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Phillips evita planos generales cuando los personajes cantan y se desplazan en lo que apenas si parece una coreografía
Quizá se esperaba mucho de Todd Phillips para la secuela de <em>Joker</em>, el mítico villano de <em>Batman</em>, tanto que este intento se quedó sin gas en el camino entre el musical y la crítica social al estilo de Martin Scorsese.
Durante la campaña previa al estreno internacional de Joker: Folie à deux (2024), el director Todd Phillips se negó a describirla como un musical; más bien, dijo, se trataba de “una película en la que la música es un elemento esencial”, es decir, un musical. Lady Gaga, la nueva coprotagonista, dijo lo mismo en el Festival de Venecia, y añadió que la música era solo una forma en que los personajes “expresan lo que necesitan decir”. O sea, de nuevo, un musical. Y qué sorpresa ver Joker 2 y al fin entender la renuencia a encasillarla en un género despreciado por el público masculino —a quien van dirigidas esta secuela y su primera parte—, pero no porque se distancie genuinamente de él, sino porque está realizada con el temor de espantar a sus consumidores, negando así sus propios temas.
Ya de por sí, Joker (2019) era incoherente: durante la mayoría del metraje se dedicaba a excusar al protagonista, Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), por comportamientos de acoso y violencia: su madre, su amada, su ídolo, sus colegas, su público, el mundo entero, representaban una provocación que abrumaba la fragilidad de su carácter hasta ponerlo en contra de todos. La inesperada violencia de este personaje flaco —en cuerpo y alma— parece bien merecida hasta que alcanza a los padres de Bruce Wayne (otrora Bruno Díaz), lo cual supone una moralización: la venganza de Fleck y sus seguidores se desata sobre un inocente que, en el futuro, continuará la cadena de violencia disfrazado de murciélago.
Joker: Folie à deux sostiene durante un poco menos tiempo la fantasía incel (los hombres marginados ameritan regresarle al mundo y a las mujeres sus rechazos) hasta meter un freno más contundente que la primera parte. Sin embargo, en sus secuencias musicales se percibe la misma indecisión y renuencia que en las declaraciones de sus creadores: no hay grandes despliegues técnicos como los del Hollywood clásico; prácticamente no hay coreografías, no hay colores alegres, ni siquiera hay canciones originales sobre las circunstancias de los protagonistas, sino temas tradicionales desde “That’s Life” hasta “That’s Entertainment!”, del musical de Vincente Minnelli, Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon, 1953). De hecho esta película aparece en pantalla como para ligar el trabajo de Phillips con el de Minnelli, pero el abismo entre ambos no podría ser más grande ni más hondo: todo lo que no hace uno lo hacía el otro porque resulta que en los conservadores años cincuenta había menos temor a realizar un cine “afeminado” que en nuestros locos veinte.
Phillips evita planos generales cuando los personajes cantan y se desplazan en lo que apenas si parece una coreografía; los rostros ocupan la mayor parte del montaje. Cuando llega a haber imágenes más abiertas, la atención se dispersa hacia los escenarios y la cámara se desplaza lateralmente como en cualquier concierto en vivo; se ausentan por completo la imaginación y, sobre todo, el deleite de los musicales clásicos. Por supuesto, se puede argumentar que la languidez no es una mera concesión al público que detesta los musicales, sino que proviene del propio Fleck, pero su alter ego, el Guasón (como lo conocemos en Latinoamérica), camina con altanería y soltura. Fue particularmente famosa la secuencia de la película anterior en la que el protagonista hacía una “danza de la muerte” que imitaron muchos admiradores fuera de la pantalla, pero la espontaneidad de aquella escena se disuelve en un estilo rígido y casi avergonzado de estar dirigiendo lo que, en los hechos, es un musical.
La mención de los fanáticos nos conduce ahora a la trama, ya que ellos son (más o menos) su objetivo y (definitivamente) su objeto. Joker 2 retoma la historia de Fleck tras provocar una revuelta en Ciudad Gótica. Ahora se encuentra aislado en el Asilo Arkham, en espera de su juicio para determinar si merece quedarse en donde está o si moverlo a una prisión. Afuera, sus seguidores esperan la oportunidad para liberarlo, y adentro del asilo una de ellos busca acercarse para inspirar su revuelta. Harleen Quinzel (Gaga) es, más que un personaje, un objeto que parece manar de la consciencia de Fleck: su personalidad se concentra en adorarlo, y sus acciones, en seducirlo. Aunque en algún punto se descubren ciertas mentiras, el resto del tiempo ella es consistente en su abnegación dirigida a la idea que representa Fleck: la insurgencia de los marginados. Al igual que su predecesora, esta secuela es didáctica para describir sus temas y, más que imitar la filmografía de Martin Scorsese, expresa una admiración a sus personajes, no a él.
