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Marcelo Ebrard. Fotografía de Felipe Luna.
El excanciller Marcelo Ebrard no logró su propósito: vencer a Claudia Sheinbaum, la elegida para contender por la Presidencia en 2024. Con el transcurso de las campañas, algunas declaraciones desafortunadas y un par de pasos en falso en su esfuerzo por acaparar los reflectores y cambiar la narrativa, su figura se ha ido desvaneciendo. ¿Se aproxima la ruptura con Morena?
El 24 de julio, un lunes nublado, casi veinte jóvenes vestidos con una camiseta blanca, que lleva impreso el eslogan “#MejorMarcelo”, esperan en un salón del hotel Sevilla Palace, la llegada del excanciller, ahora “delegado para la defensa de la transformación”, como se llama a los precandidatos de Morena para competir en la encuesta que definirá la candidatura rumbo a las elecciones de 2024. La reunión había sido convocada a las once de la mañana, pero Marcelo Ebrard viene con retraso, lo que ha creado una atmósfera de aburrimiento entre quienes lo compensan atacando galletas, papas fritas, agua y el café quemado del fondo del salón. Otros se asoman por las ventanas para echar un vistazo a la avenida. En un punto, los jóvenes se agrupan al frente, de cara a las cámaras de los reporteros, haciendo evidente que esa mañana hay más simpatizantes del precandidato que medios de comunicación.
Un miembro del equipo de campaña se coloca frente al micrófono y comienza a leer un documento por mandato del Instituto Nacional Electoral (INE). Es un intento muy barroco por regular todo este proceso, que viola la ley porque se adelanta varios meses a lo estipulado. El orador dice que los discursos y mensajes que se realicen no deben contener llamados directos o indirectos expresos a votar en contra o a favor de alguien. Y que esos actos no tienen como objetivo el respaldo para postular a alguien como precandidato a un cargo de elección popular. Pronto el evento cae de nuevo en un atolladero por la ausencia del precandidato. Un reportero chifla de repente, como si estuviera en concierto. El maestro de ceremonias responde pidiendo calma. Dice que “todo va a estar bien”, citando otro eslogan del equipo de Marcelo Ebrard, y a continuación se pone a especular sobre el momento histórico que está viviendo: “Imagínense —dice— cuando les cuenten a sus nietos: ‘Yo estuve en ese evento de Marcelo’”.
De camisa blanca de manga corta, Marcelo Ebrard entra finalmente por una puerta lateral, y su sola presencia provoca que el salón estalle en aplausos. Se dirige a un extremo donde está un bebé, lo levanta en brazos y las cámaras captan el cliché de campaña. Toma el micrófono, da las gracias por la paciencia. “Bueno, a cinco semanas de recorridos, hacerles un primer balance: ha sido extraordinario el recorrido. Hemos podido dialogar con todos los sectores. Le hemos dado tres vueltas al país desde junio del año pasado hasta esta fecha. ¿Qué es lo que hemos encontrado más relevante? Que a la gente le gustaría debatir las propuestas”, dice en relación con una convocatoria que había lanzado días antes para un debate entre los precandidatos, otro asunto que proscribe la ley. Su llamado y el informe de ese día se pierden entre la densidad informativa, y el “momento histórico” pasa completamente desapercibido.
Conforme transcurren las semanas y la precampaña, Marcelo Ebrard se va desdibujando. No ha logrado lo que se proponía al comienzo: cerrar la brecha que lo separa de la exjefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, la favorita del presidente y del partido. Según la encuesta Mitofsky realizada a finales de julio para El Economista, Sheinbaum le seguía llevando una ventaja de ocho puntos. Una fuente cercana a su equipo me reveló, por esos días, que estaba completamente decepcionada por el curso de las cosas, el esfuerzo le parecía desorganizado y al precandidato lo encontraba sin mecha. Pensaba que este sería un final de camino para un hombre brillante, pero que no tenía, ni iba a tener, el apoyo del presidente ni de Morena, y tampoco lo veía romper para intentar un camino independiente.
Durante esos días, la atención estaba puesta en la oposición, sobre la figura de Xóchitl Gálvez, un personaje político de difícil definición. Aunque es senadora por el conservador Partido Acción Nacional (PAN), en realidad es más cercana a varias causas progresistas; es una empresaria exitosa, pero también tiene un origen indígena y su recorrido hacia al encumbramiento es inspirador. Su reciente ascenso comenzó desde que el presidente usó la plataforma de la mañanera para criticarla por retarlo en un asunto menor y, en vez de desprestigiarla, le allanó el camino a una precandidatura del frente opositor. El día de su registro en las oficinas nacionales del PAN, Gálvez agradeció el apoyo del partido y contestó los vítores de los seguidores diciendo: “Claro que se puede, claro que vamos a poder con todos los que me pongan enfrente, aunque el jefe de campaña sea el mismísimo presidente de la República”. Una encuesta del periódico El Financiero de mediados de ese mes señalaba que, si ella compitiera en ese momento contra los candidatos de Morena, estaba a once puntos de la favorita y a doce de Ebrard. Y después, a inicios de agosto, otra encuesta del mismo diario la mostraba ocho puntos por debajo de Sheinbaum y diez por debajo de Ebrard.
Pero el 16 de agosto, en la víspera en que los precandidatos de la Cuarta Transformación debían reunirse para decidir cuáles serían las casas encuestadoras para definir la candidatura presidencial, Marcelo Ebrard dio un golpe en la mesa.
Convocó a una conferencia de prensa en un salón en la colonia Granada de la Ciudad de México, una antigua nave industrial convertida en auditorio. Ya con la sala llena, entró acompañado de su esposa Rosalinda Bueso y subió al foro, vestido con un traje azul marino. Se colocó frente a una pantalla que decía “Marcelo Ebrard. Conferencia de prensa”. Tomó el micrófono y dio un mensaje que tuvo el dramático efecto de ponerle un marco nuevo a la última etapa del proceso interno del partido.
Dada la intención de voto por Morena, “el ejercicio de la encuesta […] muy seguramente será la definición de quién va a competir en el [20]24 y, por lo tanto, quién va a ser presidente de México”, declaró. En el fondo, dijo, se trata de una elección entre él y Sheinbaum. “Claudia o yo. Marcelo o Claudia”, enfatizó, mientras la pantalla mostraba la foto de ambos sobre campos de color distintos. Dijo que la competencia entre los dos es mucho más reñida de lo que se difunde y que, en realidad, están en un empate: la muestra es que funcionarios del Gobierno están activamente acarreando personas a los mítines, intimidando a los votantes y usando los recursos de la Ciudad de México para favorecer a Sheinbaum. Denunció a la dirigencia del partido por no tomar acciones y subrayó la seriedad de este momento histórico, cuando él se está jugando 42 años de carrera y la construcción de una nueva etapa para la izquierda que puede quedar en peligro por las trampas. Exigió que, a partir de ese día y hasta el 3 de septiembre, el día de la elección, la dirigencia del partido y los funcionarios actúen con imparcialidad.
El mensaje se reprodujo en todos los medios y ocupó la conversación política de los días siguientes. Sheinbaum negó los señalamientos. Dijo que todo era trabajo voluntario: “A mí nunca me van a escuchar hablar mal de mis compañeros”. Por su parte, los comentaristas de la prensa dedicaron sus columnas a Marcelo Ebrard, destacando el dilema en el que lo ven atrapado: ¿el golpe de timón se puede interpretar como un aviso de su ruptura con el presidente y la Cuarta Transformación? ¿Estará preparando el quiebre de una alianza que lleva más de veinte años de antigüedad?
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En marzo pasado Marcelo Ebrard publicó El camino de México (Aguilar, 2023), una memoria política, una pieza de autopromoción y un programa de gobierno. Los políticos han acostumbrado a los lectores a libros mediocres (Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, tiene diecinueve) que sirven como una estrategia para avanzar algún punto en su carrera. El de Ebrard es algo más que eso. Aunque por la contraportada parecería apuntar a una larga exposición de sus atributos —“Quiero ser presidente de México, sí”, declara en ella—, en las páginas interiores se tomó la labor autobiográfica con seriedad, entregando pasajes que, aunque cuidadosamente seleccionados para apuntalar una narrativa —nunca se menciona a fondo, por ejemplo, su paso por el Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, están llenos de detalles interesantes, contados por un testigo privilegiado de los convulsos años ochenta y noventa. Para los interesados en la historia política del país, es ciertamente una lectura entretenida.
Un guionista de cine leería esta biografía, además, con mucho interés, por los increíbles giros de la fortuna que tiene su trayectoria política. Hijo de una familia acomodada, con una educación en escuelas privadas y de élite, como El Colegio de México, su entrada a la política está marcada por subidas y bajadas vertiginosas de la mano de su mentor, Manuel Camacho Solís, economista de la UNAM, compañero de generación del expresidente Carlos Salinas de Gortari. “Manuel Camacho Solís fue la persona que me dio mis primeras oportunidades en el mundo de la política —escribió Marcelo Ebrard—. Fue mi jefe, mentor, confidente, compañero hasta para fundar un nuevo partido político. Manuel fue un político modernizador y pacifista”.
Tiembla en la Ciudad de México en 1985 y Marcelo Ebrard es parte del equipo encargado de la reconstrucción, en el cual adquiere una enorme experiencia política: tiene que enfrentar una realidad inédita que lo obligó a abandonar el escritorio. Salinas de Gortari nombra sucesor a Luis Donaldo Colosio y se desinflan las posibilidades reales de que Camacho Solís, Ebrard y el equipo accedan a la máxima investidura. Los zapatistas se levantan en armas y esa posibilidad se habilita porque Camacho Solís y su grupo se colocan en el centro de la política como negociadores de la paz. Un chico de Tijuana dispara en la cabeza al candidato Colosio y, de nuevo, la suerte del grupo cambia, pues el país, envuelto en dolor y paranoia, culpa a Camacho Solís directa o indirectamente de la muerte del candidato.
Marcelo Ebrard renuncia al PRI junto con Camacho Solís y el resto del equipo. En 1997 se lanza como diputado federal por el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), pero los “camachistas” se empeñan en crear su propio partido, el Partido de Centro Democrático (PCD), que se presenta en 1998. El partido postula a Camacho Solís como candidato a la presidencia en 2000 y a Ebrard como jefe de Gobierno; sin embargo, obtienen apenas 0.6% a nivel nacional, lo que los lleva a perder el registro. Como la base de apoyo es la capital, los resultados en el Distrito Federal son mejores. Así que Ebrard declina en favor del candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), López Obrador, y este le ofrece a cambio la Secretaría de Seguridad Pública en 2002.
A partir de ese momento, la fortuna política de Marcelo Ebrard comienza a ligarse también a la de otro Manuel. Ebrard, desde Seguridad Pública, se convierte en una figura nacional. No es solo que la seguridad está en el centro de las preocupaciones de los capitalinos, sino que otra tragedia vuelve a modificar su trayectoria. A finales de noviembre, cerca de doscientos vecinos de Tláhuac linchan a dos agentes de la policía preventiva porque los confunden con pequeños comerciantes de droga. La tragedia logra ser evitada, pero la policía reacciona tarde y mal a los llamados de auxilio. El presidente Vicente Fox, empeñado en descarrilar la creciente popularidad de López Obrador, destituye a Ebrard haciendo uso de sus atribuciones. La remoción lo convierte en el miembro más famoso de ese gabinete y lo acerca mucho a López Obrador, quien lo invita una vez más al gobierno, ahora como secretario de Desarrollo Social.
Para las elecciones de 2006, la relación entre López Obrador y Ebrard está en su mejor momento: el PRD postula al primero a la presidencia y al segundo a la jefatura del entonces Distrito Federal. Es de todos conocido el resultado. López Obrador pierde por un margen mínimo, pero Ebrard gana por dieciocho puntos a su contrincante más cercano. La jefatura de Gobierno es el periodo en que Ebrard despliega su talento político y administrativo. Y al mismo tiempo, mantiene una relación tensa con la presidencia, por su apoyo a López Obrador, quien se ha declarado “presidente legítimo” en protesta por el resultado electoral de 2006. Marcelo Ebrard continúa con los programas sociales de su predecesor y gobierna la ciudad expandiendo la calidad del espacio público, la movilidad sustentable, los derechos de las mujeres y las personas LGBT+, entre otras medidas. Según la casa de encuestas Mitofsky, termina con nivel de aprobación de 74.4, calificación que lo convierte en un candidato muy competitivo para las elecciones de 2012.
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Uno de los propósitos de El camino de México es mostrar la lealtad de su autor para con el presidente. Este esfuerzo no es exclusivo de Marcelo Ebrard. Dada la manera de gobernar de Andrés Manuel López Obrador, su popularidad y el papel que se ha echado a los hombros como conductor de la sucesión presidencial, el resto de los precandidatos están más o menos obligados a prender velas todos los días en el altar presidencial.
Pero en el caso de Ebrard, esta necesidad de retratarse al lado del tabasqueño revela más bien otra de sus calamidades biográficas: nunca ha tenido realmente un partido que lo respalde. Ha estado en las filas del PRI, del PVEM, del PCD, del PRD, de Movimiento Ciudadano y ahora de Morena. Excepto por el PCD, los militantes y la dirigencia lo han visto con recelo, nunca como uno de ellos. Siempre ha entrado a sus filas más por peso político que por carrera interna.
En 2012, Gatopardo publicó un perfil suyo. Había competido contra López Obrador por la nominación del PRD como candidato a la presidencia. Fue una disputa muy reñida que se decidió por medio de una encuesta, con un cuestionario complejo, que daba pie a distintas interpretaciones. Al final, Marcelo Ebrard concedió la derrota y, aunque sus huestes estaban decepcionadas porque no peleó más esa candidatura, tenía un plan a largo plazo: competiría por la presidencia del PRD. López Obrador podría abandonar el partido y continuar con la construcción de Morena, que se fundó en 2011, pero él se haría del partido y armaría una coalición de izquierda, inspirada en el ejemplo uruguayo, que le había dado la presidencia a José Mujica. Sin embargo, la fortuna le tenía preparadas varias sorpresas muy desagradables.
Miguel Ángel Mancera, el exprocurador general de Justicia del Distrito Federal, la persona que Marcelo Ebrard designó para sucederlo en la capital, lo traicionó acercándose a la dirigencia del PRD y al presidente Enrique Peña Nieto. Sus enemigos políticos cerraron la Línea 12 del Sistema de Transporte Colectivo Metro, la obra emblemática de su gestión, arguyendo serios errores en su construcción, y convirtieron el asunto en una causa penal. Además, en noviembre de 2014, Carmen Aristegui publicó una investigación periodística que revelaba que una propiedad de la primera dama, Angélica Rivera, valuada en más de ochenta millones de pesos, había sido construida por un contratista con fuertes lazos con el entonces presidente. Convencido, sin fundamento, de que la información la había filtrado el propio Ebrard mientras era jefe de Gobierno de la ciudad, Peña Nieto lanzó una ofensiva jurídica. Lo investigaban no solo por la Línea 12, sino por otras obras de su administración, como la Supervía Poniente, el segundo piso del Periférico, los parquímetros y varios desarrollos inmobiliarios. También, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público comenzó a investigar a sus hermanos bajo sospecha de que se habrían beneficiado por contratos y prebendas, en particular, por la compra de unos apartamentos.
Marcelo Ebrard se mudó con su esposa y sus hijos a París. Fuentes cercanas a su círculo dicen que esta experiencia es definitiva, no solo por el apoyo que encontró en su actual esposa, Rosalinda Bueso, sino porque sentó un precedente de lo mal que resultaron las cosas cuando sus enemigos en el poder judicializaron la política, una sombra que seguramente pesa en sus decisiones actuales.
Desde 2017, cuando recibió un memo de su abogado diciendo que la Procuraduría General de la República desistiría de la acción penal, Ebrard comenzó a venir a México. De acuerdo con Jorge Zepeda Patterson en La sucesión 2024 (Planeta, 2023), no tenía claro si López Obrador lo tendría en cuenta. “Para mediados de 2017, Marcelo ya estaba en México sondeando la atmósfera, retomando relaciones y acercándose al líder —escribió Zepeda Patterson—. Al principio de 2018 el alma le volvió al cuerpo”. López Obrador lo llamó como coordinador territorial del noreste del país. Días después de las elecciones del 1 de julio, cuando ya se sabía que López Obrador sería el próximo presidente, este anunció el nombramiento de Ebrard como secretario de Relaciones Exteriores (según Ebrard, la decisión estaba tomada desde poco antes de la elección).
México estaba en medio de la renegociación del Tratado de Libre Comercio y, aunque el asunto iba a caer en los nuevos funcionarios de la Secretaría de Economía, Ebrard resultaría clave después para evitar la amenaza de Donald Trump de subir los aranceles unilateralmente a los productos mexicanos si el Gobierno no cooperaba con resolver la migración ilegal a su país. También se lució como negociador internacional para conseguir las vacunas de covid-19 y, más tarde, fue el funcionario que habló con Elon Musk sobre la instalación de una gigantesca planta para producir autos eléctricos en Nuevo León. Zepeda Patterson, con toda razón, menciona que Ebrard incluso estuvo dispuesto a seguir a López Obrador en aventuras que estaban fuera del guion diplomático, como su insistencia en pedir que la Corona española se disculpara por la Conquista. El canciller supo reducir los daños. Lo mismo hizo con el intervencionismo de López Obrador en Perú y Bolivia para defender a los presidentes de izquierda. Todo esto le dio visibilidad y, por eso, a finales de 2021, cuando ya se había iniciado la carrera por la sucesión luego de que López Obrador destapara a las “corcholatas”, una encuesta de El Financiero daba un empate entre Ebrard y Claudia Sheinbaum.
Es interesante anotar que este periódico ya había evaluado a los dos candidatos desde 2019 y que, en las distintas mediciones que hizo desde entonces, a veces Sheinbaum aparecía arriba y otras, Ebrard. El único cambio significativo en las preferencias de ese periodo ocurrió luego de que un convoy de la Línea 12 del Metro colapsara la noche del 3 de mayo. Murieron veintiséis personas y decenas resultaron heridas. La tragedia afectaba a los dos principales contendientes de Morena: Ebrard, porque fue el que lo mandó construir, y Sheinbaum, porque como jefa de Gobierno estaba encargada de su mantenimiento. El Financiero volvió a medir a los candidatos ese mes y se encontró con que la tragedia había afectado a ambos, pero que la popularidad de Ebrard había bajado más que la de Sheinbaum, quien quedó doce puntos arriba. En pocos meses, sin embargo, Marcelo Ebrard logró repuntar hasta empatarla de nuevo. Los analistas lo atribuyeron a su buen desempeño como canciller ese semestre. Y eso explicaría, en parte, por qué él piensa que las posiciones no son fijas. En 2022, sin embargo, la brecha entre Ebrard y Sheinbaum se volvió a ensanchar.
