El dramaturgo Edward Albee falleció cuando se cumplían los 50 años del estreno cinematográfico de su creación «¿Quién teme a Virginia Woolf?».
Sería imposible concebir el zeitgeist de la década de los sesenta sin pensar en elementos socioculturales que formaron parte de la época, como la Guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles, el pop art, la misión del Apolo 11 y la popularización del psicoanálisis, o en figuras icónicas como Mia Farrow, los Beatles, Andy Warhol, Brigitte Bardot o Mick Jagger. Aunque quizá ninguno resonaría tanto como la dupla conformada por Elizabeth Taylor y Richard Burton, mejor conocidos como “Liz y Dick” por las multitudes que seguían sus aventuras amorosas. Desde el estreno de Cleopatra, la catastrófica producción de la MGM con la que inició su affair, aparecerían juntos en diversas cintas como la enigmática Los comediantes, o en los melodramas románticos de amor y lujo, The Sandpiper y The VIPS.
Cuando en el otoño de 1965 la Warner Bros. los anunció como la pareja protagónica en la versión cinematográfica de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, la noticia fue recibida con estupefacción. Se trataba de un texto original del dramaturgo Edward Albee, ganador del Pulitzer. Tres años antes, el montaje original se había estrenado en Broadway, con Arthur Hiller y Uta Hagen, siendo un genuino parteaguas en el teatro norteamericano. Nunca antes los espectadores habían estado expuestos a un lenguaje tan crudo, a una sordidez tan brutal (ni siquiera con las obras de Tennessee Williams, estrenadas en la posguerra).
Se trataba de la batalla entre cuatro personajes desesperados que pasan una velada que deriva en resultados inesperados y estremecedores. Cuando la pareja madura compuesta por los rijosos y ambivalentes George y Martha recibe a la pareja joven e ingenua, Nick y Honey, en su domicilio conyugal para tomar una copa, después de una fiesta.
Que dos estrellas rutilantes como los Taylor-Burton hubieran sido elegidos por el propio Jack Warner para ser los principales en esta historia —que los expertos aseguraban, sería imposible de filmar— fue un nuevo foco de controversia. Apenas de 33 años, Taylor era considerada la mujer más hermosa del planeta, ¿cómo iba a encarnar a Martha, una gorda estridente y amargada, veinte años mayor? Por su parte, Burton era ligeramente más viejo que su personaje, George, un frustrado profesor universitario. Sin embargo, tanto Warner como el director Mike Nichols apostaron por ellos. Y aunque Edward Albee originalmente había imaginado a figurones como Bette Davis y James Mason, eventualmente reconocería que la pareja realmente dio vida a su creación teatral: personajes que de tan humanos resultaban hasta incómodos de ver, desprovistos de adorno, del propio espectador.
En los roles complementarios de Nick y Honey estuvieron George Segal —en ese entonces galán de moda con pretensiones de actor serio— y una presencia luminosa y extraordinaria: Sandy Dennis. Su entrega al personaje (una joven severamente neurótica e insegura) fue tal que durante la filmación de una escena sufrió un aborto espontáneo, y no dijo nada hasta que dieron “corte” y Taylor, horrorizada, pidió a gritos una ambulancia.
El rodaje, según recordaría Nichols —en un comentario para la edición DVD en 2006—, fuera de esta circunstancia y de algún otro detalle de producción (el director de fotografía original fue removido del set por intentar hacer lucir bien a Taylor), fue bastante armonioso, aunque en los medios amarillistas como la revista Photoplay (predecesora de la prensa rosa), se especulaba que Taylor y Burton estaban ebrios todo el día, como sus personajes, y que solían incurrir en grescas verbales impromptu.
Ante su estreno en el verano de 1966, Nichols recuerda que luego de ver el primer corte, uno de los socios de Warner exclamó: “¡Oh! Tenemos una película sucia de siete millones de dólares!” Y es que el lenguaje explícito y violento de la película fue fiel al libreto de Edward Albee. De hecho, sólo hay un cambio significativo y el resto (con palabras altisonantes, onomatopeyas soeces, dobles sentidos y retruécanos) está en su lugar. Habría consecuencias históricas por ello: Warner prefirió pagar una multa de cinco mil dólares antes de tener que cortar todo el lenguaje “sucio” del guion adaptado por Ernest Lehman y decidió estrenarla al margen del código Hayes (que dictaba la manifestación del decoro en toda producción cinematográfica; representaciones de adulterio y la homosexualidad, por ejemplo, debían ser veladas o ambiguas) y sólo “sugerirla para público maduro”.
La crítica se enamoró por completo de la película. En la revista New Yorker, Penelope Gilliat la calificó de un filme que contenía momentos de “insólita ternura que van más allá de su escandalosa intención”, y Andrew Sarris, en el Village Voice, sorprendentemente, condenó a Nichols por hacer un “ejercicio en teatro del absurdo en lugar de una película” y señaló que el llevar a dos grandes estrellas en una cinta era un “truco barato para vender lo intragable”.
Como fuere, la controversia de su clasificación y recepción, le sirvió al filme para trascender y convertirse, hasta la fecha, en una de las dos películas en ser nominada en todas las categorías en los premios Oscar (la otra es el western legendario Cimarron de 1931). En estos últimos 50 años, se ha convertido en un “gran clásico” del cine internacional.
Edward Albee falleció a los 88 años el pasado mes de septiembre. Pasó a la historia como el provocador intelectual que puso a la sociedad norteamericana en el espejo. El efecto de su libreto, totalmente contemporáneo en su trato y tema, fue un exorcismo de la burguesía norteamericana, que tuvo además como protagonistas a la entonces pareja más famosa del mundo.
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