El Perú es una contradicción. Ayer nomás lo recuerdo con nostalgia vivíamos en un país modelo, con una economía que crecía 7.5% al año, y que engordaba cada día como alimentada exclusivamente de comida peruana, otro de nuestros greatest hits. Éramos un país pequeñito de Sudamérica que de pronto hizo boom: números azules rebalsándose por el acantilado de Lima y navegando a velocidad crucero por el mundo, con titulares de prensa más o menos así: «El milagro peruano». Ah, el milagro peruano. Qué bonito se sentía uno en aquellos años de bonanza. Años azules.
Hace cinco meses, para ser exactos.
Hace cinco meses, para ser exactos, era febrero, hacía calor en Lima y el sol adormecía las visiones más apocalípticas sobre el futuro. En la calle te tropezabas con grúas levantando nuevos y modernos edificios, hoteles, los restaurantes llenos, la vida transcurría en los centros comerciales y la felicidad nos decían era algo muy parecido a eso. Pronto elegiríamos a un nuevo presidente de la República, y ni el «chavismo» de Ollanta Humala ni el «fujimorismo» de Keiko Fujimori parecían, en esos años maravillosos, un peligro. Ambos estaban tan lejanos como Venezuela y, vade retro, los noventa.
Creíamos que este país era distinto. Actuábamos como el tipo que va por la vida silbando una canción feliz lalalá, sonriéndole a los extraños y masticando chicle de frambuesa: nos va tan bien que no nos puede ir mal. Y mal, cuando las elecciones estaban doblando la esquina, era imaginar un escenario donde tuviéramos que elegir entre la izquierda radical, nacionalista y de militares, y el retorno al gobierno más corrupto que vivimos. Alien vs. Predator, sólo que peor.
Anticipándose dos años a esa hipotética final, el oráculo Mario Vargas Llosa había dicho en una entrevista televisiva, en mayo de 2009: «No creo que mis compatriotas vayan a ser tan insensatos de ponernos en la disyuntiva de elegir entre el sida y el cáncer terminal». Todavía no era Premio Nobel, pero sus palabras aún no lo sabíamos ya tenían la fuerza de la gravitación. Desde nuestra Lima lalalá de automóviles último modelo, agentes de bolsa, billeteras infladas, nos parecía imposible que Ollanta Humala, ese aprendiz de Hugo Chávez, hermano del reo Antauro Humala, con cuatro muertos en su haber, el segundo hijo de don Isaac Humala, fundador del Movimiento Etnocacerista, autor de la frase «Una invasión a Chile sería con fusil y con pene», llegase a la presidencia. De hecho, cualquiera tenía más opciones que él.
El ex presidente Alejandro Toledo, por ejemplo, marchaba primero con 28% y hablaba con la melosidad del que ya probó el azúcar del poder: «En mi gobierno…». Luis Castañeda Lossio, ex alcalde de Lima, no iba tan atrás, y junto al economista Pedro Pablo Kuczynski, cuya candidatura aún no era la sorpresa que terminaría siendo, significaban la garantía de que el modelo económico iba a continuar. Porque si bien Keiko Fujimori, con 22%, era la segunda en la carrera a Palacio, pesaba más la condena a su padre por corrupción y crímenes contra los derechos humanos. «Keiko está muy gorda y el pueblo tiene hambre», cantaban los universitarios cuando marchaban en contra de la dictadura de Fujimori, en los noventa. El peruano olvida fácil, pero no tanto, y Keiko tenía tanta resistencia como la lactosa: cualquiera le ganaría en una segunda vuelta.
El destino electoral, en mi país, se juega en tiempo suplementario: si un candidato no gana con la mitad más uno de los votos, va, junto al segundo, a una nueva elección entre dos. Así las cosas, andábamos silbando una canción feliz cuando el chicle de frambuesa nos explotó en la cara. ¡Plop!