Adelantar la carrera por la sucesión, como lo hizo López Obrador, obligó a los contrincantes a doblarse entre el funcionario público y el candidato que será juzgado por unas encuestas, a usar todo lo que estuviera a su alcance —legal o no— para ganar notoriedad. Sheinbaum, sin embargo, contaba con dos ventajas considerables: estar al frente de la ciudad, con recursos infinitamente más grandes a los de la cartera de Relaciones Exteriores, y ser la favorita del presidente y, por lo tanto, contar con el apoyo de funcionarios y miembros del partido clave.
No solo el colapso de la Línea 12 fue un duro golpe para ella. Meses después se celebraron las elecciones de medio término en todo el país. Morena perdió nueve de las dieciséis alcaldías de la ciudad, especialmente las del poniente, donde viven los sectores más acomodados. Los analistas, como Zepeda Patterson, piensan que estos resultados fueron más bien responsabilidad de López Obrador, porque en su obsesión por priorizar la lucha contra la pobreza había abandonado otras reivindicaciones progresistas, o de plano había antagonizado con los sectores medios, que determinan una parte importante del voto en la capital. En cualquier caso, luego de la elección, el aparato de Gobierno se puso a disposición de Sheinbaum. Martí Batres, un experimentado político de izquierda, se hizo cargo de la Secretaría de Gobierno. Y a partir de ahí, Sheinbaum intensificó sus actividades, cambió su imagen, salió a hacer recorridos por el país, se mostró más leal al presidente y aumentó sus referencias a la Cuarta Transformación. Contó con la ayuda de funcionarios federales y estatales, legisladores, gobernadores y la estructura del Gobierno de la Ciudad de México, y eso terminó por abrir la brecha entre ella y Ebrard. Una investigación de la revista Emeequis publicada a finales de 2022, por ejemplo, señalaba que funcionarios del gobierno local exigían a promotores culturales, deportivos y docentes adscritos a algunos programas —unas cinco mil personas— hacer proselitismo en favor de Sheinbaum. Se les obligaba a compartir y enviar a por lo menos veinte contactos las publicaciones de la jefa de Gobierno.
Mucho más escandalosa fue la aparición de anuncios espectaculares en todo el país con su imagen, bajo el eslogan “#EsClaudia”. Movimiento Ciudadano presentó una denuncia, ante el INE, contra varios diputados de Morena que dijeron haber pagado los anuncios espectaculares con recursos propios y a espaldas de Sheinbaum. Los espectaculares eran un capítulo más de la propaganda plasmada en pintas de bardas con el mismo eslogan y de los viajes de la precandidata por todo el país para dar conferencias los fines de semana.
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A principios de junio de 2023, al comienzo de las campañas para elegir el candidato de Morena, Marcelo Ebrard parecía querer tomar la delantera y golpear primero. Andrés Manuel López Obrador había convocado a los cuatro precandidatos presidenciales —Claudia Sheinbaum, Adán Augusto López, Ricardo Monreal y el mismo Ebrard— a una cena en un restaurante al lado del Palacio Nacional. Allí enunció algunas reglas de la competencia que aseguraran un pacto de unidad, independientemente del resultado de la encuesta. Las reglas incluían que los candidatos dejaran sus puestos antes de comenzar las precampañas, con lo que se buscaba evitar que usaran recursos públicos. La medida hacía eco de la insistencia de Ebrard en contar con un piso parejo.
Marcelo Ebrard renunció a su puesto de canciller el 12 de junio. Fue el primero de los cuatro. El día de su dimisión entró de traje al Palacio Nacional y salió con la camiseta de campaña con el eslogan “¡Sonrían, todo va a estar bien!”, abajo del cual había un dibujo del candidato con lentes y una camisa guinda. Dijo a los medios que regresaría al Palacio Nacional en 2024, ya como presidente. También fue el primero en registrarse como “delegado” y durante una semana acaparó de nuevo la atención con sus declaraciones, mientras sus compañeros terminaban de separase de sus cargos. Fuentes cercanas al candidato, citadas por El País, señalaron que el excanciller estaba energizado tras las reglas establecidas por López Obrador. Daba la impresión de que creía en el proceso y que veía una posibilidad de acortar la distancia que lo separaba de Sheinbaum.
Este mismo esfuerzo por acaparar los reflectores, sin embargo, lo hizo dar un par de pasos en falso los días siguientes. En el discurso del primer día de campaña, celebrado en el hotel Hilton Reforma, hizo énfasis en la lealtad que lo unía al mandatario y lanzó una propuesta polémica: la creación de una secretaría de la Cuarta Transformación, pero al mando del Andrés Manuel López Beltrán, el hijo del presidente. La propuesta cayó justo en medio y no complació a nadie. López Beltrán se deslindó inmediatamente y con él las huestes de Morena, que la consideraron oportunista. Los sectores más moderados, que ven con simpatía al excanciller y valoran su independencia, no la entendieron. Otros, mejor intencionados, pensaron que el anuncio había atrapado la atención de la gente y que servía para consolidar la presencia pública del candidato.
A mediados de julio, Marcelo Ebrard volvió a acaparar la atención del público por el anuncio del Plan Ángel (acrónimo de “Avanzadas Normas de Geolocalización”). El escenario fue el Auditorio BlackBerry de la Ciudad de México. Vestido de traje, con una diadema en vez de micrófono y una enorme pantalla detrás, como en la presentación de los nuevos productos de las empresas de tecnología, Ebrard dio un discurso de diez minutos. La mitad la dedicó a hablar de las fortalezas del país; la otra, a explicar un plan que utilizará tecnología para apoyar las labores de la Guardia Nacional y multiplicar la eficacia de las autoridades “por diez”, incluso “por cien”. “La principal preocupación que tiene nuestro pueblo es la inseguridad”, dijo. Se supone que el plan debía de abrevar prestigio de la instalación de cámaras de vigilancia en la ciudad, de cuando Ebrard fue jefe de Gobierno, y de su experiencia como canciller, que le permitió viajar e investigar qué funcionaba en otros países. Pero, de nuevo, el plan cayó en medio. Sheinbaum criticó a Ebrard por avanzar propuestas de campaña a pesar de que la ley y las reglas entre los precandidatos lo prohíben; los especialistas aplaudieron a Ebrard por tocar la seguridad, un tema sustantivo, aunque criticaron aspectos puntuales del programa, y los sectores medios ilustrados se sintieron alienados por las posibles violaciones a los derechos humanos debido a la hipervigilancia. Las redes sociales se encargaron del resto, es decir, de ridiculizarlo hasta convertirlo en un meme.
Fuera de estos momentos, las campañas en general cayeron en una rutina que despertaba poco interés, mientras que las redes sociales de los candidatos intentaban mostrarlos simpáticos y cercanos a la gente. La fuente que cubría a Ebrard recibía información adicional vía una cuenta de WhatsApp. No era difícil ver un esfuerzo por cambiar la narrativa por medio del constante envío de encuestas que mostraban otras métricas en las que Ebrard empata o gana, además de presentar datos semanales del gasto de campaña debajo del límite y denuncias esporádicas de las trampas. Hasta que Ebrard pareció dar con el tono ideal cuando denunció rotundamente el juego sucio en una conferencia de prensa, la víspera de la selección de las casas encuestadoras, en el último tramo del proceso.
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Marcelo Ebrard ha convocado de nuevo a los medios el viernes 18 de agosto de 2023 para una conferencia de prensa en las instalaciones del INE, que está en la intersección de dos vías rápidas, Periférico y Tlalpan, donde el auto es el rey y apenas hay espacio en la banqueta para el paso de las personas. Encima de todo, el edificio está resguardado tras una barda, estrechas puertas de metal y un pequeño ejército de guardias de seguridad privada. Un grupo de simpatizantes comienza a aglomerarse frente a uno de los accesos, entre puestos de comida callejera, autos estacionados y el constante paso de los coches y camiones. Hay un grupo, en especial, que saca de una bolsa letras rojas que forman las palabras “COLECTIVO TLALPAN” y se ponen a cantar consignas en favor del candidato. Otros se enfrentan a los guardias de la entrada y se hacen de palabras. El conato de bronca los enardece y los gritos suben de tono y de contenido. Ya no son “¡Se ve, se escucha, Marcelo está en la lucha!”, sino que abordan conceptos más abstractos como “¡Libertad de expresión!”, o consignas del momento, como “¡Piso parejo, piso parejo!”. Ese acceso se sella y la prensa debe de buscar la siguiente puerta para entrar, luego de un interrogatorio de los guardias de seguridad. Al frente de las escaleras que llevan a la oficialía de partes ya se han colocado las cámaras en espera del candidato.
El excanciller aparece por la puerta donde están sus simpatizantes y entra caminando al predio del INE vestido con traje y corbata. Los reporteros de la fuente corren a recibirlo y forman un férreo anillo a su alrededor, mientras Ebrard camina hacia el edificio principal, y aquella masa humana se desplaza, poco a poco, hasta llegar a las puertas donde Ebrard entra solo. Ha venido a pagar una multa de diez mil pesos por una denuncia de Movimiento Ciudadano que lo acusa de violar la ley al presentar el Plan Ángel, que se interpreta como una propuesta de campaña. El trámite dura unos pocos minutos. Ebrard sale de la oficina y se activa de nuevo la coreografía de reporteros que rodean al precandidato, ahora frente a las cámaras de televisión. El día anterior estuvo cargado de noticias. En la mañana, el presidente dijo que Ebrard estaba en su derecho de inconformarse, y en la tarde, luego de una larga reunión de los equipos de precandidatos, la senadora Malú Mícher, del equipo de Ebrard, se negó a firmar el acuerdo sobre las casas encuestadoras porque no estaban satisfechos con las propuestas.
El clima estaba electrificado y los reporteros ávidos de nueva información sobre las especulaciones de su salida del partido, luego de la denuncia del acarreo de personas y el uso de recursos públicos en favor de Claudia Sheinbaum. Ebrard declaró que a “los que les urge que me vaya yo de Morena es porque saben que les vamos a ganar”.
El excanciller comenzó a caminar de nuevo hacia la puerta. Los simpatizantes lo esperaban con gritos y porras. Si Ebrard no piensa romper, entonces ¿cuál es la estrategia? Una fuente de la campaña comenta con cierta satisfacción el fondo del asunto: polarizar para que la decisión quede entre Ebrard y Sheinbaum, subir el costo de las trampas.
Ya en la calle, Marcelo Ebrard se da un baño de pueblo, mientras un tráiler blanco yace atorado en la estrecha calle frente al INE por la presencia de un auto que tiene pegada una calcomanía que dice “#MejorMarcelo”. Es un atorón que ocupa cerca de cien metros sobre el Anillo Periférico. Suenan las bocinas de los autos y la gente, ajena a los problemas viales, solo corea: “¡Marcelo, carnal, al Palacio Nacional!”.
El excanciller Marcelo Ebrard no logró su propósito: vencer a Claudia Sheinbaum, la elegida para contender por la Presidencia en 2024. Con el transcurso de las campañas, algunas declaraciones desafortunadas y un par de pasos en falso en su esfuerzo por acaparar los reflectores y cambiar la narrativa, su figura se ha ido desvaneciendo. ¿Se aproxima la ruptura con Morena?
El 24 de julio, un lunes nublado, casi veinte jóvenes vestidos con una camiseta blanca, que lleva impreso el eslogan “#MejorMarcelo”, esperan en un salón del hotel Sevilla Palace, la llegada del excanciller, ahora “delegado para la defensa de la transformación”, como se llama a los precandidatos de Morena para competir en la encuesta que definirá la candidatura rumbo a las elecciones de 2024. La reunión había sido convocada a las once de la mañana, pero Marcelo Ebrard viene con retraso, lo que ha creado una atmósfera de aburrimiento entre quienes lo compensan atacando galletas, papas fritas, agua y el café quemado del fondo del salón. Otros se asoman por las ventanas para echar un vistazo a la avenida. En un punto, los jóvenes se agrupan al frente, de cara a las cámaras de los reporteros, haciendo evidente que esa mañana hay más simpatizantes del precandidato que medios de comunicación.
Un miembro del equipo de campaña se coloca frente al micrófono y comienza a leer un documento por mandato del Instituto Nacional Electoral (INE). Es un intento muy barroco por regular todo este proceso, que viola la ley porque se adelanta varios meses a lo estipulado. El orador dice que los discursos y mensajes que se realicen no deben contener llamados directos o indirectos expresos a votar en contra o a favor de alguien. Y que esos actos no tienen como objetivo el respaldo para postular a alguien como precandidato a un cargo de elección popular. Pronto el evento cae de nuevo en un atolladero por la ausencia del precandidato. Un reportero chifla de repente, como si estuviera en concierto. El maestro de ceremonias responde pidiendo calma. Dice que “todo va a estar bien”, citando otro eslogan del equipo de Marcelo Ebrard, y a continuación se pone a especular sobre el momento histórico que está viviendo: “Imagínense —dice— cuando les cuenten a sus nietos: ‘Yo estuve en ese evento de Marcelo’”.
De camisa blanca de manga corta, Marcelo Ebrard entra finalmente por una puerta lateral, y su sola presencia provoca que el salón estalle en aplausos. Se dirige a un extremo donde está un bebé, lo levanta en brazos y las cámaras captan el cliché de campaña. Toma el micrófono, da las gracias por la paciencia. “Bueno, a cinco semanas de recorridos, hacerles un primer balance: ha sido extraordinario el recorrido. Hemos podido dialogar con todos los sectores. Le hemos dado tres vueltas al país desde junio del año pasado hasta esta fecha. ¿Qué es lo que hemos encontrado más relevante? Que a la gente le gustaría debatir las propuestas”, dice en relación con una convocatoria que había lanzado días antes para un debate entre los precandidatos, otro asunto que proscribe la ley. Su llamado y el informe de ese día se pierden entre la densidad informativa, y el “momento histórico” pasa completamente desapercibido.
Conforme transcurren las semanas y la precampaña, Marcelo Ebrard se va desdibujando. No ha logrado lo que se proponía al comienzo: cerrar la brecha que lo separa de la exjefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, la favorita del presidente y del partido. Según la encuesta Mitofsky realizada a finales de julio para El Economista, Sheinbaum le seguía llevando una ventaja de ocho puntos. Una fuente cercana a su equipo me reveló, por esos días, que estaba completamente decepcionada por el curso de las cosas, el esfuerzo le parecía desorganizado y al precandidato lo encontraba sin mecha. Pensaba que este sería un final de camino para un hombre brillante, pero que no tenía, ni iba a tener, el apoyo del presidente ni de Morena, y tampoco lo veía romper para intentar un camino independiente.
Durante esos días, la atención estaba puesta en la oposición, sobre la figura de Xóchitl Gálvez, un personaje político de difícil definición. Aunque es senadora por el conservador Partido Acción Nacional (PAN), en realidad es más cercana a varias causas progresistas; es una empresaria exitosa, pero también tiene un origen indígena y su recorrido hacia al encumbramiento es inspirador. Su reciente ascenso comenzó desde que el presidente usó la plataforma de la mañanera para criticarla por retarlo en un asunto menor y, en vez de desprestigiarla, le allanó el camino a una precandidatura del frente opositor. El día de su registro en las oficinas nacionales del PAN, Gálvez agradeció el apoyo del partido y contestó los vítores de los seguidores diciendo: “Claro que se puede, claro que vamos a poder con todos los que me pongan enfrente, aunque el jefe de campaña sea el mismísimo presidente de la República”. Una encuesta del periódico El Financiero de mediados de ese mes señalaba que, si ella compitiera en ese momento contra los candidatos de Morena, estaba a once puntos de la favorita y a doce de Ebrard. Y después, a inicios de agosto, otra encuesta del mismo diario la mostraba ocho puntos por debajo de Sheinbaum y diez por debajo de Ebrard.
Pero el 16 de agosto, en la víspera en que los precandidatos de la Cuarta Transformación debían reunirse para decidir cuáles serían las casas encuestadoras para definir la candidatura presidencial, Marcelo Ebrard dio un golpe en la mesa.
Convocó a una conferencia de prensa en un salón en la colonia Granada de la Ciudad de México, una antigua nave industrial convertida en auditorio. Ya con la sala llena, entró acompañado de su esposa Rosalinda Bueso y subió al foro, vestido con un traje azul marino. Se colocó frente a una pantalla que decía “Marcelo Ebrard. Conferencia de prensa”. Tomó el micrófono y dio un mensaje que tuvo el dramático efecto de ponerle un marco nuevo a la última etapa del proceso interno del partido.
Dada la intención de voto por Morena, “el ejercicio de la encuesta […] muy seguramente será la definición de quién va a competir en el [20]24 y, por lo tanto, quién va a ser presidente de México”, declaró. En el fondo, dijo, se trata de una elección entre él y Sheinbaum. “Claudia o yo. Marcelo o Claudia”, enfatizó, mientras la pantalla mostraba la foto de ambos sobre campos de color distintos. Dijo que la competencia entre los dos es mucho más reñida de lo que se difunde y que, en realidad, están en un empate: la muestra es que funcionarios del Gobierno están activamente acarreando personas a los mítines, intimidando a los votantes y usando los recursos de la Ciudad de México para favorecer a Sheinbaum. Denunció a la dirigencia del partido por no tomar acciones y subrayó la seriedad de este momento histórico, cuando él se está jugando 42 años de carrera y la construcción de una nueva etapa para la izquierda que puede quedar en peligro por las trampas. Exigió que, a partir de ese día y hasta el 3 de septiembre, el día de la elección, la dirigencia del partido y los funcionarios actúen con imparcialidad.
El mensaje se reprodujo en todos los medios y ocupó la conversación política de los días siguientes. Sheinbaum negó los señalamientos. Dijo que todo era trabajo voluntario: “A mí nunca me van a escuchar hablar mal de mis compañeros”. Por su parte, los comentaristas de la prensa dedicaron sus columnas a Marcelo Ebrard, destacando el dilema en el que lo ven atrapado: ¿el golpe de timón se puede interpretar como un aviso de su ruptura con el presidente y la Cuarta Transformación? ¿Estará preparando el quiebre de una alianza que lleva más de veinte años de antigüedad?