Las fuentes de ambas películas, Taxi Driver (1976) y El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982), son expresiones irónicas no desde, sino sobre, la masculinidad más tóxica. Ambas son contadas desde la perspectiva de sus protagonistas para evitar precisamente los señalamientos que hace Todd Phillips y dificultar la reacción del público: ni Travis Bickle ni Rupert Pupkin (Robert De Niro, en ambos casos) son juzgados por las películas porque detrás de ellas está un cineasta católico que los compadece y se niega a aventarles la primera piedra, pero tampoco los maquilla. Travis mira con desprecio a los personajes negros, quiere imponer su idea de virtud a las mujeres que lo fascinan y resuelve sus conflictos a balazos; Rupert secuestra a su héroe para ganarse un espacio en la televisión y habla con una madre que nunca vemos. Nadie en la pantalla los acusa de psicóticos, racistas o misóginos, ni nadie los defiende como víctimas de la sociedad, pero se pueden ver ambos lados en ellos. Arthur, en contraste, es simplificado tanto por su intérprete como por su director, que lo muestran siempre justificado por una psiquiatra, una abogada y otras figuras que le insisten al público en verlo con lástima.
Incluso cuando es desatada la violencia se ausentan la fealdad y el dolor enfatizados por Scorsese, ya que Phillips busca poner a los espectadores en un lugar de satisfacción, no de repudio. Hasta que ya no. En pocas palabras, Phillips comunica de manera burda que Fleck es un mártir, para luego cambiar de opinión y pedirles a los niños que no hagan nada de lo representado en casa. Scorsese nos ofrece un mundo más complicado en el que se manifiestan los hechos para que el público los evalúe, no juicios para educarlo.
A pesar de todo, cuando Joker: Folie à deux deja de idealizar a su protagonista se convierte en un golpe de pecho que, si bien no mejora la película, sí hace algo desconcertante y hasta bienvenido para una superproducción con tantas expectativas de por medio: renegar de su público. En el asilo hay un preso, Ricky Meline (Jacob Lofland), que admira a Arthur o el Guasón o ambos, quién sabe. Él representa a los espectadores que en cada función llegarán disfrazados con el traje rojo, la camisa verde, el chaleco naranja y el maquillaje de payaso. Ricky sigue a Arthur en la prisión, se ríe de sus chistes y se emociona con el juicio. Al igual que Harleen, es un cuerpo primario orbitando alrededor de su héroe, pero la fuerza gravitacional se viene abajo con la fuerza moral.
No vale la pena revelar mucho más, pero sí hay que subrayar desde la abstracción, al menos, que Joker 2 se toma el riesgo de atacar la idolatría aunque esta es, de forma contradictoria, su mayor ingrediente para el éxito en taquilla. La primera parte produjo fanáticos que ahora la segunda regaña. Pareciera que a Phillips le atemorizó la traducción de la violencia en pantalla a actos reales y da un paso atrás: no es un paso particularmente valiente —recordemos que su ambiguo rechazo al musical sugiere un temor a quedar mal—, ni es uno sofisticado, como el que dio Scorsese en Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2024) al renunciar a la ironía mediante su representación de una maldad banal, condenada por su propia voz a punto de quebrarse. Sin embargo, el mensaje de Phillips es claro: en una contemporaneidad política y cultural más contaminada que nunca por el espectáculo y la estimulación —por los fanáticos— nos pide parar. No es mucho, pero esperaba menos.
Quizá se esperaba mucho de Todd Phillips para la secuela de <em>Joker</em>, el mítico villano de <em>Batman</em>, tanto que este intento se quedó sin gas en el camino entre el musical y la crítica social al estilo de Martin Scorsese.
Durante la campaña previa al estreno internacional de Joker: Folie à deux (2024), el director Todd Phillips se negó a describirla como un musical; más bien, dijo, se trataba de “una película en la que la música es un elemento esencial”, es decir, un musical. Lady Gaga, la nueva coprotagonista, dijo lo mismo en el Festival de Venecia, y añadió que la música era solo una forma en que los personajes “expresan lo que necesitan decir”. O sea, de nuevo, un musical. Y qué sorpresa ver Joker 2 y al fin entender la renuencia a encasillarla en un género despreciado por el público masculino —a quien van dirigidas esta secuela y su primera parte—, pero no porque se distancie genuinamente de él, sino porque está realizada con el temor de espantar a sus consumidores, negando así sus propios temas.
Ya de por sí, Joker (2019) era incoherente: durante la mayoría del metraje se dedicaba a excusar al protagonista, Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), por comportamientos de acoso y violencia: su madre, su amada, su ídolo, sus colegas, su público, el mundo entero, representaban una provocación que abrumaba la fragilidad de su carácter hasta ponerlo en contra de todos. La inesperada violencia de este personaje flaco —en cuerpo y alma— parece bien merecida hasta que alcanza a los padres de Bruce Wayne (otrora Bruno Díaz), lo cual supone una moralización: la venganza de Fleck y sus seguidores se desata sobre un inocente que, en el futuro, continuará la cadena de violencia disfrazado de murciélago.
