El carbón y la entraña
Así se trabaja en las minas mexicanas aún después de la tragedia de Pasta de Conchos.
Minas de Barroterán
Este pueblo empezó hace años su camino hacia la destrucción y, de no ser rescatado de la ruina, en unas décadas desaparecerá de la Tierra como otros pueblos de la Región Carbonífera. Minas de Barroterán sobrevive a una guerra que no se ha librado nunca: los pozos de carbón se convierten en tumbas adornadas con cruces de hierro y flores de plástico; hombres mutilados deambulan por las calles apoyados en bastones o montados en sillas de ruedas. El río está envenenado, torbellinos de polvo surcan sus cielos y taludes de ceniza se acumulan sobre la tierra ociosa, porque en la Región Carbonífera de Coahuila —al noreste de México— todo es desechable: los brazos y las piernas de los mineros; los escombros que algún día fueron cines, parques y albercas; las minas y los pozos de carbón y, sobre todo, la vida de los hombres. Lo saben las grandes empresas mineras y los caciques locales que hacen negocio con el mineral: cada vez que un minero muere asfixiado, ahogado o sepultado, su hijo se dispondrá a bajar a los «pocitos» a rascar las entrañas del planeta a cambio de un sueldo jodido y jugándose el pellejo en cada palada de carbón.
La madrugada del 19 de febrero de 2006, una explosión de gas sepultó a sesenta y cinco mineros en la Unidad 8 de Pasta de Conchos, una mina situada en el municipio de San Juan de Sabinas. Desde entonces, otros noventa y cuatro hombres han muerto en la minería del carbón en la Región Carbonífera de Coahuila. Rutinariamente, las tragedias del subsuelo dejan uno o dos muertos. Pero a veces las cifras crecen, como el 3 de mayo de 2011, cuando una explosión en el pocito número III de Beneficios Internacionales del Norte (BINSA) mató a catorce mineros y dejó lisiado —sin un brazo— a un niño de catorce años de edad que trabajaba como ganchero.
Los registros históricos alimentan la estadística: en 1889, 300 muertos en la mina El Hondo; 1908, 200 muertos en la mina 3 de Rosita y 100 en la mina 2 de Palaú; 1910, 300 en la mina 2 de Esperanzas; 1925, 41 en la mina 4 de Palaú; 1934, 57 en la mina 6 de Rosita; 1939, 67 en la mina 5 de Palaú; 1969, 153 en la mina Guadalupe de Barroterán; 1988, 37 mineros en la mina 4.5 de Esperanzas; 2001, 12 muertos en La Morita, y 2002, 13 muertos en el pozo La Espuelita, sólo por mencionar cifras de dos dígitos en adelante. En todos los casos se han recuperado los cuerpos, salvo en los siniestros de 1889 y en la mina 8 de Pasta de Conchos de febrero de 2006.
De la Región Carbonífera de Coahuila se extraen arriba de tres mil millones de toneladas de carbón al año. Con la mayor parte de ese carbón, la Comisión Federal de Electricidad (CFE) genera 10% de su energía. El gobierno del estado de Coahuila funge como intermediario entre los productores y la CFE por medio de la empresa paraestatal Promotora para el Desarrollo Minero (Prodemi). De acuerdo con la Organización Familia Pasta de Conchos (OFPC), sesenta y nueve de las setenta y una empresas registradas en la Prodemi incumplen con alguna regulación laboral.
La Región Carbonífera de Coahuila abarca unos dieciséis mil kilómetros cuadrados al norte de la entidad. La conforman los municipios de Sabinas, San Juan de Sabinas, Melchor Múzquiz, Progreso y Piedras Negras; 90% de las reservas mexicanas de carbón yacen debajo de esta región.
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La esperanza de Cristina Auerbach
Cristina Auerbach cambió la colonia Del Valle —un barrio de clase media en la ciudad de México— por Barroterán, el pueblo más pobre de la Región Carbonífera. Pero no perdió su estilo: la mañana del 17 de marzo de 2013, cuando abordó su camioneta Toyota Cruiser camino a la mina El Progreso, una gargantilla y aretes de plata enmarcaban su rostro y había peinado su cabello corto con pistola de aire.
Llegó a la Carbonífera el 21 de febrero de 2006, dos días después de la explosión de la Unidad 8 de Pasta de Conchos, en el municipio de San Juan de Sabinas: «Desde entonces no tengo ojos ni corazón, ni tiempo ni esperanza que no sea para la minería del carbón», afirma. Auerbach, con más de trescientos cincuenta familiares de los mineros sepultados en Pasta de Conchos, fundó la OFPC, que demandó al Estado mexicano ante la Organización de los Estados Americanos (OEA) para exigir la recuperación de los sesenta y tres cuerpos que permanecen en la mina (se rescataron los restos de dos trabajadores que perecieron más cerca de la superficie).
A partir del siniestro, Auerbach alternó su vida entre la ciudad de México y esta porción del estado de Coahuila durante cuatro años. Hasta que tuvo que enfrentar una disyuntiva: el exilio en Europa o la residencia en la región.
Desde que asumió la defensa de los trabajadores de la Carbonífera y se enfrentó a los caciques de la minería, su vida en la ciudad de México se había tornado una pesadilla. En agosto de 2007 la golpearon en la cochera de su casa. No le robaron joyas ni dinero, sólo su computadora y sus medicamentos para el control de la diabetes. A los pocos meses, hombres disfrazados de policías federales pretendieron entrar a su domicilio. Y tiempo después, para que no hubiera dudas, le aflojaron los birlos de las cuatro llantas de su camioneta. Y eso que ya la acompañaba una escolta del Gobierno del Distrito Federal.
Su grupo de defensores de derechos humanos, conformado por sacerdotes y laicos progresistas de la Compañía de Jesús —reunidos en el Centro de Reflexión y Acción Laboral (Cereal)— preparó su salida del país. Austria. Dos años mientras se enfriaban las cosas. Ella misma lo meditó. Pero al final no se fue a ninguna parte más que a este desierto carbonero: «Nos preguntamos cómo hacer transparente la presencia de Dios en la Región Carbonífera. Y supimos que la respuesta estaba aquí mismo, no en ir y venir».
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Vuelta a Minas de Barroterán
El torbellino de polvo negro surgió de la planta lavadora La Florida y ascendió tan alto que Cristina Auerbach dijo que Dios se enojaría porque habría de llegarle hasta las narices. Hace décadas había tantas flores en este pueblito minero que lo nombraron así: La Florida. Pero llegó Altos Hornos de México (AHMSA) y convirtió sus alrededores en un basurero de terreros grises. El paisaje se asemejaba más a las fotografías de los cráteres de la Luna, de vez en cuando interrumpidos por alguna cancha de basquetbol que AHMSA construyó para agradar a la comunidad.
En Minas de Barroterán hay una piscina, chapoteadero, canchas de basquetbol y vestidores para los mineros. Pero desde hace un cuarto de siglo la alberca y el chapoteadero están secos. La maleza devora las paredes de los vestidores, que hieden a orines y caca. Y en el lecho de las albercas yacen restos de llantas, botellas de plástico y leyendas pintarrajeadas que promueven el consumo de Cheetos.
A sólo unos metros de unas gradas para ver el basquetbol no quedaba nada más que sus esqueletos de fierro resignados a la herrumbre. El conjunto perteneció a las instalaciones deportivas de la sección 175 del Sindicato Minero. En la década de 1980, Barroterán vivió un auge por decreto presidencial. Pero al poco tiempo se impuso la condición de los pueblos de la Región Carbonífera: son desechables como las colillas de los cigarros.
En Minas de Barroterán no hay un parque, un cine ni una casa de cultura. El quiosco no tiene techo ni hay sombras en la plaza, y en esta región la temperatura rebasa los cuarenta grados. La única manifestación cultural visible es el monumento al minero caído: una madre carga el cuerpo flácido de un hombre ahogado o asfixiado.
