Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

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En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

***

Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

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Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

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En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

***

Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

***

El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

***

Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

***

Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

***

Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

***

Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

***

Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

***

En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

***

Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

***

El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

***

Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

***

Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

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Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Archivo Gatopardo

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

***

Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

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Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

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En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

***

Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

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El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

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Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

***

Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

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Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

***

Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

***

Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

***

En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

***

Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

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El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

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Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

***

Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

***

Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

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Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

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Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

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En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

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Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

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El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

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Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

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Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

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Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

***

Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

***

Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

***

En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

***

Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

***

El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

***

Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

***

Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

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Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

***

Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

***

Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

***

En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

***

Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

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El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

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Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

***

Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

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Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

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En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

***

Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

***

Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

***

En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

***

Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

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El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

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Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

***

Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

***

Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

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Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

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Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

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En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

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Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

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El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

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Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

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Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

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Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

***

Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

***

Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

***

En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

***

Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

***

El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

***

Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

***

Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

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Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

***

Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

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Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

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En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

***

Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

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El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

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Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

***

Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

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Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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2020
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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

***

Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

***

Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

***

En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

***

Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

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El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

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Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

***

Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

***

Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

Islam y rock and roll: crónica de la conversión menos pensada

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Emilio Fernández Cicco es uno de los reporteros más irreverentes de Argentina, enmarcado por el periodismo border. Hace diez años su vida cambió por completo: se inició en el sufismo, la rama mística del islam, se retiró a un pueblo y construyó una mezquita en casa. Este es un fragmento del libro "Rock and Roll Islam", que publica Tusquets, donde revela su conversión.

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Ilustración de
Traducción de

En el comienzo de esta historia, no me habla Dios, ni tengo muerte súbita, ni veo luz al final del túnel. No hay ángeles que se cuelen en mi cuarto y anuncien la misión de cambiar el mundo. No atravieso rapto de éxtasis en sesión de ayahuasca. No veo naves espaciales ni duendes, ni siento presencias sutiles de ninguna clase. No veo fantasmas. El asunto es más sencillo. Empieza con la actividad más antigua del ser humano: el engaño. Sucede, tiempo más o tiempo menos, treinta años atrás. Un amigo de mis hermanos llamado Guillermo, hincha de Racing, llega un día a casa y pide que hagamos silencio: —Ustedes me conocen desde que nací. Saben que no miento. Por eso, quiero que sean los primeros en ver algo que no van a poder creer. Saca un mazo de cartas y lo pone sobre la mesa. —Voy a sacar nueve barajas. Luego me retiro a otra habitación y ustedes van a tocar una baraja. O si quieren simplemente la van a mencionar. Yo voy a venir y les voy a decir cuál fue. Porque esto es lo que quería contarles —Guillermo hace un paréntesis de suspenso—. Yo tengo poderes telepáticos. Esa tarde adivina todas las cartas. Mis hermanos cambian las barajas por otras. Lo encierran en el baño con custodia para supervisar que no vea nada. Tocan varias cartas o no tocan ninguna. El flaco adivina en cada ocasión con una sonrisa triunfal. Solo queda una posibilidad: es magia posta. —¿Saben cómo aprendí a hacer esto? Nadie lo sabe. —Muy fácil. Hice un curso de control mental. Adivino la carta porque puedo leer sus pensamientos. Soy un místico. Aquel día decido dedicar mi vida a desarrollar un poder como ese. Tengo 12 años y quiero volverme místico. No conozco la palabra. No sé lo que significa. Y menos aún adónde me llevará.

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Escucho por primera vez hablar de los sufíes —a quienes llaman los místicos del islam— en 2003, de boca de un monje que practica el budismo zen, fumador, veterano de guerra y exmúsico de rock. Un tipo que ama tanto la meditación como las hamburguesas triples de Burger King. Se llama Toshiro Yamauchi. —Mi segundo nombre es Emilio, igual que vos —me dice cuando nos conocemos—. Pero lo usaba antes, y solo cuando me iba de putas. Una vez cada tanto, cuando se pudre de los otros monjes, cuando se harta de los aficionados que llegan cada semana pensando que el zen es cool para luego salir huyendo tras la primera sesión de zazen —45 minutos inmóvil en posición de medio loto frente a la pared—, cuando lo aprieta su maestro fumador de pipas, heredero del gran Taizen Deshimaru, que una vez al año llega de Francia y levanta en peso a medio mundo, Toshiro se quita la vieja túnica negra de monje —debajo lleva remeras de rock aún más viejas— y detona: —Me cansaron: el zen, los monjes, el maestro y todo este circo. Yo me voy con los sufíes. Toshiro, por entonces, es cabeza de una organización zen en Argentina y uno de los practicantes más antiguos. Por eso, cuando amenaza con irse, los monjes más jóvenes entran en pánico. Perderlo a él es perder la locomotora. Pero aquellos que lo conocen saben que al día siguiente —o a los dos días, depende de la calentura— vuelve a sentarse en postura de loto, respira profundo y fin del asunto. Toshiro nunca se hizo sufí. Y nunca se hará.