Joker: Folie à deux sostiene durante un poco menos tiempo la fantasía incel (los hombres marginados ameritan regresarle al mundo y a las mujeres sus rechazos) hasta meter un freno más contundente que la primera parte. Sin embargo, en sus secuencias musicales se percibe la misma indecisión y renuencia que en las declaraciones de sus creadores: no hay grandes despliegues técnicos como los del Hollywood clásico; prácticamente no hay coreografías, no hay colores alegres, ni siquiera hay canciones originales sobre las circunstancias de los protagonistas, sino temas tradicionales desde “That’s Life” hasta “That’s Entertainment!”, del musical de Vincente Minnelli, Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon, 1953). De hecho esta película aparece en pantalla como para ligar el trabajo de Phillips con el de Minnelli, pero el abismo entre ambos no podría ser más grande ni más hondo: todo lo que no hace uno lo hacía el otro porque resulta que en los conservadores años cincuenta había menos temor a realizar un cine “afeminado” que en nuestros locos veinte.
Phillips evita planos generales cuando los personajes cantan y se desplazan en lo que apenas si parece una coreografía; los rostros ocupan la mayor parte del montaje. Cuando llega a haber imágenes más abiertas, la atención se dispersa hacia los escenarios y la cámara se desplaza lateralmente como en cualquier concierto en vivo; se ausentan por completo la imaginación y, sobre todo, el deleite de los musicales clásicos. Por supuesto, se puede argumentar que la languidez no es una mera concesión al público que detesta los musicales, sino que proviene del propio Fleck, pero su alter ego, el Guasón (como lo conocemos en Latinoamérica), camina con altanería y soltura. Fue particularmente famosa la secuencia de la película anterior en la que el protagonista hacía una “danza de la muerte” que imitaron muchos admiradores fuera de la pantalla, pero la espontaneidad de aquella escena se disuelve en un estilo rígido y casi avergonzado de estar dirigiendo lo que, en los hechos, es un musical.
La mención de los fanáticos nos conduce ahora a la trama, ya que ellos son (más o menos) su objetivo y (definitivamente) su objeto. Joker 2 retoma la historia de Fleck tras provocar una revuelta en Ciudad Gótica. Ahora se encuentra aislado en el Asilo Arkham, en espera de su juicio para determinar si merece quedarse en donde está o si moverlo a una prisión. Afuera, sus seguidores esperan la oportunidad para liberarlo, y adentro del asilo una de ellos busca acercarse para inspirar su revuelta. Harleen Quinzel (Gaga) es, más que un personaje, un objeto que parece manar de la consciencia de Fleck: su personalidad se concentra en adorarlo, y sus acciones, en seducirlo. Aunque en algún punto se descubren ciertas mentiras, el resto del tiempo ella es consistente en su abnegación dirigida a la idea que representa Fleck: la insurgencia de los marginados. Al igual que su predecesora, esta secuela es didáctica para describir sus temas y, más que imitar la filmografía de Martin Scorsese, expresa una admiración a sus personajes, no a él.
Las fuentes de ambas películas, Taxi Driver (1976) y El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982), son expresiones irónicas no desde, sino sobre, la masculinidad más tóxica. Ambas son contadas desde la perspectiva de sus protagonistas para evitar precisamente los señalamientos que hace Todd Phillips y dificultar la reacción del público: ni Travis Bickle ni Rupert Pupkin (Robert De Niro, en ambos casos) son juzgados por las películas porque detrás de ellas está un cineasta católico que los compadece y se niega a aventarles la primera piedra, pero tampoco los maquilla. Travis mira con desprecio a los personajes negros, quiere imponer su idea de virtud a las mujeres que lo fascinan y resuelve sus conflictos a balazos; Rupert secuestra a su héroe para ganarse un espacio en la televisión y habla con una madre que nunca vemos. Nadie en la pantalla los acusa de psicóticos, racistas o misóginos, ni nadie los defiende como víctimas de la sociedad, pero se pueden ver ambos lados en ellos. Arthur, en contraste, es simplificado tanto por su intérprete como por su director, que lo muestran siempre justificado por una psiquiatra, una abogada y otras figuras que le insisten al público en verlo con lástima.
Incluso cuando es desatada la violencia se ausentan la fealdad y el dolor enfatizados por Scorsese, ya que Phillips busca poner a los espectadores en un lugar de satisfacción, no de repudio. Hasta que ya no. En pocas palabras, Phillips comunica de manera burda que Fleck es un mártir, para luego cambiar de opinión y pedirles a los niños que no hagan nada de lo representado en casa. Scorsese nos ofrece un mundo más complicado en el que se manifiestan los hechos para que el público los evalúe, no juicios para educarlo.
A pesar de todo, cuando Joker: Folie à deux deja de idealizar a su protagonista se convierte en un golpe de pecho que, si bien no mejora la película, sí hace algo desconcertante y hasta bienvenido para una superproducción con tantas expectativas de por medio: renegar de su público. En el asilo hay un preso, Ricky Meline (Jacob Lofland), que admira a Arthur o el Guasón o ambos, quién sabe. Él representa a los espectadores que en cada función llegarán disfrazados con el traje rojo, la camisa verde, el chaleco naranja y el maquillaje de payaso. Ricky sigue a Arthur en la prisión, se ríe de sus chistes y se emociona con el juicio. Al igual que Harleen, es un cuerpo primario orbitando alrededor de su héroe, pero la fuerza gravitacional se viene abajo con la fuerza moral.