Los caciques mineros, los periódicos locales, los gobernadores han asociado la muerte con el deber, como si los trabajadores fueran soldados en tiempos de guerra: los mineros fallecidos, dicen los diarios, «murieron en el cumplimiento de su deber». El ex gobernador Jorge Torres declaró en mayo de 2012, al recordar a las catorce víctimas del pozo III de BINSA en el ejido El Mezquite: «De nueva cuenta pagaron con su vida, a manera de ofrenda, por la osadía de arrancar el negro energético de las entrañas de nuestra querida Región Carbonífera».
Más allá de las avenidas principales, las calles no se han pavimentado, y las casas de interés social para los mineros son tan pequeñas que recuerdan las que describió Émile Zola en la novela Germinal. Minas de Barroterán es tan parecido al Montsou del escritor francés del siglo XIX, que la única diferencia mayor es que ahora se sumaron tres actores nuevos: el Partido Revolucionario Institucional (PRI), un sindicato propatronal y los Zetas.
Si acaso su proceso de autodestrucción no se detiene, Minas de Barroterán no será el primer pueblo minero en desvanecerse. San Felipe el Hondo, en el municipio de Sabinas y cuna del cineasta Emilio el Indio Fernández, fue uno de los pueblos más importantes de la Región Carbonífera a fines del siglo XIX, con unos ocho mil habitantes. Sin embargo, como afirma Otto Schober en el diario Zócalo, «dejó de explotar sus minas hacia 1910 y hacia 1915 fue totalmente abandonado por sus habitantes». Un reportero del diario Vanguardia acudió en 2012 a donde estuvo el pueblo: «Hoy todo es ruinas y ranchos privados», escribió.
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Los monólogos del carbón: Jorge Alberto Ibarra Escareño
Trabajé unos tres años en la mina 8 de Pasta de Conchos. Luego en los pozos de carbón y ahí quedé inservible. En Pasta de Conchos yo era caminero: de los que transportan el polvo inerte, la madera, las vigas. Dejé Pasta unos cuatro años antes de la explosión: era muy poca seguridad, más aparte los sueldos que te dan. Yo era de los del mero fondo: ganaba quinientos ochenta pesos a la semana. Me fui a los pozos porque me platicaron que ganas más. En los pozos te pagan por lo que hagas a destajo. Para la una de la tarde ya estaba en mi casa con quinientos, seiscientos pesos diarios.
Te abajan en un bote de la basura enganchado con un malacate. Hay pozos de veinte, de sententa, de cien metros. Y andas agachado, empinado todo el día. Usamos pistolas de aire. Tienes que tumbar diez carretillas para que equivalga a una tonelada. La pistola pesa unos veinte o veinticinco kilos, es toda de fierro. Nada más picas el gatillo y se oye ruuurrr y empieza el polvo.
En los pozos andas en «chores». A veces traes botas de hule, no siempre. Más aparte trabajas sin camisa porque acabas empapado de sudor. Al mes quedas bien delgado y liviano. Si quieres dinero tienes que trabajar rápido. Los sábados el patrón trae una mochila de feria y no te da recibo ni nada.
El pocito estaba por la salida a Piedras Negras. Nosotros entrábamos a las dos de la tarde. Éramos una tercia: dos manteando y uno tumbando con la pistola el carbón. Yo estaba «carretillando»: cuando tumbas el carbón lo tienes que transportar por medio de carretilla. El cañón tenía doscientos sesenta metros de largo y para abajo unos treinta y tres metros.
Llené la carretilla y quise levantarme cuando sentí la tierra que se me vino. Me enganchó el pie y me lo quebró. Me tuvieron que transportar en la carretilla doscientos sesenta metros. Me metí al bote quebrado de mi pierna. No teníamos Seguro Social. El patrón se llamaba Juan Manuel Lares Martínez.
No había camilla. Me echaron en un cobertor y me subieron en una «troca» del hijo de mi patrón. Me aventaron en la clínica. Yo ahí estaba en el suelo. Iba gente pasando y les pedí el teléfono porque, en el tiempo ése, la mamá de mis hijas trabajaba en una empresa y yo tenía Seguro Social por parte de mi esposa.
Ese mismo día el patrón me dijo que si lo denunciaba, mi familia iba a sufrir las consecuencias, como supuestamente anda con los Zetas. Todos los pocitos que están fuera de la ley pagan cuota. Y yo no dije nada, hasta con el tiempo viéndome yo mi pie, me dije: «Pues vale más que le mueva, porque para toda mi vida voy a estar mal». Yo como quiera me decidí y lo hago por mis hijas, y ya si me dan un balazo descanso.
En el cuaderno que llevé pa’ México, que se lo di a la Secretaría del Trabajo, venía las cuotas: al presidente municipal cinco mil, al comandante de los Zetas diez mil y a los del PRI tres mil pesos.
A los seis meses recaí y me volvieron a quebrar otra vez para ponerme los fierros. Y tengo que volver a ir a que me cambien los fierros: van a ser tres veces que me han quebrado el pie. Y me ha costado la sangre: acá lo que se usa es que tú le das una feria al donador para que te done la sangre.
Qué más quisiera que trabajar, tengo cuatro niñas: una en la prepa, otra en la secundaria federal; la tercera, que está en sexto, y una más en quinto. La mamá de ellas hace tortillas y ellas le echan una mano. Yo de mi parte no les doy porque no puedo. Cuando jalaba sí, todo estaba bueno. Pero yo vivo con mi mamá, que es una persona pensionada, porque pos yo de ‘ónde.
No tengo pensión. Le había puesto una demanda en Sabinas, Coahuila, pero se declararon incompetentes porque este señor Lares suelta feria y se quedan callados. De ahí me pasé a la Junta de Saltillo y de ahí no he «recebido» respuesta de nadie. La última vez fue el patrón y negó todo: que no me conoce ni nada.
Como a los quince días se mató Adrián con el mismo patrón, bajándolo a un pozo: le echaron la culpa de que se había intoxicado con una comida. Pero al pozo vas bien comido: si no comes, a los veinte minutos andas todo «zurumbato». El último que se le accidentó a Lares tiene fractura de cráneo. Y hay más [accidentados] pero están amenazados.
Pido trabajo y me miran el pie. Y les digo que de velador y me dicen que no. El lunes tengo que ir con el doctor para que me programe, me vuelva a quebrar, y voy a estar en cama unos seis meses otra vez porque la tibia y el peroné están hechos garras.
De milagro estoy vivo. Si no se me hace justicia, no le hace, pero de perdida que quede para las generaciones, para los que vienen. He conocido muchos amigos que no viven para contarlo. Por lo mismo que no le ponen seguridad. Es raro cuando un encargado baja con el metanómetro.
Con mi patrón, el pocito le daba seiscientas ochenta toneladas a la semana. Al trabajador lo más bajito le pagan a cincuenta pesos tonelada y lo más a cien pesos. Pero estás hablando que hay gas. Más riesgo. Y no tienes Seguro. Yo me tardaba unos veinte minutos en sacar una tonelada. Con mi tercia estábamos sacando veintiún toneladas al día.
Estas gentes le venden el carbón a los que sí tienen concesión. Es lo que hacen aquí. Ellos de hecho no tienen concesión, no tienen permiso, no tienen nada. El pueblo se vende por unos cuantos pesos. Se lo pueden vender a Guadiana, a quien quieras, al mejor postor. Por decir, si IMMSA [Industrial Minera México] se lo paga a setecientos y los Guadiana en ochocientos, pues a Guadiana.
Hay pozos legales, que tienen todos los derechos, pero no te registran en el Seguro conforme a lo que ganas, te registran con cien pesos [al día]. En las minas tienes prestaciones de ley. En el pozo no tienes aguinaldo, no tienes ahorro. El pozo es para que hagas billete, arregles visa o pagues coyote.
De joven me fui al otro lado: San Antonio, Nueva York, Nueva Jersey, Pensilvania. Allá hacía carpintería y tablarroca. La última vez duré cinco años, pero no pude estar mucho tiempo sin mis hijos. Vine a verlos, y como a los cuatro meses me pasó esto. Fue un miércoles. El sábado yo me iba a ir a Estados Unidos, pero ya no me fui.