El Perú es una contradicción, un país de insensatos que jamás supo ponerse de acuerdo para evitar el mayor de los males. Aunque tampoco se puede decir que el bien fue derrotado por el mal, como sucede en la primera mitad de las películas hollywoodenses: no existe el candidato perfecto. En las imperfecciones que nos tocaron, le dijimos no, gracias, a Pedro Pablo Kuczynski, Alejandro Toledo y Luis Castañeda Lossio, en ese orden; y también adiós y buena suerte a los desconocidos José Ñique, Ricardo Noriega, Rafael Belaúnde, Juliana Reymer, Humberto Pinazo, Manuel Rodríguez, siempre en el papel de extras en esta pésima cinta llamada proceso electoral. El Perú provocó una segunda vuelta entre Ollanta Humala y Keiko Fujimori. Fue como estar en el cine, viendo una comedia tonta y previsible, y de pronto aparecen imágenes de El exorcista en 3D. Y entonces, cuando sólo nos quedaban esas dos posibilidades, nos miramos al espejo y nos hicimos las preguntas que hasta ahora nos hacemos: ¿vivíamos de verdad en el mundo perfecto? ¿Alien o Predator? ¿El sida o el cáncer terminal? ¿Quién es el menos malo de los más malos o en qué momento se jodió el Perú, Zavalita?
Mario Vargas Llosa llegó a votar en un colegio de Barranco, un distrito de Lima con vista al mar y al puente de los suspiros. Era 10 de abril de 2011 y lo recuerdo como un día gris, no precisamente por la ausencia de sol. Las crónicas cuentan que la gente recibió al Premio Nobel con aplausos, era la decencia que aún nos quedaba en un país que, irremediablemente, estaba a punto del suicidio. La economía, ayer nomás rebalsándose por el acantilado, hoy sólo vaticinaba malas noticias: el dólar subía, la bolsa retrocedía, el fin era inminente. Así que Mario Vargas Llosa llegó a votar, cuando se le acercó un periodista del diario La Vanguardia de España. ¿El sida o el cáncer terminal, señor Premio Nobel? «Humala es Chávez con un lenguaje ligeramente abrasileñado, la catástrofe», y con Keiko, dijo él, «los criminales pasarían directamente de la cárcel al gobierno». Luego lo dejaron tranquilo, y en ese día gris, en ese domingo color panza de burro peruano del Perú, perdonen la tristeza, el oráculo Mario Vargas Llosa votó por Toledo.
Un día de marzo, Humala amaneció como primero en las encuestas.
No hay que adelantarnos en este thriller de final incierto.
Recién empezaba febrero de este año cuando el candidato de centroderecha Luis Castañeda Lossio, salió a exigirle a Alejandro Toledo, por entonces primero en las encuestas, que se sometiera a un examen toxicológico. Toledo, también de centro, había sido presidente del Perú desde 2001 hasta 2006, pero en el imaginario popular, Toledo es más un alcohólico contumaz, amante del whisky etiqueta azul, propenso a los gustos frívolos, los viajes de placer en medio del trabajo y, quién sabe, otros vicios. «La despenalización del consumo de drogas es una línea a explorar», había dicho Toledo por esos días, demostrando que su peor enemigo no era otro aspirante al poder, sino un micrófono encendido.
«La prueba toxicológica ya se la hizo Keiko dijo Luis Castañeda Lossio mientras se cortaba un mechón de pelo para su propio examen, es una buena manera de acreditar que no se consume».
Siempre fue divertido ver cómo Toledo mueve la cabeza de un lado a otro cuando habla, asistir al espectáculo de Toledo trastabillando consigo mismo, de Toledo negando, de Toledo sacudiendo la cabeza y declarando que un ex presidente no se va a prestar al circo, que él no se corta el pelo para ningún examen, damas y caballeros de la platea. A ese Toledo lo conocemos todos y podíamos convivir con él. Nada parecía hacerle daño. «Toledo gana fácil», decía yo, aunque con algo de resignación: es lo que hay.
Hasta que estalló lo de los wikileaks.