No vale la pena revelar mucho más, pero sí hay que subrayar desde la abstracción, al menos, que Joker 2 se toma el riesgo de atacar la idolatría aunque esta es, de forma contradictoria, su mayor ingrediente para el éxito en taquilla. La primera parte produjo fanáticos que ahora la segunda regaña. Pareciera que a Phillips le atemorizó la traducción de la violencia en pantalla a actos reales y da un paso atrás: no es un paso particularmente valiente —recordemos que su ambiguo rechazo al musical sugiere un temor a quedar mal—, ni es uno sofisticado, como el que dio Scorsese en Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2024) al renunciar a la ironía mediante su representación de una maldad banal, condenada por su propia voz a punto de quebrarse. Sin embargo, el mensaje de Phillips es claro: en una contemporaneidad política y cultural más contaminada que nunca por el espectáculo y la estimulación —por los fanáticos— nos pide parar. No es mucho, pero esperaba menos.
Phillips evita planos generales cuando los personajes cantan y se desplazan en lo que apenas si parece una coreografía
Quizá se esperaba mucho de Todd Phillips para la secuela de <em>Joker</em>, el mítico villano de <em>Batman</em>, tanto que este intento se quedó sin gas en el camino entre el musical y la crítica social al estilo de Martin Scorsese.
Durante la campaña previa al estreno internacional de Joker: Folie à deux (2024), el director Todd Phillips se negó a describirla como un musical; más bien, dijo, se trataba de “una película en la que la música es un elemento esencial”, es decir, un musical. Lady Gaga, la nueva coprotagonista, dijo lo mismo en el Festival de Venecia, y añadió que la música era solo una forma en que los personajes “expresan lo que necesitan decir”. O sea, de nuevo, un musical. Y qué sorpresa ver Joker 2 y al fin entender la renuencia a encasillarla en un género despreciado por el público masculino —a quien van dirigidas esta secuela y su primera parte—, pero no porque se distancie genuinamente de él, sino porque está realizada con el temor de espantar a sus consumidores, negando así sus propios temas.
Ya de por sí, Joker (2019) era incoherente: durante la mayoría del metraje se dedicaba a excusar al protagonista, Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), por comportamientos de acoso y violencia: su madre, su amada, su ídolo, sus colegas, su público, el mundo entero, representaban una provocación que abrumaba la fragilidad de su carácter hasta ponerlo en contra de todos. La inesperada violencia de este personaje flaco —en cuerpo y alma— parece bien merecida hasta que alcanza a los padres de Bruce Wayne (otrora Bruno Díaz), lo cual supone una moralización: la venganza de Fleck y sus seguidores se desata sobre un inocente que, en el futuro, continuará la cadena de violencia disfrazado de murciélago.
Joker: Folie à deux sostiene durante un poco menos tiempo la fantasía incel (los hombres marginados ameritan regresarle al mundo y a las mujeres sus rechazos) hasta meter un freno más contundente que la primera parte. Sin embargo, en sus secuencias musicales se percibe la misma indecisión y renuencia que en las declaraciones de sus creadores: no hay grandes despliegues técnicos como los del Hollywood clásico; prácticamente no hay coreografías, no hay colores alegres, ni siquiera hay canciones originales sobre las circunstancias de los protagonistas, sino temas tradicionales desde “That’s Life” hasta “That’s Entertainment!”, del musical de Vincente Minnelli, Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon, 1953). De hecho esta película aparece en pantalla como para ligar el trabajo de Phillips con el de Minnelli, pero el abismo entre ambos no podría ser más grande ni más hondo: todo lo que no hace uno lo hacía el otro porque resulta que en los conservadores años cincuenta había menos temor a realizar un cine “afeminado” que en nuestros locos veinte.
Phillips evita planos generales cuando los personajes cantan y se desplazan en lo que apenas si parece una coreografía; los rostros ocupan la mayor parte del montaje. Cuando llega a haber imágenes más abiertas, la atención se dispersa hacia los escenarios y la cámara se desplaza lateralmente como en cualquier concierto en vivo; se ausentan por completo la imaginación y, sobre todo, el deleite de los musicales clásicos. Por supuesto, se puede argumentar que la languidez no es una mera concesión al público que detesta los musicales, sino que proviene del propio Fleck, pero su alter ego, el Guasón (como lo conocemos en Latinoamérica), camina con altanería y soltura. Fue particularmente famosa la secuencia de la película anterior en la que el protagonista hacía una “danza de la muerte” que imitaron muchos admiradores fuera de la pantalla, pero la espontaneidad de aquella escena se disuelve en un estilo rígido y casi avergonzado de estar dirigiendo lo que, en los hechos, es un musical.