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Progreso y machete
Un hombre con un machete en la mano se acercó a nosotros. Su caminar era lento y accidentado como don Quijote después de una paliza. Gordo y viejo, era el cuidador de la mina El Progreso, ubicada a unos cientos de metros del poblado La Florida. Era también sobreviviente de la explosión de las minas 2 y 3 de Guadalupe, en 1969, donde murieron sepultados ciento cincuenta y tres mineros.
La triste figura del vigilante se correspondía con el escenario de la mina, más parecido a la locación de una película del Viejo Oeste que a una de las regiones con mayor potencial económico del país: una bandera de México, ennegrecida por el carbón, ondeaba sobre un riel con tres carros de acero. Y si la normativa minera exigía que hubiera un comedor, en esa mina —propiedad de un ex presidente municipal de la región—, un letrero con la leyenda «Comedor» adornaba un tejabán de lámina. Y si mandataba que hubiera un baño, ese requisito se subsanaba con un cuartucho sobre un hoyo en medio del patio. Y lo mismo con las medidas de seguridad: la supuesta salida de emergencia era un pocito a unas decenas de metros —supuestamente conectado a través del subsuelo— que no servía para sacar personas, sino para extraer más carbón.
A los pocos minutos, al sobreviviente de la explosión en Guadalupe, de nombre Jorge, se le sumó Fabio, otro vigilante de la mina, rengo de la pierna derecha, quien ganaba seiscientos pesos por cuarenta y ocho horas de cuidar las instalaciones.
Era la figura de Auerbach la que contrastaba con el talante melancólico de la mina. Delgada y sonriente, con gafas de sol y tenis Converse, bromeaba con los mineros: yo vengo a las minas los sábados, decía, para que no me corran los dueños, y así poder conversar con los trabajadores como ustedes. Les habló de sus derechos laborales y de la OFPC, que estaba luchando por un doble rescate: el de los sesenta y tres cuerpos de aquella mina y, aún más ambicioso, por el rescate integral de la Región Carbonífera: «Tenemos que empujar todos por una minería más segura para ustedes». Les dio su dirección en Barroterán y les dijo que ahí los estaría esperando para cuando quisieran beber un vaso de agua y contar su historia.
El viejo sobreviviente le hizo ver que eran vecinos en Barroterán y le contó cómo se hacía la minería en sus años de juventud, con mulas de carga: «Valía más la mula que uno».
La mina El Progreso había sido la última parada por un recorrido en los alrededores de Barroterán con Cristina Auerbach. Primera estación: un cementerio con trece cruces a la orilla de la carretera. Ahí había estado el pocito La Espuelita, donde murieron ahogados trece mineros el 23 de enero de 2002. Por el camino a La Florida nos topamos con cientos de colinas de polvo: son los desechos de los tajos a cielo abierto que ha dejado el Grupo Acerero del Norte (GAN), presidido por Alonso Ancira. Para compensar, el gan plantó arbolitos a la orilla de la carretera, construyó canchas de basquetbol y sembró letreros con la leyenda: «No tirar basura. Compromiso con la comunidad».
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Los monólogos del carbón: las buenas noticias de Cristina Auerbach
Aquí la vida es un milagro todos los días. Si hace siete años me hubieras dicho que estaría viviendo en Barroterán, me hubiera muerto de la risa. Es un pueblito de siete mil habitantes: el más despreciado, donde viven los mineros más pobres, más alcoholizados, los más olvidados y los que más riqueza han generado al país.
Estamos haciendo el recuento de las muertes no masivas, pero cotidianas. Son muertos de nadie, los muertos que no nos comprometen a nada. Y de los mutilados en las minas de carbón. Quedan subregistrados en el IMSS sueldos de cien pesos y reciben pensiones de dos mil pesos al mes. Hacemos el obligado trabajo asistencial de acompañar a sus familias y que tengan medicamentos mientras se están recuperando.
Es un horror esta región. Cómo hacemos para no volvernos locos en el intento y que no nos gane la muerte. Y a pesar de la tragedia, poder contar buenas noticias. Si algo hace la teología de la liberación en seguimiento a Jesús es contar buenas noticias. No sólo verdades, sino verdades que sean buenas noticias. En el horror y la muerte se hacen evidentes los signos de la vida.
Hemos tenido crisis muy fuertes, incluso de depresión. Estuve yendo con un psiquiatra año y medio después de Pasta de Conchos. Mi gran miedo —te digo que soy bien egoísta [ríe]— era que llegara el día que muriera alguien que yo conociera. Ya me pasó. Se suicidó el hijo de un minero que se rescató de un pozo después de una semana de estar adentro. El minero salió vivo, y al año dos meses se suicidó el chamaco de catorce años.
Para entender la Región Carbonífera hay que entender la historia del PRI en Coahuila. Es un negocio priista. Rogelio Montemayor —ex gobernador de Coahuila— es un cacique y coyote de la región. Muchos presidentes municipales tienen concesiones de carbón. Y no sólo Grupo México. Altos Hornos de México tiene minas.
Un pocito deja de ganancias cien mil pesos a la semana. Me he encontrado con pocitos en donde al velador no le dan ni una lámpara. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) habla de nuevos modelos de esclavitud, y ahí se inscribe la Región Carbonífera de Coahuila.
¿Cómo llegué aquí? Carlos Rodríguez [el fundador del Cereal] me dijo un día que si no lo quería acompañar con un grupo de obreras de la planta de Phillips que se estaban reuniendo. Les di un curso del rosario todos los lunes durante dos años. Salían agotadas y se iban al curso. Era el rosario visto desde la teología de liberación, por supuesto. Me impresionó tanto que a partir de ese momento me dediqué a cuestiones obreras.
Carlos Rodríguez estaba matriculado dos años antes que yo en el Colegio Máximo de Cristo Rey. A mí, Carlos se me hacía muy impresionante porque era un cura obrero. Es de un grado de exigencia brutal. Carlos no da tregua y no se da tregua. Es de un tenaz que raya en la terquedad.
Trabajamos con petroleros y electricistas, pero la minería del carbón nos dejó una huella entrañable, porque no sólo te enfrentas a la brutalidad de las contrarreformas laborales, sino al hecho de ir a los funerales de los mineros que mueren. Cuando nosotros llegamos a Pasta de Conchos, teníamos una experiencia acumulada de setenta años de trabajo con obreros.
Y todo esto, hasta mi llegada a Barroterán en la Región Carbonífera, se lo debo a Carlos Rodríguez. Fui formada teológicamente en la Compañía de Jesús, soy de espiritualidad ignaciana, pero la pasión por el mundo obrero, por el rostro desfigurado de las fábricas y de las minas, es contagio del trabajo de Carlos Rodríguez.
—¿El objetivo político es sindicalizar? —le pregunto.
Sería lo ideal, pero no hay condiciones. No vamos a pactar con ninguna fracción de ningún sindicato. Si el sindicato se pusiera las pilas, esto ya hubiera cambiado. Sólo el hecho de que tú como sindicato puedas emplazar a un pocero por seguridad, hace que cambies las cosas.
Antes se decía: explotó el gas, se cayó la mina, se inundó. O decían: el trabajador estaba parado en un lugar inseguro. Era culpa de la mina, como si tuviera vida propia, o del buey del trabajador. Nuestro acierto fue documentar las condiciones en las que muere: si estaba parado en un lugar inseguro, es porque estaba levantando el carbón que se cae de la banda con una pala. Y la banda no está parada. Se les traba la pala en la banda, los arrastra y los mata. Con el fin de no parar tu producción, tú empresa permites que paleen carbón con una banda en movimiento. Son muertes antinaturales que se vuelven bien desgarradoras.
Para nuestro trabajo hemos contado con el apoyo solidario de la Confederación de Sindicatos Holandeses y de algunas personas de buena voluntad. El obispo de esta diócesis, Alonso Garza, se queja de que se le ha dificultado evangelizar a los empresarios por culpa nuestra. Yo creo que sí se le dificulta porque no he visto que ninguno se convierta. Pero ha aprendido a respetarnos. A la primera semana casi corrió la voz de que no éramos católicos ni de la Iglesia. Pero ya perdió toda posibilidad de interferir en nuestro trabajo. Ahora sus mismos párrocos en cuestiones de pastoral social nos invitan a presentar el análisis.
