Por fortuna, una parte de la cultura impresa sigue brincándose el cerco que imponen las editoriales corporativas (y también las independientes). El submundo de los fanzines se trata de la autopublicación. Una de las editoras del fanzine Pinche Chica Chic nos cuenta sobre la irreverencia y el libertinaje de estas revistas, a las que les sobra creatividad.
Nos conocimos en una subasta del icónico uniforme de Jorge Campos, exportero de futbol mexicano, que iluminó la cancha del Mundial de 1994, en Estados Unidos, con sus colores fluorescentes y sus grecas y rombos impresos en serigrafía. Éramos las únicas dos personas sin dinero que asistían a ese magno evento solo para atestiguarlo como un hecho histórico, pues ni siquiera podríamos pujar por el precio de salida. Días después coincidimos otra vez en un puesto de belleza unisex, a las afueras del metro San Cosme, debajo de una antigua campana de secado, mientras la estilista nos hacía un esplendoroso permanente en el pelo, imitación Pompadour. Nos hablamos con el pretexto de preguntar si sabíamos quién se había quedado finalmente con el atuendo del Brody. No supimos (después de seis años, sospechamos que se lo llevó el guitarrista de la banda británica Idles, quien subió al escenario en distintos festivales de música con ese conjunto deportivo inspirado en los atardeceres de Acapulco y los días en la playa, arriba de una tabla de surf). El destino nos volvió a unir meses después en un karaoke coreano de la Juárez, donde de plano hicimos caso a la providencia que nos invitaba irremediablemente a fundar una secta sobre la moda y el humor, cuando al unísono cantamos “Ya llegó Jorge Campos”, interpretada por La Onda Vaselina, la estrofa alusiva a la vestimenta de nuestro próximo líder: Él se viste de rosa, rosa muy mexicano / y es también muy sencillo, por eso todos lo quieren tanto. / Su nombre es Jorge Campos, Pumas y Selección. / Delantero y portero, gran jugador, es todo un campeón. Ya teníamos el cántico, nos faltaba el órgano de difusión ideológica. Entonces nació el fanzine Pinche Chica Chic, en junio de 2016.
Existe otra versión, la real y no oficial, de su surgimiento que casi nadie conoce. Ilustra poco los verdaderos inicios de nuestro interés por el submundo de la autopublicación, que ni nosotras mismas podríamos ubicar con precisión. La omitimos cada vez que hay oportunidad de hablar sobre este proyecto por el que damos la cara, Angélica Olavarría y yo, pero que en realidad está encabezado por Fela Cutie y Agustín Cabeza de Manzana, dos perritos graciosos y dictatoriales que nos indican el camino a seguir en cada nuevo número. Preferimos contar la historia oficial y fantástica, mencionada al principio, que, si bien no derivó en un culto satánico hacia la moda y el humor porque nos dio mucho miedo, nos llevó a producir un medio impreso sobre nuestro mayor gusto culpable, como antaño los clubes de fans celebraban los discos de platino por ventas que se ganaban sus cantantes o grupos de música favoritos. Conscientes de que a la industria editorial de la moda en México le hace falta diversión y buena redacción, publicamos desde hace seis años el mejor fanzine de humor sobre la moda seria. Cien ejemplares impresos en papel de color, cosidos en máquina y numerados a mano, con textos e ilustraciones a favor de las ojeras, Moujik, el perrito eterno de Yves Saint Laurent, y las Dr. Martens, entre otras extravagancias, de parte de distinguidas plumas y lápices nacionales e internacionales, como Mario Bellatin, Ana Juan, Rabia.