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Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros, como los naqshbandis, que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset. Hay sufíes que toman del cuello a sus discípulos. Maestros que echan a sus seguidores a patadas, que se cuelgan de pies y piden que los hundan en el agua, que pasan su adolescencia en una cueva. Y otros que dicen que en siete años el mundo se acaba y recomiendan hacer las valijas y partir a un lugar seguro. Un sheikh —un sabio en el islam— repite a los recién llegados: —Es mejor que no te hagas sufí si no estás preparado para la catástrofe.

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En las películas de terror, el esquema es más o menos el siguiente: jóvenes viajan a pasar días de descontrol y revoleo de malla y se detienen a cargar nafta o comprar provisiones. Y ahí encuentran a un viejo desdentado lleno de polvo que les advierte que, de seguir por ese camino, se les vendrá encima una pesadilla. —En ese lago murió un niño y ahora su alma se venga de todo aquel que visita el lugar. Si no escuchan esto, los va a matar a todos. Para mostrar la severidad de lo que dice, el viejo levanta la voz y se pone un poco pesado. Las chicas se asustan. Los chicos, sacando pecho, lo apartan y suben al auto. El viejo se queda allí agitando el puño, viéndolos partir. A bordo del coche, los protagonistas destapan cerveza y se burlan. ¿Un monstruo en una laguna? ¿Nos está jodiendo? Media hora más de película y uno entiende que no. No estaba jodiendo. Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. En buena medida, esa fue la tarea y destino de los Profetas de Dios: advertir al mundo que, si sigue por ese camino, va a terminar como alimento para gusanos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas. En la tradición islámica, se afirma que Dios envió 124,000 profetas —Adán el primero y Muhammad el último— para salvar al hombre de su propia idiotez, y a todos ellos la gente los miró, por decir poco, con mala cara. A algunos los arrojaron al fuego; a otros los exiliaron. Otros, sin causa, fueron a prisión. Sobrevivieron a plagas. A uno lo arrojaron de un barco y se lo tragó una ballena.

"No hay nada más moderno que ser musulmán. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh."