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En marzo pasado Marcelo Ebrard publicó El camino de México (Aguilar, 2023), una memoria política, una pieza de autopromoción y un programa de gobierno. Los políticos han acostumbrado a los lectores a libros mediocres (Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, tiene diecinueve) que sirven como una estrategia para avanzar algún punto en su carrera. El de Ebrard es algo más que eso. Aunque por la contraportada parecería apuntar a una larga exposición de sus atributos —“Quiero ser presidente de México, sí”, declara en ella—, en las páginas interiores se tomó la labor autobiográfica con seriedad, entregando pasajes que, aunque cuidadosamente seleccionados para apuntalar una narrativa —nunca se menciona a fondo, por ejemplo, su paso por el Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, están llenos de detalles interesantes, contados por un testigo privilegiado de los convulsos años ochenta y noventa. Para los interesados en la historia política del país, es ciertamente una lectura entretenida.
Un guionista de cine leería esta biografía, además, con mucho interés, por los increíbles giros de la fortuna que tiene su trayectoria política. Hijo de una familia acomodada, con una educación en escuelas privadas y de élite, como El Colegio de México, su entrada a la política está marcada por subidas y bajadas vertiginosas de la mano de su mentor, Manuel Camacho Solís, economista de la UNAM, compañero de generación del expresidente Carlos Salinas de Gortari. “Manuel Camacho Solís fue la persona que me dio mis primeras oportunidades en el mundo de la política —escribió Marcelo Ebrard—. Fue mi jefe, mentor, confidente, compañero hasta para fundar un nuevo partido político. Manuel fue un político modernizador y pacifista”.
Tiembla en la Ciudad de México en 1985 y Marcelo Ebrard es parte del equipo encargado de la reconstrucción, en el cual adquiere una enorme experiencia política: tiene que enfrentar una realidad inédita que lo obligó a abandonar el escritorio. Salinas de Gortari nombra sucesor a Luis Donaldo Colosio y se desinflan las posibilidades reales de que Camacho Solís, Ebrard y el equipo accedan a la máxima investidura. Los zapatistas se levantan en armas y esa posibilidad se habilita porque Camacho Solís y su grupo se colocan en el centro de la política como negociadores de la paz. Un chico de Tijuana dispara en la cabeza al candidato Colosio y, de nuevo, la suerte del grupo cambia, pues el país, envuelto en dolor y paranoia, culpa a Camacho Solís directa o indirectamente de la muerte del candidato.
Marcelo Ebrard renuncia al PRI junto con Camacho Solís y el resto del equipo. En 1997 se lanza como diputado federal por el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), pero los “camachistas” se empeñan en crear su propio partido, el Partido de Centro Democrático (PCD), que se presenta en 1998. El partido postula a Camacho Solís como candidato a la presidencia en 2000 y a Ebrard como jefe de Gobierno; sin embargo, obtienen apenas 0.6% a nivel nacional, lo que los lleva a perder el registro. Como la base de apoyo es la capital, los resultados en el Distrito Federal son mejores. Así que Ebrard declina en favor del candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), López Obrador, y este le ofrece a cambio la Secretaría de Seguridad Pública en 2002.
A partir de ese momento, la fortuna política de Marcelo Ebrard comienza a ligarse también a la de otro Manuel. Ebrard, desde Seguridad Pública, se convierte en una figura nacional. No es solo que la seguridad está en el centro de las preocupaciones de los capitalinos, sino que otra tragedia vuelve a modificar su trayectoria. A finales de noviembre, cerca de doscientos vecinos de Tláhuac linchan a dos agentes de la policía preventiva porque los confunden con pequeños comerciantes de droga. La tragedia logra ser evitada, pero la policía reacciona tarde y mal a los llamados de auxilio. El presidente Vicente Fox, empeñado en descarrilar la creciente popularidad de López Obrador, destituye a Ebrard haciendo uso de sus atribuciones. La remoción lo convierte en el miembro más famoso de ese gabinete y lo acerca mucho a López Obrador, quien lo invita una vez más al gobierno, ahora como secretario de Desarrollo Social.
Para las elecciones de 2006, la relación entre López Obrador y Ebrard está en su mejor momento: el PRD postula al primero a la presidencia y al segundo a la jefatura del entonces Distrito Federal. Es de todos conocido el resultado. López Obrador pierde por un margen mínimo, pero Ebrard gana por dieciocho puntos a su contrincante más cercano. La jefatura de Gobierno es el periodo en que Ebrard despliega su talento político y administrativo. Y al mismo tiempo, mantiene una relación tensa con la presidencia, por su apoyo a López Obrador, quien se ha declarado “presidente legítimo” en protesta por el resultado electoral de 2006. Marcelo Ebrard continúa con los programas sociales de su predecesor y gobierna la ciudad expandiendo la calidad del espacio público, la movilidad sustentable, los derechos de las mujeres y las personas LGBT+, entre otras medidas. Según la casa de encuestas Mitofsky, termina con nivel de aprobación de 74.4, calificación que lo convierte en un candidato muy competitivo para las elecciones de 2012.
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Uno de los propósitos de El camino de México es mostrar la lealtad de su autor para con el presidente. Este esfuerzo no es exclusivo de Marcelo Ebrard. Dada la manera de gobernar de Andrés Manuel López Obrador, su popularidad y el papel que se ha echado a los hombros como conductor de la sucesión presidencial, el resto de los precandidatos están más o menos obligados a prender velas todos los días en el altar presidencial.
Pero en el caso de Ebrard, esta necesidad de retratarse al lado del tabasqueño revela más bien otra de sus calamidades biográficas: nunca ha tenido realmente un partido que lo respalde. Ha estado en las filas del PRI, del PVEM, del PCD, del PRD, de Movimiento Ciudadano y ahora de Morena. Excepto por el PCD, los militantes y la dirigencia lo han visto con recelo, nunca como uno de ellos. Siempre ha entrado a sus filas más por peso político que por carrera interna.
En 2012, Gatopardo publicó un perfil suyo. Había competido contra López Obrador por la nominación del PRD como candidato a la presidencia. Fue una disputa muy reñida que se decidió por medio de una encuesta, con un cuestionario complejo, que daba pie a distintas interpretaciones. Al final, Marcelo Ebrard concedió la derrota y, aunque sus huestes estaban decepcionadas porque no peleó más esa candidatura, tenía un plan a largo plazo: competiría por la presidencia del PRD. López Obrador podría abandonar el partido y continuar con la construcción de Morena, que se fundó en 2011, pero él se haría del partido y armaría una coalición de izquierda, inspirada en el ejemplo uruguayo, que le había dado la presidencia a José Mujica. Sin embargo, la fortuna le tenía preparadas varias sorpresas muy desagradables.
Miguel Ángel Mancera, el exprocurador general de Justicia del Distrito Federal, la persona que Marcelo Ebrard designó para sucederlo en la capital, lo traicionó acercándose a la dirigencia del PRD y al presidente Enrique Peña Nieto. Sus enemigos políticos cerraron la Línea 12 del Sistema de Transporte Colectivo Metro, la obra emblemática de su gestión, arguyendo serios errores en su construcción, y convirtieron el asunto en una causa penal. Además, en noviembre de 2014, Carmen Aristegui publicó una investigación periodística que revelaba que una propiedad de la primera dama, Angélica Rivera, valuada en más de ochenta millones de pesos, había sido construida por un contratista con fuertes lazos con el entonces presidente. Convencido, sin fundamento, de que la información la había filtrado el propio Ebrard mientras era jefe de Gobierno de la ciudad, Peña Nieto lanzó una ofensiva jurídica. Lo investigaban no solo por la Línea 12, sino por otras obras de su administración, como la Supervía Poniente, el segundo piso del Periférico, los parquímetros y varios desarrollos inmobiliarios. También, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público comenzó a investigar a sus hermanos bajo sospecha de que se habrían beneficiado por contratos y prebendas, en particular, por la compra de unos apartamentos.
Marcelo Ebrard se mudó con su esposa y sus hijos a París. Fuentes cercanas a su círculo dicen que esta experiencia es definitiva, no solo por el apoyo que encontró en su actual esposa, Rosalinda Bueso, sino porque sentó un precedente de lo mal que resultaron las cosas cuando sus enemigos en el poder judicializaron la política, una sombra que seguramente pesa en sus decisiones actuales.
Desde 2017, cuando recibió un memo de su abogado diciendo que la Procuraduría General de la República desistiría de la acción penal, Ebrard comenzó a venir a México. De acuerdo con Jorge Zepeda Patterson en La sucesión 2024 (Planeta, 2023), no tenía claro si López Obrador lo tendría en cuenta. “Para mediados de 2017, Marcelo ya estaba en México sondeando la atmósfera, retomando relaciones y acercándose al líder —escribió Zepeda Patterson—. Al principio de 2018 el alma le volvió al cuerpo”. López Obrador lo llamó como coordinador territorial del noreste del país. Días después de las elecciones del 1 de julio, cuando ya se sabía que López Obrador sería el próximo presidente, este anunció el nombramiento de Ebrard como secretario de Relaciones Exteriores (según Ebrard, la decisión estaba tomada desde poco antes de la elección).
México estaba en medio de la renegociación del Tratado de Libre Comercio y, aunque el asunto iba a caer en los nuevos funcionarios de la Secretaría de Economía, Ebrard resultaría clave después para evitar la amenaza de Donald Trump de subir los aranceles unilateralmente a los productos mexicanos si el Gobierno no cooperaba con resolver la migración ilegal a su país. También se lució como negociador internacional para conseguir las vacunas de covid-19 y, más tarde, fue el funcionario que habló con Elon Musk sobre la instalación de una gigantesca planta para producir autos eléctricos en Nuevo León. Zepeda Patterson, con toda razón, menciona que Ebrard incluso estuvo dispuesto a seguir a López Obrador en aventuras que estaban fuera del guion diplomático, como su insistencia en pedir que la Corona española se disculpara por la Conquista. El canciller supo reducir los daños. Lo mismo hizo con el intervencionismo de López Obrador en Perú y Bolivia para defender a los presidentes de izquierda. Todo esto le dio visibilidad y, por eso, a finales de 2021, cuando ya se había iniciado la carrera por la sucesión luego de que López Obrador destapara a las “corcholatas”, una encuesta de El Financiero daba un empate entre Ebrard y Claudia Sheinbaum.
Es interesante anotar que este periódico ya había evaluado a los dos candidatos desde 2019 y que, en las distintas mediciones que hizo desde entonces, a veces Sheinbaum aparecía arriba y otras, Ebrard. El único cambio significativo en las preferencias de ese periodo ocurrió luego de que un convoy de la Línea 12 del Metro colapsara la noche del 3 de mayo. Murieron veintiséis personas y decenas resultaron heridas. La tragedia afectaba a los dos principales contendientes de Morena: Ebrard, porque fue el que lo mandó construir, y Sheinbaum, porque como jefa de Gobierno estaba encargada de su mantenimiento. El Financiero volvió a medir a los candidatos ese mes y se encontró con que la tragedia había afectado a ambos, pero que la popularidad de Ebrard había bajado más que la de Sheinbaum, quien quedó doce puntos arriba. En pocos meses, sin embargo, Marcelo Ebrard logró repuntar hasta empatarla de nuevo. Los analistas lo atribuyeron a su buen desempeño como canciller ese semestre. Y eso explicaría, en parte, por qué él piensa que las posiciones no son fijas. En 2022, sin embargo, la brecha entre Ebrard y Sheinbaum se volvió a ensanchar.
Adelantar la carrera por la sucesión, como lo hizo López Obrador, obligó a los contrincantes a doblarse entre el funcionario público y el candidato que será juzgado por unas encuestas, a usar todo lo que estuviera a su alcance —legal o no— para ganar notoriedad. Sheinbaum, sin embargo, contaba con dos ventajas considerables: estar al frente de la ciudad, con recursos infinitamente más grandes a los de la cartera de Relaciones Exteriores, y ser la favorita del presidente y, por lo tanto, contar con el apoyo de funcionarios y miembros del partido clave.
No solo el colapso de la Línea 12 fue un duro golpe para ella. Meses después se celebraron las elecciones de medio término en todo el país. Morena perdió nueve de las dieciséis alcaldías de la ciudad, especialmente las del poniente, donde viven los sectores más acomodados. Los analistas, como Zepeda Patterson, piensan que estos resultados fueron más bien responsabilidad de López Obrador, porque en su obsesión por priorizar la lucha contra la pobreza había abandonado otras reivindicaciones progresistas, o de plano había antagonizado con los sectores medios, que determinan una parte importante del voto en la capital. En cualquier caso, luego de la elección, el aparato de Gobierno se puso a disposición de Sheinbaum. Martí Batres, un experimentado político de izquierda, se hizo cargo de la Secretaría de Gobierno. Y a partir de ahí, Sheinbaum intensificó sus actividades, cambió su imagen, salió a hacer recorridos por el país, se mostró más leal al presidente y aumentó sus referencias a la Cuarta Transformación. Contó con la ayuda de funcionarios federales y estatales, legisladores, gobernadores y la estructura del Gobierno de la Ciudad de México, y eso terminó por abrir la brecha entre ella y Ebrard. Una investigación de la revista Emeequis publicada a finales de 2022, por ejemplo, señalaba que funcionarios del gobierno local exigían a promotores culturales, deportivos y docentes adscritos a algunos programas —unas cinco mil personas— hacer proselitismo en favor de Sheinbaum. Se les obligaba a compartir y enviar a por lo menos veinte contactos las publicaciones de la jefa de Gobierno.
Mucho más escandalosa fue la aparición de anuncios espectaculares en todo el país con su imagen, bajo el eslogan “#EsClaudia”. Movimiento Ciudadano presentó una denuncia, ante el INE, contra varios diputados de Morena que dijeron haber pagado los anuncios espectaculares con recursos propios y a espaldas de Sheinbaum. Los espectaculares eran un capítulo más de la propaganda plasmada en pintas de bardas con el mismo eslogan y de los viajes de la precandidata por todo el país para dar conferencias los fines de semana.
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A principios de junio de 2023, al comienzo de las campañas para elegir el candidato de Morena, Marcelo Ebrard parecía querer tomar la delantera y golpear primero. Andrés Manuel López Obrador había convocado a los cuatro precandidatos presidenciales —Claudia Sheinbaum, Adán Augusto López, Ricardo Monreal y el mismo Ebrard— a una cena en un restaurante al lado del Palacio Nacional. Allí enunció algunas reglas de la competencia que aseguraran un pacto de unidad, independientemente del resultado de la encuesta. Las reglas incluían que los candidatos dejaran sus puestos antes de comenzar las precampañas, con lo que se buscaba evitar que usaran recursos públicos. La medida hacía eco de la insistencia de Ebrard en contar con un piso parejo.
Marcelo Ebrard renunció a su puesto de canciller el 12 de junio. Fue el primero de los cuatro. El día de su dimisión entró de traje al Palacio Nacional y salió con la camiseta de campaña con el eslogan “¡Sonrían, todo va a estar bien!”, abajo del cual había un dibujo del candidato con lentes y una camisa guinda. Dijo a los medios que regresaría al Palacio Nacional en 2024, ya como presidente. También fue el primero en registrarse como “delegado” y durante una semana acaparó de nuevo la atención con sus declaraciones, mientras sus compañeros terminaban de separase de sus cargos. Fuentes cercanas al candidato, citadas por El País, señalaron que el excanciller estaba energizado tras las reglas establecidas por López Obrador. Daba la impresión de que creía en el proceso y que veía una posibilidad de acortar la distancia que lo separaba de Sheinbaum.
Este mismo esfuerzo por acaparar los reflectores, sin embargo, lo hizo dar un par de pasos en falso los días siguientes. En el discurso del primer día de campaña, celebrado en el hotel Hilton Reforma, hizo énfasis en la lealtad que lo unía al mandatario y lanzó una propuesta polémica: la creación de una secretaría de la Cuarta Transformación, pero al mando del Andrés Manuel López Beltrán, el hijo del presidente. La propuesta cayó justo en medio y no complació a nadie. López Beltrán se deslindó inmediatamente y con él las huestes de Morena, que la consideraron oportunista. Los sectores más moderados, que ven con simpatía al excanciller y valoran su independencia, no la entendieron. Otros, mejor intencionados, pensaron que el anuncio había atrapado la atención de la gente y que servía para consolidar la presencia pública del candidato.
A mediados de julio, Marcelo Ebrard volvió a acaparar la atención del público por el anuncio del Plan Ángel (acrónimo de “Avanzadas Normas de Geolocalización”). El escenario fue el Auditorio BlackBerry de la Ciudad de México. Vestido de traje, con una diadema en vez de micrófono y una enorme pantalla detrás, como en la presentación de los nuevos productos de las empresas de tecnología, Ebrard dio un discurso de diez minutos. La mitad la dedicó a hablar de las fortalezas del país; la otra, a explicar un plan que utilizará tecnología para apoyar las labores de la Guardia Nacional y multiplicar la eficacia de las autoridades “por diez”, incluso “por cien”. “La principal preocupación que tiene nuestro pueblo es la inseguridad”, dijo. Se supone que el plan debía de abrevar prestigio de la instalación de cámaras de vigilancia en la ciudad, de cuando Ebrard fue jefe de Gobierno, y de su experiencia como canciller, que le permitió viajar e investigar qué funcionaba en otros países. Pero, de nuevo, el plan cayó en medio. Sheinbaum criticó a Ebrard por avanzar propuestas de campaña a pesar de que la ley y las reglas entre los precandidatos lo prohíben; los especialistas aplaudieron a Ebrard por tocar la seguridad, un tema sustantivo, aunque criticaron aspectos puntuales del programa, y los sectores medios ilustrados se sintieron alienados por las posibles violaciones a los derechos humanos debido a la hipervigilancia. Las redes sociales se encargaron del resto, es decir, de ridiculizarlo hasta convertirlo en un meme.
Fuera de estos momentos, las campañas en general cayeron en una rutina que despertaba poco interés, mientras que las redes sociales de los candidatos intentaban mostrarlos simpáticos y cercanos a la gente. La fuente que cubría a Ebrard recibía información adicional vía una cuenta de WhatsApp. No era difícil ver un esfuerzo por cambiar la narrativa por medio del constante envío de encuestas que mostraban otras métricas en las que Ebrard empata o gana, además de presentar datos semanales del gasto de campaña debajo del límite y denuncias esporádicas de las trampas. Hasta que Ebrard pareció dar con el tono ideal cuando denunció rotundamente el juego sucio en una conferencia de prensa, la víspera de la selección de las casas encuestadoras, en el último tramo del proceso.
