El escondite de Boko Haram en el lago Chad - Gatopardo

Los demonios del lago Chad

Crónica del horror en el lago Chad, el escondite de Boko Haram. La violencia del grupo islamista ha dejado en situación extrema a millones de personas.

Tiempo de lectura: 20 minutos

Para Djanafa Ali, el nombre de su quinto hijo fue su mayor acto de rebeldía. Fue un gesto fugaz, casi un desquite, pero cargado de orgullo. Quien eligió violarla fue menos sofisticado: apenas unas semanas después de ser secuestrada en abril de 2015 por la banda fundamentalista nigeriana Boko Haram, un yihadista abrió la puerta del corral donde Djanafa permanecía junto a cientos de mujeres —ella calcula a ojo que unas 700, repartidas en varios grupos—, la tomó del brazo y se la llevó al bosque para usarla. La eligió como esposa y no tardó en dejarla embarazada. Unos días antes de ser secuestrada, Djanafa había dejado a sus cuatro hijos con su marido en su aldea natal, Méléa, en territorio continental chadiano, para ir a cuidar a su madre enferma que vivía sola en la isla Boudouma, en mitad del lago Chad. Sabía que era un viaje arriesgado. El laberinto de canales del lago, frontera natural entre Nigeria, Camerún, Níger y Chad, se ha convertido en los últimos años en refugio para el grupo yihadista, que se esconde en sus múltiples islas (chadianas, nigerianas, camerunesas y nigerinas). Pero su madre estaba enferma y Djanafa fue. Pocas horas después de reencontrarse con ella, Boko Haram llegó a la isla y se llevó a las mujeres jóvenes y a los niños. Djanafa ahorra detalles de lo que sucedió después. Dice, simplemente, que abrían la puerta, cogían a una mujer y se la daban a un guerrillero. Si alguna se negaba, la consideraban una prostituta y, entonces, o la mataban directamente o daban barra libre para todos.

Entre las rehenes había niñas de 10 a 12 años, que también estaban en la carta. Djanafa, de 33 años, ya tenía marido porque en la región todas las mujeres se casan muy jóvenes, pero nadie preguntó y a nadie parecía importarle. Aquel miliciano la mantuvo siempre encerrada en una choza y aparecía de vez en cuando para saciarse. Estuvo dieciocho meses secuestrada en una isla por la banda extremista, hermanada con el Estado Islámico desde 2015. Nunca tuvo una conversación con su esposo guerrillero. Él nunca fue amable. Siempre la hizo pasar hambre. Hoy, cuatro meses después de escapar y regresar a la seguridad de su aldea chadiana de Méléa —la amenaza yihadista en el Chad continental ha perdido intensidad durante el último año, aunque se mantiene en las islas del lago—, Djanafa se niega a mencionar el nombre de aquel hombre. Los nombres, o la elección de olvidarlos, a veces son una suerte de venganza. La última que queda, quizás. Por eso, para el niño que aquel islamista le fecundó en las entrañas y que ahora, con un año de edad, trepa ansioso por su pecho para mamar, escogió el nombre de Hissein, como se llamaba su antiguo marido.

Djanafa huyó con varios cientos de mujeres cuando, a finales de 2016, helicópteros del ejército de Nigeria atacaron aquella isla de Boko Haram. La mayor presión militar desde mediados de 2015 expulsó a la banda de gran parte de los territorios que controlan en el norte nigeriano y los obligó a replegarse en la impenetrable reserva de Sambisa, en la frontera de Nigeria y Camerún, y en el laberinto de islotes y canales del lago Chad. Así sólo son vulnerables desde el cielo. Como el día en que Djanafa escapó. Aquella mañana, las balas y bombas mataron a decenas de milicianos y rehenes, pero casi medio millar de secuestradas aprovechó el caos para escapar.

El escondite de Boko Haram, int1

El lago Chad es hoy poco transitado a causa de los ataques de Boko Haram, lo que ha afectado diversas actividades comerciales.

Como nadie vino a rescatarlas, avanzaron durante días para llegar a la orilla chadiana. Al atravesar el lago de isla en isla, las mujeres más altas que hacían pie llevaban a los bebés sobre sus
cabezas para evitar que se ahogaran. Sólo cien mujeres alcanzaron el destino final, aunque Djanafa piensa —¿quiere pensar?— que muchas quizás tomaron otros caminos. Al llegar a Méléa descubrió que su marido Hissein había enfermado durante su cautiverio y murió. A su hijo, cuando crezca, no le explicará quién fue su padre. “Ni lo considero, aunque puede que alguien se lo diga.”

Desde que recuperó la libertad, Djanafa vive en Méléa, una aldea de chozas de paja en medio de la nada. En el horizonte todo es arena o arbusto seco y el viento araña la piel. A mediodía, la vida no avanza, se sostiene, se ralentiza hasta la pausa, y los hombres, reunidos bajo una sombra, se quedan en silencio y apenas susurran frases sueltas antes de sumirse de nuevo en el estado de letargo. Sólo unos niños, que fabrican juguetes con barro —una vaca, una olla, una radio con un hilo a modo de auriculares— aportan vida a la escena. Las mujeres trabajan: dos de ellas muelen grano (poco) en un cuenco de madera con golpes acompasados. Cerca de allí vive Djanafa. El mobiliario de su hogar es austero. Sobre la arena ha colocado una esterilla oscura, en un rincón hay una manta que imita las rayas de un tigre, un cubo de plástico azul, dos telas arrugadas y, al otro lado, un bol plateado. Djanafa vive con su bebé Hissein y sus otros cuatro hijos, de entre cuatro y catorce años, y se queja porque nadie les ayuda.

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