Hasta que estalló lo de los wikileaks, la campaña era ciertamente muy aburrida. En el Perú, donde todo puede pasar, nada pasaba. Actuábamos como el tipo que va por la vida silbando… etcétera. Ni los mechones de pelo de los candidatos, aleteando en los laboratorios, provocaban mayores turbulencias en las encuestas. Enumerábamos de paporreta: primero Toledo, segunda Keiko, tercero Castañeda. El cuarto candidato en carrera, Ollanta Humala, se reunió el 16 de febrero con la embajadora de Estados Unidos en el Perú. Hacía tres meses que WikiLeaks revelaba las comunicaciones del Departamento de Estado estadounidense con sus embajadas por el mundo. Eso les pasa por no colgar bien el teléfono: de los más de doscientos cincuenta mil cables, el Perú tenía unas cuantas menciones, pero nada suficiente para un terremoto. El embajador gringo diciendo, por ejemplo, que el presidente Alan García tiene un «ego colosal» o Lula da Silva mostrándose feliz, en 2006, porque García le había ganado la presidencia a Ollanta Humala. Hasta el 16 de febrero de este año. La fecha es clave: nada volvió a ser igual desde ese día.
La embajadora se adelantó a los diarios, hambrientos de WikiLeaks, y le mostró al candidato Ollanta Humala un documento secreto, que seguramente dejaría de serlo en pocos días, escrito en inglés. Humala no habla inglés, pero su partido se encargó de difundir en español lo que decía el documento. Nos contaron que a fines de 2005, cuando Alejandro Toledo era presidente y decíamos, un poco en broma, que viajaba por el mundo en el «avión parrandero», un funcionario de su gobierno le pidió a la Embajada de Estados Unidos organizar una campaña de comunicación en contra de Humala. Eso entendimos todos. Que Toledo conspiró en contra de Ollanta Humala, para que no ganara las elecciones de 2006, en las que llegó hasta la segunda vuelta. Pasaron dos días. La radiación ultravioleta alcanzó el nivel extremo en Lima, y eso no es una metáfora de nada.
El 19 de febrero, la web del diario El País, de España, colgó un nuevo wikileak. Éste decía que el ex ministro del Interior del gobierno de Alejandro Toledo, Fernando Rospigliosi, le había dicho en 2006 a miembros de la Embajada de Estados Unidos que andaba preocupado con la posibilidad de que Ollanta Humala llegara a ser presidente de la República, y hasta pidió que se considerase apoyar un programa de comunicación en contra de ese candidato. Es seguro que Toledo no tuviera nada que ver en eso, pero Toledo trastabillando consigo mismo, Toledo negando, sacudiendo la cabeza y diciendo, damas y caballeros de la platea: «Yo no he tenido nada que ver con eso, pregúntenle a Rospigliosi».
Ollanta Humala, indignadísimo, parecía asesorado por algún pariente lejano de Sun Tzu: ésta era una guerra, pero él debía actuar con calma. Ahora acusaba una conspiración en su contra, y a nadie le gustan las conspiraciones. «Rospigliosi es un lacayo», dijo, y Fernando Rospigliosi, quien se autodefine en su cuenta de Twitter como sociólogo, periodista, peleador, escéptico, salió en defensa propia y declaró a la prensa: «Humala era un peligro para la democracia peruana. Era un agente de Hugo Chávez, y yo no quería que el Perú cayera en manos de un agente de Chávez».
En 2006 ganó Alan García, y el Perú se libró de Ollanta Humala, sobre todo porque Lima no votó por él. Estamos acostumbrados a que Lima lalalá, casi con 30% de la población del país, elija al presidente. Y Lima, en 2006, pensaba como Rospigliosi, le temía a Humala, pero a nadie se le ocurría pedirle ayuda a Estados Unidos. Sólo, claro, al ex ministro de Toledo, que en paz descanse.
Gracias al WikiLeak número 46 333, Lima, el bastión anti-Humala del país, empezó a mirar al villano con otros ojos. ¿En verdad será tan malo Humala? Tal vez exageramos con él, ¿no? Mientras que Alejandro Toledo, el nuevo conspirador, el candidato que no quiere cortarse el pelo para la prueba toxicológica, algo debe ocultar ese cholo amante de la etiqueta azul, sí tuvo reflejos para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. «Lamentablemente estos WikiLeaks están perturbando el proceso electoral», dijo, perturbado, Toledo.
Así empieza marzo, damas y caballeros de la platea. A un mes de las elecciones, Ollanta Humala sube dos puntos en las encuestas. De doce a catorce por ciento. Repentinamente.