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Marcelo Ebrard ha convocado de nuevo a los medios el viernes 18 de agosto de 2023 para una conferencia de prensa en las instalaciones del INE, que está en la intersección de dos vías rápidas, Periférico y Tlalpan, donde el auto es el rey y apenas hay espacio en la banqueta para el paso de las personas. Encima de todo, el edificio está resguardado tras una barda, estrechas puertas de metal y un pequeño ejército de guardias de seguridad privada. Un grupo de simpatizantes comienza a aglomerarse frente a uno de los accesos, entre puestos de comida callejera, autos estacionados y el constante paso de los coches y camiones. Hay un grupo, en especial, que saca de una bolsa letras rojas que forman las palabras “COLECTIVO TLALPAN” y se ponen a cantar consignas en favor del candidato. Otros se enfrentan a los guardias de la entrada y se hacen de palabras. El conato de bronca los enardece y los gritos suben de tono y de contenido. Ya no son “¡Se ve, se escucha, Marcelo está en la lucha!”, sino que abordan conceptos más abstractos como “¡Libertad de expresión!”, o consignas del momento, como “¡Piso parejo, piso parejo!”. Ese acceso se sella y la prensa debe de buscar la siguiente puerta para entrar, luego de un interrogatorio de los guardias de seguridad. Al frente de las escaleras que llevan a la oficialía de partes ya se han colocado las cámaras en espera del candidato.
El excanciller aparece por la puerta donde están sus simpatizantes y entra caminando al predio del INE vestido con traje y corbata. Los reporteros de la fuente corren a recibirlo y forman un férreo anillo a su alrededor, mientras Ebrard camina hacia el edificio principal, y aquella masa humana se desplaza, poco a poco, hasta llegar a las puertas donde Ebrard entra solo. Ha venido a pagar una multa de diez mil pesos por una denuncia de Movimiento Ciudadano que lo acusa de violar la ley al presentar el Plan Ángel, que se interpreta como una propuesta de campaña. El trámite dura unos pocos minutos. Ebrard sale de la oficina y se activa de nuevo la coreografía de reporteros que rodean al precandidato, ahora frente a las cámaras de televisión. El día anterior estuvo cargado de noticias. En la mañana, el presidente dijo que Ebrard estaba en su derecho de inconformarse, y en la tarde, luego de una larga reunión de los equipos de precandidatos, la senadora Malú Mícher, del equipo de Ebrard, se negó a firmar el acuerdo sobre las casas encuestadoras porque no estaban satisfechos con las propuestas.
El clima estaba electrificado y los reporteros ávidos de nueva información sobre las especulaciones de su salida del partido, luego de la denuncia del acarreo de personas y el uso de recursos públicos en favor de Claudia Sheinbaum. Ebrard declaró que a “los que les urge que me vaya yo de Morena es porque saben que les vamos a ganar”.
El excanciller comenzó a caminar de nuevo hacia la puerta. Los simpatizantes lo esperaban con gritos y porras. Si Ebrard no piensa romper, entonces ¿cuál es la estrategia? Una fuente de la campaña comenta con cierta satisfacción el fondo del asunto: polarizar para que la decisión quede entre Ebrard y Sheinbaum, subir el costo de las trampas.
Ya en la calle, Marcelo Ebrard se da un baño de pueblo, mientras un tráiler blanco yace atorado en la estrecha calle frente al INE por la presencia de un auto que tiene pegada una calcomanía que dice “#MejorMarcelo”. Es un atorón que ocupa cerca de cien metros sobre el Anillo Periférico. Suenan las bocinas de los autos y la gente, ajena a los problemas viales, solo corea: “¡Marcelo, carnal, al Palacio Nacional!”.
Marcelo Ebrard. Fotografía de Felipe Luna.
El excanciller Marcelo Ebrard no logró su propósito: vencer a Claudia Sheinbaum, la elegida para contender por la Presidencia en 2024. Con el transcurso de las campañas, algunas declaraciones desafortunadas y un par de pasos en falso en su esfuerzo por acaparar los reflectores y cambiar la narrativa, su figura se ha ido desvaneciendo. ¿Se aproxima la ruptura con Morena?
El 24 de julio, un lunes nublado, casi veinte jóvenes vestidos con una camiseta blanca, que lleva impreso el eslogan “#MejorMarcelo”, esperan en un salón del hotel Sevilla Palace, la llegada del excanciller, ahora “delegado para la defensa de la transformación”, como se llama a los precandidatos de Morena para competir en la encuesta que definirá la candidatura rumbo a las elecciones de 2024. La reunión había sido convocada a las once de la mañana, pero Marcelo Ebrard viene con retraso, lo que ha creado una atmósfera de aburrimiento entre quienes lo compensan atacando galletas, papas fritas, agua y el café quemado del fondo del salón. Otros se asoman por las ventanas para echar un vistazo a la avenida. En un punto, los jóvenes se agrupan al frente, de cara a las cámaras de los reporteros, haciendo evidente que esa mañana hay más simpatizantes del precandidato que medios de comunicación.
Un miembro del equipo de campaña se coloca frente al micrófono y comienza a leer un documento por mandato del Instituto Nacional Electoral (INE). Es un intento muy barroco por regular todo este proceso, que viola la ley porque se adelanta varios meses a lo estipulado. El orador dice que los discursos y mensajes que se realicen no deben contener llamados directos o indirectos expresos a votar en contra o a favor de alguien. Y que esos actos no tienen como objetivo el respaldo para postular a alguien como precandidato a un cargo de elección popular. Pronto el evento cae de nuevo en un atolladero por la ausencia del precandidato. Un reportero chifla de repente, como si estuviera en concierto. El maestro de ceremonias responde pidiendo calma. Dice que “todo va a estar bien”, citando otro eslogan del equipo de Marcelo Ebrard, y a continuación se pone a especular sobre el momento histórico que está viviendo: “Imagínense —dice— cuando les cuenten a sus nietos: ‘Yo estuve en ese evento de Marcelo’”.
De camisa blanca de manga corta, Marcelo Ebrard entra finalmente por una puerta lateral, y su sola presencia provoca que el salón estalle en aplausos. Se dirige a un extremo donde está un bebé, lo levanta en brazos y las cámaras captan el cliché de campaña. Toma el micrófono, da las gracias por la paciencia. “Bueno, a cinco semanas de recorridos, hacerles un primer balance: ha sido extraordinario el recorrido. Hemos podido dialogar con todos los sectores. Le hemos dado tres vueltas al país desde junio del año pasado hasta esta fecha. ¿Qué es lo que hemos encontrado más relevante? Que a la gente le gustaría debatir las propuestas”, dice en relación con una convocatoria que había lanzado días antes para un debate entre los precandidatos, otro asunto que proscribe la ley. Su llamado y el informe de ese día se pierden entre la densidad informativa, y el “momento histórico” pasa completamente desapercibido.
Conforme transcurren las semanas y la precampaña, Marcelo Ebrard se va desdibujando. No ha logrado lo que se proponía al comienzo: cerrar la brecha que lo separa de la exjefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, la favorita del presidente y del partido. Según la encuesta Mitofsky realizada a finales de julio para El Economista, Sheinbaum le seguía llevando una ventaja de ocho puntos. Una fuente cercana a su equipo me reveló, por esos días, que estaba completamente decepcionada por el curso de las cosas, el esfuerzo le parecía desorganizado y al precandidato lo encontraba sin mecha. Pensaba que este sería un final de camino para un hombre brillante, pero que no tenía, ni iba a tener, el apoyo del presidente ni de Morena, y tampoco lo veía romper para intentar un camino independiente.
Durante esos días, la atención estaba puesta en la oposición, sobre la figura de Xóchitl Gálvez, un personaje político de difícil definición. Aunque es senadora por el conservador Partido Acción Nacional (PAN), en realidad es más cercana a varias causas progresistas; es una empresaria exitosa, pero también tiene un origen indígena y su recorrido hacia al encumbramiento es inspirador. Su reciente ascenso comenzó desde que el presidente usó la plataforma de la mañanera para criticarla por retarlo en un asunto menor y, en vez de desprestigiarla, le allanó el camino a una precandidatura del frente opositor. El día de su registro en las oficinas nacionales del PAN, Gálvez agradeció el apoyo del partido y contestó los vítores de los seguidores diciendo: “Claro que se puede, claro que vamos a poder con todos los que me pongan enfrente, aunque el jefe de campaña sea el mismísimo presidente de la República”. Una encuesta del periódico El Financiero de mediados de ese mes señalaba que, si ella compitiera en ese momento contra los candidatos de Morena, estaba a once puntos de la favorita y a doce de Ebrard. Y después, a inicios de agosto, otra encuesta del mismo diario la mostraba ocho puntos por debajo de Sheinbaum y diez por debajo de Ebrard.
Pero el 16 de agosto, en la víspera en que los precandidatos de la Cuarta Transformación debían reunirse para decidir cuáles serían las casas encuestadoras para definir la candidatura presidencial, Marcelo Ebrard dio un golpe en la mesa.
Convocó a una conferencia de prensa en un salón en la colonia Granada de la Ciudad de México, una antigua nave industrial convertida en auditorio. Ya con la sala llena, entró acompañado de su esposa Rosalinda Bueso y subió al foro, vestido con un traje azul marino. Se colocó frente a una pantalla que decía “Marcelo Ebrard. Conferencia de prensa”. Tomó el micrófono y dio un mensaje que tuvo el dramático efecto de ponerle un marco nuevo a la última etapa del proceso interno del partido.
Dada la intención de voto por Morena, “el ejercicio de la encuesta […] muy seguramente será la definición de quién va a competir en el [20]24 y, por lo tanto, quién va a ser presidente de México”, declaró. En el fondo, dijo, se trata de una elección entre él y Sheinbaum. “Claudia o yo. Marcelo o Claudia”, enfatizó, mientras la pantalla mostraba la foto de ambos sobre campos de color distintos. Dijo que la competencia entre los dos es mucho más reñida de lo que se difunde y que, en realidad, están en un empate: la muestra es que funcionarios del Gobierno están activamente acarreando personas a los mítines, intimidando a los votantes y usando los recursos de la Ciudad de México para favorecer a Sheinbaum. Denunció a la dirigencia del partido por no tomar acciones y subrayó la seriedad de este momento histórico, cuando él se está jugando 42 años de carrera y la construcción de una nueva etapa para la izquierda que puede quedar en peligro por las trampas. Exigió que, a partir de ese día y hasta el 3 de septiembre, el día de la elección, la dirigencia del partido y los funcionarios actúen con imparcialidad.
El mensaje se reprodujo en todos los medios y ocupó la conversación política de los días siguientes. Sheinbaum negó los señalamientos. Dijo que todo era trabajo voluntario: “A mí nunca me van a escuchar hablar mal de mis compañeros”. Por su parte, los comentaristas de la prensa dedicaron sus columnas a Marcelo Ebrard, destacando el dilema en el que lo ven atrapado: ¿el golpe de timón se puede interpretar como un aviso de su ruptura con el presidente y la Cuarta Transformación? ¿Estará preparando el quiebre de una alianza que lleva más de veinte años de antigüedad?
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En marzo pasado Marcelo Ebrard publicó El camino de México (Aguilar, 2023), una memoria política, una pieza de autopromoción y un programa de gobierno. Los políticos han acostumbrado a los lectores a libros mediocres (Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, tiene diecinueve) que sirven como una estrategia para avanzar algún punto en su carrera. El de Ebrard es algo más que eso. Aunque por la contraportada parecería apuntar a una larga exposición de sus atributos —“Quiero ser presidente de México, sí”, declara en ella—, en las páginas interiores se tomó la labor autobiográfica con seriedad, entregando pasajes que, aunque cuidadosamente seleccionados para apuntalar una narrativa —nunca se menciona a fondo, por ejemplo, su paso por el Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, están llenos de detalles interesantes, contados por un testigo privilegiado de los convulsos años ochenta y noventa. Para los interesados en la historia política del país, es ciertamente una lectura entretenida.
Un guionista de cine leería esta biografía, además, con mucho interés, por los increíbles giros de la fortuna que tiene su trayectoria política. Hijo de una familia acomodada, con una educación en escuelas privadas y de élite, como El Colegio de México, su entrada a la política está marcada por subidas y bajadas vertiginosas de la mano de su mentor, Manuel Camacho Solís, economista de la UNAM, compañero de generación del expresidente Carlos Salinas de Gortari. “Manuel Camacho Solís fue la persona que me dio mis primeras oportunidades en el mundo de la política —escribió Marcelo Ebrard—. Fue mi jefe, mentor, confidente, compañero hasta para fundar un nuevo partido político. Manuel fue un político modernizador y pacifista”.
Tiembla en la Ciudad de México en 1985 y Marcelo Ebrard es parte del equipo encargado de la reconstrucción, en el cual adquiere una enorme experiencia política: tiene que enfrentar una realidad inédita que lo obligó a abandonar el escritorio. Salinas de Gortari nombra sucesor a Luis Donaldo Colosio y se desinflan las posibilidades reales de que Camacho Solís, Ebrard y el equipo accedan a la máxima investidura. Los zapatistas se levantan en armas y esa posibilidad se habilita porque Camacho Solís y su grupo se colocan en el centro de la política como negociadores de la paz. Un chico de Tijuana dispara en la cabeza al candidato Colosio y, de nuevo, la suerte del grupo cambia, pues el país, envuelto en dolor y paranoia, culpa a Camacho Solís directa o indirectamente de la muerte del candidato.
Marcelo Ebrard renuncia al PRI junto con Camacho Solís y el resto del equipo. En 1997 se lanza como diputado federal por el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), pero los “camachistas” se empeñan en crear su propio partido, el Partido de Centro Democrático (PCD), que se presenta en 1998. El partido postula a Camacho Solís como candidato a la presidencia en 2000 y a Ebrard como jefe de Gobierno; sin embargo, obtienen apenas 0.6% a nivel nacional, lo que los lleva a perder el registro. Como la base de apoyo es la capital, los resultados en el Distrito Federal son mejores. Así que Ebrard declina en favor del candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), López Obrador, y este le ofrece a cambio la Secretaría de Seguridad Pública en 2002.
A partir de ese momento, la fortuna política de Marcelo Ebrard comienza a ligarse también a la de otro Manuel. Ebrard, desde Seguridad Pública, se convierte en una figura nacional. No es solo que la seguridad está en el centro de las preocupaciones de los capitalinos, sino que otra tragedia vuelve a modificar su trayectoria. A finales de noviembre, cerca de doscientos vecinos de Tláhuac linchan a dos agentes de la policía preventiva porque los confunden con pequeños comerciantes de droga. La tragedia logra ser evitada, pero la policía reacciona tarde y mal a los llamados de auxilio. El presidente Vicente Fox, empeñado en descarrilar la creciente popularidad de López Obrador, destituye a Ebrard haciendo uso de sus atribuciones. La remoción lo convierte en el miembro más famoso de ese gabinete y lo acerca mucho a López Obrador, quien lo invita una vez más al gobierno, ahora como secretario de Desarrollo Social.
Para las elecciones de 2006, la relación entre López Obrador y Ebrard está en su mejor momento: el PRD postula al primero a la presidencia y al segundo a la jefatura del entonces Distrito Federal. Es de todos conocido el resultado. López Obrador pierde por un margen mínimo, pero Ebrard gana por dieciocho puntos a su contrincante más cercano. La jefatura de Gobierno es el periodo en que Ebrard despliega su talento político y administrativo. Y al mismo tiempo, mantiene una relación tensa con la presidencia, por su apoyo a López Obrador, quien se ha declarado “presidente legítimo” en protesta por el resultado electoral de 2006. Marcelo Ebrard continúa con los programas sociales de su predecesor y gobierna la ciudad expandiendo la calidad del espacio público, la movilidad sustentable, los derechos de las mujeres y las personas LGBT+, entre otras medidas. Según la casa de encuestas Mitofsky, termina con nivel de aprobación de 74.4, calificación que lo convierte en un candidato muy competitivo para las elecciones de 2012.
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Uno de los propósitos de El camino de México es mostrar la lealtad de su autor para con el presidente. Este esfuerzo no es exclusivo de Marcelo Ebrard. Dada la manera de gobernar de Andrés Manuel López Obrador, su popularidad y el papel que se ha echado a los hombros como conductor de la sucesión presidencial, el resto de los precandidatos están más o menos obligados a prender velas todos los días en el altar presidencial.
Pero en el caso de Ebrard, esta necesidad de retratarse al lado del tabasqueño revela más bien otra de sus calamidades biográficas: nunca ha tenido realmente un partido que lo respalde. Ha estado en las filas del PRI, del PVEM, del PCD, del PRD, de Movimiento Ciudadano y ahora de Morena. Excepto por el PCD, los militantes y la dirigencia lo han visto con recelo, nunca como uno de ellos. Siempre ha entrado a sus filas más por peso político que por carrera interna.
En 2012, Gatopardo publicó un perfil suyo. Había competido contra López Obrador por la nominación del PRD como candidato a la presidencia. Fue una disputa muy reñida que se decidió por medio de una encuesta, con un cuestionario complejo, que daba pie a distintas interpretaciones. Al final, Marcelo Ebrard concedió la derrota y, aunque sus huestes estaban decepcionadas porque no peleó más esa candidatura, tenía un plan a largo plazo: competiría por la presidencia del PRD. López Obrador podría abandonar el partido y continuar con la construcción de Morena, que se fundó en 2011, pero él se haría del partido y armaría una coalición de izquierda, inspirada en el ejemplo uruguayo, que le había dado la presidencia a José Mujica. Sin embargo, la fortuna le tenía preparadas varias sorpresas muy desagradables.
Miguel Ángel Mancera, el exprocurador general de Justicia del Distrito Federal, la persona que Marcelo Ebrard designó para sucederlo en la capital, lo traicionó acercándose a la dirigencia del PRD y al presidente Enrique Peña Nieto. Sus enemigos políticos cerraron la Línea 12 del Sistema de Transporte Colectivo Metro, la obra emblemática de su gestión, arguyendo serios errores en su construcción, y convirtieron el asunto en una causa penal. Además, en noviembre de 2014, Carmen Aristegui publicó una investigación periodística que revelaba que una propiedad de la primera dama, Angélica Rivera, valuada en más de ochenta millones de pesos, había sido construida por un contratista con fuertes lazos con el entonces presidente. Convencido, sin fundamento, de que la información la había filtrado el propio Ebrard mientras era jefe de Gobierno de la ciudad, Peña Nieto lanzó una ofensiva jurídica. Lo investigaban no solo por la Línea 12, sino por otras obras de su administración, como la Supervía Poniente, el segundo piso del Periférico, los parquímetros y varios desarrollos inmobiliarios. También, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público comenzó a investigar a sus hermanos bajo sospecha de que se habrían beneficiado por contratos y prebendas, en particular, por la compra de unos apartamentos.
