en Milán, Italia. El 7 de diciembre de 1951, la crítica y el público presente en el también conocido como “Templo de la Ópera”, se rindió ante sus dotes vocales. Esa noche Maria Callas fue coronada como La Divina. Desde entonces su carrera zarpó, sin retorno, hacia los mares de la gloria artística. Los siguientes ocho años, el oleaje del Fenómeno Callas rompería en los teatros más importantes de Francia, Estados Unidos, Italia, Grecia, España, Austria y Alemania.
Al mismo tiempo que la voz de La Callas reclamaba la adoración del público, su feroz carácter provocaba tensas disputas con sus colegas del gremio. Uno de los episodios más escandalosos sucedió en 1958, cuando la Ópera Metropolitana de Nueva York despidió a Callas debido a que, encaprichada, la diva se negaba a decidir si cantaría a Verdi o a Shostakóvich.
Respecto a su reputación temperamental, La Divina dijo al crítico musical Bernard Gavoty durante una entrevista en 1964: “Por suerte soy temperamental, de lo contrario… imagíname en el escenario. Si no tuviera temperamento dirías ‘Oh, ¡es terrible!’”
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“Hubiera preferido tener una familia feliz y tener hijos. Hubiera renunciado a esta carrera con mucho gusto, pero el destino es el destino. No hay salida”, se escucha decir a Maria, el lado más endeble de La Divina, en la película biográfica Maria by Callas (Tom Volf, 2017).
Sus palabras eran producto de la retrospección. La fama mundial atrajo para Maria Callas todas las cosas bellas de la vida, incluida una fortuna de ocho millones de dólares, majestuosas propiedades en Grecia, Italia y Francia y cientos de joyas que 27 años después de su muerte serían subastadas con una puja inicial de entre 28 000 y 100 000 euros. Pero jamás logró saciar su deseo más vehemente: formar una familia.
Aquel destino del que Callas hablaba fue el mismo que la arrastró, el 3 de septiembre de 1957, a una fiesta de máscaras celebrada en el lujoso hotel Danieli en Venecia, Italia. Allí, la periodista y anfitriona de la noche, Elsa Maxwell presentó a Callas y al multimillonario naviero Aristóteles Onassis. Aquella noche ambos estaban casados.
Esto no impediría que los siguientes dos años el naviero griego rondara los caminos de la soprano, pues planeaba conquistarla. Su táctica consistió en invitar en repetidas ocasiones a los Meneghini a dar un paseo a bordo del Christina, el buque más lujoso y costoso de su época y la propiedad favorita de Onassis.

Maria Callas cayó profundamente enamorada de Ari –como ella lo llamaba de cariño– y todas las atenciones que él tenía con ella. El 3 de noviembre de 1959, Maria dejó a Meneghini para entregarse a Aristóteles Onassis, quien sería el gran amor de su vida, igual que su acabose.
En la cumbre de su carrera, La Divina tenía entre 20 y 25 presentaciones al mes, pero, rendida al amor, se alejó casi por completo de los escenarios para navegar el mar Mediterráneo junto a su amado. El Christina y la isla privada de Skorpios en Grecia, también propiedad del magnate, fueron el nido de amor de Ari y Maria.
La desventura afectiva fue un tsunami con múltiples réplicas a lo largo de la vida de Maria, pero sin duda una de las embestidas más crueles sucedió el 30 de marzo de 1960, cuando el hijo que procreó junto a Onassis murió a las dos horas de haber nacido debido a su prematuro alumbramiento. La oportunidad de formar su anhelada familia escapó de las manos de Callas en más de una ocasión: se cree que la mujer sufrió al menos un aborto más durante su relación con Onassis.
La diva griega deseaba con fervor casarse con Onassis, pero esto nunca sucedió, ya que a sus espaldas, el hombre conquistaba a la exprimera dama de Estados Unidos, Jacqueline Kennedy. El 20 de octubre de 1968, Ari dio una estocada letal al corazón de Maria, quien se enteró a través de un periódico que su amado la había dejado para casarse con la viuda del expresidente estadunidense John F. Kennedy.
Diez años duró el idilio que sacó lentamente a La Divina de las páginas culturales y la colocó en las primeras planas de la prensa rosa.

Después de Onassis, La Callas volvió a los escenarios. Pero la brillantez de su voz se había opacado a cuenta de la falta de práctica y a la agitada vida social que le impidió cuidar y descansar su instrumento. La voz de La Divina dejó definitivamente de los escenarios el 11 de noviembre de 1974 en Sapporo, Japón.
Maria jamás tuvo la voluntad suficiente para cortar el vínculo con Ari. Ni él con ella. Casado con Kennedy, el naviero continuaba frecuentando a Callas. Ella fue su único apoyo emocional cuando su único hijo varón murió a los veintitrés años en un accidente aéreo, al mismo tiempo que su relación con la exprimera dama se resquebrajaba.
Con la muerte de Aristóteles Onassis el 12 de julio de 1975 debido a una neumonía, Callas terminó por refugiar su corazón roto en los antidepresivos y los calmantes. Aislada del mundo, pasó sus últimos años en su departamento de París.
El 16 de septiembre de 1977, a los 53 años de edad, Maria Callas murió oficialmente de un ataque cardíaco, pero la posibilidad de suicidio a través de una fuerte dosis de somníferos no pudo ser descartada. Las cenizas de la soprano, que con su voz impregnó la historia de la ópera, navegan eternamente en el Mar Egeo.