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Según la Historia con mayúsculas ―aunque más bien debiera decir: de acuerdo con la comunidad entusiasta que se ha encargado de mantener viva la tradición del fanzine, generación tras generación, porque no existen los historiadores del fanzine, como tal―, el primer fanzine en la vida fue The Comet, publicado de 1930 a 1933 por el Club de Correspondencia Científica de Chicago, en Estados Unidos. Un cuadernillo engrapado, escrito en mimeógrafo, en el que los integrantes del grupo, puros señores a juzgar por su directorio, difundían contenido relacionado con la ciencia ficción, una disciplina más o menos inédita que estaba causando sensación. En el primer número, compuesto por diez páginas, se incluyó: una breve revisión histórica del colectivo; una elegante invitación a los deudores para pagar suscripciones atrasadas, porque no iban a permitir la permanencia de “gandules” en la organización; un artículo sobre la recién descubierta maquinaria cerebral humana; el poema “Evolución”, en el que se insiste nuevamente en la necesidad de amortizar las deudas, con versos alusivos a un pasado remoto como peces y renacuajos y un presente de hombres tacaños; y, para terminar, los retratos a mano alzada de dos ilustres, al parecer Einstein y Beethoven, de quienes los lectores debían adivinar sus identidades.
Libertino como es, el fanzine rehúye a ubicarse en un solo lugar en el tiempo y el espacio, y permite entonces que cada quien le confiera un origen particular, de acuerdo a sus propias condiciones sociales y geográficas. En ese sentido, me gusta pensar que la primera creadora de fanzines fue una mexicana de nombre Juana Belén Gutiérrez, quien ya los producía desde 1901, sin saber que, casi medio siglo después, tendrían ese mote, cuando Russ Chauvenet, otro fanático de la ciencia ficción, acuñó el término en Estados Unidos. Solo porque al buen hombre la palabra “fanzine” le sonaba mejor que “fanmag”, al unir “fan” con “magazine”, para nombrar a las revistas de aficionados. Con el lema “Justicia y libertad”, Juana Belén fundó en Guanajuato un semanario de oposición al régimen de Porfirio Díaz. Era una fanática de la justicia. En el primer número, ella misma lo refiere como “un periódico recomendabilísimo, redactado por una ilustre dama”. Defensora de los derechos de las mujeres y de los mineros, muy pronto la denunciaron y le decomisaron su prensa, por lo que tuvo que escapar a la Ciudad de México, donde imprimió su gacetilla hasta 1911, porque la encarcelaron ¡por tercera ocasión! Intentó revivirla una tercera vez en el extranjero pero circuló pocos meses más y finalmente desapareció. Mientras sus colegas difundían consejos para ser una buena ama de casa, madre y esposa, Juana Belén fue la primera mujer en México en dirigir una publicación sobre temas políticos. Una fanzinera hecha y derecha, bueno… de izquierda.
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A caballo entre la carta y la revista, pasando por el folleto, el tríptico y la hoja volante, está el fanzine. Una hoja doblada por la mitad, con letras o dibujos a mano o impresos, es el principio. Stephen Duncombe, fanzinero y académico neoyorquino ―a quien aluden todos, y esta vez no será la excepción, porque, ah, parece obligatorio legitimar los temas que nos gustan mediante la cita de una autoridad―, define a los fanzines en Notes from Underground: Zines and the Politics of Alternative Culture (Verso, 1997), considerado además el primer estudio al respecto, como “pequeñas publicaciones llenas de desvaríos de mucha rareza y explosiones de caótico diseño, en las que los autores privilegian la ética del DIY (Do It Yourself/Hazlo tú mismo): produce tu propia cultura y deja de consumir lo que el capitalismo produce para ti”. Los fanzines crecen, como la hierba mala, en las fisuras de los muros que han dejado los temblores en las grandes casas editoriales, y pasan inadvertidos en las jardineras de las editoriales independientes. Los fanzines no tienen lomo ni ISBN, a veces ni siquiera un autor visible. Son lo más parecido al espíritu. Si el espíritu tiene una forma o varias formas, se materializa en el alma de cada fanzine, que es único. Los que crea Bru PoniAlta, por ejemplo, en floresrosx, su microeditorial ficticia, jotita, travesti y mariki, son “un campo de batalla emocional que lucha, fotocopia a fotocopia, por un futuro interseccional impreso en papel rosita, encuadernado a mano, y repartido con el amor que solo alguien que se ha sentido excluido de la conversación es capaz de brindar”. Cualquier obsesión personal o colectiva puede fanzinearse porque, como dice Andrea Galaxina, creadora de la microscópica editorial queer y feminista de discos, libros y fanzines, Bombas para desayunar, un fanzine, más que un objeto en sí mismo, es una manera de ver el mundo.