La mención de los fanáticos nos conduce ahora a la trama, ya que ellos son (más o menos) su objetivo y (definitivamente) su objeto. Joker 2 retoma la historia de Fleck tras provocar una revuelta en Ciudad Gótica. Ahora se encuentra aislado en el Asilo Arkham, en espera de su juicio para determinar si merece quedarse en donde está o si moverlo a una prisión. Afuera, sus seguidores esperan la oportunidad para liberarlo, y adentro del asilo una de ellos busca acercarse para inspirar su revuelta. Harleen Quinzel (Gaga) es, más que un personaje, un objeto que parece manar de la consciencia de Fleck: su personalidad se concentra en adorarlo, y sus acciones, en seducirlo. Aunque en algún punto se descubren ciertas mentiras, el resto del tiempo ella es consistente en su abnegación dirigida a la idea que representa Fleck: la insurgencia de los marginados. Al igual que su predecesora, esta secuela es didáctica para describir sus temas y, más que imitar la filmografía de Martin Scorsese, expresa una admiración a sus personajes, no a él.
Las fuentes de ambas películas, Taxi Driver (1976) y El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982), son expresiones irónicas no desde, sino sobre, la masculinidad más tóxica. Ambas son contadas desde la perspectiva de sus protagonistas para evitar precisamente los señalamientos que hace Todd Phillips y dificultar la reacción del público: ni Travis Bickle ni Rupert Pupkin (Robert De Niro, en ambos casos) son juzgados por las películas porque detrás de ellas está un cineasta católico que los compadece y se niega a aventarles la primera piedra, pero tampoco los maquilla. Travis mira con desprecio a los personajes negros, quiere imponer su idea de virtud a las mujeres que lo fascinan y resuelve sus conflictos a balazos; Rupert secuestra a su héroe para ganarse un espacio en la televisión y habla con una madre que nunca vemos. Nadie en la pantalla los acusa de psicóticos, racistas o misóginos, ni nadie los defiende como víctimas de la sociedad, pero se pueden ver ambos lados en ellos. Arthur, en contraste, es simplificado tanto por su intérprete como por su director, que lo muestran siempre justificado por una psiquiatra, una abogada y otras figuras que le insisten al público en verlo con lástima.
Incluso cuando es desatada la violencia se ausentan la fealdad y el dolor enfatizados por Scorsese, ya que Phillips busca poner a los espectadores en un lugar de satisfacción, no de repudio. Hasta que ya no. En pocas palabras, Phillips comunica de manera burda que Fleck es un mártir, para luego cambiar de opinión y pedirles a los niños que no hagan nada de lo representado en casa. Scorsese nos ofrece un mundo más complicado en el que se manifiestan los hechos para que el público los evalúe, no juicios para educarlo.
A pesar de todo, cuando Joker: Folie à deux deja de idealizar a su protagonista se convierte en un golpe de pecho que, si bien no mejora la película, sí hace algo desconcertante y hasta bienvenido para una superproducción con tantas expectativas de por medio: renegar de su público. En el asilo hay un preso, Ricky Meline (Jacob Lofland), que admira a Arthur o el Guasón o ambos, quién sabe. Él representa a los espectadores que en cada función llegarán disfrazados con el traje rojo, la camisa verde, el chaleco naranja y el maquillaje de payaso. Ricky sigue a Arthur en la prisión, se ríe de sus chistes y se emociona con el juicio. Al igual que Harleen, es un cuerpo primario orbitando alrededor de su héroe, pero la fuerza gravitacional se viene abajo con la fuerza moral.
No vale la pena revelar mucho más, pero sí hay que subrayar desde la abstracción, al menos, que Joker 2 se toma el riesgo de atacar la idolatría aunque esta es, de forma contradictoria, su mayor ingrediente para el éxito en taquilla. La primera parte produjo fanáticos que ahora la segunda regaña. Pareciera que a Phillips le atemorizó la traducción de la violencia en pantalla a actos reales y da un paso atrás: no es un paso particularmente valiente —recordemos que su ambiguo rechazo al musical sugiere un temor a quedar mal—, ni es uno sofisticado, como el que dio Scorsese en Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2024) al renunciar a la ironía mediante su representación de una maldad banal, condenada por su propia voz a punto de quebrarse. Sin embargo, el mensaje de Phillips es claro: en una contemporaneidad política y cultural más contaminada que nunca por el espectáculo y la estimulación —por los fanáticos— nos pide parar. No es mucho, pero esperaba menos.
Quizá se esperaba mucho de Todd Phillips para la secuela de <em>Joker</em>, el mítico villano de <em>Batman</em>, tanto que este intento se quedó sin gas en el camino entre el musical y la crítica social al estilo de Martin Scorsese.
Durante la campaña previa al estreno internacional de Joker: Folie à deux (2024), el director Todd Phillips se negó a describirla como un musical; más bien, dijo, se trataba de “una película en la que la música es un elemento esencial”, es decir, un musical. Lady Gaga, la nueva coprotagonista, dijo lo mismo en el Festival de Venecia, y añadió que la música era solo una forma en que los personajes “expresan lo que necesitan decir”. O sea, de nuevo, un musical. Y qué sorpresa ver Joker 2 y al fin entender la renuencia a encasillarla en un género despreciado por el público masculino —a quien van dirigidas esta secuela y su primera parte—, pero no porque se distancie genuinamente de él, sino porque está realizada con el temor de espantar a sus consumidores, negando así sus propios temas.