Marcelo Ebrard se mudó con su esposa y sus hijos a París. Fuentes cercanas a su círculo dicen que esta experiencia es definitiva, no solo por el apoyo que encontró en su actual esposa, Rosalinda Bueso, sino porque sentó un precedente de lo mal que resultaron las cosas cuando sus enemigos en el poder judicializaron la política, una sombra que seguramente pesa en sus decisiones actuales.
Desde 2017, cuando recibió un memo de su abogado diciendo que la Procuraduría General de la República desistiría de la acción penal, Ebrard comenzó a venir a México. De acuerdo con Jorge Zepeda Patterson en La sucesión 2024 (Planeta, 2023), no tenía claro si López Obrador lo tendría en cuenta. “Para mediados de 2017, Marcelo ya estaba en México sondeando la atmósfera, retomando relaciones y acercándose al líder —escribió Zepeda Patterson—. Al principio de 2018 el alma le volvió al cuerpo”. López Obrador lo llamó como coordinador territorial del noreste del país. Días después de las elecciones del 1 de julio, cuando ya se sabía que López Obrador sería el próximo presidente, este anunció el nombramiento de Ebrard como secretario de Relaciones Exteriores (según Ebrard, la decisión estaba tomada desde poco antes de la elección).
México estaba en medio de la renegociación del Tratado de Libre Comercio y, aunque el asunto iba a caer en los nuevos funcionarios de la Secretaría de Economía, Ebrard resultaría clave después para evitar la amenaza de Donald Trump de subir los aranceles unilateralmente a los productos mexicanos si el Gobierno no cooperaba con resolver la migración ilegal a su país. También se lució como negociador internacional para conseguir las vacunas de covid-19 y, más tarde, fue el funcionario que habló con Elon Musk sobre la instalación de una gigantesca planta para producir autos eléctricos en Nuevo León. Zepeda Patterson, con toda razón, menciona que Ebrard incluso estuvo dispuesto a seguir a López Obrador en aventuras que estaban fuera del guion diplomático, como su insistencia en pedir que la Corona española se disculpara por la Conquista. El canciller supo reducir los daños. Lo mismo hizo con el intervencionismo de López Obrador en Perú y Bolivia para defender a los presidentes de izquierda. Todo esto le dio visibilidad y, por eso, a finales de 2021, cuando ya se había iniciado la carrera por la sucesión luego de que López Obrador destapara a las “corcholatas”, una encuesta de El Financiero daba un empate entre Ebrard y Claudia Sheinbaum.
Es interesante anotar que este periódico ya había evaluado a los dos candidatos desde 2019 y que, en las distintas mediciones que hizo desde entonces, a veces Sheinbaum aparecía arriba y otras, Ebrard. El único cambio significativo en las preferencias de ese periodo ocurrió luego de que un convoy de la Línea 12 del Metro colapsara la noche del 3 de mayo. Murieron veintiséis personas y decenas resultaron heridas. La tragedia afectaba a los dos principales contendientes de Morena: Ebrard, porque fue el que lo mandó construir, y Sheinbaum, porque como jefa de Gobierno estaba encargada de su mantenimiento. El Financiero volvió a medir a los candidatos ese mes y se encontró con que la tragedia había afectado a ambos, pero que la popularidad de Ebrard había bajado más que la de Sheinbaum, quien quedó doce puntos arriba. En pocos meses, sin embargo, Marcelo Ebrard logró repuntar hasta empatarla de nuevo. Los analistas lo atribuyeron a su buen desempeño como canciller ese semestre. Y eso explicaría, en parte, por qué él piensa que las posiciones no son fijas. En 2022, sin embargo, la brecha entre Ebrard y Sheinbaum se volvió a ensanchar.
Adelantar la carrera por la sucesión, como lo hizo López Obrador, obligó a los contrincantes a doblarse entre el funcionario público y el candidato que será juzgado por unas encuestas, a usar todo lo que estuviera a su alcance —legal o no— para ganar notoriedad. Sheinbaum, sin embargo, contaba con dos ventajas considerables: estar al frente de la ciudad, con recursos infinitamente más grandes a los de la cartera de Relaciones Exteriores, y ser la favorita del presidente y, por lo tanto, contar con el apoyo de funcionarios y miembros del partido clave.
No solo el colapso de la Línea 12 fue un duro golpe para ella. Meses después se celebraron las elecciones de medio término en todo el país. Morena perdió nueve de las dieciséis alcaldías de la ciudad, especialmente las del poniente, donde viven los sectores más acomodados. Los analistas, como Zepeda Patterson, piensan que estos resultados fueron más bien responsabilidad de López Obrador, porque en su obsesión por priorizar la lucha contra la pobreza había abandonado otras reivindicaciones progresistas, o de plano había antagonizado con los sectores medios, que determinan una parte importante del voto en la capital. En cualquier caso, luego de la elección, el aparato de Gobierno se puso a disposición de Sheinbaum. Martí Batres, un experimentado político de izquierda, se hizo cargo de la Secretaría de Gobierno. Y a partir de ahí, Sheinbaum intensificó sus actividades, cambió su imagen, salió a hacer recorridos por el país, se mostró más leal al presidente y aumentó sus referencias a la Cuarta Transformación. Contó con la ayuda de funcionarios federales y estatales, legisladores, gobernadores y la estructura del Gobierno de la Ciudad de México, y eso terminó por abrir la brecha entre ella y Ebrard. Una investigación de la revista Emeequis publicada a finales de 2022, por ejemplo, señalaba que funcionarios del gobierno local exigían a promotores culturales, deportivos y docentes adscritos a algunos programas —unas cinco mil personas— hacer proselitismo en favor de Sheinbaum. Se les obligaba a compartir y enviar a por lo menos veinte contactos las publicaciones de la jefa de Gobierno.
Mucho más escandalosa fue la aparición de anuncios espectaculares en todo el país con su imagen, bajo el eslogan “#EsClaudia”. Movimiento Ciudadano presentó una denuncia, ante el INE, contra varios diputados de Morena que dijeron haber pagado los anuncios espectaculares con recursos propios y a espaldas de Sheinbaum. Los espectaculares eran un capítulo más de la propaganda plasmada en pintas de bardas con el mismo eslogan y de los viajes de la precandidata por todo el país para dar conferencias los fines de semana.
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A principios de junio de 2023, al comienzo de las campañas para elegir el candidato de Morena, Marcelo Ebrard parecía querer tomar la delantera y golpear primero. Andrés Manuel López Obrador había convocado a los cuatro precandidatos presidenciales —Claudia Sheinbaum, Adán Augusto López, Ricardo Monreal y el mismo Ebrard— a una cena en un restaurante al lado del Palacio Nacional. Allí enunció algunas reglas de la competencia que aseguraran un pacto de unidad, independientemente del resultado de la encuesta. Las reglas incluían que los candidatos dejaran sus puestos antes de comenzar las precampañas, con lo que se buscaba evitar que usaran recursos públicos. La medida hacía eco de la insistencia de Ebrard en contar con un piso parejo.
Marcelo Ebrard renunció a su puesto de canciller el 12 de junio. Fue el primero de los cuatro. El día de su dimisión entró de traje al Palacio Nacional y salió con la camiseta de campaña con el eslogan “¡Sonrían, todo va a estar bien!”, abajo del cual había un dibujo del candidato con lentes y una camisa guinda. Dijo a los medios que regresaría al Palacio Nacional en 2024, ya como presidente. También fue el primero en registrarse como “delegado” y durante una semana acaparó de nuevo la atención con sus declaraciones, mientras sus compañeros terminaban de separase de sus cargos. Fuentes cercanas al candidato, citadas por El País, señalaron que el excanciller estaba energizado tras las reglas establecidas por López Obrador. Daba la impresión de que creía en el proceso y que veía una posibilidad de acortar la distancia que lo separaba de Sheinbaum.
Este mismo esfuerzo por acaparar los reflectores, sin embargo, lo hizo dar un par de pasos en falso los días siguientes. En el discurso del primer día de campaña, celebrado en el hotel Hilton Reforma, hizo énfasis en la lealtad que lo unía al mandatario y lanzó una propuesta polémica: la creación de una secretaría de la Cuarta Transformación, pero al mando del Andrés Manuel López Beltrán, el hijo del presidente. La propuesta cayó justo en medio y no complació a nadie. López Beltrán se deslindó inmediatamente y con él las huestes de Morena, que la consideraron oportunista. Los sectores más moderados, que ven con simpatía al excanciller y valoran su independencia, no la entendieron. Otros, mejor intencionados, pensaron que el anuncio había atrapado la atención de la gente y que servía para consolidar la presencia pública del candidato.
A mediados de julio, Marcelo Ebrard volvió a acaparar la atención del público por el anuncio del Plan Ángel (acrónimo de “Avanzadas Normas de Geolocalización”). El escenario fue el Auditorio BlackBerry de la Ciudad de México. Vestido de traje, con una diadema en vez de micrófono y una enorme pantalla detrás, como en la presentación de los nuevos productos de las empresas de tecnología, Ebrard dio un discurso de diez minutos. La mitad la dedicó a hablar de las fortalezas del país; la otra, a explicar un plan que utilizará tecnología para apoyar las labores de la Guardia Nacional y multiplicar la eficacia de las autoridades “por diez”, incluso “por cien”. “La principal preocupación que tiene nuestro pueblo es la inseguridad”, dijo. Se supone que el plan debía de abrevar prestigio de la instalación de cámaras de vigilancia en la ciudad, de cuando Ebrard fue jefe de Gobierno, y de su experiencia como canciller, que le permitió viajar e investigar qué funcionaba en otros países. Pero, de nuevo, el plan cayó en medio. Sheinbaum criticó a Ebrard por avanzar propuestas de campaña a pesar de que la ley y las reglas entre los precandidatos lo prohíben; los especialistas aplaudieron a Ebrard por tocar la seguridad, un tema sustantivo, aunque criticaron aspectos puntuales del programa, y los sectores medios ilustrados se sintieron alienados por las posibles violaciones a los derechos humanos debido a la hipervigilancia. Las redes sociales se encargaron del resto, es decir, de ridiculizarlo hasta convertirlo en un meme.
Fuera de estos momentos, las campañas en general cayeron en una rutina que despertaba poco interés, mientras que las redes sociales de los candidatos intentaban mostrarlos simpáticos y cercanos a la gente. La fuente que cubría a Ebrard recibía información adicional vía una cuenta de WhatsApp. No era difícil ver un esfuerzo por cambiar la narrativa por medio del constante envío de encuestas que mostraban otras métricas en las que Ebrard empata o gana, además de presentar datos semanales del gasto de campaña debajo del límite y denuncias esporádicas de las trampas. Hasta que Ebrard pareció dar con el tono ideal cuando denunció rotundamente el juego sucio en una conferencia de prensa, la víspera de la selección de las casas encuestadoras, en el último tramo del proceso.
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Marcelo Ebrard ha convocado de nuevo a los medios el viernes 18 de agosto de 2023 para una conferencia de prensa en las instalaciones del INE, que está en la intersección de dos vías rápidas, Periférico y Tlalpan, donde el auto es el rey y apenas hay espacio en la banqueta para el paso de las personas. Encima de todo, el edificio está resguardado tras una barda, estrechas puertas de metal y un pequeño ejército de guardias de seguridad privada. Un grupo de simpatizantes comienza a aglomerarse frente a uno de los accesos, entre puestos de comida callejera, autos estacionados y el constante paso de los coches y camiones. Hay un grupo, en especial, que saca de una bolsa letras rojas que forman las palabras “COLECTIVO TLALPAN” y se ponen a cantar consignas en favor del candidato. Otros se enfrentan a los guardias de la entrada y se hacen de palabras. El conato de bronca los enardece y los gritos suben de tono y de contenido. Ya no son “¡Se ve, se escucha, Marcelo está en la lucha!”, sino que abordan conceptos más abstractos como “¡Libertad de expresión!”, o consignas del momento, como “¡Piso parejo, piso parejo!”. Ese acceso se sella y la prensa debe de buscar la siguiente puerta para entrar, luego de un interrogatorio de los guardias de seguridad. Al frente de las escaleras que llevan a la oficialía de partes ya se han colocado las cámaras en espera del candidato.
El excanciller aparece por la puerta donde están sus simpatizantes y entra caminando al predio del INE vestido con traje y corbata. Los reporteros de la fuente corren a recibirlo y forman un férreo anillo a su alrededor, mientras Ebrard camina hacia el edificio principal, y aquella masa humana se desplaza, poco a poco, hasta llegar a las puertas donde Ebrard entra solo. Ha venido a pagar una multa de diez mil pesos por una denuncia de Movimiento Ciudadano que lo acusa de violar la ley al presentar el Plan Ángel, que se interpreta como una propuesta de campaña. El trámite dura unos pocos minutos. Ebrard sale de la oficina y se activa de nuevo la coreografía de reporteros que rodean al precandidato, ahora frente a las cámaras de televisión. El día anterior estuvo cargado de noticias. En la mañana, el presidente dijo que Ebrard estaba en su derecho de inconformarse, y en la tarde, luego de una larga reunión de los equipos de precandidatos, la senadora Malú Mícher, del equipo de Ebrard, se negó a firmar el acuerdo sobre las casas encuestadoras porque no estaban satisfechos con las propuestas.
El clima estaba electrificado y los reporteros ávidos de nueva información sobre las especulaciones de su salida del partido, luego de la denuncia del acarreo de personas y el uso de recursos públicos en favor de Claudia Sheinbaum. Ebrard declaró que a “los que les urge que me vaya yo de Morena es porque saben que les vamos a ganar”.
El excanciller comenzó a caminar de nuevo hacia la puerta. Los simpatizantes lo esperaban con gritos y porras. Si Ebrard no piensa romper, entonces ¿cuál es la estrategia? Una fuente de la campaña comenta con cierta satisfacción el fondo del asunto: polarizar para que la decisión quede entre Ebrard y Sheinbaum, subir el costo de las trampas.
Ya en la calle, Marcelo Ebrard se da un baño de pueblo, mientras un tráiler blanco yace atorado en la estrecha calle frente al INE por la presencia de un auto que tiene pegada una calcomanía que dice “#MejorMarcelo”. Es un atorón que ocupa cerca de cien metros sobre el Anillo Periférico. Suenan las bocinas de los autos y la gente, ajena a los problemas viales, solo corea: “¡Marcelo, carnal, al Palacio Nacional!”.
El excanciller Marcelo Ebrard no logró su propósito: vencer a Claudia Sheinbaum, la elegida para contender por la Presidencia en 2024. Con el transcurso de las campañas, algunas declaraciones desafortunadas y un par de pasos en falso en su esfuerzo por acaparar los reflectores y cambiar la narrativa, su figura se ha ido desvaneciendo. ¿Se aproxima la ruptura con Morena?
El 24 de julio, un lunes nublado, casi veinte jóvenes vestidos con una camiseta blanca, que lleva impreso el eslogan “#MejorMarcelo”, esperan en un salón del hotel Sevilla Palace, la llegada del excanciller, ahora “delegado para la defensa de la transformación”, como se llama a los precandidatos de Morena para competir en la encuesta que definirá la candidatura rumbo a las elecciones de 2024. La reunión había sido convocada a las once de la mañana, pero Marcelo Ebrard viene con retraso, lo que ha creado una atmósfera de aburrimiento entre quienes lo compensan atacando galletas, papas fritas, agua y el café quemado del fondo del salón. Otros se asoman por las ventanas para echar un vistazo a la avenida. En un punto, los jóvenes se agrupan al frente, de cara a las cámaras de los reporteros, haciendo evidente que esa mañana hay más simpatizantes del precandidato que medios de comunicación.
Un miembro del equipo de campaña se coloca frente al micrófono y comienza a leer un documento por mandato del Instituto Nacional Electoral (INE). Es un intento muy barroco por regular todo este proceso, que viola la ley porque se adelanta varios meses a lo estipulado. El orador dice que los discursos y mensajes que se realicen no deben contener llamados directos o indirectos expresos a votar en contra o a favor de alguien. Y que esos actos no tienen como objetivo el respaldo para postular a alguien como precandidato a un cargo de elección popular. Pronto el evento cae de nuevo en un atolladero por la ausencia del precandidato. Un reportero chifla de repente, como si estuviera en concierto. El maestro de ceremonias responde pidiendo calma. Dice que “todo va a estar bien”, citando otro eslogan del equipo de Marcelo Ebrard, y a continuación se pone a especular sobre el momento histórico que está viviendo: “Imagínense —dice— cuando les cuenten a sus nietos: ‘Yo estuve en ese evento de Marcelo’”.
De camisa blanca de manga corta, Marcelo Ebrard entra finalmente por una puerta lateral, y su sola presencia provoca que el salón estalle en aplausos. Se dirige a un extremo donde está un bebé, lo levanta en brazos y las cámaras captan el cliché de campaña. Toma el micrófono, da las gracias por la paciencia. “Bueno, a cinco semanas de recorridos, hacerles un primer balance: ha sido extraordinario el recorrido. Hemos podido dialogar con todos los sectores. Le hemos dado tres vueltas al país desde junio del año pasado hasta esta fecha. ¿Qué es lo que hemos encontrado más relevante? Que a la gente le gustaría debatir las propuestas”, dice en relación con una convocatoria que había lanzado días antes para un debate entre los precandidatos, otro asunto que proscribe la ley. Su llamado y el informe de ese día se pierden entre la densidad informativa, y el “momento histórico” pasa completamente desapercibido.
Conforme transcurren las semanas y la precampaña, Marcelo Ebrard se va desdibujando. No ha logrado lo que se proponía al comienzo: cerrar la brecha que lo separa de la exjefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, la favorita del presidente y del partido. Según la encuesta Mitofsky realizada a finales de julio para El Economista, Sheinbaum le seguía llevando una ventaja de ocho puntos. Una fuente cercana a su equipo me reveló, por esos días, que estaba completamente decepcionada por el curso de las cosas, el esfuerzo le parecía desorganizado y al precandidato lo encontraba sin mecha. Pensaba que este sería un final de camino para un hombre brillante, pero que no tenía, ni iba a tener, el apoyo del presidente ni de Morena, y tampoco lo veía romper para intentar un camino independiente.
