El desafío de ser madre comienza aún antes de que nazca un bebé. El embarazo es la etapa de mayor ilusión y vulnerabilidad para quienes ponen su vida, y la de sus hijos, en manos de doctores que pueden convertirse en victimarios. Aquí el testimonio de una madre que se descubrió víctima muchos años después.
Siempre supe que sería una mamá joven. Puede ser por mi herencia sonorense que me hizo creer que la maternidad empezaba a los veinte años, o puede ser en respuesta a mi condición de hija única que siempre quiso tener un hermanito o hermanita.
Hice todo para cumplir esa misión: me enamoré de un buen hombre, comenzamos a vivir juntos, y después de algunos meses, decidimos tener un bebé. A mis veintidós y a sus veinticuatro años dejé los anticonceptivos, y en menos de seis semanas ya estaba embarazada. En esa época trabajaba en un medio de comunicación que me exigía estar veinticuatro horas al día, siete días a la semana atenta al acontecer nacional, y a pesar de eso mi embarazo fue sano y tranquilo. El parto fue una historia muy distinta. Me ilusionaba tener a mi bebé como lo hicieron mi mamá y mis abuelas; quería que fuera natural, sin anestesia y vaginal. Entonces no sabía que esa decisión cambiaría mi vida y la de mi hijo.
Poco a poco mi abdomen fue creciendo, los pies se me hinchaban cada vez más, mi cara se hacía más redonda, y mi cabello se veía sedoso y brillante. Todas las personas a mi alrededor apoyaban con lo que podían: mis colegas me cubrían en las guardias y por las tardes; José Luis, “mi compañero de pupitre”, como lo llamaba, compraba botanas para saciar mis antojos y los suyos. Todas las madrugadas regresaba agotada a casa, pero me sentía plena y feliz de que cada día faltaba menos para que llegara mi bebé.
En el segundo trimestre busqué opciones de cursos psicoprofilácticos, esos que preparan tu cuerpo y tu mente para tener un bebé, y conocí el trabajo de las doulas, las mujeres que amorosamente te acompañan durante el embarazo, el parto y postparto. Me recomendaron uno en la alcaldía Álvaro Obregón donde Ely, una doula que fue muy cariñosa y paciente ante nuestras dudas. Yo ya tenía un ginecólogo de cabecera, pero fue ella quien me habló de Jesús Luján Irastorza, un médico que cobró fama por realizar “partos humanizados”, respetando el proceso de la madre y el bebé. Tal y como yo lo quería. Era 2006 y ese tipo de médicos no eran comunes, pero me emocionaba que mi hijo llegara al mundo como lo hice yo. Ely nos contaba cosas tan lindas del médico, que decidimos agendar una consulta.
Luján Irastorza era un tipo encantador, originario de Sonora como yo. Eso me dio mucha confianza. Sus honorarios eran altos, y para dos trabajadores de un periódico era complicado pagarlos. Aun así, ahorramos y decidimos tener a nuestro bebé con él.
El embarazo continuó sin ningún contratiempo, todos los exámenes tuvieron resultados positivos. En la semana treinta y cuatro dejé de trabajar, como lo marca la Ley. Quería resistir el mayor tiempo posible pero mi jefe no me lo permitió. “Es peligroso”, me dijo. Me fui a casa y aproveché el tiempo para decorar su recámara con imágenes de Bob Esponja y Patricio. Ya sabíamos que nacería varón y, siguiendo los estándares de la época, pintamos las paredes de color baby blue. Soñaba con el día en el que Yiyo (como lo llamo hasta el día de hoy) durmiera en su cuna, la misma que hemos heredado en mi familia desde hace más de cincuenta años.
Recuerdo que era jueves cuando me sentí distinta, como poderosa, con una fuerza que no he podido explicar. Yiyo ya estaba encajado, su cabeza ya había entrado a mi pelvis desde hace un par de semanas pero el parto no comenzaba. El médico me recomendó que caminara y lo hice por más de una hora. Por la noche, intenté dormir pero no lo lograba, tenía un cólico constante. Luján Irastorza me había dicho que, llegado el momento, las contracciones tendrían ritmo, aparecerían y desaparecerían cada cierto tiempo, pero las mías no se iban. Me recosté en posición fetal y soporté ese tirón constante en el útero, ese piquete intenso en el abdomen bajo.