A 313 de ellos, Dios les reveló libros. Algunos de dos hojas y otros más extensos, pero con el tiempo la gente los distorsionó. El Corán es la última de esas revelaciones y la única preservada en su forma original. El profeta al que se le reveló el Corán se llamaba Muhammad Ibn Abdallah, y su venida fue vaticinada en la Biblia. Nació en Meca en abril de 570, murió en Medina 62 años más tarde, y su vida fue cuesta arriba. Su madre murió cuando era niño y su padre, antes de que él naciera. Lo cuidó su abuelo, que también murió. Luego su tío, cabeza de un clan en Meca —los Hashim—, y también murió. Muhammad dormía en el suelo sobre hojas de palmera. Rezaba hasta que se le amorataban los pies y la barba se le empapaba de lágrimas. Nunca comió hasta la saciedad y a veces el hambre era tal que, para aliviar el dolor, se apretaba el estómago con piedras. Tuvo esposa veinte años y enviudó. Fue padre de siete hijos y enterró a seis. Y nunca nadie lo escuchó quejarse. Islam, el camino que a él le tocaría enseñar, significa rendirse. Y la raíz de la palabra también significa paz. Rendirse trae paz. Y si alguien supo rendirse fue él. A los 40 años, mientras hacía un retiro en una cueva en las afueras de Meca, lo sorprendió una criatura abismal y alada: un ángel. Lo estrechó tres veces contra el pecho y le reveló las primeras líneas del Corán. El Profeta pensó que se había vuelto loco. Corrió a su casa y pidió a su esposa que lo cubriera con un manto. Y así quedó un tiempo, sin poder articular palabra. Durante los siguientes veintitrés años de su vida, el ángel Gabriel —el mismo que reveló otros mensajes a otros profetas— lo visitó cientos de veces. En algunas oportunidades, llegaba como ser humano, pero libre del polvo del desierto. En otras, el mensaje descendía solo y atronador. Transmitió, en total, 46,439 palabras, 6,236 versículos y 114 capítulos. Siendo analfabeto, el Profeta repetía la revelación a escribas que apuntaban todo en piedras, telas y huesos de camello. Lo que allí descendió se considera la madre de todos los libros. Presente, pasado y futuro están desentrañados en él. Los eruditos aseguran que cada línea contiene ocultos 240,000 significados. El imam Alí, yerno del Profeta, decía que el que comprende el Corán obtiene todos los conocimientos. Y que solo el capítulo de apertura, llamado Fatiha, contiene tanta información que podrían cargarse setenta camellos con comentarios de ese texto y no sería suficiente. La Fatiha contiene, a nivel simbólico, todo el Corán. Y la primera estrofa —“en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso”— contiene toda la Fatiha. Y la letra inicial, la ba, contiene esa primera aleya (una aleya es una estrofa). Y el punto que escapa por debajo a la letra ba contiene esa letra. Por ende, dicen los sabios, en ese punto está envuelto todo el Corán. En el siglo XII, Jalaluddin Rumi, el místico persa más leído de Occidente —lo llaman el Shakespeare del sufismo—, comparaba el Corán con una joven casada: “Aunque trates de quitarle su velo, no se te mostrará”, explicaba en un libro que atesora sus discursos. “Si discutes el Corán, no encontrarás nada y ningún gozo vendrá a ti. El Corán se te resiste porque has tratado de apartar el velo empleando la astucia y, haciéndose feo e indeseable a tus ojos, él te dice: yo no soy el que tú amas.” Libro encriptado cuyo acceso se abre solo a aquel que lo pronuncia en su idioma, se lava antes de tocarlo, jamás se lo deja en el suelo ni se le da la espalda ni se apoya sobre él libro alguno. Es una revelación que sería motor de los imperios más grandes de la humanidad. El Corán es más pentagrama que libro: hay pausas, letras que se estiran, letras que rebotan, nasalizaciones, supresiones. Solo escuchar el Corán bastaba para que quienes llegaban con la intención de matar al Profeta acabaran transformados en sus seguidores. Abdul Rahman Colombo es traductor de un libro clásico de dichos y anécdotas del Profeta y columnista del único programa de TV sobre Islam en Argentina, El cálamo. Instaló mezquitas en Europa, participó de la oleada sufí en Granada, figuró por error en la lista de desaparecidos de la última dictadura en nuestro país, estudió en Medina, Arabia Saudita, hasta que, de tanto verlo junto a sufíes, lo obligaron a dejar ese país —el reino saudí es de los mayores opositores al sufismo, puesto que lo consideran una innovación—. El corazón de Abdul Rahman sobrevivió a todo: a una puñalada en un intento de robo en España, a la picadura de un escorpión en Arabia Saudita. —No hay nada más moderno que ser musulmán —dice Colombo—. El Corán es como una vanguardia que rompe reglas y estructuras, como el free jazz, Piazzolla o Van Gogh. En la forma tradicional, el conocimiento está hilado. Y cuando llegás a un nivel podés romper las estructuras. La Biblia, sin ir más lejos, es como un libro de historias. En cambio, el Corán son explosiones para que despiertes de una buena vez. Al final de su vida, los compañeros del profeta Muhammad ascendían a 124,000. Muchos de ellos iniciaron su camino como los rebeldes de los años sesenta: eran jóvenes que se peleaban con sus padres, a quienes la sociedad trataba como traidores de las buenas costumbres, los castigaba, los apresaba, los perseguía. Ricos y poderosos de Meca se preguntaban por qué Dios enviaba a un ángel para transmitir Su mensaje a un huérfano que no sabía leer ni escribir. Primero, se le rieron en la cara. Después, quisieron verlo muerto. Era lógico: para sus negocios, resultaba una amenaza. El principal ingreso de Meca venía de la Kaaba, el templo levantado por Abraham y su hijo Ismael, que más tarde, por ambición de los mequíes, se transformó en centro de ritos para todos los dioses de la zona. El Profeta, por revelación del ángel Gabriel, decía que existía un solo Dios. Había que vaciar la Kaaba de ídolos y volver al propósito que había tenido Abraham al construirla. A fines del siglo VI, la gente de Meca le arrojaba mierda de camello. Lo apedrearon en una ciudad vecina. En veintitrés oportunidades tramaron asesinarlo. Torturaron a sus seguidores. A un tío suyo, llamado Hamza, lo abatieron y le comieron las entrañas. Dios le dio —como a ningún otro profeta— la opción de tomar la espada y defenderse. Ganó batallas que parecían perdidas —en Badr eran 313 contra 950— y perdió una por codicia de sus propios soldados. Llegó un momento en el que las tribus se aliaron para acabar con él y los suyos. No pudieron. Para salvar su vida y la de sus compañeros, en el año 622 y a trece del primer encuentro con el ángel, se exilió a Medina, a 450 kilómetros de Meca, y esa fecha marca el inicio del calendario islámico. En Medina fue legislador, juez, maestro espiritual, estratega, soldado y gobernador de la ciudad. Enseñó higiene y buenos modales a una sociedad que enterraba a sus hijas recién nacidas por temor a que deshonraran a la familia. Tras el paso del Profeta, los comerciantes se volvían jueces y teólogos. Los iracundos se hacían líderes piadosos. Los desamparados, santos. En menos de cien años, sus seguidores se expandieron a casi todo el mundo conocido. La película de miedo acabó en historia de amor.