Durante esos días, la atención estaba puesta en la oposición, sobre la figura de Xóchitl Gálvez, un personaje político de difícil definición. Aunque es senadora por el conservador Partido Acción Nacional (PAN), en realidad es más cercana a varias causas progresistas; es una empresaria exitosa, pero también tiene un origen indígena y su recorrido hacia al encumbramiento es inspirador. Su reciente ascenso comenzó desde que el presidente usó la plataforma de la mañanera para criticarla por retarlo en un asunto menor y, en vez de desprestigiarla, le allanó el camino a una precandidatura del frente opositor. El día de su registro en las oficinas nacionales del PAN, Gálvez agradeció el apoyo del partido y contestó los vítores de los seguidores diciendo: “Claro que se puede, claro que vamos a poder con todos los que me pongan enfrente, aunque el jefe de campaña sea el mismísimo presidente de la República”. Una encuesta del periódico El Financiero de mediados de ese mes señalaba que, si ella compitiera en ese momento contra los candidatos de Morena, estaba a once puntos de la favorita y a doce de Ebrard. Y después, a inicios de agosto, otra encuesta del mismo diario la mostraba ocho puntos por debajo de Sheinbaum y diez por debajo de Ebrard.
Pero el 16 de agosto, en la víspera en que los precandidatos de la Cuarta Transformación debían reunirse para decidir cuáles serían las casas encuestadoras para definir la candidatura presidencial, Marcelo Ebrard dio un golpe en la mesa.
Convocó a una conferencia de prensa en un salón en la colonia Granada de la Ciudad de México, una antigua nave industrial convertida en auditorio. Ya con la sala llena, entró acompañado de su esposa Rosalinda Bueso y subió al foro, vestido con un traje azul marino. Se colocó frente a una pantalla que decía “Marcelo Ebrard. Conferencia de prensa”. Tomó el micrófono y dio un mensaje que tuvo el dramático efecto de ponerle un marco nuevo a la última etapa del proceso interno del partido.
Dada la intención de voto por Morena, “el ejercicio de la encuesta […] muy seguramente será la definición de quién va a competir en el [20]24 y, por lo tanto, quién va a ser presidente de México”, declaró. En el fondo, dijo, se trata de una elección entre él y Sheinbaum. “Claudia o yo. Marcelo o Claudia”, enfatizó, mientras la pantalla mostraba la foto de ambos sobre campos de color distintos. Dijo que la competencia entre los dos es mucho más reñida de lo que se difunde y que, en realidad, están en un empate: la muestra es que funcionarios del Gobierno están activamente acarreando personas a los mítines, intimidando a los votantes y usando los recursos de la Ciudad de México para favorecer a Sheinbaum. Denunció a la dirigencia del partido por no tomar acciones y subrayó la seriedad de este momento histórico, cuando él se está jugando 42 años de carrera y la construcción de una nueva etapa para la izquierda que puede quedar en peligro por las trampas. Exigió que, a partir de ese día y hasta el 3 de septiembre, el día de la elección, la dirigencia del partido y los funcionarios actúen con imparcialidad.
El mensaje se reprodujo en todos los medios y ocupó la conversación política de los días siguientes. Sheinbaum negó los señalamientos. Dijo que todo era trabajo voluntario: “A mí nunca me van a escuchar hablar mal de mis compañeros”. Por su parte, los comentaristas de la prensa dedicaron sus columnas a Marcelo Ebrard, destacando el dilema en el que lo ven atrapado: ¿el golpe de timón se puede interpretar como un aviso de su ruptura con el presidente y la Cuarta Transformación? ¿Estará preparando el quiebre de una alianza que lleva más de veinte años de antigüedad?
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En marzo pasado Marcelo Ebrard publicó El camino de México (Aguilar, 2023), una memoria política, una pieza de autopromoción y un programa de gobierno. Los políticos han acostumbrado a los lectores a libros mediocres (Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, tiene diecinueve) que sirven como una estrategia para avanzar algún punto en su carrera. El de Ebrard es algo más que eso. Aunque por la contraportada parecería apuntar a una larga exposición de sus atributos —“Quiero ser presidente de México, sí”, declara en ella—, en las páginas interiores se tomó la labor autobiográfica con seriedad, entregando pasajes que, aunque cuidadosamente seleccionados para apuntalar una narrativa —nunca se menciona a fondo, por ejemplo, su paso por el Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, están llenos de detalles interesantes, contados por un testigo privilegiado de los convulsos años ochenta y noventa. Para los interesados en la historia política del país, es ciertamente una lectura entretenida.
Un guionista de cine leería esta biografía, además, con mucho interés, por los increíbles giros de la fortuna que tiene su trayectoria política. Hijo de una familia acomodada, con una educación en escuelas privadas y de élite, como El Colegio de México, su entrada a la política está marcada por subidas y bajadas vertiginosas de la mano de su mentor, Manuel Camacho Solís, economista de la UNAM, compañero de generación del expresidente Carlos Salinas de Gortari. “Manuel Camacho Solís fue la persona que me dio mis primeras oportunidades en el mundo de la política —escribió Marcelo Ebrard—. Fue mi jefe, mentor, confidente, compañero hasta para fundar un nuevo partido político. Manuel fue un político modernizador y pacifista”.
Tiembla en la Ciudad de México en 1985 y Marcelo Ebrard es parte del equipo encargado de la reconstrucción, en el cual adquiere una enorme experiencia política: tiene que enfrentar una realidad inédita que lo obligó a abandonar el escritorio. Salinas de Gortari nombra sucesor a Luis Donaldo Colosio y se desinflan las posibilidades reales de que Camacho Solís, Ebrard y el equipo accedan a la máxima investidura. Los zapatistas se levantan en armas y esa posibilidad se habilita porque Camacho Solís y su grupo se colocan en el centro de la política como negociadores de la paz. Un chico de Tijuana dispara en la cabeza al candidato Colosio y, de nuevo, la suerte del grupo cambia, pues el país, envuelto en dolor y paranoia, culpa a Camacho Solís directa o indirectamente de la muerte del candidato.
Marcelo Ebrard renuncia al PRI junto con Camacho Solís y el resto del equipo. En 1997 se lanza como diputado federal por el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), pero los “camachistas” se empeñan en crear su propio partido, el Partido de Centro Democrático (PCD), que se presenta en 1998. El partido postula a Camacho Solís como candidato a la presidencia en 2000 y a Ebrard como jefe de Gobierno; sin embargo, obtienen apenas 0.6% a nivel nacional, lo que los lleva a perder el registro. Como la base de apoyo es la capital, los resultados en el Distrito Federal son mejores. Así que Ebrard declina en favor del candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), López Obrador, y este le ofrece a cambio la Secretaría de Seguridad Pública en 2002.
A partir de ese momento, la fortuna política de Marcelo Ebrard comienza a ligarse también a la de otro Manuel. Ebrard, desde Seguridad Pública, se convierte en una figura nacional. No es solo que la seguridad está en el centro de las preocupaciones de los capitalinos, sino que otra tragedia vuelve a modificar su trayectoria. A finales de noviembre, cerca de doscientos vecinos de Tláhuac linchan a dos agentes de la policía preventiva porque los confunden con pequeños comerciantes de droga. La tragedia logra ser evitada, pero la policía reacciona tarde y mal a los llamados de auxilio. El presidente Vicente Fox, empeñado en descarrilar la creciente popularidad de López Obrador, destituye a Ebrard haciendo uso de sus atribuciones. La remoción lo convierte en el miembro más famoso de ese gabinete y lo acerca mucho a López Obrador, quien lo invita una vez más al gobierno, ahora como secretario de Desarrollo Social.
Para las elecciones de 2006, la relación entre López Obrador y Ebrard está en su mejor momento: el PRD postula al primero a la presidencia y al segundo a la jefatura del entonces Distrito Federal. Es de todos conocido el resultado. López Obrador pierde por un margen mínimo, pero Ebrard gana por dieciocho puntos a su contrincante más cercano. La jefatura de Gobierno es el periodo en que Ebrard despliega su talento político y administrativo. Y al mismo tiempo, mantiene una relación tensa con la presidencia, por su apoyo a López Obrador, quien se ha declarado “presidente legítimo” en protesta por el resultado electoral de 2006. Marcelo Ebrard continúa con los programas sociales de su predecesor y gobierna la ciudad expandiendo la calidad del espacio público, la movilidad sustentable, los derechos de las mujeres y las personas LGBT+, entre otras medidas. Según la casa de encuestas Mitofsky, termina con nivel de aprobación de 74.4, calificación que lo convierte en un candidato muy competitivo para las elecciones de 2012.
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Uno de los propósitos de El camino de México es mostrar la lealtad de su autor para con el presidente. Este esfuerzo no es exclusivo de Marcelo Ebrard. Dada la manera de gobernar de Andrés Manuel López Obrador, su popularidad y el papel que se ha echado a los hombros como conductor de la sucesión presidencial, el resto de los precandidatos están más o menos obligados a prender velas todos los días en el altar presidencial.
Pero en el caso de Ebrard, esta necesidad de retratarse al lado del tabasqueño revela más bien otra de sus calamidades biográficas: nunca ha tenido realmente un partido que lo respalde. Ha estado en las filas del PRI, del PVEM, del PCD, del PRD, de Movimiento Ciudadano y ahora de Morena. Excepto por el PCD, los militantes y la dirigencia lo han visto con recelo, nunca como uno de ellos. Siempre ha entrado a sus filas más por peso político que por carrera interna.
En 2012, Gatopardo publicó un perfil suyo. Había competido contra López Obrador por la nominación del PRD como candidato a la presidencia. Fue una disputa muy reñida que se decidió por medio de una encuesta, con un cuestionario complejo, que daba pie a distintas interpretaciones. Al final, Marcelo Ebrard concedió la derrota y, aunque sus huestes estaban decepcionadas porque no peleó más esa candidatura, tenía un plan a largo plazo: competiría por la presidencia del PRD. López Obrador podría abandonar el partido y continuar con la construcción de Morena, que se fundó en 2011, pero él se haría del partido y armaría una coalición de izquierda, inspirada en el ejemplo uruguayo, que le había dado la presidencia a José Mujica. Sin embargo, la fortuna le tenía preparadas varias sorpresas muy desagradables.
Miguel Ángel Mancera, el exprocurador general de Justicia del Distrito Federal, la persona que Marcelo Ebrard designó para sucederlo en la capital, lo traicionó acercándose a la dirigencia del PRD y al presidente Enrique Peña Nieto. Sus enemigos políticos cerraron la Línea 12 del Sistema de Transporte Colectivo Metro, la obra emblemática de su gestión, arguyendo serios errores en su construcción, y convirtieron el asunto en una causa penal. Además, en noviembre de 2014, Carmen Aristegui publicó una investigación periodística que revelaba que una propiedad de la primera dama, Angélica Rivera, valuada en más de ochenta millones de pesos, había sido construida por un contratista con fuertes lazos con el entonces presidente. Convencido, sin fundamento, de que la información la había filtrado el propio Ebrard mientras era jefe de Gobierno de la ciudad, Peña Nieto lanzó una ofensiva jurídica. Lo investigaban no solo por la Línea 12, sino por otras obras de su administración, como la Supervía Poniente, el segundo piso del Periférico, los parquímetros y varios desarrollos inmobiliarios. También, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público comenzó a investigar a sus hermanos bajo sospecha de que se habrían beneficiado por contratos y prebendas, en particular, por la compra de unos apartamentos.
Marcelo Ebrard se mudó con su esposa y sus hijos a París. Fuentes cercanas a su círculo dicen que esta experiencia es definitiva, no solo por el apoyo que encontró en su actual esposa, Rosalinda Bueso, sino porque sentó un precedente de lo mal que resultaron las cosas cuando sus enemigos en el poder judicializaron la política, una sombra que seguramente pesa en sus decisiones actuales.
Desde 2017, cuando recibió un memo de su abogado diciendo que la Procuraduría General de la República desistiría de la acción penal, Ebrard comenzó a venir a México. De acuerdo con Jorge Zepeda Patterson en La sucesión 2024 (Planeta, 2023), no tenía claro si López Obrador lo tendría en cuenta. “Para mediados de 2017, Marcelo ya estaba en México sondeando la atmósfera, retomando relaciones y acercándose al líder —escribió Zepeda Patterson—. Al principio de 2018 el alma le volvió al cuerpo”. López Obrador lo llamó como coordinador territorial del noreste del país. Días después de las elecciones del 1 de julio, cuando ya se sabía que López Obrador sería el próximo presidente, este anunció el nombramiento de Ebrard como secretario de Relaciones Exteriores (según Ebrard, la decisión estaba tomada desde poco antes de la elección).
México estaba en medio de la renegociación del Tratado de Libre Comercio y, aunque el asunto iba a caer en los nuevos funcionarios de la Secretaría de Economía, Ebrard resultaría clave después para evitar la amenaza de Donald Trump de subir los aranceles unilateralmente a los productos mexicanos si el Gobierno no cooperaba con resolver la migración ilegal a su país. También se lució como negociador internacional para conseguir las vacunas de covid-19 y, más tarde, fue el funcionario que habló con Elon Musk sobre la instalación de una gigantesca planta para producir autos eléctricos en Nuevo León. Zepeda Patterson, con toda razón, menciona que Ebrard incluso estuvo dispuesto a seguir a López Obrador en aventuras que estaban fuera del guion diplomático, como su insistencia en pedir que la Corona española se disculpara por la Conquista. El canciller supo reducir los daños. Lo mismo hizo con el intervencionismo de López Obrador en Perú y Bolivia para defender a los presidentes de izquierda. Todo esto le dio visibilidad y, por eso, a finales de 2021, cuando ya se había iniciado la carrera por la sucesión luego de que López Obrador destapara a las “corcholatas”, una encuesta de El Financiero daba un empate entre Ebrard y Claudia Sheinbaum.
Es interesante anotar que este periódico ya había evaluado a los dos candidatos desde 2019 y que, en las distintas mediciones que hizo desde entonces, a veces Sheinbaum aparecía arriba y otras, Ebrard. El único cambio significativo en las preferencias de ese periodo ocurrió luego de que un convoy de la Línea 12 del Metro colapsara la noche del 3 de mayo. Murieron veintiséis personas y decenas resultaron heridas. La tragedia afectaba a los dos principales contendientes de Morena: Ebrard, porque fue el que lo mandó construir, y Sheinbaum, porque como jefa de Gobierno estaba encargada de su mantenimiento. El Financiero volvió a medir a los candidatos ese mes y se encontró con que la tragedia había afectado a ambos, pero que la popularidad de Ebrard había bajado más que la de Sheinbaum, quien quedó doce puntos arriba. En pocos meses, sin embargo, Marcelo Ebrard logró repuntar hasta empatarla de nuevo. Los analistas lo atribuyeron a su buen desempeño como canciller ese semestre. Y eso explicaría, en parte, por qué él piensa que las posiciones no son fijas. En 2022, sin embargo, la brecha entre Ebrard y Sheinbaum se volvió a ensanchar.
Adelantar la carrera por la sucesión, como lo hizo López Obrador, obligó a los contrincantes a doblarse entre el funcionario público y el candidato que será juzgado por unas encuestas, a usar todo lo que estuviera a su alcance —legal o no— para ganar notoriedad. Sheinbaum, sin embargo, contaba con dos ventajas considerables: estar al frente de la ciudad, con recursos infinitamente más grandes a los de la cartera de Relaciones Exteriores, y ser la favorita del presidente y, por lo tanto, contar con el apoyo de funcionarios y miembros del partido clave.
No solo el colapso de la Línea 12 fue un duro golpe para ella. Meses después se celebraron las elecciones de medio término en todo el país. Morena perdió nueve de las dieciséis alcaldías de la ciudad, especialmente las del poniente, donde viven los sectores más acomodados. Los analistas, como Zepeda Patterson, piensan que estos resultados fueron más bien responsabilidad de López Obrador, porque en su obsesión por priorizar la lucha contra la pobreza había abandonado otras reivindicaciones progresistas, o de plano había antagonizado con los sectores medios, que determinan una parte importante del voto en la capital. En cualquier caso, luego de la elección, el aparato de Gobierno se puso a disposición de Sheinbaum. Martí Batres, un experimentado político de izquierda, se hizo cargo de la Secretaría de Gobierno. Y a partir de ahí, Sheinbaum intensificó sus actividades, cambió su imagen, salió a hacer recorridos por el país, se mostró más leal al presidente y aumentó sus referencias a la Cuarta Transformación. Contó con la ayuda de funcionarios federales y estatales, legisladores, gobernadores y la estructura del Gobierno de la Ciudad de México, y eso terminó por abrir la brecha entre ella y Ebrard. Una investigación de la revista Emeequis publicada a finales de 2022, por ejemplo, señalaba que funcionarios del gobierno local exigían a promotores culturales, deportivos y docentes adscritos a algunos programas —unas cinco mil personas— hacer proselitismo en favor de Sheinbaum. Se les obligaba a compartir y enviar a por lo menos veinte contactos las publicaciones de la jefa de Gobierno.
Mucho más escandalosa fue la aparición de anuncios espectaculares en todo el país con su imagen, bajo el eslogan “#EsClaudia”. Movimiento Ciudadano presentó una denuncia, ante el INE, contra varios diputados de Morena que dijeron haber pagado los anuncios espectaculares con recursos propios y a espaldas de Sheinbaum. Los espectaculares eran un capítulo más de la propaganda plasmada en pintas de bardas con el mismo eslogan y de los viajes de la precandidata por todo el país para dar conferencias los fines de semana.
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A principios de junio de 2023, al comienzo de las campañas para elegir el candidato de Morena, Marcelo Ebrard parecía querer tomar la delantera y golpear primero. Andrés Manuel López Obrador había convocado a los cuatro precandidatos presidenciales —Claudia Sheinbaum, Adán Augusto López, Ricardo Monreal y el mismo Ebrard— a una cena en un restaurante al lado del Palacio Nacional. Allí enunció algunas reglas de la competencia que aseguraran un pacto de unidad, independientemente del resultado de la encuesta. Las reglas incluían que los candidatos dejaran sus puestos antes de comenzar las precampañas, con lo que se buscaba evitar que usaran recursos públicos. La medida hacía eco de la insistencia de Ebrard en contar con un piso parejo.