En cuanto amaneció le escribí al médico. Me dijo que no podían ser contracciones porque esas daban tregua, y a mí el dolor no me había dejado dormir. Me pidió que fuera en la noche al hospital para una revisión, él saldría de viaje y quería verme antes. Fue una llamada rápida, que desestimó mis síntomas, y que la premura por verme era porque se iba y quería presentarme a su socio, quien estaría en mi parto de ser necesario.
Desde varios días antes traíamos en el coche una maleta lista con lo que me habían recomendado en el curso: pañales, biberones, ropa, cobija, sábana y un cambio de ropa para mí. Al salir rumbo al hospital, también metimos algunas botanas y jugos, y una pelota de yoga inflada que solía usar para relajarme.
Era un viernes de quincena y el hospital estaba en la colonia Lomas de Chapultepec, una de las colonias con mayor plusvalía al oeste de la Ciudad de México, y muy lejos de donde vivíamos en Coyoacán. El viaje fue largo. La escena era cómica porque apenas si había espacio suficiente en el auto. A petición mía, mi mamá manejaba; en los asientos de atrás viajaban Maruca (mi segunda mamá), Juan Carlos, mi pareja, y la pelota. Mi panza y yo íbamos de copilotos. Tras horas de enfrentar desviaciones, tráfico y casi una multa por invadir el carril del metrobús, llegamos al hospital Santa Teresa.
También te puede interesar el reportaje "Mujeres del agua: vivas y sin miedo".
Me hicieron preguntas de rutina: nombre, doctor y fecha de última menstruación. Tomaron mi presión y me dieron una bata blanca. La enfermera me indicó que me acostara boca arriba y pusiera mis talones en los estribos. Ella se colocó los guantes y lubricó sus dedos para identificar si había dilatado. “Tienes nueve centímetros”, me gritó. “¿Cómo es posible que estés tan tranquila?” Enmudecí. Había llegado el momento y no lo sabía.
Inmediatamente me asignaron un cuarto. De no ser por la cama de expulsión, bien podría parecer un hotel. Recuerdo que era color rosa, que tenía una pequeña sala, un baño privado y una tina en el fondo. Me preguntaron si tenía ganas de pujar, a lo que respondí que no. Me pidieron que esperara, Luján Irastorza no había llegado. Ely, la doula, me aconsejó que caminara por el pasillo y así lo hice.
Las enfermeras llegaron a mi habitación dos veces más para preguntar si tenía ganas de pujar, y nuevamente me negué. Me recomendaron bañarme y acepté. Cuando estaba en la regadera llegó el médico y las regañó por haberme permitido el baño, eso retrasaría mi trabajo de parto, según dijo. Se fue antes de que yo saliera. Nunca me explicó qué estaba ocurriendo ni cuáles serían los siguientes pasos.
Después regresó y me dijo que me haría otro tacto, y así lo hizo. Me palpó el abdomen y solo con tocarme concluyó que tenía mucho líquido amniótico, y por eso el nacimiento de mi hijo estaba retrasado. Años después consulté este diagnóstico con una partera profesional, y me dijo que era clínicamente erróneo; esa capa líquida que protegía a mi bebé no tenía nada qué ver con lo que estaba sucediendo.
Después me pidió sentarme en una silla que me recordó un escusado, pero sin la base con las tuberías. La enfermera puso en el piso una tarja de plástico y el médico, sin explicarme nada, tomó un instrumento que parecía una aguja para tejer —que ahora conozco su nombre, AmnioHook— y me rompió la fuente. Entendí, después, que fue una ruptura asistida de membranas que acelera el parto porque obliga al bebé a descender. Esta práctica tiene riesgos, como que no baje en una posición ideal y esto dificulte su salida. Pero a mi no me lo advirtieron. También ahora sé que las parteras, y quienes realizan partos humanizados, no hacen esta maniobra.