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Han pasado dos años desde la iniciación de barajas con Guillermo, el amigo de mis hermanos. Tengo 14 y leo El método Silva de control mental, escrito por un técnico en electricidad llamado José Silva, nacido en Texas y fascinado, a mediados de los años sesenta, con la hipnosis. Aprendo el truco de programación interna para despertar sin alarma y, cuando duermo en casa de amigos, me hago el canchero: —No pongan alarma —les digo—. ¿A qué hora quieren que nos despertemos? Y funciona. A los 16, me apunto en un curso de tres niveles de control mental, en un subsuelo de la avenida Córdoba, un local llamado Transmutar. Me dicen que en este lugar la gente aprende a levitar y que la instructora que da el taller angélico transmite el conocimiento piando como pájaro, pues ese, sostiene, es el lenguaje de los ángeles. Soy el más joven de la clase. Me dan lecciones sobre uso del péndulo —no acierto nunca, el mío gira siempre al revés—. Inhalo mucho pero mucho incienso y construyo un laboratorio mental desde donde administro mi realidad —con lo barato que sale el metro cuadrado de imaginación, construyo uno amplio y moderno, al borde de una playa—. Un día entro al laboratorio y descubro que sentado en mi lugar hay otro ser. El ser me sonríe. Yo, aterrado. Despierto y no le digo nada a nadie. Transmutar funciona como un local mitad santería y mitad venta de libros. Entre todos esos objetos, hay un bolígrafo con una cabeza y un gorro. Parece un objeto infantil, pero tiene una carga misteriosa. —Te ponés frente a una hoja. Tomás el bolígrafo y escribís lo que venga a la mente. En poco tiempo, una entidad va a escribir por vos. Este es un bolígrafo duende. Soy un solitario, así que hacerme amigo de un duende me suena bien. Lástima que el bolígrafo es carísimo. Solo me queda, cada vez que entro a Transmutar, codiciarlo y seguir escribiendo influenciado por mi propia estupidez.

"El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón abría su Corán, traducido al castellano".

Tras varias clases de control mental, entablo amistad con una parapsicóloga, diminuta, petisa y arrugada, cuarenta años mayor que yo, que siempre habla pestes de la profesora. El último día de clases vamos a tomar café —yo pido chocolatada—, y antes de despedirnos me dice: —Si seguís en este camino siendo tan joven, vas a llegar lejos. Lo tomo como un buen augurio. Un año más tarde, me anoto en un curso de alquimia —el arte milenario y oculto de transformar minerales en oro—, que da un sacerdote llamado Claudio Páleka, a quien le atribuyen el don de convertir en oro lo que se le cante. En la sala, colmada, está la actriz Graciela Alfano, que no pregunta nada pero toma mucho apunte. —Imagínate —dice un compañero—, el maestro, si quiere, en un segundo puede volvernos a todos en estatuas de oro. ¿No es una locura? La gente le deja a Páleka estampitas, rosarios, fotos y agua sobre una mesa al lado del escenario, vaya uno a saber con qué esperanzas de transformación. Pero en lo que llevo de curso el único oro que veo es la alianza de mi compañero que, por lo que me cuenta de su matrimonio, va a durarle poco. En el taller, aprendemos a armar nuestro propio laboratorio de alquimia. —Para aquel que entra en su laboratorio —dice Páleka—, no transcurre el tiempo. Naturalmente, llega el último día de taller y no nos revela la fórmula para convertir objetos en oro. Pero en su lugar el sacerdote anuncia: —Ahora les pido que cierren los ojos y visualicen los números hasta el 99. Déjenlos correr en su mente una y otra vez. Van a ver que uno se impone sobre el resto. Lo verán brillando con más fuerza. Bien, cuando llegue el momento, lo anotan y luego me lo dicen. Cada número corresponde a un nombre de Dios. Y cada nombre tiene un poder secreto y personal. Primero que nada, van a repetirlo mil veces cada día. Y si lo hacen continuamente por cuarenta días, el poder del nombre se les va a manifestar. Lo que sigue, a partir de entonces, parece película de superhéroes: empleados bancarios, amas de casa, docentes, expolis, la Alfano reciben nombres que incluyen un poder secreto que cambiará sus vidas. O así lo dice Páleka. —Este nombre es capaz de sanar las plantas —le dice a una mujer de la primera fila, que probablemente esperaba un poder más peliculero y parece algo resignada. —Este nombre, repetido durante cuarenta días, puede reparar cualquier máquina averiada. Incluso, ascensores —le dice a otra señora que parece hermana gemela de Páleka, pero sin barba. Cuando llega mi turno, hace silencio y me inspecciona a la distancia. —Tu nombre es… —me anuncia, y no puedo revelarte el nombre—. Si lo repetís a diario, en cuarenta días te convertís en místico. Tengo 17 años. Qué se puede esperar de mí. En pocos meses, parto a Bariloche de viaje de egresados. Mi mente, por esos días, está ocupada en comprar Cómo conseguir chicas, el nuevo disco de Charly García; en encontrar un pedal de distorsión para mi guitarra y en ingerir cada fin de semana vasos y más vasos de Séptimo Regimiento, una suma fatal de bebidas blancas que, mal asimilada, me deja derrumbado y pateado en escalinata de disco. Pese a todo, hago el intento. Tomo un rosario de cuentas de mamá —no es muy católica, no sé por qué lo tiene— y durante dos semanas repito el nombre secreto. Repito y espero. Repito y repito. Con los ojos cerrados, busco concentrarme y ver si algo sucede, pero no hay revelación ni rayo de luz. No hay lechuza blanca que se presente a certificar mi ingreso al mundo de los místicos. Me frustro, abandono la práctica y parto a Bariloche. Y ahí termina la primera parte de mi carrera como místico, ahogada en Séptimo Regimiento.