Me sorprendió mucho cuando el siniestro del pocito III de BINSA, una gente de gobierno me dijo:
—¿Qué le hiciste al obispo? Llegó conmigo y con Javier Lozano [ex secretario del Trabajo] a decirnos que ustedes no son de la Iglesia.
—No hacemos nada más que afectar a sus benefactores —le respondí.
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La ratonera de Pasta de Conchos
La mina 8 de Pasta de Conchos era una trampa de muerte. De acuerdo con Carlos Rodríguez Rivera, de la asociación civil Cereal, la mina que explotaba IMMSA —de Grupo México— no cumplía con condiciones mínimas de seguridad.
En el libro Pasta de Conchos: a una voz, ¡rescate, ya! (Cereal, 2012), expone las diversas violaciones a la normatividad que ponían en riesgo la vida de los mineros. Un ejemplo: el polvo de carbón que se desprende de la extracción del mineral es altamente explosivo; para volverlo incombustible, las tablas, el piso y el cielo de los cañones se rocían de «polvo inerte», un material de rocas de carbonato de calcio.
Según un peritaje de la Procuraduría del estado de Coahuila, en Pasta de Conchos faltaban ciento noventa y nueve toneladas de polvo inerte para cubrir el 100% de la mina. Al momento de la explosión sólo estaba polveado el equivalente a 47%. Rodríguez Rivera añade que Pasta de Conchos tenía concentraciones de gas metano de 2.5%, cuando la norma obligaba que una mina debía detener sus trabajos si la concentración rebasaba 1.5% (tras el siniestro, la norma se endureció y obliga a detener los trabajos con 1% de concentración de ese gas, conocido como «el aliento del diablo»).
Los transformadores de la mina, sigue Rodríguez Rivera, eran obsoletos, emitían chispas y se les sometía a reparaciones continuas. Un turno antes de la explosión, un trabajador contó que bajó a la mina a soldar uno de ellos.
Rodríguez Rivera: «La mina no estaba soportada debidamente. No contaba con muros laterales sino en la bocamina, ni estaban emparrilladas todas las paredes de los cañones, ni tenía todas las vigas para evitar que se desplomara».
En el primer informe Por una «cuerda de vida» para los mineros del carbón (febrero, 2007), firmado por el obispo Raúl Vera López, entre otros autores, se afirma que la mina no tenía ni siquiera una «cuerda de vida»: un lazo que le permitiera a los trabajadores evacuar en caso de siniestro y apagón: «No hubiera salvado la vida de los mineros, pero el hecho de que Pasta de Conchos no la tuviera refleja el enorme desprecio que Industrial Minera México, General de Hulla [empresa contratista con treinta y seis de los sesenta y cinco trabajadores sepultados] y el sindicato tenían por la vida».
Desde 2006, Grupo México se negó a recuperar los cuerpos de los sesenta y tres mineros sepultados con el argumento de que la mina estaba inundada y los rescatistas podrían contagiarse de diversas enfermedades, entre ellas VIH. El gobierno federal, durante las administraciones de Vicente Fox y Felipe Calderón, sostuvo un argumento similar: cualquier labor de rescate pondría en peligro a quien la emprendiera, basados en un informe del Foro Consultivo Científico y Tecnológico. En efecto, el Foro dijo que las labores de rescate eran inseguras: «El ingreso a la mina en las actuales circunstancias […] es contundentemente desaconcejable […] no obstante lo anterior, de revertirse sustancialmente las condiciones descritas en este dictamen, mediante la realización de obras y trabajos pertinentes, sería preciso llevar a cabo una nueva evaluación de las condiciones de seguridad e higiene y de esa manera determinar la viabilidad de un ingreso seguro a la misma».
En febrero de 2010, trescientos cincuenta familiares de treinta y seis de los sesenta y cinco mineros sepultados interpusieron una demanda contra el Estado mexicano ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en la que exigían la restitución de su derecho a la verdad y la justicia, que sólo podía ser cumplido con el rescate de los cuerpos y la sanción a los responsables.
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Los monólogos del carbón: Cristina Auerbach regresa al lugar de donde nunca debió haberse ido
Cuando llego a la ciudad de México, que venía de Mazatlán, empiezo en la Universidad Iberoamericana haciendo cursos de Filosofía y Teología, pero a los dos años estoy deprimidísima porque no era lo que yo esperaba. Como en muchas escuelas, se enseñan verdades de fe que se repiten, pero no se enseña a hacer teología.
Miguel Concha daba clases en la Ibero y él notó que no me hallaba:
—Tú no estás contenta aquí, ¿verdad?
—Me aburro mucho.
—Mañana te vas al teologado de los jesuitas y tratas de entrar ahí.
Y fui a su teologado, el Colegio Máximo de Cristo Rey, y nunca regresé a la Ibero ni por mis papeles.
Yo entré católica y salí feminista [ríe]. Sólo había otras dos alumnas mujeres, Georgina Zubiría y Maricarmen Bracamontes, y una sola maestra, Alicia Puente Lutteroth. Era un Club de Tobi.
El punto de nuestra discusión era cómo estar con los pobres: la teología de la liberación tuvo el gran acierto de hacer teología desde la realidad, pero una realidad sesgada por lo masculino y por la clase.
En el segundo año de Teología daba clases en universidad pontificia de México. Le daba clases a curas, y era mi venganza: los hacía trabajar muchísimo [ríe de nuevo]. En 1996 hice mi examen, y termino a los veintiséis años. Es un título muy sui géneris porque el Colegio Máximo de Cristo Rey ya estaba a punto de ser cerrado por presiones de la Iglesia (por su línea a favor de la teología de la liberación).
Me voy con una beca a la universidad de Lovaina. Pero llegando allá, empezó otra ola de persecución. La Iglesia decide que no vamos a ser admitidos quienes no tengamos un título de la Universidad Pontificia. Y para entonces yo ya estaba en Bélgica. Me metí primero a Lumen Vitae, de la Compañía de Jesús, pero me aburría horriblemente.
En las primeras vacaciones me fui a Madrid, a la universidad de Comillas. Me senté a hablar con el rector. Le propuse: por qué no ves lo que yo estudié y lo evalúan: lo que les quede a deber, se los pago. Cuando hacen el comparativo, ellos me debían a mí. Y sin embargo no podía entrar. Tenía que hacer dos años, un intermaster, y luego el doctorado. Y dije: ahí se ven. Me regresé al Distrito Federal. Y al poco tiempo llegó una carta del Vaticano: los egresados del teologado jesuita ya no estábamos autorizados a dar clase en la Universidad Pontificia.
Hay dos maneras de ser Iglesia y se parece al Periférico de la ciudad de México. Si te metes a los carriles centrales, no avanzas. Y si te vas por la lateral, eres parte de esa Iglesia y siempre hay cómo caminar con el pueblo sin estar atorado en discusiones internas.
Para mí, la etapa de estudios era provisional porque iba a regresar a Chiapas. Pero en 1992 me dio una diabetes muy severa, provocada por un virus. Tengo destruida parte del páncreas. No estaba en condiciones de irme allá en misión. Y de los novios, las dos últimas relaciones formales las terminé yo porque no me veía casada en el modelo al que se me invitaba. Y con una diabetes como ésa tampoco podía tener hijos. Aunque eso no implicó no haber tenido otras parejas.
Mi papá una vez me habló y me dijo: «Ni tú ni yo, vete de monja, pero no puedes andar suelta por el mundo». Dos veces sí lo pensé, ser monja, muy en serio, pero me decidí por los mineros del carbón, porque no iba a ser compatible.
En 2006 hice un intento nuevamente de hacer un doctorado en la Universidad Javeriana de Colombia. Pero viene Pasta de Conchos. En 2007 fui a los primeros cursos y presenté mis trabajos, aunque me aburría mucho, y ya no volví a intentarlo.