Había decidido tener a mi bebé en el agua, por lo que entré rápido a la tina. En minutos pasé de no sentir nada a experimentar un dolor extremo y unas ganas imparables de pujar. Ya en el agua, Juan Carlos me abrazaba vistiendo su traje de baño estilo surfer, mientras que Luján Irastorza me pedía que tomara mis rodillas y pujara. Cada vez que lo hacía flotaba como un barril y eso complicaba más las maniobras.
A mi lado estaban mi mamá y Maruca, alentándome a seguir con mi labor. No sé cuánto tiempo pasó, pero me dijeron que no fue mucho. Los últimos dos pujidos fueron los peores. Sentir a alguien entre las piernas era lo más doloroso que había vivido. Mientras tanto, en mi mente solo repetía lo dicho por mi madre: “te va a doler y probablemente mucho, pero en cuanto nace, los dolores desaparecen”. Y así fue.
En un momento vi su cabeza. Yo estaba en plena contracción, pujando, cuando Luján Irastorza me gritó: “para”. Pero eso era imposible, mi cuerpo ya no me respondía, y Yiyo salió expulsado al agua. El doctor lo recibió y sacó. A partir de aquí recuerdo pocas cosas, pero con ayuda de quienes me acompañaron he podido armar un rompecabezas de recuerdos.
Lo que sí recuerdo, hasta el día de hoy, es la cara de mi mamá con ojos vidriosos. Mi hijo acababa de nacer pero ella me veía con pena.
No entendía bien, nadie me explicaba nada. Escuché al neonatólogo decir: “Jesús, dámelo, está mal”. Yiyo era chiquito, arrugado y con cebo, como todos los bebés, pero estaba morado y sus extremidades colgaban. Lo pusieron en un pequeño cunero a mi lado, donde su médico trataba de reanimarlo con una manguera con la que le extraía fluidos por la boca. Yo seguía paralizada dentro de la tina. “Nos lo vamos a llevar”, dijeron. A gritos le pedí a mi mamá y a Juan que siguieran a los médicos.
Hasta ese momento, nadie se había preocupado por mí, ni yo misma. Salí de la tina y me pidieron que subiera a la cama. Luján Irastorza me miró y dijo que todo estaría bien, que no me preocupara. Él tenía que salir de viaje pero su socio se quedaría conmigo. Faltaba expulsar la placenta.
Tras la expulsión, que se da naturalmente con unas nuevas contracciones, el socio de Luján Irastorza me dijo que se había desgarrado el canal de parto y era necesario coser unos puntos. Hasta ese momento no había necesitado anestesia, pero luego de varios piquetes la adrenalina estaba bajando y sentí como entraba la aguja y pasaba el hilo por mi piel. Él me dijo que si no cerraba la herida en ese último intento, sería necesario una intervención quirúrgica. En la última oportunidad, cerró.
Mi trabajo de parto en el hospital duró alrededor de diez horas. Menos de dos horas después de haber tenido a mi bebé, estaba bañada y lista para subir a los cuneros a verlo. Decían que estaba bien pero era necesario mantenerlo en observación. Había nacido con Apgar 6/8, ese examen rápido que le hacen a todas las personas cuando acaban de nacer. El primer número es la calificación que le dan al minuto de nacer y el segundo, al quinto minuto. Es una escala del 1 al 10, es decir, Yiyo estuvo a un punto de reprobar. La falta de oxígeno lo hacía ver inerte.
Lo más duro fue regresar a casa sin un bebé en brazos, y con una deuda en el hospital que no podía pagar. Mi familia se solidarizó y nos ayudó a saldarla. Yo lloraba todo el tiempo, más cuando me tenía que sacar la leche con un aparato similar al que conectan a las vacas. Afortunadamente, Yiyo solo estuvo cinco días en terapia intermedia, y no tuvo ninguna consecuencia a largo plazo.
De Luján Irastorza supe muy poco los primeros días. Debido a su viaje, me dio cita para revisión dos semanas después. Ahí me abrazó y felicitó por lo bonitos que me “salían los hijos” y, entre risas, me sugirió donar mis óvulos a parejas que no pueden tener bebés. El comentario me pareció fuera de lugar pero no le di importancia.