Ya de por sí, Joker (2019) era incoherente: durante la mayoría del metraje se dedicaba a excusar al protagonista, Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), por comportamientos de acoso y violencia: su madre, su amada, su ídolo, sus colegas, su público, el mundo entero, representaban una provocación que abrumaba la fragilidad de su carácter hasta ponerlo en contra de todos. La inesperada violencia de este personaje flaco —en cuerpo y alma— parece bien merecida hasta que alcanza a los padres de Bruce Wayne (otrora Bruno Díaz), lo cual supone una moralización: la venganza de Fleck y sus seguidores se desata sobre un inocente que, en el futuro, continuará la cadena de violencia disfrazado de murciélago.
Joker: Folie à deux sostiene durante un poco menos tiempo la fantasía incel (los hombres marginados ameritan regresarle al mundo y a las mujeres sus rechazos) hasta meter un freno más contundente que la primera parte. Sin embargo, en sus secuencias musicales se percibe la misma indecisión y renuencia que en las declaraciones de sus creadores: no hay grandes despliegues técnicos como los del Hollywood clásico; prácticamente no hay coreografías, no hay colores alegres, ni siquiera hay canciones originales sobre las circunstancias de los protagonistas, sino temas tradicionales desde “That’s Life” hasta “That’s Entertainment!”, del musical de Vincente Minnelli, Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon, 1953). De hecho esta película aparece en pantalla como para ligar el trabajo de Phillips con el de Minnelli, pero el abismo entre ambos no podría ser más grande ni más hondo: todo lo que no hace uno lo hacía el otro porque resulta que en los conservadores años cincuenta había menos temor a realizar un cine “afeminado” que en nuestros locos veinte.
Phillips evita planos generales cuando los personajes cantan y se desplazan en lo que apenas si parece una coreografía; los rostros ocupan la mayor parte del montaje. Cuando llega a haber imágenes más abiertas, la atención se dispersa hacia los escenarios y la cámara se desplaza lateralmente como en cualquier concierto en vivo; se ausentan por completo la imaginación y, sobre todo, el deleite de los musicales clásicos. Por supuesto, se puede argumentar que la languidez no es una mera concesión al público que detesta los musicales, sino que proviene del propio Fleck, pero su alter ego, el Guasón (como lo conocemos en Latinoamérica), camina con altanería y soltura. Fue particularmente famosa la secuencia de la película anterior en la que el protagonista hacía una “danza de la muerte” que imitaron muchos admiradores fuera de la pantalla, pero la espontaneidad de aquella escena se disuelve en un estilo rígido y casi avergonzado de estar dirigiendo lo que, en los hechos, es un musical.
La mención de los fanáticos nos conduce ahora a la trama, ya que ellos son (más o menos) su objetivo y (definitivamente) su objeto. Joker 2 retoma la historia de Fleck tras provocar una revuelta en Ciudad Gótica. Ahora se encuentra aislado en el Asilo Arkham, en espera de su juicio para determinar si merece quedarse en donde está o si moverlo a una prisión. Afuera, sus seguidores esperan la oportunidad para liberarlo, y adentro del asilo una de ellos busca acercarse para inspirar su revuelta. Harleen Quinzel (Gaga) es, más que un personaje, un objeto que parece manar de la consciencia de Fleck: su personalidad se concentra en adorarlo, y sus acciones, en seducirlo. Aunque en algún punto se descubren ciertas mentiras, el resto del tiempo ella es consistente en su abnegación dirigida a la idea que representa Fleck: la insurgencia de los marginados. Al igual que su predecesora, esta secuela es didáctica para describir sus temas y, más que imitar la filmografía de Martin Scorsese, expresa una admiración a sus personajes, no a él.
Las fuentes de ambas películas, Taxi Driver (1976) y El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982), son expresiones irónicas no desde, sino sobre, la masculinidad más tóxica. Ambas son contadas desde la perspectiva de sus protagonistas para evitar precisamente los señalamientos que hace Todd Phillips y dificultar la reacción del público: ni Travis Bickle ni Rupert Pupkin (Robert De Niro, en ambos casos) son juzgados por las películas porque detrás de ellas está un cineasta católico que los compadece y se niega a aventarles la primera piedra, pero tampoco los maquilla. Travis mira con desprecio a los personajes negros, quiere imponer su idea de virtud a las mujeres que lo fascinan y resuelve sus conflictos a balazos; Rupert secuestra a su héroe para ganarse un espacio en la televisión y habla con una madre que nunca vemos. Nadie en la pantalla los acusa de psicóticos, racistas o misóginos, ni nadie los defiende como víctimas de la sociedad, pero se pueden ver ambos lados en ellos. Arthur, en contraste, es simplificado tanto por su intérprete como por su director, que lo muestran siempre justificado por una psiquiatra, una abogada y otras figuras que le insisten al público en verlo con lástima.