La disyuntiva siempre me ha hecho escoger y siempre ha sido mejor quedarme en donde estoy o regresar a donde no debí haber salido.
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Los caciques del carbón
En la minería del carbón se intersectan los intereses de dos grandes mineras mexicanas con el caciquismo regional agrupado en el PRI. El mayor concesionario de terrenos ricos en carbón es Alonso Ancira, presidente del GAN, quien le compró al Estado mexicano AHMSA en 1992 —sin capital propio, sino con deuda bancaria— cuando sostenía una amistad personal con el presidente Carlos Salinas de Gortari.
El otro gran concesionario es Germán Larrea Mota Velasco, ubicado en el número 40 de la lista Forbes con diecisiéis mil millones de dólares de fortuna personal y presidente de Grupo México. A Grupo México pertenecía IMMSA, la empresa que detentaba la concesión Pasta de Conchos cuando una explosión sepultó a sesenta y cinco mineros. De acuerdo con la revista Proceso (11 de junio de 2006), Larrea financió la campaña presidencial de Vicente Fox en 2000. Pero sus conexiones con la presidencia de la República vienen de más lejos: uno de los vicepresidentes de Grupo México, Juan Rebolledo Gout, fue secretario particular de Salinas de Gortari y después subsecretario de Relaciones Exteriores con Ernesto Zedillo. Grupo México también es dueño de Cinemex y Multicinemas, y Larrea posee un asiento en el Consejo de Grupo Televisa.
A la lista se agregan los productores locales, como José Luis Guadiana Tijerina, que factura a la CFE —a través de la Prodemi— unos cuatrocientos millones de pesos al año en carbón. Y de ahí, la pirámide baja a los cacicazgos regionales. Entre ellos destaca Rogelio Montemayor Seguy —también amigo de Salinas de Gortari— gobernador de Coahuila entre 1993 y 1999 y director general de Petróleos Mexicanos durante el escándalo del «Pemexgate», el desvío millonario de recursos a la campaña de Francisco Labastida, aunque Montemayor fue exonerado de los cargos que presentó en su contra la Procuraduría General de la República (PGR).
El pocito III de BINSA, donde murieron asfixiados catorce mineros y un niño quedó lisiado, estaba concesionado a su hermano Jesús María Montemayor Seguy y a Alfonso González Garza. Actualmente, su sobrino Jesús María Montemayor Garza es presidente municipal de Sabinas, una de las ciudades más grandes de la Región Carbonífera. Rogelio Montemayor es también presidente de Grupo Signum, propietario de la lavadora de carbón que se ubica en Pasta de Conchos, a un lado de la mina donde quedaron sepultados sesenta y cinco mineros. Montemayor Seguy compró la lavadora mientras familiares de las víctimas mantenían un plantón alrededor para exigir el rescate de los cuerpos.
El periodista Arturo Rodríguez, de Proceso (8 de junio de 2011), escribió que «el 31 de julio de 2009, un grupo de 60 policías estatales, 40 guardias privados y 40 trabajadores irrumpieron en el predio del fundo, rodearon a los deudos de los mineros y los desalojaron. En la refriega resultaron lesionados la viuda Rosa María Mejía y César Ríos, hermano de un trabajador fallecido, así como un menor». A raíz del desalojo, Montemayor asumió el control de la lavadora de carbón.
Agregó Arturo Rodríguez: «La familia Montemayor acumula al menos 26 concesiones en la Región Carbonífera coahuilense, según se desprende de un rastreo en el Registro Público de Minería. En total, tienen bajo su dominio 22 786 hectáreas». Actualmente, Rogelio Montemayor es también consultor de Grupo México por medio de su empresa Redes de Confianza, que asesora al conglomerado de Larrea en la vinculación con las comunidades en las que explota minerales.
En marzo pasado, Rogelio Montemayor dijo que daría diez becas de mil quinientos pesos mensuales para que estudiantes de secundaria siguieran sus estudios de educación media superior. Y cedió en comodato la mansión de su padre en las calles de Amador Chapa y Zaragoza para un centro cultural. El 17 de marzo, un día después del anuncio, visité la casa del patriarca de los Montemayor —concesionario de Chrysler— y me llamó la atención una escultura en el jardín: era Francisco de Asís, el santo de los pobres.
A la explotación de carbón de las grandes empresas mineras como GAN y Grupo México, y a la de los caciques políticos de la región, hay que sumar un tercer actor: los Zetas.
El gobernador de Coahuila, Rubén Moreira, denunció el 21 de agosto que miembros de esta banda explotaban pocitos. El 7 de octubre, elementos de la Marina mataron en un combate callejero a Heriberto Lazcano, el Lazca —cuyo cadáver fue robado esa misma noche de una funeraria—, y las autoridades informaron que explotaba un pocito en Progreso, el mismo pueblo donde cayó muerto.
El diario Reforma publicó que la PGR investigaba a las empresas Impulsora JBN, Perforaciones Técnicas Industriales y Minera La Misión por sus vínculos con la banda de crimen organizado. De acuerdo con las fuentes del diario, los Zetas producían diez mil toneladas de carbón a la semana que vendían a seiscientos pesos cada una a empresas con contrato para vender carbón. La CFE las compra a arriba de novecientos pesos.
Las empresas vinculadas a los Zetas habían obtenido contratos del ex tesorero de Coahuila, Javier Villarreal Hernández, operador financiero del ex gobernador Humberto Moreira. Villarreal fue también el artífice del «Moreirazo», como se le llamó a las operaciones financieras para que el estado de Coahuila contrajera deuda por cinco mil millones de pesos con papeles falsificados.
«De acuerdo con información oficial en poder de Grupo Reforma, José Luis Guadiana Tijerina —hermano del empresario Armando Guadiana Tijerina, principal promotor de los amparos contra la megadeuda heredada por Humberto Moreira, operador de Andrés Manuel López Obrador en Coahuila [y célebre por sus sombreros Stetson de cuatro mil dólares]—, ha permitido en los últimos años la operación de personas vinculadas con el crimen organizado en sus propiedades.
«La información oficial señala que el empresario posee un predio de 439 hectáreas en la microrregión Cloete Sur, donde operaron negocios pertenecientes a José Reynold y Joel Bermea Castilla, cuyas actividades son investigadas por la pgr y la Procuraduría [General] de Justicia del Estado de Coahuila», afirmó Reforma en noviembre de 2012.
* * *
Los monólogos del carbón: José Luis de la Rosa Casillas
Me accidenté a los dieciocho y ya tengo dieciséis años en la silla de ruedas. Empecé a trabajar en las minas a los trece. Primero en el pozo del ingeniero Enrique Rincón, atrás de la Sánchez Garza. Estuve como unos ocho meses. Como a los dieciséis brinco a una mina de arrastre, Esperanza. Duré como un año y medio y nos salimos de ahí porque empezaba a faltar pago en los sobres. Luego me fui a Atlanta, a la plantación de árboles pero no me gustó. A mí me gustaba aquí.
Me accidenté un 5 de marzo del 1997. Empecé a trabajar en un pozo que se llamaba Minería Guzmán. Apenas iba a ser el primer día. Voy pa’ abajo, y como no estaba ademado y abajo había agua, el bote venía mojando las paredes, y como era pura tierra con piedras, se «desbocinó». Y ya no volví a caminar. Decían que se me iba tirando la médula. Como quiera le doy gracias a Dios, porque cuando me operaron dijeron que iba a ser un vegetal.
Del tiempo que me accidenté pa’ acá ha sido mucho, mucho el cambio. Es desesperante que te bañen y te cambien: se hacía cargo mi mamá. Ahorita ya me valgo por mí, me baño, me cambio.
Si se llama pensión lo que le dan a uno: me daban novecientos sesenta pesos, ahora ya alcancé dos mil al mes. No me gusta dar lástima. Me dio coraje porque un chavo me dijo: por qué no pides limosna. Hace un tiempo me puse a cuidarle los gallos a un chavo y me pagaba cien pesos por semana. Pero ya no. Ahora me dedico a cuidarle la casa a un amigo que está del otro lado. Yo le doy vueltas y le barro.