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El islam suena lejano, ajeno, sospechoso. Pero está más cerca de lo que parece. Se cree que había musulmanes, que escapaban de la Inquisición en España, en las carabelas de Colón. Y hay quienes juran que el primer mapa de América fue obra del marroquí Al Idris, también musulmán en el siglo XII. En Salvador, Bahía, en 1835, hubo una revuelta popular de esclavos musulmanes —se la llamó Revuelta de los Males (musulmanes)—, dos días de matanza sin cuartel de 70 esclavos y prisión para 280. Los líderes fueron sentenciados a muerte. Pero fue una epopeya que dispararía, años más tarde, la abolición de la esclavitud. El islam impregna la política argentina. Cuando buscaba respuestas en momentos difíciles, Juan Domingo Perón —según narra su secretario privado, Ramón Landajo— abría su Corán, traducido al castellano. Las Fuerzas Armadas Peronistas surgieron en 1968 de la mano de Envar El Kadri. Si bien no practicaba las oraciones islámicas, y seguía más el ejemplo del Che Guevara que del profeta Muhammad, poco antes de morir repetía a sus amigos: "Recuerden que soy musulmán. No me entierren como cristiano". Hoy, El Kadri está sepultado en el cementerio musulmán de San Justo, bajo tierra que él mismo recogió en El Líbano, país de sus antepasados. Hay inscripciones islámicas en el subte de Buenos Aires —en la estación Independencia del ramal C se lee: “No hay más vencedor que Allah”— y una iglesia del siglo XX empapada de estrofas del Corán: la de Santo Domingo, en la provincia argentina de San Luis, única en el mundo Hubo centenares de desaparecidos de origen árabe durante la dictadura que empezó en 1976, y se cree que muchos de ellos eran musulmanes. Los contó, para el 30 aniversario del golpe, Mustafá Alí, exdirector de Industrias Culturales durante el gobierno de Kirchner. —Nadie lo había hecho —se entusiasma Alí—. Me tomé el trabajo de contar uno por uno los apellidos árabes en la lista de la CONADEP. Y luego quité los que ya estaban identificados como judíos. Los historiadores todavía debaten si los gauchos eran o no descendientes de musulmanes escapados de la Inquisición. A juzgar por sus costumbres, la ropa y el léxico, todo indica que eran más descendientes de moros que de españoles.

"Los advertidores siempre vienen en mal packaging: feos, sucios, lunáticos. Y también fue ese su karma: que los trataran de chiflados y aguafiestas".

En Argentina fue hecha una de las primeras traducciones al español del Corán —la hizo Ahmed Aboud, en 1943— y desde el año 2000 tiene la mezquita más grande de América Latina —destronó a la mezquita Ibraheem Al Ibraheem en Caracas, aunque esa sigue teniendo el minarete más alto de Occidente—: tres hectáreas y media, con escuela, estacionamiento y capacidad para dos mil personas. Costó 14,000,000 dólares (se dijo en un momento que fueron 40) y es producto de la visita que hizo durante su primer mandato el presidente Menem a Arabia Saudita, cuando le preguntó al rey Fahd en qué podía ayudar él, de familia musulmana, al islam en su país. El rey le dijo: —Haga una mezquita. Eligió tres hectáreas en una de las zonas mejor cotizadas de la ciudad, que pertenecían a los ferrocarriles. Y Menem —esta vez sí— lo hizo. Se sabe que un musulmán cordobés —nunca supe quién— se carteaba con René Guénon, un esotérico que se inició como masón y vivió sus últimos años en Egipto convertido al islam, y que el erudito suizo Frithjof Schuon —convertido al islam— tenía un representante de origen libanés en Buenos Aires, que celebraba reuniones sufíes en un cuarto lleno de humo de tabaco y que murió sin pena ni gloria en el Hospital Ferroviario. Hay un héroe de Malvinas musulmán que sobrevivió a la guerra: el soldado Marcelo Salomón, fallecido en 2007. Hay un pueblo musulmán, La Angelita, a 350 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, con trescientos habitantes, de los cuales, se estima, la mitad practica el islam. Y hasta hay un santo musulmán —a los santos en el islam se los llama awliya— enterrado en el cementerio de Pérez, en Soldini, Santa Fe: Ahmed Amado. Gente de todas las religiones peregrina a su tumba y acumula cada día más milagros. Se cuenta que durante un apagón, cuando Amado estaba por morir, la única bombilla eléctrica que se mantuvo encendida pendía sobre su cama de hospital. En el islam, a los milagros se los llama karamat. Por prudencia y humildad, en vida los santos los esconden. —El hombre perdió la capacidad de maravillarse —dice el sheikh sufí yerrahi Abdul Qadir Ocampo, café en mano y mordiendo una Cerealita en el patio cerrado de su lugar de reunión en Buenos Aires—. ¿Cómo llegó este café a mi mano? Es un hecho excepcional. La existencia de un árbol ya es una maravilla. La bellota del roble está vacía. Entonces, uno se pregunta: ¿cómo algo puede nacer del vacío? Eso es un milagro. Lo que pasa es que cuando uno está lleno de ego no le entra nada, ninguna maravilla. Está enajenado de lo divino.