Incluso cuando es desatada la violencia se ausentan la fealdad y el dolor enfatizados por Scorsese, ya que Phillips busca poner a los espectadores en un lugar de satisfacción, no de repudio. Hasta que ya no. En pocas palabras, Phillips comunica de manera burda que Fleck es un mártir, para luego cambiar de opinión y pedirles a los niños que no hagan nada de lo representado en casa. Scorsese nos ofrece un mundo más complicado en el que se manifiestan los hechos para que el público los evalúe, no juicios para educarlo.
A pesar de todo, cuando Joker: Folie à deux deja de idealizar a su protagonista se convierte en un golpe de pecho que, si bien no mejora la película, sí hace algo desconcertante y hasta bienvenido para una superproducción con tantas expectativas de por medio: renegar de su público. En el asilo hay un preso, Ricky Meline (Jacob Lofland), que admira a Arthur o el Guasón o ambos, quién sabe. Él representa a los espectadores que en cada función llegarán disfrazados con el traje rojo, la camisa verde, el chaleco naranja y el maquillaje de payaso. Ricky sigue a Arthur en la prisión, se ríe de sus chistes y se emociona con el juicio. Al igual que Harleen, es un cuerpo primario orbitando alrededor de su héroe, pero la fuerza gravitacional se viene abajo con la fuerza moral.
No vale la pena revelar mucho más, pero sí hay que subrayar desde la abstracción, al menos, que Joker 2 se toma el riesgo de atacar la idolatría aunque esta es, de forma contradictoria, su mayor ingrediente para el éxito en taquilla. La primera parte produjo fanáticos que ahora la segunda regaña. Pareciera que a Phillips le atemorizó la traducción de la violencia en pantalla a actos reales y da un paso atrás: no es un paso particularmente valiente —recordemos que su ambiguo rechazo al musical sugiere un temor a quedar mal—, ni es uno sofisticado, como el que dio Scorsese en Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2024) al renunciar a la ironía mediante su representación de una maldad banal, condenada por su propia voz a punto de quebrarse. Sin embargo, el mensaje de Phillips es claro: en una contemporaneidad política y cultural más contaminada que nunca por el espectáculo y la estimulación —por los fanáticos— nos pide parar. No es mucho, pero esperaba menos.
Phillips evita planos generales cuando los personajes cantan y se desplazan en lo que apenas si parece una coreografía
Quizá se esperaba mucho de Todd Phillips para la secuela de <em>Joker</em>, el mítico villano de <em>Batman</em>, tanto que este intento se quedó sin gas en el camino entre el musical y la crítica social al estilo de Martin Scorsese.
Durante la campaña previa al estreno internacional de Joker: Folie à deux (2024), el director Todd Phillips se negó a describirla como un musical; más bien, dijo, se trataba de “una película en la que la música es un elemento esencial”, es decir, un musical. Lady Gaga, la nueva coprotagonista, dijo lo mismo en el Festival de Venecia, y añadió que la música era solo una forma en que los personajes “expresan lo que necesitan decir”. O sea, de nuevo, un musical. Y qué sorpresa ver Joker 2 y al fin entender la renuencia a encasillarla en un género despreciado por el público masculino —a quien van dirigidas esta secuela y su primera parte—, pero no porque se distancie genuinamente de él, sino porque está realizada con el temor de espantar a sus consumidores, negando así sus propios temas.
Ya de por sí, Joker (2019) era incoherente: durante la mayoría del metraje se dedicaba a excusar al protagonista, Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), por comportamientos de acoso y violencia: su madre, su amada, su ídolo, sus colegas, su público, el mundo entero, representaban una provocación que abrumaba la fragilidad de su carácter hasta ponerlo en contra de todos. La inesperada violencia de este personaje flaco —en cuerpo y alma— parece bien merecida hasta que alcanza a los padres de Bruce Wayne (otrora Bruno Díaz), lo cual supone una moralización: la venganza de Fleck y sus seguidores se desata sobre un inocente que, en el futuro, continuará la cadena de violencia disfrazado de murciélago.
Joker: Folie à deux sostiene durante un poco menos tiempo la fantasía incel (los hombres marginados ameritan regresarle al mundo y a las mujeres sus rechazos) hasta meter un freno más contundente que la primera parte. Sin embargo, en sus secuencias musicales se percibe la misma indecisión y renuencia que en las declaraciones de sus creadores: no hay grandes despliegues técnicos como los del Hollywood clásico; prácticamente no hay coreografías, no hay colores alegres, ni siquiera hay canciones originales sobre las circunstancias de los protagonistas, sino temas tradicionales desde “That’s Life” hasta “That’s Entertainment!”, del musical de Vincente Minnelli, Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon, 1953). De hecho esta película aparece en pantalla como para ligar el trabajo de Phillips con el de Minnelli, pero el abismo entre ambos no podría ser más grande ni más hondo: todo lo que no hace uno lo hacía el otro porque resulta que en los conservadores años cincuenta había menos temor a realizar un cine “afeminado” que en nuestros locos veinte.