Lima elige los presidentes. Lima es el Perú, y el Perú, incluso con Humala subiendo en las encuestas, seguía siendo lalalá. O tal vez Lima fuera un espejismo, una ciudad encerrada en una burbuja de vidrios polarizados puestos al revés. Aún es marzo. Afuera, en el país, hay 217 conflictos sociales reportados, gente que no vive silbando esa canción feliz ni pertenece al Perú de números azules. Allá afuera hay excluidos, líos laborales sin solución, empresas mineras versus sus vecinos, problemas de frontera interna e incluso chispazos de violencia subversiva. Hay plata, pero dónde está. En el centro de Lima, en nuestras narices, cientos de trabajadores azucareros del norte del país han tomado una plaza desde hace dos meses, exigiendo que se promulgue una ley que a ver, preguntemos en las calles a nadie le interesa. Los comerciantes de la zona afectada, sobre todo negocios de instrumentos musicales lalalá, recogen firmas para echar a los azucareros de la plaza. Váyanse de aquí, les dicen. Les decimos: váyanse a su país.
Fue por esos días de WikiLeaks y de Ollanta Humala trepando en las encuestas, que uno de los candidatos del pelotón de atrás apareció de improviso en la portada de los diarios. «Toledo no quiere debatir conmigo porque me tiene miedo», dijo Pedro Pablo Kuczynski Godard, apellido que aún soy incapaz de escribir sin usar Google. Kuczynski había sido ministro de Economía y primer ministro durante el gobierno de Alejandro Toledo; se conocían bien, eran amigos, pero no creo que el ex presidente lo haya visto como un contendor de peso: sus opciones de llegar a Palacio eran tan difíciles como escribir su nombre en braille. Un Kuczynski puede ser gerente de un banco o ministro de Toledo, que en paz descanse, pero no presidente del Perú.
Él mismo se hace llamar PPK para hacernos la vida más fácil. PPK y no Kuczynski fue el nombre elegido como estrategia de campaña del partido más lalalá: la derecha limeña liderada por PPK y, tras bastidores, el Partido Popular Cristiano, un líder evangélico con su propio partido, otro de izquierda moderada también con su partido propio, y a la larga un sancochado de tendencias e ideologías comandadas, eso sí, por un derechísimo PPK con intenciones de llegar al poder. Pero tenía que hacer algo más que llamarse PPK para no parecer un extraterrestre en su propio país. ¿Qué más hizo? Trató de llegar a los jóvenes por medio de las redes sociales, inundando Facebook y Twitter con sus mensajes de cambio y progreso. ¿Y qué más? Improvisó una mascota para que lo siguiera a todas partes, el PPKuy, un cuy de felpa que siempre tenía puesta la camiseta de PPK y hasta entonaba su propio reggaeton: dale PPKuy, dale dale, PPKuy. ¿Y qué más? Llenó las calles de su publicidad rosada, celeste y amarilla, y él recorría las zonas más pobres del país cargando niños, besándoles la cabeza, dale dale, PPKuy, y haciendo todo lo posible para no parecer lo que realmente parecía: un emisario de Naciones Unidas a punto de jubilarse, un viejo de setenta y tres años, alto y flaco como una broma, mitad estadounidense y mitad peruano, economista de traje y de una alegría impostada que pocos podían despegar de la seriedad del Kuczynski que llevaba dentro. PPK hacía todo lo que el manual del buen candidato dice que hay que hacer, pero no pasaba la barrera de seis por ciento.
Hasta que le agarraron los testículos.
Hasta que le agarraron los testículos, PPK era Kuczynski, y a Kuczynski sólo le interesaba a un puñado de electores lalalá que veían en él, quizás, a un gobernante del primer mundo. Eso cambió de un momento a otro, una mañana cualquiera, mientras PPK hacía proselitismo en un barrio pobre del Callao, una ciudad-puerto en las afueras de Lima. PPK caminaba junto al PPKuy y a sus seguidores, los PPKausas, y repartía folletines de colores, camisetas, peluches del PPKuy, y trataba de sonreír para las fotos. En medio del tumulto, apareció una señora con gorra azul, se agachó como mirando el cinturón de PPK, y jua, le agarró con fuerza los testículos.