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Las raíces islámicas de los sirios, libaneses y turcos que llegaron a la Argentina desde el siglo XIX, en poco tiempo se hicieron hilachas. No dejaron a su paso mezquitas y apenas llegaban al puerto de Buenos Aires, los empleados de migraciones, por apuro, desdén o incomprensión, les cambiaban el apellido. O directamente les decían: —No te entiendo nada. Así que te anoto como Jorge. Las cifras lo dicen todo: el 62% de los hijos de la primera generación de musulmanes argentinos no habla árabe. Y el 87% de sus nietos no sabe ni una palabra (el dato lo recoge Abdul Wahed Akmir en su estudio “La inmigración árabe en Argentina”). En los años ochenta, para preservar la descendencia, la World Assembly of Muslim Youth, de Arabia Saudita, organizó campamentos juveniles en Tucumán. Convocaron a hijos de musulmanes de todo el país. Al comienzo, fueron un éxito: asistían doscientas personas. Pero el campamento, para los jóvenes, era una patada en la ingle: los levantaban a rezar a los empujones antes del amanecer, y a las parejas de enamorados las disuadían de todo contacto con gritos y linternas. En las comidas, a los varones los sentaban con las madres de las chicas. Y, tras un interrogatorio, si el joven salía airoso del desafío, la madre le señalaba a la candidata. —Mirá, mi hija es la de allá. ¿Te gusta? ¿No querés venir a cenar a casa algún día de estos? Se nota que sos un chico de buen corazón. El último campamento se celebró a mediados de la década de 1980 y no terminó a las piñas por muy poco. El que dirigía el rezo —el imam— casi se le echó encima al que convocaba a viva voz a la oración —el muecín—, porque, decía, este lo había hecho según la tradición chiita, y el imam era sunnita. La grieta que todo lo embrolla. Nadie sabe cuántos musulmanes hay en la Argentina. El último censo religioso, de 1947, indica que existían 18,000. Hoy solo hay conjeturas: el Centro Islámico estima 800,000. Un informe del International Religious Freedom Report calculaba en 2010 la presencia de entre 400,000 y 500,000. Para el mismo año, el centro de investigación Pew de Washington conjeturaba que había un millón. Otros, más modestos, trazan una proyección del último censo de 1947 y, como no hay más migración islámica —excepto la reciente ola de senegaleses—, señalan que en el país no hay más de 40,000 musulmanes. A veces, el islam se esfuma durante siglos y reaparece, como el bambú, en descendientes que, tan apartados de su origen, desconocen que tuvieron ancestros musulmanes. En el mundo islámico, esto se explica por el poder de la dúa: el pedido a Allah. Lo más probable es que, hoy en día, todo aquel que se convierte al islam haya tenido, allá lejos y hace tiempo, un antepasado que puso la frente en la alfombra y rogó a Dios para que alguien de su descendencia regrese al islam. Muchas de las historias de este libro son respuestas a esas plegarias.

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Durante trece años, olvido el nombre secreto que me da el sacerdote y olvido la mística. Me transformo en promesa del periodismo. Escribo dos libros. Me dan premios. Y me palmean mucho la espalda. Hago notas a celebrities, a presos y presas, a ricachones y ricachonas. Me meto en fiestas swinger, en cementerios y en películas porno. Me invitan a cenas de cajetillas. Me regalan libros y entradas a donde sea. Basta con que diga el nombre del medio donde trabajo para que, del otro lado, me pasen teléfonos, la gente me atienda y las puertas se abran. Me hago amigo de enanos —a uno lo contrato para un cumpleaños de mi hija y llega con un monito a modo de títere— y de un empresario de strippers. Mi agenda telefónica es un lugar muy raro. Arrastrado por una inclinación poco clara —para no decir oscura— de ver la muerte con mis propios ojos, asisto al museo de la Morgue Judicial, donde hay piernas y brazos sumergidos en formol y un tipo alto y macanudo que cuenta que aquel cráneo intacto es el de un famoso asesino, el Pibe Cabeza. Meses más tarde, gracias a un amigo forense de papá, presencio una sesión de autopsias. Sobre camillas de metal, seis cuerpos desnudos, entre ellos el de un exluchador del programa Titanes en el Ring, que días atrás se arrojó por un balcón. —No me preguntes por qué —dice un forense que fuma en la antesala—, pero antes de quitarse la vida los suicidas se comen todo. En una pared de la morgue, hay un inventario completo de balas con sus calibres. Alguien anota todo en un papelito —tatuajes, medidas, edad—; otro abre el cuerpo como si fuera una bolsa. Esa tarde, como no funciona la sierra eléctrica, un viejito saca un serrucho de mano de un ropero y se pone a cortar las cabezas. Les quita la tapa del cráneo como si fuera un sombrero. El ruido que hacen al separarse del tronco no es muy copado. Trabajo en la revista Noticias, así que puedo permitirme la experiencia que sea en pos de una buena historia. Cada vez que me toca escribir, consumo seis vasos de Fernet con coca en un bar irlandés a media cuadra de Avenida de Mayo —en happy hour pago tres— y llevo de aperitivo, para ablandar la inspiración, dos latas grandes de cerveza. Viernes y sábado me drogo, y mi actividad sexual, a Dios gracias, se multiplica. Un verano me voy de vacaciones con amigos a Brasil. Uno dice: —Les voy a hacer un truco de magia. Dejo seis barajas en la mesa y me voy. Ustedes tocan una y yo la adivino. Y zas, hace la misma premonición de cartas de Guillermo, el amigo de mis hermanos. Pero es más honesto: no dice que tiene poderes místicos. Es, todos lo sabemos, un truco.