A pesar del abandono y de sentir que mi parto se le había salido de las manos, seguí siendo paciente de Luján Irastorza hasta años después. En una consulta ginecológica, y sin estudio de por medio, le dijo a mi pareja, no a mí, que tenía ovario poliquístico, un síndrome que se caracteriza por tener niveles elevados de hormonas. Yo lo miraba con asombro, ¿por qué no me había dicho a mí que estaba enferma?, ¿por qué se lo decía a mi pareja? Por si fuera poco, remató con: “los hombres la van a voltear a ver y la van a buscar pero no es su culpa, no te enojes con ella, es su enfermedad”.
En ese momento no dije nada, pero después de esa cita no volví nunca.
Aceptar que eres víctima
Aun con todas las evidencias, jamás sentí que fuera víctima de violencia obstétrica o que lo sucedido con mi hijo podía evitarse. Fue hasta que, en una consulta ginecológica, la partera me preguntó por qué mi hijo había nacido sin respirar. ¿Cuál fue su Apgar?, ¿cómo fue su monitoreo en el hospital? Entonces me di cuenta que mientras estuve en el hospital, en ningún momento Luján Irastorza monitoreó a mi bebé. Él estaba más preocupado por salir de viaje.
No se puede asegurar que Yiyo tuviera sufrimiento fetal antes de la expulsión, pero de ser así, las complicaciones pudieron evitarse si tan solo hubieran monitoreado su estado. Hemos normalizado tanto la violencia que no pensé que fuera incorrecto que me rompieran las membranas, que me cosieran sin anestesia o me abandonara en un momento tan vulnerable sin darme mayor información.
Cuando escribo este texto, Yiyo es un hermoso artista de 17 años, amante del trap y los corridos tumbados, que ya hace planes para irse a vivir con dos de sus amigos. Pero el desenlace de esta historia pudo haber sido muy distinto.
Con Ovarios
En Marzo de 2023 leí un reportaje en Animal Político sobre un grupo de mujeres que estaban denunciando penalmente al doctor Luján Irastorza por malas prácticas, negligencia y violencia obstétrica. Decenas de casos de partos inducidos sin el consentimiento de las madres, bebés con enfermedades no diagnosticadas, mamás en terapia intensiva por falta de atención oportuna, cesáreas de emergencia que pudieron prevenirse, mujeres diagnosticadas con infertilidad solo para medicarlas innecesariamente y cobrarles miles de pesos, niños y niñas con muerte cerebral tras partos largos y agónicos, muchas mujeres con estrés postraumático.
En ese momento caí en cuenta de que mi hijo pudo ser uno de esos bebés que no lo lograron, estaba destinado a luchar y a nacer sano, pero la situación pudo ser muy diferente. Sentir que tu bebé pudo morir porque alguien no hizo bien su trabajo es doloroso, y darte cuenta que Luján Irastorza continuó haciéndolo por años, lo es más. En México, de acuerdo con datos del INEGI, de los 7.8 millones de mujeres que tuvieron hijos entre 2016 y 2021, 31.4% vivió algún tipo de maltrato durante su atención obstétrica. Tres de cada diez madres atravesaron situaciones como la mía, o peores.
Por curiosidad, pero también buscando respuestas, contacté al grupo de mujeres y me invitaron a participar en el colectivo Con Ovarios, un espacio donde las víctimas de Luján Irastorza nos reunimos para contar nuestras historias, buscar justicia e informar a otras sobre la violencia obstétrica.
Hasta el momento, soy yo la que tiene el caso más antiguo conocido, y algunos son apenas de 2023. Luján Irastorza ha sido llevado a los tribunales en un par de ocasiones, y actualmente enfrenta al menos cuatro denuncias más, que tuvieron como resultado la suspensión temporal de su clínica en Cuajimalpa.
Muchas veces me sentí culpable. Me pregunté si debí ir al médico aquél jueves por la noche, si tuve que exigir que monitorearan a mi hijo en el hospital, si debí reconocer la violencia. Gracias a todas estas mujeres ahora entiendo que no fui yo, fue un sistema que usa nuestros vientres como mercancía, un negocio liderado por hombres con muchos estudios pero poca sensibilidad y solidaridad. No permitamos que médicos sin escrúpulos como Luján sigan usando, explotando y matando a más mujeres.