Sólo hay una foto del momento clave: PPK, camisa blanca bien planchada, pantalón beige, sale mirando hacia un lado, con una risita nerviosa pero desentendida, canchera, mientras la señora parece estar pesando la compra de menestras del día. Al lado de PPK aparece uno de sus candidatos a la vicepresidencia, que mira la escena y no hace nada. O no quiere hacer nada. O no puede hacer nada, y la señora sigue agachada en la imagen, se diría que feliz, moviéndose sin dificultad en la zona baja del candidato presidencial.
«Yo estaba trabajando cuando lo vi y me cautivó dijo la señora, cuando la ubicó la prensa a los pocos días. Es un hombre de la tercera edad, elegante, respetuoso, guapo, todo un angelito y me fui de frente». La famosa fotografía de la tocada salió en el diario Correo de Lima, pero pasó inadvertida hasta que alguien la subió a su Facebook y se volvió un viral en internet.
Antes de eso, PPK no existía me dice Marco Sifuentes, periodista rockstar de las redes sociales en el Perú y estudiante de Ciencias Políticas, cuya tesis tiene algo que ver con el fenómeno que provocó la agarrada de testículos a PPK.
Hay mecanismos invisibles que hacen que algo se quede en internet o trascienda a los medios masivos. No se puede explicar eso que es invisible, pero sí se sabe que los asesores de PPK se dieron cuenta del fenómeno y subieron esa foto a la cuenta de Twitter del candidato, añadiendo la siguiente frase: «Me agarraron desprevenido». Ese mismo día, las búsquedas en Google de PPK traspasaron las de todos los otros candidatos. Incluso a Toledo, que se ufanaba de ser el rey de las redes sociales. ¿Y qué más? Que PPK por fin se hizo visible, se peruanizó, pasó de ser ese extraterrestre de setenta y tantos años a un hombre con experiencia que, además, estaba al cien por ciento de sus facultades. O como detalló la victimaria: «Debo confesarles que estaba muy bien y grande».
La prensa, fascinada siempre por el espectáculo, encontró en la agarrada de testículos el titular que faltaba y empezó a volverse adicta a PPK. PPK aparecía en todos los programas de espectáculos, PPK bailando perreo en cuatro patas, dando entrevistas en la cocina de su casa, presentándose con la camisa desabotonada y sufriendo un par de emboscadas más de gente que quería, en los efluvios de la contienda, pesarle las menestras. El destino puede ser insólito para un ex ministro de Economía. Pero Mario Vargas Llosa, el oráculo, no podía dejar pasar la oportunidad y declaró a Radio Programas del Perú: «La pena para mí de esta campaña es que no ha habido lucha ideológica, ha habido un torneo de payasadas, pero lucha ideológica muy poco». Facebook fue invadido de PPKausas, jóvenes limeños no muy interesados en la política, que vieron en PPK un buen producto para consumir. Eso me dice Marco Sifuentes, que sigue estudiando el tema.
PPK empezó a crecer. «Las encuestadoras se están dando cuenta de que hay un movimiento de la juventud muy grande», dijo PPK el 13 de marzo. Ese mismo día, los números decían que había pasado de 6% en intención de voto a 10.6%. Pocos días después subió a 14%. Ollanta Humala también seguía trepando, ahora a 15, 17, 18.5%, y juntos provocaban el derrumbe de la candidatura de Alejandro Toledo. «Los testículos de PPK cambiaron la historia del Perú», escribió un columnista del diario El Comercio. Amén. Fue por esos días de embestida electoral que el nuevo y revitalizado PPK, damas y caballeros de la platea, le disparó en la sien al ex presidente del Perú.
Toledo no quiere debatir conmigo porque me tiene miedo.
Ni el wikileak de la conspiración ni la agarrada de testículos son los únicos culpables de la batalla final Alien vs. Predator. Es cierto que los números no mienten, y las subidas y bajadas intempestivas coinciden con esos dos sucesos, pero hay explicaciones más etéreas, que los peruanos resumimos con frases que nos ayudan a explicar el mundo: «Estamos en el Perú», por ejemplo o, como sentenció el poeta César Moro: «En todas partes se cuecen habas, pero en el Perú sólo se cuecen habas». «Mi país no es Grecia», escribió otro poeta, Luis Hernández, y aquí la única democracia sostenible es la que te permite comer al día siguiente. Por supuesto que hay plata, y la bonanza se siente en Lima y en ese otro pedacito de país lalalá llamado «alrededores». Ahí dejamos de contar. El otro día subí a un taxi, y el hombre, muy preocupado, me preguntó si sabía que la Bolsa de Valores seguía cayendo.