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Para sumar desmitificación a mi vida, al sacerdote Páleka, el que transformaba todo en oro, lo involucran indirectamente en un crimen. Es el 27 de marzo de 2000, y en un rito de purificación de la casa una adolescente asesina a puñaladas a su padre en Villa Urquiza. Como se sospecha también de la hermana, los medios llaman al caso "las hermanas satánicas". La revista Gente da, a doble página, una foto de la escena del crimen: un manchón desordenado y rojo. La asesina asiste al mismo centro de avenida Córdoba donde hice el curso de control mental, ligado al sacerdote Páleka. Así que, de pronto, su nombre salta a la sección Policiales. Parece un acto invertido de alquimia: la espiritualidad enchastrada por Crónica TV. En la revista, pura coincidencia, me asignan la nota. Así que ahí voy a visitar, diez años más tarde, a mi maestro de alquimia. Es el mismo lugar, ahora desierto y sin la Alfano. Sus discípulos me dan una lista de preguntas para hacerle, me advierten que no espere que mire a cámara para las fotos, pues se trata de un hombre santo y a los santos, al parecer, no les gustan las fotos. Por último, me piden un favor: —Es importante que no le estreches la mano con demasiada fuerza. Él tiene las heridas de Jesús en la cruz en sus manos, y puede traerle mucho dolor. En el artículo me burlo de todo eso y consigo incluir el testimonio de una exnovia que muestra las cartas juveniles de un Páleka desconocidamente enamorado y pasional. El editor me habla maravillas del texto y me dora la píldora —es lo que suelen hacer los jefes cuando no pueden ofrecerte un aumento—. De Páleka no vuelvo a saber nada. Una popular actriz nos pone una demanda porque afirmamos que asiste a sus cursos, “y eso me está haciendo perder muchos trabajos”, alega.

"Hay cofradías de sufíes que, para pasar desapercibidas, usan ropa corriente y fuman como chimeneas. Hay otros que llevan ropa extraña de hobbits. Y, como todo en la vida, hay sufíes de clóset".