En los pozos, si acaso anda el que checa el gas, baja al último cuando debería de bajar primero. Nomás quieren ganar, invertir un peso y sacar mil. Antes bajaban una gallina para checar si hay gas pero ahora ni la gallina bajan. Se les hace más caro una gallina que una vida.
La Zona Dorada de Cristina Auerbach
Su barrio en Mazatlán se llamaba la Zona Dorada: disponía de campos de golf, canchas de tenis y alberca climatizada. Y el barrio era la imagen del mundo: Cristina Auerbach estaba segura de que cualquier persona en esta tierra había elegido su trabajo por el puro gusto de hacerlo, y que el jardinero que le arreglaba el jardín estaba tan contento con su vida como su propio padre con su profesión de ingeniero naval.
Cristina había nacido en la ciudad de Guatemala en los tiempos del dictador Ydígoras, debido a que su padre había sido contratado para construir barcos camaroneros en ese país. El ingeniero se casó con una guatemalteca y vio nacer a cinco de sus seis hijos en Guatemala. La familia Auerbach Benavides regresó a la ciudad de México cuando Cristina, la tercera de sus hijas, había cumplido los cinco años.
«Mi papá es un hombre muy brillante y de ultraderecha. Mis hermanos y yo le decimos que si se sigue haciendo hacia allá se va a caer del mapa», bromea Cristina. Tras estudiar primaria y secundaria en el Distrito Federal, la familia se mudó a la Zona Dorada de Mazatlán.
«Yo vivía en Mazatlán en un mundo de cristal. Recuerdo que una vez me mandaron en la camioneta a comprar algo. Fue la primera vez que vi un pobre y un indígena. Antes no tenía ojos para verlos. Agarré el carro y recorrí Mazatlán más allá de donde yo vivía, y me horrorizó».
Sigue Auerbach: «Teníamos una vecina, doña Mati, divorciada y con seis hijos: ‘Es una bruja comunista’, decía mi papá, pero se llevaba rebién con ella. Cuando vi esas mujeres en esa pobreza, en casa de lámina a cuarenta grados, pensé que mi papá me diría la misma sarta de cosas. Y como doña Mati estaba loca, supuse que pensaría diferente.
«—Vengo a preguntarle por qué la pobreza. ¿Por qué, si se dice que todos son hijos de Dios, parece que unos son más que otros?
«—Te voy a pasar un libro pero lo escondes de tu papá.
«Y me dio el libro de Gustavo Gutiérrez, Beber en su propio pozo. Lo leí en un rato y no paraba de llorar. De ahí me prestó los libros de Un tal Jesús, de los hermanos López Vigil. Los leía cuando mi papá no estaba.
«Decidí que no veía un futuro feliz con un matrimonio convencional y me fui a México a buscar ayuda. Tuve un novio; me presentó a los maristas, y de ahí llegué con los Misioneros de Guadalupe. No me fui con la bendición papal: durante los primeros años mi padre ni siquiera me habló.
«Con los misioneros fui a Chiapas un año. Allá hice lo que hacemos todos los que llegamos: nada y puras burradas. Había ejidos que permitían hablar o saludar. Ahora recuerdo esos años y pienso: ‘Qué sarta de tonteras fui a decir’. Tenían trabajo en el ejido Castalia, que eran tojolabales, y en la sierra de Margaritas.
«Mi papá estaba furibundo y decepcionado. Como si yo ahorita tuviera un hijo y me dijera que se va con el Opus Dei: me corto las venas. Que me diga que además ésa es su felicidad: lo mato. Pero ni me mató ni se murió. Ahorita nos llevamos muy bien cuando hablamos sobre todo del clima [ríe otra vez]».
* * *
Los monólogos del carbón: Trinidad Cantú Cortés, madre de Raúl Villasana Cantú
Mi hijo me decía: «Yo salí de milagro, amá». Me lo dijo en diciembre, dos meses antes de matarse. No llegó a su casa hasta el otro día: «Es que se acaba de matar un compañero de nosotros y nos tuvimos que quedar al rescate. Me voy a salir de esa mina porque quiero irme para otro lado. Está muy feo ahí». Raúl tenía treinta y dos años, y siete trabajando en Pasta de Conchos. Antes de esa explosión, todos los cuerpos se habían rescatado, y éstos son los primeros que IMMSA no nos quiso entregar.
Siempre fui muy metida adentro de la casa. Pero desde la muerte de mi hijo mi vida ha cambiado: estos siete años han sido de ir y venir. Agarro una maleta y suelto otra. Los otros hijos me dicen: por qué ya no está en la casa, por qué se sale a cada rato. Queremos verla aquí sentada.
Desde que conocí al padre Carlos Rodríguez, del Cereal, y a Cristina Auerbach, empecé a caminar con ellos. Primero permanecimos casi un año quedados en la mina, nada más veníamos a bañarnos a la casa. Cuando era Humberto Moreira el gobernador de Coahuila, estábamos en la mina y llegaron casi doscientos policías y nos agarraron y nos aventaron pa’ afuera.
Y empiezo a irme a México, a participar en los plantones que se hicieron en Secretaría del Trabajo. Después en Campos Elíseos donde están las oficinas de Grupo México. Ahí estuve un mes.
Fui a «Guáchinton», para dejar la demanda internacional [ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en febrero de 2010]. Uno le pide a Dios que un día podamos rescatarlos y sentarme. Pero voy a quedar traumada, porque ya no puedo quedarme sentada esperando que me caiga todo del cielo. Treinta y cinco años tuve una vida así nomás: esperando que Raúl [su esposo, padre de Raúl] fuera a las minas y trabajara porque fue minero siempre. Ahora es pensionado. Gracias a Dios consiguió un trabajito de empacador voluntario en la Soriana.
Hoy buscamos también que la minería, que todos los mineros tengan seguridad. Rescatar a toda la Región Carbonífera: que se vea que los mineros tienen una vida segura al bajar a las minas. Familiares de Pasta de Conchos vamos con trabajadores de pocitos que han sufrido estas consecuencias y «algotros» de los mismos pozos y de «algotras» minas en donde ha habido muertos. Pero la gente no quiere hablar porque tiene miedo.
Ahora que se cumplieron los siete años de la explosión estuvimos en la PGR. El subprocurador Ricardo García Cervantes nos prometió que se iba a hacer un nuevo peritaje [para considerar un rescate de los cuerpos]. Cuando hemos ido a México siempre hemos estado platicando con él. En el Senado nos atendía muy bien. Ojalá que no quede nomás en palabras.
También pedimos una audiencia con [el presidente] Enrique Peña Nieto. A [el ex presidente Felipe] Calderón le pedimos cuatro audiencias y nunca nos recibió. Y Javier Lozano fue el peor secretario del Trabajo. Logró entrar una comisión de nosotros los familiares, pero muy déspota el hombre: «Aquí se va a hacer lo que yo diga». No pasaron ni cinco minutos, y nos levantamos y salimos.
Le decía a mi esposo: «Ya quiero dejarle ahí, ya». Pero mi esposo me dijo que no, que tenemos que darle para adelante. Y pues no hay más que seguirle.
Los monólogos del carbón: Rosalío Ayala Torres
Trabajé casi treinta años. Empecé como a los dieciocho, diecinueve. Me terminaron en Micare porque no quise entrar a la mina 7 porque estaba muy «gasienta». Y me fui a los pozos. Hoy 16 de marzo estoy cumpliendo un año apenas de mi accidente. Fue a las cinco y media de la tarde, y cayó en viernes.
Andábamos trabajando. Éramos tres personas en el pozo El Hondo, de Sabinas, allá para arriba. Hay una mina que se llama El Mezquite. Estaba yo emparejando el lugar. Y la piedra me cayó aquí, atrás del talón. Se me volteó el pie al otro lado.
No tenía Seguro, y por eso me llevaron a una clínica particular en Sabinas. Mi patrón me dio de alta en el Seguro en lo que me atendieron ahí y me lavaron porque estaba «encarbonado».
