Una entrevista con Bruno Santamaría, director del documental "Cosas que no hacemos", en el que retrata la infancia de un grupo de niños en una pequeña comunidad isleña. Un lugar, como tantos otros, donde la violencia pone límites a la inocencia.
El pasado 19 de noviembre, el documental mexicano Cosas que no hacemos, de Bruno Santamaría Razo, ganó el Premio Cinecolor-Shalalá en la competencia del Festival Internacional de Cine de Los Cabos. La película, que se estrenará en 2021, explora la inocencia y vitalidad que florece en El Roblito, una isla rodeada de manglares en Nayarit, al borde de la frontera con Sinaloa. Bruno se enteró de la existencia de El Roblito cuando su hermano le habló sobre su belleza, que descubrió en un viaje de investigación científica. En ese entonces, tenía muchas ganas de iniciar un proyecto que le permitiera filmar el proceso de crecimiento de algún niño o niña. Le interesaba analizar la forma en que la violencia impacta la realidad de muchos mexicanos en su camino a la madurez. “Llegué a la zona de manglares y un niño de aproximadamente siete años, abordo de una lancha, me contó que cada Navidad Santa Claus vuela a unas islas, entre ellas El Roblito, aventando dulces en un paracaídas de colores”, cuenta Bruno. “Le creí y busqué un pretexto para presenciar lo que me contó”.Cuando llegó a El Roblito, Bruno tuvo la sensación de que no había adultos, como si hubiera llegado al "País de nunca jamás", de Peter Pan. Su sensación no era incorrecta, la mayoría de los adultos en la isla trabajan todo el día y los dejan solos en su isla. En el documental se puede ver a los niños correr, reír y enfrentar sus primeros problemas en un mundo que parece existir solo para ellos. “Ahí entendí que tenía que contar una historia a través de esos niños”.Establecer una relación de confianza con los habitantes del pueblo tomó tres años. “Al principio desconfiaban, pero conforme pasó el tiempo nos fuimos vinculando y empezamos a construir vínculos, nos reíamos y nos contábamos nuestros sueños”, cuenta Bruno. Durante ese tiempo, la cámara siempre estuvo presente y a las personas en El Roblito les fue quedando muy claro que lo que él y su equipo querían, era contar su historia. “Ayudó muchísimo mostrarles películas y darles clases de video a los niños, eso nos vinculó de una manera mucho más profunda”.[read more]Al estar en una isla, El Roblito, es una comunidad relativamente alejada de los problemas de violencia que enfrenta el país, aunque no escapa del todo. “Durante la filmación fuimos testigos de un incidente de violencia, que nos obligó a hacer una pausa de seis meses para entender lo que había pasado”. Mientras Bruno y su equipo grababan, fueron testigos del asesinato de una persona, un acto derivado de una vieja disputa familiar. Las secuelas de este suceso fueron filmadas y aparecen en el documental. “Parte de lo que quería ver, filmar y conocer, era la manera en que diferentes tipos de violencia te hacen crecer y cuestionar la realidad. Pero para mí era importante mostrar que no es lo mismo jugar con espadas y pistolas de juguete en un espacio en donde eso no existe, a hacerlo en un lugar donde esos enfrentamientos sí suceden. Eso le da a la historia una densidad muy fuerte”. Cuando regresaron a filmar después del incidente, la relación entre Bruno, su equipo y las personas del pueblo se había fortalecido. “Para ellos fue importante ver que, a pesar de eso tan fuerte que había ocurrido, volvimos. Se dieron cuenta de que realmente me importaba”.En una de sus visitas al pueblo, Bruno conoció a quien sería el protagonista de la historia que tanto quería contar, Arturo (Ñoño), un niño de doce años. Durante la filmación, Bruno descubrió que Ñoño guardaba un secreto. “Me contó que él no era gay, pero que se sentía mujer y que le quería decir lo antes posible a sus padres, porque ya no podía guardárselo”. Bruno y Andrea Rabasa, editora de la película, se dieron cuenta durante el proceso de edición que guardar un secreto es una experiencia que genera mucha soledad. “Para todos era muy importante que la película mostrara el gesto de valor que tiene Ñoño, ahora Dayanara, cuando le revela a sus padres su verdadera identidad, aún más en un país con altísimos niveles de transfeminicidios y violencia”. A pesar de lo duro de estos temas, a Bruno le gustaría que las personas que vean su documental vuelvan a su infancia, a ese momento donde les preocupaban muy pocas cosas y traigan de regreso esa sensación de vitalidad. [/read]