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Me gustaría decir que conocí los fanzines en el tianguis del Chopo, cuna de la contracultura mexicana en la década de los ochenta, donde esos impresos usados “se reproducen, intercambian y estudian con deliberación académica”, según caracterizó Carlos Monsiváis en el texto que le dedica a este lugar de la rebeldía, en su libro Los rituales del caos (Era, 1995). Pero la verdad es que la primera vez que vi uno fue en 2011, cuando el Chopo ya había dejado de ser el lugar de distribución de Chap’s, por ejemplo, el fanzine de las Chavas Activas Punk, un colectivo de chicas de entre trece y diecinueve años de Neza, que se juntaban el siglo pasado a platicar sobre otras maneras de relacionarse en el mundo, más allá de la violencia y la desigualdad, y tenían su propia banda de punk, Virginidad Sacudida. Ocurrió en una expo del MUAC, creo que se llamaba Antes de la resaca, algo así. Para entonces, los fanzines ya formaban parte de los archivos. Era un ejemplar de Casper, realizado en los años noventa en México por el colectivo de arte Temístocles 44 ―Daniel Guzmán, Luis Felipe Ortega, Gabriel Kuri y Damián Ortega―, que reproducía, entre otras cosas, imágenes y textos de artistas locales e internacionales, junto con stickers y pósters. Pero hubo una palabrita que encendió en mí la llama del amor por estos impresos tan desobedientes; no podría asegurarlo pero, según lo que recuerdo, la ficha técnica decía que su contenido era de algún modo ilegal. ¿Cómo podía transgredir la ley algo que hablaba de arte? Copiando. Hacían calcas, imitaciones o sus propias versiones de lo que hacían los demás. Nació y murió el Día del Trabajo, de 1998 y 1999 respectivamente. Cada uno de sus trece números tuvo un título diferente, anagramas del original: Percas, Pacers, Es crap, Pescar, Scrape, etc. Encantador.
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Los fanzines se popularizaron en los setenta entre los punks, cuando Mark Perry salió extasiado del ruidero que habían hecho los Ramones sobre un escenario en Londres el 4 de julio de 1976 y esa misma semana, inspirado por las imperfecciones de su sonido, tecleó en una máquina de escribir para niños, que le habían regalado en Navidad a los diez años, el primer número de Sniffin’ Glue, reproducido en la fotocopiadora de la oficina donde trabajaba su novia. Legendario fanzine punk, que retomaba el nombre de una canción del grupo neoyorquino, con un número completo dedicado a ellos, expresaba la urgencia de discutir sobre esa música nueva que para la prensa especializada era defectuosa y ridícula. Titulares hechos a mano con marcador, tachaduras y recortes acomodados en forma de collage, y una plana entera de “No sabía qué poner aquí, ¡así que escribí esto!” hecha por Perry con plumón. El siguiente gran hito del fanzine sucedió en los años noventa, cuando las chicas del movimiento Riot Grrrl en Estados Unidos irrumpieron en la escena musical con sus propias bandas de punk de letras feministas. “Porque debemos tomar el control de los medios de producción para crear nuestras propias quejas”, decía uno de los puntos de su manifiesto, publicado en Bikini Kill Zine 2, confeccionado por Kathleen Hanna, Tobi Vail y Kathi Wilcox.