Como a las diez y media me mandaron a Monclova, al Seguro. Llegamos y se atravesó sábado, domingo, luego lunes, que era festivo. Se atrasaron tres días. Me atendieron en Monclova, pero ya había pasado lo mero bueno. Nomás me hicieron un lavado quirúrgico. Y me operaron hasta el miércoles 21, cuando el pie ya no servía. Si me hubieran atendido el primer día, a la mejor me lo hubieran salvado.
La pensioncilla apenas me llegó, pero bien poquillo: como mil setecientos al mes porque el patrón nos registró aquel día con ochenta y ocho pesos. Yo ganaba quinientos diarios.
Como quiera es una entrada de dinero. Poquito pero hay algo.
* * *
«Habrá rescate en Pasta de Conchos»
Ricardo García Cervantes me recibió la mañana del 10 de mayo en sus oficinas del décimo quinto piso de Paseo de la Reforma 211, en las oficinas centrales de la PGR. La víspera, diez mujeres habían instalado un campamento a las puertas del edificio y se habían declarado en huelga de hambre. Eran las madres de desaparecidos que demandaban al Estado mexicano que investigara el paradero de sus hijos.
Sin corbata, con las iniciales bordadas en el puño de su camisa, García Cervantes fumaba cigarros Raleigh y bebía café en la sala de juntas donde conversamos. En diciembre de 2012, su incorporación a la PGR como subprocurador de Derechos Humanos en el gobierno del priista Enrique Peña Nieto había asombrado por igual a miembros del Partido Acción Nacional (PAN) —el partido que dejaba la presidencia de la República— y al PRI, que asumía el Ejecutivo federal.
García Cervantes era uno de los panistas que habían ocupado los puestos más importantes en el poder legislativo: dos veces senador y tres veces diputado federal, presidió la Cámara de Diputados y, en esa calidad le colocó la banda presidencial a Vicente Fox el 1 de diciembre de 2000. Sin embargo, García Cervantes fue un panista incómodo durante el sexenio de su correligionario Felipe Calderón, con quien chocó por diversos temas, como la guerra contra el narcotráfico y el reiterado rechazo del gobierno a rescatar los sesenta y tres cuerpos de la mina Pasta de Conchos.
Originario de Torreón, Coahuila, García Cervantes fue senador entre 2006 y 2012, al mismo tiempo que el también panista Felipe Calderón ostentaba la presidencia del país. Si hubo un «senador de Pasta de Conchos», ése fue García Cervantes: desde la tribuna parlamentaria exigió que se recuperaran los cuerpos sepultados en la mina de Grupo México, propuso la creación de una Comisión Nacional Reguladora de la Industria del Carbón e impugnó la laxitud de las inspecciones sobre seguridad que emprendían las secretarías del Trabajo y Previsión Social y de Economía. Y siempre que tocaron a su puerta, recibió a los miembros de la OFPC.
Cuando dejó su escaño, anunció su retiro de los cargos públicos. Pero a los pocos meses reapareció como subprocurador de un gobierno priista. Entre sus encomiendas estaba la búsqueda de los desaparecidos durante la administración de Felipe Calderón, una cifra que la Secretaría de Gobernación ha calculado en veintiséis mil personas.
Conversamos en sus oficinas durante una hora. En algún momento de la charla, García Cervantes se quejó de que la PGR, en el sexenio anterior, hacía justicia «por cuoteo», como subordinada del presidente y no orientada por la justicia. Y que había perdido muchas de sus capacidades ministeriales.
«Pasta de Conchos es un tema entrañable para mí», me dijo. Y me compartió una convicción: habrá rescate de los sesenta y tres cuerpos abandonados debajo de la tierra.
En el sexenio anterior, el principal opositor al rescate fue Javier Lozano Alarcón, el prepotente secretario del Trabajo que hoy despacha como senador. En el gabinete actual, me dijo, sigue habiendo resistencias al rescate: en la Consejería Jurídica del Ejecutivo Federal —a cargo de Humberto Castillejos— y en la Secretaría de Relaciones Exteriores, que encabeza José Antonio Meade.
Nuestra conversación tenía un contexto que se remontaba al 7 de febrero pasado, cuando miembros de la OFPC se reunieron con el secretario del Trabajo y Previsión Social, Alfonso Navarrete Prida. Unos días después, el 11 de febrero, Navarrete le giró un oficio al titular de la PGR, Jesús Murillo Karam: le pedía un nuevo peritaje para evaluar si habría condiciones de acceder a la mina y continuar con la averiguación previa por la muerte de los mineros. Para los miembros de la OFPC, ese oficio era oro puro: significaba que, ahora sí, el gobierno federal daría un giro a la política sostenida en los últimos siete años.
García Cervantes, sin embargo, me previno que ese oficio podía ser usado con fines perversos por miembros del propio gobierno: como una táctica dilatoria frente a la CIDH. Y es que trescientos cincuenta familiares de treinta y seis mineros sepultados —agrupados en la OFPC— interpusieron una denuncia contra el Estado mexicano en febrero de 2010. Exigían su derecho a la verdad y a la justicia y eso pasaba por el rescate de los cuerpos. Durante dos años, el gobierno mexicano se hizo el desentendido: le mandaba a la CIDH transcripciones de alguna declaración a la prensa, algún punto de acuerdo, una minuta de una reunión, para ganar tiempo y cansar a las familias.
Ese documento era oro molido también para los funcionarios públicos que se oponen al rescate: bastaba mandarlo a la CIDH, decir que se estaba atendiendo las cosas, ganar más tiempo y seguir desgastando a las víctimas.
Por eso, García Cervantes apostaba por un rescate hecho por iniciativa del gobierno mexicano. Y ya había dado los primeros pasos: había instalado un grupo informal de trabajo con personal de Navarrete Prida y el geólogo Raúl Meza. Su tarea: proponer una ruta crítica de acceso a la mina. Hacia el futuro, García Cervantes pretendía ampliar el grupo con representantes de la Secretaría de Gobernación y, si hacían falta, expertos nacionales e internacionales.
La CIDH, añadió, podría ordenarle al Estado mexicano en cualquier momento que rescate a las víctimas. Su apuesta era que el gobierno federal emprendiera el rescate por su voluntad, no como una sentencia del organismo internacional.
«Ése es el derrotero que podría seguir y sería un camino digno, reparador para las víctimas, las familias y para el Estado, que recupera las funciones que le corresponden. Ésa sería mi posición y mi esperanza. Ésta sería la base de una composición amigable con el testimonio, la presencia, el atestiguamiento, seguimiento de la propia CIDH».
—¿Habrá rescate? —insistí.
—Habrá rescate bajo este camino o posteriormente, no sé cuándo, como una obligación del Estado mexicano derivada de la sentencia de los organismos internacionales. No dudo que esa sentencia se vaya a dar. Si no se sigue este camino voluntariamente, después se tendrá que seguir este camino obligatoriamente.
«¿Qué necesidad de eso? En la OFPC se llegó una conclusión, y me honro de haber estado en esas reflexiones: «necesitamos rescatar a los vivos para honrar a los muertos». La Carbonífera es una región que tiene en sus entrañas una riqueza del país y debe ser extraída para generar desarrollo, justicia y vida digna, primero para quien extrae esa riqueza.
—¿Qué falta para que haya esa seguridad? —pregunté.
—Que el Estado quiera ejercer su rectoría: generar capacidades de supervisión, de vigilancia, de inspección.
—¿Con lo que tienen las secretarías del Trabajo y Economía no alcanza?
—No alcanza porque están atomizadas las funciones del Estado, a mi juicio intencionalmente. Y la extrema necesidad es una negación de la libertad. Los mineros no son libres de decidir si entran o no al pocito: lo hacen por extrema necesidad. Entras o entras. Y entras desde que eres niño, porque además de que cabes, desde que eres niño tienes necesidades.
—¿Hay voluntad política?