Marcelo Ebrard renunció a su puesto de canciller el 12 de junio. Fue el primero de los cuatro. El día de su dimisión entró de traje al Palacio Nacional y salió con la camiseta de campaña con el eslogan “¡Sonrían, todo va a estar bien!”, abajo del cual había un dibujo del candidato con lentes y una camisa guinda. Dijo a los medios que regresaría al Palacio Nacional en 2024, ya como presidente. También fue el primero en registrarse como “delegado” y durante una semana acaparó de nuevo la atención con sus declaraciones, mientras sus compañeros terminaban de separase de sus cargos. Fuentes cercanas al candidato, citadas por El País, señalaron que el excanciller estaba energizado tras las reglas establecidas por López Obrador. Daba la impresión de que creía en el proceso y que veía una posibilidad de acortar la distancia que lo separaba de Sheinbaum.
Este mismo esfuerzo por acaparar los reflectores, sin embargo, lo hizo dar un par de pasos en falso los días siguientes. En el discurso del primer día de campaña, celebrado en el hotel Hilton Reforma, hizo énfasis en la lealtad que lo unía al mandatario y lanzó una propuesta polémica: la creación de una secretaría de la Cuarta Transformación, pero al mando del Andrés Manuel López Beltrán, el hijo del presidente. La propuesta cayó justo en medio y no complació a nadie. López Beltrán se deslindó inmediatamente y con él las huestes de Morena, que la consideraron oportunista. Los sectores más moderados, que ven con simpatía al excanciller y valoran su independencia, no la entendieron. Otros, mejor intencionados, pensaron que el anuncio había atrapado la atención de la gente y que servía para consolidar la presencia pública del candidato.
A mediados de julio, Marcelo Ebrard volvió a acaparar la atención del público por el anuncio del Plan Ángel (acrónimo de “Avanzadas Normas de Geolocalización”). El escenario fue el Auditorio BlackBerry de la Ciudad de México. Vestido de traje, con una diadema en vez de micrófono y una enorme pantalla detrás, como en la presentación de los nuevos productos de las empresas de tecnología, Ebrard dio un discurso de diez minutos. La mitad la dedicó a hablar de las fortalezas del país; la otra, a explicar un plan que utilizará tecnología para apoyar las labores de la Guardia Nacional y multiplicar la eficacia de las autoridades “por diez”, incluso “por cien”. “La principal preocupación que tiene nuestro pueblo es la inseguridad”, dijo. Se supone que el plan debía de abrevar prestigio de la instalación de cámaras de vigilancia en la ciudad, de cuando Ebrard fue jefe de Gobierno, y de su experiencia como canciller, que le permitió viajar e investigar qué funcionaba en otros países. Pero, de nuevo, el plan cayó en medio. Sheinbaum criticó a Ebrard por avanzar propuestas de campaña a pesar de que la ley y las reglas entre los precandidatos lo prohíben; los especialistas aplaudieron a Ebrard por tocar la seguridad, un tema sustantivo, aunque criticaron aspectos puntuales del programa, y los sectores medios ilustrados se sintieron alienados por las posibles violaciones a los derechos humanos debido a la hipervigilancia. Las redes sociales se encargaron del resto, es decir, de ridiculizarlo hasta convertirlo en un meme.
Fuera de estos momentos, las campañas en general cayeron en una rutina que despertaba poco interés, mientras que las redes sociales de los candidatos intentaban mostrarlos simpáticos y cercanos a la gente. La fuente que cubría a Ebrard recibía información adicional vía una cuenta de WhatsApp. No era difícil ver un esfuerzo por cambiar la narrativa por medio del constante envío de encuestas que mostraban otras métricas en las que Ebrard empata o gana, además de presentar datos semanales del gasto de campaña debajo del límite y denuncias esporádicas de las trampas. Hasta que Ebrard pareció dar con el tono ideal cuando denunció rotundamente el juego sucio en una conferencia de prensa, la víspera de la selección de las casas encuestadoras, en el último tramo del proceso.
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Marcelo Ebrard ha convocado de nuevo a los medios el viernes 18 de agosto de 2023 para una conferencia de prensa en las instalaciones del INE, que está en la intersección de dos vías rápidas, Periférico y Tlalpan, donde el auto es el rey y apenas hay espacio en la banqueta para el paso de las personas. Encima de todo, el edificio está resguardado tras una barda, estrechas puertas de metal y un pequeño ejército de guardias de seguridad privada. Un grupo de simpatizantes comienza a aglomerarse frente a uno de los accesos, entre puestos de comida callejera, autos estacionados y el constante paso de los coches y camiones. Hay un grupo, en especial, que saca de una bolsa letras rojas que forman las palabras “COLECTIVO TLALPAN” y se ponen a cantar consignas en favor del candidato. Otros se enfrentan a los guardias de la entrada y se hacen de palabras. El conato de bronca los enardece y los gritos suben de tono y de contenido. Ya no son “¡Se ve, se escucha, Marcelo está en la lucha!”, sino que abordan conceptos más abstractos como “¡Libertad de expresión!”, o consignas del momento, como “¡Piso parejo, piso parejo!”. Ese acceso se sella y la prensa debe de buscar la siguiente puerta para entrar, luego de un interrogatorio de los guardias de seguridad. Al frente de las escaleras que llevan a la oficialía de partes ya se han colocado las cámaras en espera del candidato.
El excanciller aparece por la puerta donde están sus simpatizantes y entra caminando al predio del INE vestido con traje y corbata. Los reporteros de la fuente corren a recibirlo y forman un férreo anillo a su alrededor, mientras Ebrard camina hacia el edificio principal, y aquella masa humana se desplaza, poco a poco, hasta llegar a las puertas donde Ebrard entra solo. Ha venido a pagar una multa de diez mil pesos por una denuncia de Movimiento Ciudadano que lo acusa de violar la ley al presentar el Plan Ángel, que se interpreta como una propuesta de campaña. El trámite dura unos pocos minutos. Ebrard sale de la oficina y se activa de nuevo la coreografía de reporteros que rodean al precandidato, ahora frente a las cámaras de televisión. El día anterior estuvo cargado de noticias. En la mañana, el presidente dijo que Ebrard estaba en su derecho de inconformarse, y en la tarde, luego de una larga reunión de los equipos de precandidatos, la senadora Malú Mícher, del equipo de Ebrard, se negó a firmar el acuerdo sobre las casas encuestadoras porque no estaban satisfechos con las propuestas.
El clima estaba electrificado y los reporteros ávidos de nueva información sobre las especulaciones de su salida del partido, luego de la denuncia del acarreo de personas y el uso de recursos públicos en favor de Claudia Sheinbaum. Ebrard declaró que a “los que les urge que me vaya yo de Morena es porque saben que les vamos a ganar”.
El excanciller comenzó a caminar de nuevo hacia la puerta. Los simpatizantes lo esperaban con gritos y porras. Si Ebrard no piensa romper, entonces ¿cuál es la estrategia? Una fuente de la campaña comenta con cierta satisfacción el fondo del asunto: polarizar para que la decisión quede entre Ebrard y Sheinbaum, subir el costo de las trampas.
Ya en la calle, Marcelo Ebrard se da un baño de pueblo, mientras un tráiler blanco yace atorado en la estrecha calle frente al INE por la presencia de un auto que tiene pegada una calcomanía que dice “#MejorMarcelo”. Es un atorón que ocupa cerca de cien metros sobre el Anillo Periférico. Suenan las bocinas de los autos y la gente, ajena a los problemas viales, solo corea: “¡Marcelo, carnal, al Palacio Nacional!”.
Marcelo Ebrard. Fotografía de Felipe Luna.
El excanciller Marcelo Ebrard no logró su propósito: vencer a Claudia Sheinbaum, la elegida para contender por la Presidencia en 2024. Con el transcurso de las campañas, algunas declaraciones desafortunadas y un par de pasos en falso en su esfuerzo por acaparar los reflectores y cambiar la narrativa, su figura se ha ido desvaneciendo. ¿Se aproxima la ruptura con Morena?
El 24 de julio, un lunes nublado, casi veinte jóvenes vestidos con una camiseta blanca, que lleva impreso el eslogan “#MejorMarcelo”, esperan en un salón del hotel Sevilla Palace, la llegada del excanciller, ahora “delegado para la defensa de la transformación”, como se llama a los precandidatos de Morena para competir en la encuesta que definirá la candidatura rumbo a las elecciones de 2024. La reunión había sido convocada a las once de la mañana, pero Marcelo Ebrard viene con retraso, lo que ha creado una atmósfera de aburrimiento entre quienes lo compensan atacando galletas, papas fritas, agua y el café quemado del fondo del salón. Otros se asoman por las ventanas para echar un vistazo a la avenida. En un punto, los jóvenes se agrupan al frente, de cara a las cámaras de los reporteros, haciendo evidente que esa mañana hay más simpatizantes del precandidato que medios de comunicación.
Un miembro del equipo de campaña se coloca frente al micrófono y comienza a leer un documento por mandato del Instituto Nacional Electoral (INE). Es un intento muy barroco por regular todo este proceso, que viola la ley porque se adelanta varios meses a lo estipulado. El orador dice que los discursos y mensajes que se realicen no deben contener llamados directos o indirectos expresos a votar en contra o a favor de alguien. Y que esos actos no tienen como objetivo el respaldo para postular a alguien como precandidato a un cargo de elección popular. Pronto el evento cae de nuevo en un atolladero por la ausencia del precandidato. Un reportero chifla de repente, como si estuviera en concierto. El maestro de ceremonias responde pidiendo calma. Dice que “todo va a estar bien”, citando otro eslogan del equipo de Marcelo Ebrard, y a continuación se pone a especular sobre el momento histórico que está viviendo: “Imagínense —dice— cuando les cuenten a sus nietos: ‘Yo estuve en ese evento de Marcelo’”.
De camisa blanca de manga corta, Marcelo Ebrard entra finalmente por una puerta lateral, y su sola presencia provoca que el salón estalle en aplausos. Se dirige a un extremo donde está un bebé, lo levanta en brazos y las cámaras captan el cliché de campaña. Toma el micrófono, da las gracias por la paciencia. “Bueno, a cinco semanas de recorridos, hacerles un primer balance: ha sido extraordinario el recorrido. Hemos podido dialogar con todos los sectores. Le hemos dado tres vueltas al país desde junio del año pasado hasta esta fecha. ¿Qué es lo que hemos encontrado más relevante? Que a la gente le gustaría debatir las propuestas”, dice en relación con una convocatoria que había lanzado días antes para un debate entre los precandidatos, otro asunto que proscribe la ley. Su llamado y el informe de ese día se pierden entre la densidad informativa, y el “momento histórico” pasa completamente desapercibido.
Conforme transcurren las semanas y la precampaña, Marcelo Ebrard se va desdibujando. No ha logrado lo que se proponía al comienzo: cerrar la brecha que lo separa de la exjefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, la favorita del presidente y del partido. Según la encuesta Mitofsky realizada a finales de julio para El Economista, Sheinbaum le seguía llevando una ventaja de ocho puntos. Una fuente cercana a su equipo me reveló, por esos días, que estaba completamente decepcionada por el curso de las cosas, el esfuerzo le parecía desorganizado y al precandidato lo encontraba sin mecha. Pensaba que este sería un final de camino para un hombre brillante, pero que no tenía, ni iba a tener, el apoyo del presidente ni de Morena, y tampoco lo veía romper para intentar un camino independiente.
Durante esos días, la atención estaba puesta en la oposición, sobre la figura de Xóchitl Gálvez, un personaje político de difícil definición. Aunque es senadora por el conservador Partido Acción Nacional (PAN), en realidad es más cercana a varias causas progresistas; es una empresaria exitosa, pero también tiene un origen indígena y su recorrido hacia al encumbramiento es inspirador. Su reciente ascenso comenzó desde que el presidente usó la plataforma de la mañanera para criticarla por retarlo en un asunto menor y, en vez de desprestigiarla, le allanó el camino a una precandidatura del frente opositor. El día de su registro en las oficinas nacionales del PAN, Gálvez agradeció el apoyo del partido y contestó los vítores de los seguidores diciendo: “Claro que se puede, claro que vamos a poder con todos los que me pongan enfrente, aunque el jefe de campaña sea el mismísimo presidente de la República”. Una encuesta del periódico El Financiero de mediados de ese mes señalaba que, si ella compitiera en ese momento contra los candidatos de Morena, estaba a once puntos de la favorita y a doce de Ebrard. Y después, a inicios de agosto, otra encuesta del mismo diario la mostraba ocho puntos por debajo de Sheinbaum y diez por debajo de Ebrard.
Pero el 16 de agosto, en la víspera en que los precandidatos de la Cuarta Transformación debían reunirse para decidir cuáles serían las casas encuestadoras para definir la candidatura presidencial, Marcelo Ebrard dio un golpe en la mesa.
Convocó a una conferencia de prensa en un salón en la colonia Granada de la Ciudad de México, una antigua nave industrial convertida en auditorio. Ya con la sala llena, entró acompañado de su esposa Rosalinda Bueso y subió al foro, vestido con un traje azul marino. Se colocó frente a una pantalla que decía “Marcelo Ebrard. Conferencia de prensa”. Tomó el micrófono y dio un mensaje que tuvo el dramático efecto de ponerle un marco nuevo a la última etapa del proceso interno del partido.
Dada la intención de voto por Morena, “el ejercicio de la encuesta […] muy seguramente será la definición de quién va a competir en el [20]24 y, por lo tanto, quién va a ser presidente de México”, declaró. En el fondo, dijo, se trata de una elección entre él y Sheinbaum. “Claudia o yo. Marcelo o Claudia”, enfatizó, mientras la pantalla mostraba la foto de ambos sobre campos de color distintos. Dijo que la competencia entre los dos es mucho más reñida de lo que se difunde y que, en realidad, están en un empate: la muestra es que funcionarios del Gobierno están activamente acarreando personas a los mítines, intimidando a los votantes y usando los recursos de la Ciudad de México para favorecer a Sheinbaum. Denunció a la dirigencia del partido por no tomar acciones y subrayó la seriedad de este momento histórico, cuando él se está jugando 42 años de carrera y la construcción de una nueva etapa para la izquierda que puede quedar en peligro por las trampas. Exigió que, a partir de ese día y hasta el 3 de septiembre, el día de la elección, la dirigencia del partido y los funcionarios actúen con imparcialidad.
El mensaje se reprodujo en todos los medios y ocupó la conversación política de los días siguientes. Sheinbaum negó los señalamientos. Dijo que todo era trabajo voluntario: “A mí nunca me van a escuchar hablar mal de mis compañeros”. Por su parte, los comentaristas de la prensa dedicaron sus columnas a Marcelo Ebrard, destacando el dilema en el que lo ven atrapado: ¿el golpe de timón se puede interpretar como un aviso de su ruptura con el presidente y la Cuarta Transformación? ¿Estará preparando el quiebre de una alianza que lleva más de veinte años de antigüedad?
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En marzo pasado Marcelo Ebrard publicó El camino de México (Aguilar, 2023), una memoria política, una pieza de autopromoción y un programa de gobierno. Los políticos han acostumbrado a los lectores a libros mediocres (Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, tiene diecinueve) que sirven como una estrategia para avanzar algún punto en su carrera. El de Ebrard es algo más que eso. Aunque por la contraportada parecería apuntar a una larga exposición de sus atributos —“Quiero ser presidente de México, sí”, declara en ella—, en las páginas interiores se tomó la labor autobiográfica con seriedad, entregando pasajes que, aunque cuidadosamente seleccionados para apuntalar una narrativa —nunca se menciona a fondo, por ejemplo, su paso por el Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, están llenos de detalles interesantes, contados por un testigo privilegiado de los convulsos años ochenta y noventa. Para los interesados en la historia política del país, es ciertamente una lectura entretenida.
Un guionista de cine leería esta biografía, además, con mucho interés, por los increíbles giros de la fortuna que tiene su trayectoria política. Hijo de una familia acomodada, con una educación en escuelas privadas y de élite, como El Colegio de México, su entrada a la política está marcada por subidas y bajadas vertiginosas de la mano de su mentor, Manuel Camacho Solís, economista de la UNAM, compañero de generación del expresidente Carlos Salinas de Gortari. “Manuel Camacho Solís fue la persona que me dio mis primeras oportunidades en el mundo de la política —escribió Marcelo Ebrard—. Fue mi jefe, mentor, confidente, compañero hasta para fundar un nuevo partido político. Manuel fue un político modernizador y pacifista”.
Tiembla en la Ciudad de México en 1985 y Marcelo Ebrard es parte del equipo encargado de la reconstrucción, en el cual adquiere una enorme experiencia política: tiene que enfrentar una realidad inédita que lo obligó a abandonar el escritorio. Salinas de Gortari nombra sucesor a Luis Donaldo Colosio y se desinflan las posibilidades reales de que Camacho Solís, Ebrard y el equipo accedan a la máxima investidura. Los zapatistas se levantan en armas y esa posibilidad se habilita porque Camacho Solís y su grupo se colocan en el centro de la política como negociadores de la paz. Un chico de Tijuana dispara en la cabeza al candidato Colosio y, de nuevo, la suerte del grupo cambia, pues el país, envuelto en dolor y paranoia, culpa a Camacho Solís directa o indirectamente de la muerte del candidato.
Marcelo Ebrard renuncia al PRI junto con Camacho Solís y el resto del equipo. En 1997 se lanza como diputado federal por el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), pero los “camachistas” se empeñan en crear su propio partido, el Partido de Centro Democrático (PCD), que se presenta en 1998. El partido postula a Camacho Solís como candidato a la presidencia en 2000 y a Ebrard como jefe de Gobierno; sin embargo, obtienen apenas 0.6% a nivel nacional, lo que los lleva a perder el registro. Como la base de apoyo es la capital, los resultados en el Distrito Federal son mejores. Así que Ebrard declina en favor del candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), López Obrador, y este le ofrece a cambio la Secretaría de Seguridad Pública en 2002.
A partir de ese momento, la fortuna política de Marcelo Ebrard comienza a ligarse también a la de otro Manuel. Ebrard, desde Seguridad Pública, se convierte en una figura nacional. No es solo que la seguridad está en el centro de las preocupaciones de los capitalinos, sino que otra tragedia vuelve a modificar su trayectoria. A finales de noviembre, cerca de doscientos vecinos de Tláhuac linchan a dos agentes de la policía preventiva porque los confunden con pequeños comerciantes de droga. La tragedia logra ser evitada, pero la policía reacciona tarde y mal a los llamados de auxilio. El presidente Vicente Fox, empeñado en descarrilar la creciente popularidad de López Obrador, destituye a Ebrard haciendo uso de sus atribuciones. La remoción lo convierte en el miembro más famoso de ese gabinete y lo acerca mucho a López Obrador, quien lo invita una vez más al gobierno, ahora como secretario de Desarrollo Social.