Phillips evita planos generales cuando los personajes cantan y se desplazan en lo que apenas si parece una coreografía; los rostros ocupan la mayor parte del montaje. Cuando llega a haber imágenes más abiertas, la atención se dispersa hacia los escenarios y la cámara se desplaza lateralmente como en cualquier concierto en vivo; se ausentan por completo la imaginación y, sobre todo, el deleite de los musicales clásicos. Por supuesto, se puede argumentar que la languidez no es una mera concesión al público que detesta los musicales, sino que proviene del propio Fleck, pero su alter ego, el Guasón (como lo conocemos en Latinoamérica), camina con altanería y soltura. Fue particularmente famosa la secuencia de la película anterior en la que el protagonista hacía una “danza de la muerte” que imitaron muchos admiradores fuera de la pantalla, pero la espontaneidad de aquella escena se disuelve en un estilo rígido y casi avergonzado de estar dirigiendo lo que, en los hechos, es un musical.
La mención de los fanáticos nos conduce ahora a la trama, ya que ellos son (más o menos) su objetivo y (definitivamente) su objeto. Joker 2 retoma la historia de Fleck tras provocar una revuelta en Ciudad Gótica. Ahora se encuentra aislado en el Asilo Arkham, en espera de su juicio para determinar si merece quedarse en donde está o si moverlo a una prisión. Afuera, sus seguidores esperan la oportunidad para liberarlo, y adentro del asilo una de ellos busca acercarse para inspirar su revuelta. Harleen Quinzel (Gaga) es, más que un personaje, un objeto que parece manar de la consciencia de Fleck: su personalidad se concentra en adorarlo, y sus acciones, en seducirlo. Aunque en algún punto se descubren ciertas mentiras, el resto del tiempo ella es consistente en su abnegación dirigida a la idea que representa Fleck: la insurgencia de los marginados. Al igual que su predecesora, esta secuela es didáctica para describir sus temas y, más que imitar la filmografía de Martin Scorsese, expresa una admiración a sus personajes, no a él.
Las fuentes de ambas películas, Taxi Driver (1976) y El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982), son expresiones irónicas no desde, sino sobre, la masculinidad más tóxica. Ambas son contadas desde la perspectiva de sus protagonistas para evitar precisamente los señalamientos que hace Todd Phillips y dificultar la reacción del público: ni Travis Bickle ni Rupert Pupkin (Robert De Niro, en ambos casos) son juzgados por las películas porque detrás de ellas está un cineasta católico que los compadece y se niega a aventarles la primera piedra, pero tampoco los maquilla. Travis mira con desprecio a los personajes negros, quiere imponer su idea de virtud a las mujeres que lo fascinan y resuelve sus conflictos a balazos; Rupert secuestra a su héroe para ganarse un espacio en la televisión y habla con una madre que nunca vemos. Nadie en la pantalla los acusa de psicóticos, racistas o misóginos, ni nadie los defiende como víctimas de la sociedad, pero se pueden ver ambos lados en ellos. Arthur, en contraste, es simplificado tanto por su intérprete como por su director, que lo muestran siempre justificado por una psiquiatra, una abogada y otras figuras que le insisten al público en verlo con lástima.
Incluso cuando es desatada la violencia se ausentan la fealdad y el dolor enfatizados por Scorsese, ya que Phillips busca poner a los espectadores en un lugar de satisfacción, no de repudio. Hasta que ya no. En pocas palabras, Phillips comunica de manera burda que Fleck es un mártir, para luego cambiar de opinión y pedirles a los niños que no hagan nada de lo representado en casa. Scorsese nos ofrece un mundo más complicado en el que se manifiestan los hechos para que el público los evalúe, no juicios para educarlo.
A pesar de todo, cuando Joker: Folie à deux deja de idealizar a su protagonista se convierte en un golpe de pecho que, si bien no mejora la película, sí hace algo desconcertante y hasta bienvenido para una superproducción con tantas expectativas de por medio: renegar de su público. En el asilo hay un preso, Ricky Meline (Jacob Lofland), que admira a Arthur o el Guasón o ambos, quién sabe. Él representa a los espectadores que en cada función llegarán disfrazados con el traje rojo, la camisa verde, el chaleco naranja y el maquillaje de payaso. Ricky sigue a Arthur en la prisión, se ríe de sus chistes y se emociona con el juicio. Al igual que Harleen, es un cuerpo primario orbitando alrededor de su héroe, pero la fuerza gravitacional se viene abajo con la fuerza moral.
No vale la pena revelar mucho más, pero sí hay que subrayar desde la abstracción, al menos, que Joker 2 se toma el riesgo de atacar la idolatría aunque esta es, de forma contradictoria, su mayor ingrediente para el éxito en taquilla. La primera parte produjo fanáticos que ahora la segunda regaña. Pareciera que a Phillips le atemorizó la traducción de la violencia en pantalla a actos reales y da un paso atrás: no es un paso particularmente valiente —recordemos que su ambiguo rechazo al musical sugiere un temor a quedar mal—, ni es uno sofisticado, como el que dio Scorsese en Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2024) al renunciar a la ironía mediante su representación de una maldad banal, condenada por su propia voz a punto de quebrarse. Sin embargo, el mensaje de Phillips es claro: en una contemporaneidad política y cultural más contaminada que nunca por el espectáculo y la estimulación —por los fanáticos— nos pide parar. No es mucho, pero esperaba menos.
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