—No lo sé. A pesar de que estoy aquí…, el que con leche se quema, al jocoque le sopla. Si se niega la posibilidad de que haya un órgano regulador [una Comisión Nacional Reguladora de la Industria del Carbón] responsable de dar respuesta a todas las preguntas, esto va a seguir igual, como pueden seguir igual muchas áreas de la vida política, social y económica del país, en donde el statu quo se impone finalmente a pesar de apariencias de modificación.
—Regresando al rescate, ¿alguna idea de tiempos, costos, capacidades técnicas para la identificación de cuerpos?
—De trabajos previos, que se realizaron con [el ex secretario de Gobernación José Francisco] Blake, puedo especular con algún fundamento: con trabajos, entre seis y doce meses se estaría en capacidad de hacer un rescate seguro.
—¿Y una idea de cuándo se pueden iniciar los trabajos?
—No la tengo porque hay que hacer otra relación. La autoridad tendría que encontrar la forma y decir: o se elimina la concesión [a Grupo México] y al licitarla recupero los gastos del rescate de los cuerpos, y se lo gravito al nuevo concesionario, o bien al que asume la responsabilidad de explotarlo con las medidas de seguridad y bajo los lineamientos del Estado.
«Si de mí dependiera, yo podría empezar mañana. Tengo claridad de que se tienen que hacer estudios, planeación, el acopio de la tecnología adecuada, los gastos necesarios, y los trabajos hay que iniciarlos y concluirlos.
—Se ha hablado de que el rescate podría costar varios millones de dólares.
—Puede ser. Todo depende de las alternativas que se presenten. Lo que empezó a hacer Industrial Minera México, en los meses que estuvo trabajando, entre comillas, para el rescate, fue reponer la mina. Me queda claro que si alguien está reconstruyendo una mina, es para continuar aprovechándola. [Pero] se puede hacer una cosa exclusivamente orientada al rescate de los cuerpos y el acceso para las diligencias ministeriales que permitan el conocimiento de la verdad y el fincamiento de responsabilidades.
—¿El rescate puede conducir a fincar responsabilidades a la empresa, al sindicato o a autoridades?
—Sí, claro.
—¿Y debe conducir a eso?
—Claro, es que un acceso a la justicia es eso: que el Estado, que es el garante del derecho y el que tiene el monopolio para procurar y administrar la justicia, lo haga.
—¿Esa voluntad política suya, la comparten el presidente Peña y el procurador Murillo?
—El procurador Murillo sí, el presidente Peña siento que también.
—¿Se lo ha oído al procurador?
—Sí, absolutamente.
—¿Que la voluntad política está…?
—Si no, no estuviera yo aquí —me interrumpió.
—Rescate, búsqueda de la verdad y en su caso fincamiento de responsabilidades.
—Se puede, claro.
—¿Y eso no afecta intereses muy fuertes de Grupo México?
—Muy fuertes.
—¿Y el caciquismo en Coahuila?
—La colusión entre el poder económico y el político, y un modus vivendi de complacencia, privilegios para unos y con tragedia y muerte para otros. Pero también está claro que está en el interés de esos detentadores de esos privilegios que las cosas puedan cambiar. No está sustentado en el odio, sino en la necesidad de rescatar la vida de los mineros para honrar a los que ya murieron.
—¿Se puede hacer el rescate en acuerdo con Grupo México?
—Como ejercicio democrático de autoridad podría entrar en la negociación con ellos. Pero [se da] la orden, punto. Usted es detentador de una concesión que le impone obligaciones: cúmplalas. Revierta las condiciones de la mina. La autoridad ordena, se hace, se revisa, y es con cargo o gravitando sobre la explotación de esa concesión.
—Que lo pague el concesionario.
—Puede ser. No quiero adelantarme en esos terrenos porque no lo sé. Pero de que está vinculado con lo que genera esa concesión: genera obligaciones, no sólo derechos.
—¿Fueron omisas las autoridades del Estado mexicano en los seis años anteriores, al casarse con la idea de que no podía haber rescate con base en el peritaje de la propia empresa? —le pregunto.
—Absolutamente sí. Y le digo sin cortapisa ni limitación. Estoy convencido, sí.
—¿Se debe sancionar, investigar a quienes fueron autoridades?
—Por lo pronto eso se debe revertir. La autoridad claudicó y dejó que imperara la voluntad del particular.
—¿Sigue siendo panista?
—Sigo siendo panista: lo que siempre ha significado ser panista, no lo que ahora algunos quieren que signifique. En muy buena medida, ahora panista es también sinónimo de corrupto.
«Quiero insistir en la actitud de la comunidad de Pasta de Conchos y de la OFPC. Su lucha está destinada a tener éxito. No sólo por la justeza de sus causas, sino por el método que han seguido: el expresar el amor a los seres queridos de una manera constructiva. Van a tener éxito con nosotros, sin nosotros o a pesar de nosotros».
* * *
La gallera y los feos
El fotógrafo Alex Dorfsman no dejó de disparar su cámara: captó el hoyo en la tierra, las colinas de carbón, la excavadora vertiendo el mineral en la caja del camión. Ese mediodía del 16 de marzo de 2013 habíamos penetrado en un pocito en el ejido El Mezquite. A los pocos minutos, tres camionetas pick-up de modelo reciente entraron en el terreno con prisa y enfrenaron frente a nosotros.
—¡Este pocito es de Industrial Minera México! —gritó un individuo que se identificó como Luis Manuel Jiménez. Tres hombres más se bajaron.
Dorfsman y yo dijimos ser fotógrafos de paisajes. Habíamos venido a la Carbonífera a retratar la negra y brillante belleza de su desierto.
—Es que ahora quien quiera se mete a robar. Hace poco nos querían hacer otro pocito a unos metros.
De repente la voz del Borrado sonó tan fuerte que parecía que hablaba a través de una bocina. Era nuestro chofer y uno de nuestros guías por la zona. Minero durante décadas, especializado en seguridad industrial y taxista en sus años de jubilado. En el municipio de Sabinas y sus alrededores conocía cada mina y cada tajo. «Vienen conmigo», dijo.
Jiménez dejó que siguiéramos retratando su pocito y nos regaló dos piedras de mineral oscuro y brillante. Y nos invitó a conocer su gallera. A esa sí deberían de tomarles fotos, presumió. Agradecimos y nos fuimos.
Seguimos más adentro en El Mezquite. Dorfsman se apeaba para retratar los tajos a cielo abierto: unas enormes hondonadas en la tierra que se llenaban de agua de colores azul, amarillo, verde. El coche del Borrado siguió su camino hacia adentro.
—Ése de ahí es el rancho de Rogelio Montemayor.
Llegamos hasta otra puerta. Un vigilante que conocía al Borrado nos saludó:
—Cuando va a venir el doctor [Montemayor] nos avisan: viene a tales horas. Y es cuando tenemos cerradas las puertas. De aquí para atrás hay otras dos puertas más.
(A Montemayor lo busqué para integrar su voz en esta crónica, pero rechazó mi petición de entrevista.)
El Borrado —llamado así por sus ojos claros— emprendió el camino de regreso en su coche subcompacto. A punto de tomar la vía a Sabinas, pasamos por el mismo pocito donde habíamos tomado las primeras fotografías unos minutos atrás. En el acceso al pozo se habían estacionado dos camionetas blancas, nuevas y relucientes. Seis hombres vestidos de civil y de corte de cabello militar vigilaban el acceso. El Borrado apretó el volante y desvió la mirada.
—Esas camionetas son de los Feos —dijo el Borrado. Los Feos o los Malos son eufemismos regionales para referirse a los Zetas.
Nos miraron. Nosotros dirigimos nuestra vista al paisaje como si buscáramos en el horizonte lejano una bella imagen de colinas color azabache. En ese momento recordé una conversación con un funcionario de la PGR. Los Zetas habían descubierto una nueva manera de deshacerse de los cadáveres: los quemaban con diesel. Así no quedaban de los restos más que algunos montones de grasa.
—De pura chingadera no nos siguieron —dijo el Borrado con voz baja, casi en un susurro.
Apenas tomó la carretera aceleró el coche como si escapara de la muerte.
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