Para las elecciones de 2006, la relación entre López Obrador y Ebrard está en su mejor momento: el PRD postula al primero a la presidencia y al segundo a la jefatura del entonces Distrito Federal. Es de todos conocido el resultado. López Obrador pierde por un margen mínimo, pero Ebrard gana por dieciocho puntos a su contrincante más cercano. La jefatura de Gobierno es el periodo en que Ebrard despliega su talento político y administrativo. Y al mismo tiempo, mantiene una relación tensa con la presidencia, por su apoyo a López Obrador, quien se ha declarado “presidente legítimo” en protesta por el resultado electoral de 2006. Marcelo Ebrard continúa con los programas sociales de su predecesor y gobierna la ciudad expandiendo la calidad del espacio público, la movilidad sustentable, los derechos de las mujeres y las personas LGBT+, entre otras medidas. Según la casa de encuestas Mitofsky, termina con nivel de aprobación de 74.4, calificación que lo convierte en un candidato muy competitivo para las elecciones de 2012.
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Uno de los propósitos de El camino de México es mostrar la lealtad de su autor para con el presidente. Este esfuerzo no es exclusivo de Marcelo Ebrard. Dada la manera de gobernar de Andrés Manuel López Obrador, su popularidad y el papel que se ha echado a los hombros como conductor de la sucesión presidencial, el resto de los precandidatos están más o menos obligados a prender velas todos los días en el altar presidencial.
Pero en el caso de Ebrard, esta necesidad de retratarse al lado del tabasqueño revela más bien otra de sus calamidades biográficas: nunca ha tenido realmente un partido que lo respalde. Ha estado en las filas del PRI, del PVEM, del PCD, del PRD, de Movimiento Ciudadano y ahora de Morena. Excepto por el PCD, los militantes y la dirigencia lo han visto con recelo, nunca como uno de ellos. Siempre ha entrado a sus filas más por peso político que por carrera interna.
En 2012, Gatopardo publicó un perfil suyo. Había competido contra López Obrador por la nominación del PRD como candidato a la presidencia. Fue una disputa muy reñida que se decidió por medio de una encuesta, con un cuestionario complejo, que daba pie a distintas interpretaciones. Al final, Marcelo Ebrard concedió la derrota y, aunque sus huestes estaban decepcionadas porque no peleó más esa candidatura, tenía un plan a largo plazo: competiría por la presidencia del PRD. López Obrador podría abandonar el partido y continuar con la construcción de Morena, que se fundó en 2011, pero él se haría del partido y armaría una coalición de izquierda, inspirada en el ejemplo uruguayo, que le había dado la presidencia a José Mujica. Sin embargo, la fortuna le tenía preparadas varias sorpresas muy desagradables.
Miguel Ángel Mancera, el exprocurador general de Justicia del Distrito Federal, la persona que Marcelo Ebrard designó para sucederlo en la capital, lo traicionó acercándose a la dirigencia del PRD y al presidente Enrique Peña Nieto. Sus enemigos políticos cerraron la Línea 12 del Sistema de Transporte Colectivo Metro, la obra emblemática de su gestión, arguyendo serios errores en su construcción, y convirtieron el asunto en una causa penal. Además, en noviembre de 2014, Carmen Aristegui publicó una investigación periodística que revelaba que una propiedad de la primera dama, Angélica Rivera, valuada en más de ochenta millones de pesos, había sido construida por un contratista con fuertes lazos con el entonces presidente. Convencido, sin fundamento, de que la información la había filtrado el propio Ebrard mientras era jefe de Gobierno de la ciudad, Peña Nieto lanzó una ofensiva jurídica. Lo investigaban no solo por la Línea 12, sino por otras obras de su administración, como la Supervía Poniente, el segundo piso del Periférico, los parquímetros y varios desarrollos inmobiliarios. También, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público comenzó a investigar a sus hermanos bajo sospecha de que se habrían beneficiado por contratos y prebendas, en particular, por la compra de unos apartamentos.
Marcelo Ebrard se mudó con su esposa y sus hijos a París. Fuentes cercanas a su círculo dicen que esta experiencia es definitiva, no solo por el apoyo que encontró en su actual esposa, Rosalinda Bueso, sino porque sentó un precedente de lo mal que resultaron las cosas cuando sus enemigos en el poder judicializaron la política, una sombra que seguramente pesa en sus decisiones actuales.
Desde 2017, cuando recibió un memo de su abogado diciendo que la Procuraduría General de la República desistiría de la acción penal, Ebrard comenzó a venir a México. De acuerdo con Jorge Zepeda Patterson en La sucesión 2024 (Planeta, 2023), no tenía claro si López Obrador lo tendría en cuenta. “Para mediados de 2017, Marcelo ya estaba en México sondeando la atmósfera, retomando relaciones y acercándose al líder —escribió Zepeda Patterson—. Al principio de 2018 el alma le volvió al cuerpo”. López Obrador lo llamó como coordinador territorial del noreste del país. Días después de las elecciones del 1 de julio, cuando ya se sabía que López Obrador sería el próximo presidente, este anunció el nombramiento de Ebrard como secretario de Relaciones Exteriores (según Ebrard, la decisión estaba tomada desde poco antes de la elección).
México estaba en medio de la renegociación del Tratado de Libre Comercio y, aunque el asunto iba a caer en los nuevos funcionarios de la Secretaría de Economía, Ebrard resultaría clave después para evitar la amenaza de Donald Trump de subir los aranceles unilateralmente a los productos mexicanos si el Gobierno no cooperaba con resolver la migración ilegal a su país. También se lució como negociador internacional para conseguir las vacunas de covid-19 y, más tarde, fue el funcionario que habló con Elon Musk sobre la instalación de una gigantesca planta para producir autos eléctricos en Nuevo León. Zepeda Patterson, con toda razón, menciona que Ebrard incluso estuvo dispuesto a seguir a López Obrador en aventuras que estaban fuera del guion diplomático, como su insistencia en pedir que la Corona española se disculpara por la Conquista. El canciller supo reducir los daños. Lo mismo hizo con el intervencionismo de López Obrador en Perú y Bolivia para defender a los presidentes de izquierda. Todo esto le dio visibilidad y, por eso, a finales de 2021, cuando ya se había iniciado la carrera por la sucesión luego de que López Obrador destapara a las “corcholatas”, una encuesta de El Financiero daba un empate entre Ebrard y Claudia Sheinbaum.
Es interesante anotar que este periódico ya había evaluado a los dos candidatos desde 2019 y que, en las distintas mediciones que hizo desde entonces, a veces Sheinbaum aparecía arriba y otras, Ebrard. El único cambio significativo en las preferencias de ese periodo ocurrió luego de que un convoy de la Línea 12 del Metro colapsara la noche del 3 de mayo. Murieron veintiséis personas y decenas resultaron heridas. La tragedia afectaba a los dos principales contendientes de Morena: Ebrard, porque fue el que lo mandó construir, y Sheinbaum, porque como jefa de Gobierno estaba encargada de su mantenimiento. El Financiero volvió a medir a los candidatos ese mes y se encontró con que la tragedia había afectado a ambos, pero que la popularidad de Ebrard había bajado más que la de Sheinbaum, quien quedó doce puntos arriba. En pocos meses, sin embargo, Marcelo Ebrard logró repuntar hasta empatarla de nuevo. Los analistas lo atribuyeron a su buen desempeño como canciller ese semestre. Y eso explicaría, en parte, por qué él piensa que las posiciones no son fijas. En 2022, sin embargo, la brecha entre Ebrard y Sheinbaum se volvió a ensanchar.
Adelantar la carrera por la sucesión, como lo hizo López Obrador, obligó a los contrincantes a doblarse entre el funcionario público y el candidato que será juzgado por unas encuestas, a usar todo lo que estuviera a su alcance —legal o no— para ganar notoriedad. Sheinbaum, sin embargo, contaba con dos ventajas considerables: estar al frente de la ciudad, con recursos infinitamente más grandes a los de la cartera de Relaciones Exteriores, y ser la favorita del presidente y, por lo tanto, contar con el apoyo de funcionarios y miembros del partido clave.
No solo el colapso de la Línea 12 fue un duro golpe para ella. Meses después se celebraron las elecciones de medio término en todo el país. Morena perdió nueve de las dieciséis alcaldías de la ciudad, especialmente las del poniente, donde viven los sectores más acomodados. Los analistas, como Zepeda Patterson, piensan que estos resultados fueron más bien responsabilidad de López Obrador, porque en su obsesión por priorizar la lucha contra la pobreza había abandonado otras reivindicaciones progresistas, o de plano había antagonizado con los sectores medios, que determinan una parte importante del voto en la capital. En cualquier caso, luego de la elección, el aparato de Gobierno se puso a disposición de Sheinbaum. Martí Batres, un experimentado político de izquierda, se hizo cargo de la Secretaría de Gobierno. Y a partir de ahí, Sheinbaum intensificó sus actividades, cambió su imagen, salió a hacer recorridos por el país, se mostró más leal al presidente y aumentó sus referencias a la Cuarta Transformación. Contó con la ayuda de funcionarios federales y estatales, legisladores, gobernadores y la estructura del Gobierno de la Ciudad de México, y eso terminó por abrir la brecha entre ella y Ebrard. Una investigación de la revista Emeequis publicada a finales de 2022, por ejemplo, señalaba que funcionarios del gobierno local exigían a promotores culturales, deportivos y docentes adscritos a algunos programas —unas cinco mil personas— hacer proselitismo en favor de Sheinbaum. Se les obligaba a compartir y enviar a por lo menos veinte contactos las publicaciones de la jefa de Gobierno.
Mucho más escandalosa fue la aparición de anuncios espectaculares en todo el país con su imagen, bajo el eslogan “#EsClaudia”. Movimiento Ciudadano presentó una denuncia, ante el INE, contra varios diputados de Morena que dijeron haber pagado los anuncios espectaculares con recursos propios y a espaldas de Sheinbaum. Los espectaculares eran un capítulo más de la propaganda plasmada en pintas de bardas con el mismo eslogan y de los viajes de la precandidata por todo el país para dar conferencias los fines de semana.
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A principios de junio de 2023, al comienzo de las campañas para elegir el candidato de Morena, Marcelo Ebrard parecía querer tomar la delantera y golpear primero. Andrés Manuel López Obrador había convocado a los cuatro precandidatos presidenciales —Claudia Sheinbaum, Adán Augusto López, Ricardo Monreal y el mismo Ebrard— a una cena en un restaurante al lado del Palacio Nacional. Allí enunció algunas reglas de la competencia que aseguraran un pacto de unidad, independientemente del resultado de la encuesta. Las reglas incluían que los candidatos dejaran sus puestos antes de comenzar las precampañas, con lo que se buscaba evitar que usaran recursos públicos. La medida hacía eco de la insistencia de Ebrard en contar con un piso parejo.
Marcelo Ebrard renunció a su puesto de canciller el 12 de junio. Fue el primero de los cuatro. El día de su dimisión entró de traje al Palacio Nacional y salió con la camiseta de campaña con el eslogan “¡Sonrían, todo va a estar bien!”, abajo del cual había un dibujo del candidato con lentes y una camisa guinda. Dijo a los medios que regresaría al Palacio Nacional en 2024, ya como presidente. También fue el primero en registrarse como “delegado” y durante una semana acaparó de nuevo la atención con sus declaraciones, mientras sus compañeros terminaban de separase de sus cargos. Fuentes cercanas al candidato, citadas por El País, señalaron que el excanciller estaba energizado tras las reglas establecidas por López Obrador. Daba la impresión de que creía en el proceso y que veía una posibilidad de acortar la distancia que lo separaba de Sheinbaum.
Este mismo esfuerzo por acaparar los reflectores, sin embargo, lo hizo dar un par de pasos en falso los días siguientes. En el discurso del primer día de campaña, celebrado en el hotel Hilton Reforma, hizo énfasis en la lealtad que lo unía al mandatario y lanzó una propuesta polémica: la creación de una secretaría de la Cuarta Transformación, pero al mando del Andrés Manuel López Beltrán, el hijo del presidente. La propuesta cayó justo en medio y no complació a nadie. López Beltrán se deslindó inmediatamente y con él las huestes de Morena, que la consideraron oportunista. Los sectores más moderados, que ven con simpatía al excanciller y valoran su independencia, no la entendieron. Otros, mejor intencionados, pensaron que el anuncio había atrapado la atención de la gente y que servía para consolidar la presencia pública del candidato.
A mediados de julio, Marcelo Ebrard volvió a acaparar la atención del público por el anuncio del Plan Ángel (acrónimo de “Avanzadas Normas de Geolocalización”). El escenario fue el Auditorio BlackBerry de la Ciudad de México. Vestido de traje, con una diadema en vez de micrófono y una enorme pantalla detrás, como en la presentación de los nuevos productos de las empresas de tecnología, Ebrard dio un discurso de diez minutos. La mitad la dedicó a hablar de las fortalezas del país; la otra, a explicar un plan que utilizará tecnología para apoyar las labores de la Guardia Nacional y multiplicar la eficacia de las autoridades “por diez”, incluso “por cien”. “La principal preocupación que tiene nuestro pueblo es la inseguridad”, dijo. Se supone que el plan debía de abrevar prestigio de la instalación de cámaras de vigilancia en la ciudad, de cuando Ebrard fue jefe de Gobierno, y de su experiencia como canciller, que le permitió viajar e investigar qué funcionaba en otros países. Pero, de nuevo, el plan cayó en medio. Sheinbaum criticó a Ebrard por avanzar propuestas de campaña a pesar de que la ley y las reglas entre los precandidatos lo prohíben; los especialistas aplaudieron a Ebrard por tocar la seguridad, un tema sustantivo, aunque criticaron aspectos puntuales del programa, y los sectores medios ilustrados se sintieron alienados por las posibles violaciones a los derechos humanos debido a la hipervigilancia. Las redes sociales se encargaron del resto, es decir, de ridiculizarlo hasta convertirlo en un meme.
Fuera de estos momentos, las campañas en general cayeron en una rutina que despertaba poco interés, mientras que las redes sociales de los candidatos intentaban mostrarlos simpáticos y cercanos a la gente. La fuente que cubría a Ebrard recibía información adicional vía una cuenta de WhatsApp. No era difícil ver un esfuerzo por cambiar la narrativa por medio del constante envío de encuestas que mostraban otras métricas en las que Ebrard empata o gana, además de presentar datos semanales del gasto de campaña debajo del límite y denuncias esporádicas de las trampas. Hasta que Ebrard pareció dar con el tono ideal cuando denunció rotundamente el juego sucio en una conferencia de prensa, la víspera de la selección de las casas encuestadoras, en el último tramo del proceso.
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Marcelo Ebrard ha convocado de nuevo a los medios el viernes 18 de agosto de 2023 para una conferencia de prensa en las instalaciones del INE, que está en la intersección de dos vías rápidas, Periférico y Tlalpan, donde el auto es el rey y apenas hay espacio en la banqueta para el paso de las personas. Encima de todo, el edificio está resguardado tras una barda, estrechas puertas de metal y un pequeño ejército de guardias de seguridad privada. Un grupo de simpatizantes comienza a aglomerarse frente a uno de los accesos, entre puestos de comida callejera, autos estacionados y el constante paso de los coches y camiones. Hay un grupo, en especial, que saca de una bolsa letras rojas que forman las palabras “COLECTIVO TLALPAN” y se ponen a cantar consignas en favor del candidato. Otros se enfrentan a los guardias de la entrada y se hacen de palabras. El conato de bronca los enardece y los gritos suben de tono y de contenido. Ya no son “¡Se ve, se escucha, Marcelo está en la lucha!”, sino que abordan conceptos más abstractos como “¡Libertad de expresión!”, o consignas del momento, como “¡Piso parejo, piso parejo!”. Ese acceso se sella y la prensa debe de buscar la siguiente puerta para entrar, luego de un interrogatorio de los guardias de seguridad. Al frente de las escaleras que llevan a la oficialía de partes ya se han colocado las cámaras en espera del candidato.
El excanciller aparece por la puerta donde están sus simpatizantes y entra caminando al predio del INE vestido con traje y corbata. Los reporteros de la fuente corren a recibirlo y forman un férreo anillo a su alrededor, mientras Ebrard camina hacia el edificio principal, y aquella masa humana se desplaza, poco a poco, hasta llegar a las puertas donde Ebrard entra solo. Ha venido a pagar una multa de diez mil pesos por una denuncia de Movimiento Ciudadano que lo acusa de violar la ley al presentar el Plan Ángel, que se interpreta como una propuesta de campaña. El trámite dura unos pocos minutos. Ebrard sale de la oficina y se activa de nuevo la coreografía de reporteros que rodean al precandidato, ahora frente a las cámaras de televisión. El día anterior estuvo cargado de noticias. En la mañana, el presidente dijo que Ebrard estaba en su derecho de inconformarse, y en la tarde, luego de una larga reunión de los equipos de precandidatos, la senadora Malú Mícher, del equipo de Ebrard, se negó a firmar el acuerdo sobre las casas encuestadoras porque no estaban satisfechos con las propuestas.
El clima estaba electrificado y los reporteros ávidos de nueva información sobre las especulaciones de su salida del partido, luego de la denuncia del acarreo de personas y el uso de recursos públicos en favor de Claudia Sheinbaum. Ebrard declaró que a “los que les urge que me vaya yo de Morena es porque saben que les vamos a ganar”.
El excanciller comenzó a caminar de nuevo hacia la puerta. Los simpatizantes lo esperaban con gritos y porras. Si Ebrard no piensa romper, entonces ¿cuál es la estrategia? Una fuente de la campaña comenta con cierta satisfacción el fondo del asunto: polarizar para que la decisión quede entre Ebrard y Sheinbaum, subir el costo de las trampas.
Ya en la calle, Marcelo Ebrard se da un baño de pueblo, mientras un tráiler blanco yace atorado en la estrecha calle frente al INE por la presencia de un auto que tiene pegada una calcomanía que dice “#MejorMarcelo”. Es un atorón que ocupa cerca de cien metros sobre el Anillo Periférico. Suenan las bocinas de los autos y la gente, ajena a los problemas viales, solo corea: “¡Marcelo, carnal, al Palacio Nacional!”.
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