Mi carrera avanza, pero mi vida se enreda. Tengo una hija y me separo. Tengo un hijo y me separo. Se me cae el pelo. Me diagnostican dermatitis seborreica —o sea, se me cae la piel de la cara—. Mis riñones expulsan siete piedras durante siete cólicos renales —uno de ellos, tras rendir el último final donde me recibo de licenciado en Periodismo—. Guardo una de esas piedras en un frasco. Es pequeña y negra, como una miga llena de púas, e irradia un aire maléfico. Mi hija dice que parece una estrellita ninja. —Si mi cuerpo produce estas cosas —reflexiono—, es señal de que me quiere matar. Tras el séptimo cólico renal, observo de otro modo a mis jefes en la revista. Todos triunfadores, todos hechos bolsa. Cada uno de sus cuerpos preparando dispositivos minúsculos para liquidarlos. Mientras tanto, edito la sección Cultura de la revista, agrando la biblioteca y también la lista de enemigos con las notas que escribo. Fascinado con el humor, compro libros y VHS de comediantes norteamericanos. Estudio sus métodos y recargo mis textos con sus mismas armas. Uno de mis comediantes favoritos, Rodney Dangerfield, padrino humorístico de Jim Carrey, hizo fama gracias a un método de chiste corto y certero: el one liner. A pesar de lo fácil que es memorizarlos, no me acuerdo de ninguno. Sin embargo, retengo la noticia en los diarios cuando, en 2004, Dangerfield agoniza en un hospital de Los Ángeles. En coma por varias semanas, tras una operación a corazón abierto, los médicos dijeron que ya no había nada por hacer. De todos modos, ensayaron una nueva terapia —con, creo, adrenalina sintética— para que, durante pocos segundos, recuperara la conciencia antes de morir. Y así fue: el comediante despertó, le tomó la mano a su mujer, sonrió a los médicos y, sin decir palabra, murió. Tenía 82 años. ¿Qué habrá pensado Rodney en ese momento? ¿Cómo será despertar solo para saber que uno va a morir? Esos segundos de lucidez final me impactaban. Esa ola que, en su descenso, comprende que será tragada por el mar. Y, entonces, un filósofo me dice algo que revoluciona mi vida: —Hola, Tomás. Te hablo de Noticias. Queremos pedirte una columna para la revista. Nos gustaría que le des duro a Osho. Es el nuevo gurú de la farándula, un maestro indio que defiende el sexo libre y colecciona Rolls Royce. Dice que el orgasmo es una meditación. ¿Te interesa? Es mentira que “un sí te cambia la vida”. Lo que cambia la vida es el no. Un reguero de síes solo asfalta el camino de los idiotas. Un “no” es un cachetazo del cielo. Y ese día Tomás Abraham, filósofo argentino, libre e irreverente, me da el “no” más importante de mi existencia. —Osho era más que el gurú de los famosos como piensa tu revista. Hablaba de Freud, de Jung, del Zaratustra de Nietzsche. No sabés lo que era su biblioteca. Citaba a Ouspensky y a Gurdjieff, a los Vedas y al Bhagavad Gita. Sabía de los evangelios apócrifos y de los textos canónicos del budismo. No te fijes en las celebridades que lo defienden. Fijate, en todo caso, en Peter Sloterdijk, un pensador alemán que se fue a vivir con él y cambió su forma de entender la filosofía. Si querés, escribo una defensa de Osho. Un ataque, jamás. Esa misma tarde voy, cual alumno castigado, a comprar El libro del hombre, un diagnóstico de Osho sobre los rasgos idiotas del varón moderno. Esa tarde y ese libro marcan el fin de mi vieja vida. Todo lo que me pregunto está respondido allí. Todo lo que me incomoda está señalado allí. A diferencia de otros pensadores, Osho da una salida. Y esa salida es mística. Compro todos los libros que encuentro de Osho. Y todos tienen algo, un brillo, un secreto. Son recopilaciones de charlas, así que me pongo a ver sus videos. Escucharlo es un viaje. Habla como si trajera las palabras de otra dimensión. —Lo más importante —dice— no es lo que yo digo. Lo más importante es el silencio entre mis palabras. Osho insiste en que el único modo para salir de este quilombo al que llamamos vida es meditando: el arte de mirar hacia adentro y encontrar la clave del mundo de afuera. Me transformo en Osho-fan. Regalo El libro del hombre en cinco oportunidades. Y descubro a colegas, amigos y jefes argumentando lo mismo que yo: —¿Pero ese no es el indio que le gusta a Moria Casán? Me apunto en un curso de meditación de cuatro clases en un templo budista en avenida Crámer. La monja budista que lo dicta dice: —Nunca comparen sus visiones con las visiones que narraban los maestros en la Antigüedad. Es mejor que mediten como una hoja en blanco. Lo que llegue es solo para ustedes. La vida es como una gran sinfonía que suena armónica pero en la afinación equivocada. Basta con que uno diga “¿y qué tal si afinamos el violín en do?”, para que se produzca el comienzo del fin. Pero así son las cosas: de pronto decidís meditar o encontrar un maestro, afinás en una nota distinta, y tarde o temprano el resto de los instrumentos tiene que seguirte. Por eso lo primero que se te pide en un camino espiritual es que te cambies el nombre. Afina tu identidad en otro tono. La nueva afinación me lleva a renunciar al trabajo y mudarme a Lobos, pueblo calmo, plano, amable, a hora y media de auto de la ciudad. Vendo mi departamento en Barracas y compro casa con parque a once cuadras de la plaza principal del pueblo. Me propongo saldar una asignatura pendiente: —A partir de ahora —me digo—, voy a terminar los clásicos que nunca tuve tiempo de leer. En dos años, pasan Moby Dick, el Ulises, Don Quijote, las obras completas de Kafka, La Ilíada y La odisea, los cuentos de Henry James, siete novelas de Joseph Conrad, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov. Leo sin pausa y sin respiro. Subrayo, completo y que pase el que sigue. Me sumerjo en una carrera sin premio y sin llegada. Pero tengo pésima memoria, ni siquiera puedo mandarme la parte citando lo que leo. ¿Adónde quiero llegar? Poco antes de morir, a Osho le preguntaron qué camino espiritual recomendaba. —Recomiendo el budismo zen. O el sufismo, la rama mística del islam. Son los únicos caminos verdaderos. Sigo su consejo: en 2007, me apunto a una escuela de soto zen. Luego de tres años de práctica intensiva, abandono. Demasiado áspero, demasiado marcial. Así que decido probar suerte en el sufismo. Y allá voy.

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