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Madrastra Negativa, Israpop, Baby Llama King of Drama, Colectivo Sin Cariño, Fauna Nociva, Coshitas Pechochas, Catedral Anal, Niña Diablo, Cooperativa Cebollas Agrias, Beibi Creyzi, Cumbias Borrascosas, Creepypastel666 son algunos nombres de fanzineros mexicanos actuales. Ojalá que mi abuela ya se muera, Tumba la RAE, mami, Las historias más horribles en mi Nezota, El manual del oso goloso, Todxs lloramos, Fashion Bitches, No lucho contra nada! son los títulos de sus fanzines. Aquí te puedes llamar como quieras y también escribir como quieras, no están mal vistas las faltas de ortografía o la mala redacción, tampoco los dibujos hechos con rayitas o sin técnica. Todo es bienvenido. No existe medio de difusión, ni siquiera el Internet, tan libre como los fanzines, del cual solo poseen control total sus autores, quienes se encargan de crearlo, diseñarlo, imprimirlo y distribuirlo. Participan en cada eslabón del proceso editorial. Solo se requiere lápiz, papel y esa idea que en ningún otro lado es posible compartir más que ahí. Lo que nos callamos por temor a que nos juzguen o censuren.
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Floreciendo Ciudad, fanzinera de Tlalnepantla, hizo un fanzine que siempre escondía porque hablaba de su papá y no quería que él o su mamá o su hermano lo leyeran. Pero un día la invitaron a participar en un festival y lo llevó, creía que su familia no asistiría pues se disputaba algún partido del Mundial. Se sorprendió al verlos llegar y olvidó esconder el fanzine, como siempre lo había hecho. La señora lo tomó de la mesita para hojearlo, dijo que le había parecido verlo en la casa. Se puso a llorar y le compró dos, pagando más de lo que su hija pedía por ejemplar. Su papá lo leyó en voz alta, llorando. “Y no sé, ese momento fue el equivalente a muchísimas sesiones de terapia, muy sanador, y también lloré yo, de feli. Y ojalá expropien Televisa”. El fanzine y a veces cuando llegas de noche, cuyo título alude a la letra de una famosa canción de Timbiriche dedicada a los padres, comparte la sensación agridulce que ha dejado en su autora el hecho de que el suyo trabaje en la conocida productora televisiva, donde ella pudo conocer a sus ídolos infantiles de niña, al tiempo que aguantaba su ausencia por las interminables horas extra que él debía trabajar ahí, sin mejores sueldos ni prestaciones.
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Empecé a coleccionar fanzines después de hacer el mío, cuando entré al submundo de la autopublicación, un lugar irreverente y gracioso, a veces triste, donde veía y leía cosas que no había visto o leído en ningún lado. Ha sido algo difícil conformar una colección de fanzines muy coherente porque entre los fanzineros nos regalamos o intercambiamos piezas en ferias y festivales, y yo me quedo con todas las que me dan, me es complicado discriminar. Creo que puedo distinguir más o menos algunos temas entre los que he adquirido por mi propia cuenta: moda, música, emociones y naturaleza. No sé si un día llegaré a tener un ejemplar raro o demasiado importante, una de las pocas piezas de una serie exclusiva de tiraje reducido, pero hasta ahora ese no ha sido mi afán, sino divertirme y esperar a que alguien invente un mueble o dispositivo para disponerlos. Ni el librero ni el revistero es el lugar adecuado para los impresos sin lomo como estos.
Ojalá que todos hiciéramos fanzines y los dejáramos en la mesita de revistas del dentista, en la peluquería, en las paradas del trole, en las maquinitas, en los asientos del banco o en las bancas del parque, en el baño. Imagino el asombro de quien encuentre esa pequeña “revista” hecha con el corazón. Acostumbrados a que siempre ganen los mismos, que alguien se atreva en estos tiempos a producir un fanzine, una actividad cero redituable económicamente, tal vez pueda recordarnos que siempre hay otras posibilidades. Hay un dicho conocido entre los que estamos aquí: una vez que entras ya nunca quieres salir. “El síntoma primario de la felicidad es desear la repetición”, leí entre las páginas de algún fanzine.