¿Ha invertido plata en la Bolsa? le pregunté.
No, pero preocupa.
Un día de marzo, Ollanta Humala amaneció como el primero en las encuestas, con 21%, y su carrera hasta Palacio de Gobierno ya parecía inevitable. Fue inevitable. De las cuarenta y nueve provincias más pobres del Perú, él ganó en cuarenta. Ellos, los olvidados, los que no cantan esa canción feliz, es decir, casi la mitad del país, siguen esperando que la prosperidad de la que hablan los diarios les llegue. Ni los wikileaks, ni los testículos de PPK, ni siquiera Toledo haciendo tan bien su papel de Toledo, pueden ser tan determinantes como ver engordar al vecino, mientras que para ti, ciudadano de segunda, el único milagro peruano es el de sobrevivir.
Nos preparamos para las elecciones. Humala, desde un hotel de Lima, dice que respetará la democracia, el estado de derecho y la libertad de prensa. Keiko, segurísima de que su única posibilidad de llegar a Palacio sería enfrentar a otro villano, manda un mensaje: «Guste o no, hay que reconocer que Humala es un buen candidato». PPK se planta frente a la Embajada de Estados Unidos y dice que renuncia a su ciudadanía estadounidense. Toledo trastabillando consigo mismo, Toledo negando, sacudiendo la cabeza y señalando a Ollanta Humala como el enemigo de todos nosotros. «Desde hoy esta elección es sobre el futuro del Perú y de nuestros hijos», dice. «Señores, el Perú está en un momento económico inmejorable, no es momento de equivocarnos», dice. «No demos un salto al vacío», dice. PPK y Toledo e incluso el fantasma de Castañeda Lossio, apodado foreveralone en las redes sociales, pelearon por el mismo voto de centro hasta dividirlo entre los tres. Ellos también son culpables de la batalla final. El dólar sube, la Bolsa de Valores cae, los taxistas se preocupan y así llega el 10 de abril. Ese día gris, Mario Vargas Llosa votó por Toledo.
Y lo que vino después es historia conocida. Ollanta Humala obtuvo 31.6% de los votos. Keiko Fujimori 23.5%. Visto al revés, 46% del país no quería a esos dos candidatos en la segunda vuelta, pero así somos los peruanos y en la batalla final entre dos males, debíamos elegir el mal menor. El Perú no es Grecia y es, más bien, una contradicción. Mario Vargas Llosa es una contradicción, y dijo desde Madrid, en una entrevista al programa de TV Cuarto Poder: «La realidad demuestra que los políticos cambian y Humala ha cambiado». Ya no era el cavernario, racista y discípulo de Chávez, ni sida ni cáncer terminal que el Nobel había descrito antes, entre columnas y entrevistas. Luego pidió votar por Ollanta Humala y ser vigilantes con su gobierno. Alejandro Toledo es el ejemplo vivo de la contradicción: «Es cierto que existen dudas sobre la candidatura de Humala dijo un día, pero hay pruebas contundentes de corrupción y violación a los derechos humanos en el caso de la otra candidata». Las organizaciones de derechos humanos, intelectuales, artistas, se sumaron a la cruzada por la moralidad en contra de Keiko Fujimori. Decirle NO a Keiko era decirle sí a Humala. La pelea, sin embargo, fue reñida: cualquiera pudo perder. El fujimorismo tiene bases populares sólidas y, en la segunda vuelta, la hija de Fujimori también representaba la continuidad, el crecimiento económico, el milagro peruano. Incluso los PPKausas, adictos a los colores de su líder, cambiaron rápido de camiseta. Lima lalalá se llenó de PPKeikos. Pero esa misma Lima, por primera vez, perdió una elección. Hasta el día de hoy, ésa es nuestra única certeza. //