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Te recomendamos el documental "La clínica yaqui: Medicinas psicodélicas contra las adicciones".
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El desafío de ser madre comienza aún antes de que nazca un bebé. El embarazo es la etapa de mayor ilusión y vulnerabilidad para quienes ponen su vida, y la de sus hijos, en manos de doctores que pueden convertirse en victimarios. Aquí el testimonio de una madre que se descubrió víctima muchos años después.
Siempre supe que sería una mamá joven. Puede ser por mi herencia sonorense que me hizo creer que la maternidad empezaba a los veinte años, o puede ser en respuesta a mi condición de hija única que siempre quiso tener un hermanito o hermanita.
Hice todo para cumplir esa misión: me enamoré de un buen hombre, comenzamos a vivir juntos, y después de algunos meses, decidimos tener un bebé. A mis veintidós y a sus veinticuatro años dejé los anticonceptivos, y en menos de seis semanas ya estaba embarazada. En esa época trabajaba en un medio de comunicación que me exigía estar veinticuatro horas al día, siete días a la semana atenta al acontecer nacional, y a pesar de eso mi embarazo fue sano y tranquilo. El parto fue una historia muy distinta. Me ilusionaba tener a mi bebé como lo hicieron mi mamá y mis abuelas; quería que fuera natural, sin anestesia y vaginal. Entonces no sabía que esa decisión cambiaría mi vida y la de mi hijo.
Poco a poco mi abdomen fue creciendo, los pies se me hinchaban cada vez más, mi cara se hacía más redonda, y mi cabello se veía sedoso y brillante. Todas las personas a mi alrededor apoyaban con lo que podían: mis colegas me cubrían en las guardias y por las tardes; José Luis, “mi compañero de pupitre”, como lo llamaba, compraba botanas para saciar mis antojos y los suyos. Todas las madrugadas regresaba agotada a casa, pero me sentía plena y feliz de que cada día faltaba menos para que llegara mi bebé.
En el segundo trimestre busqué opciones de cursos psicoprofilácticos, esos que preparan tu cuerpo y tu mente para tener un bebé, y conocí el trabajo de las doulas, las mujeres que amorosamente te acompañan durante el embarazo, el parto y postparto. Me recomendaron uno en la alcaldía Álvaro Obregón donde Ely, una doula que fue muy cariñosa y paciente ante nuestras dudas. Yo ya tenía un ginecólogo de cabecera, pero fue ella quien me habló de Jesús Luján Irastorza, un médico que cobró fama por realizar “partos humanizados”, respetando el proceso de la madre y el bebé. Tal y como yo lo quería. Era 2006 y ese tipo de médicos no eran comunes, pero me emocionaba que mi hijo llegara al mundo como lo hice yo. Ely nos contaba cosas tan lindas del médico, que decidimos agendar una consulta.
Luján Irastorza era un tipo encantador, originario de Sonora como yo. Eso me dio mucha confianza. Sus honorarios eran altos, y para dos trabajadores de un periódico era complicado pagarlos. Aun así, ahorramos y decidimos tener a nuestro bebé con él.
El embarazo continuó sin ningún contratiempo, todos los exámenes tuvieron resultados positivos. En la semana treinta y cuatro dejé de trabajar, como lo marca la Ley. Quería resistir el mayor tiempo posible pero mi jefe no me lo permitió. “Es peligroso”, me dijo. Me fui a casa y aproveché el tiempo para decorar su recámara con imágenes de Bob Esponja y Patricio. Ya sabíamos que nacería varón y, siguiendo los estándares de la época, pintamos las paredes de color baby blue. Soñaba con el día en el que Yiyo (como lo llamo hasta el día de hoy) durmiera en su cuna, la misma que hemos heredado en mi familia desde hace más de cincuenta años.
Recuerdo que era jueves cuando me sentí distinta, como poderosa, con una fuerza que no he podido explicar. Yiyo ya estaba encajado, su cabeza ya había entrado a mi pelvis desde hace un par de semanas pero el parto no comenzaba. El médico me recomendó que caminara y lo hice por más de una hora. Por la noche, intenté dormir pero no lo lograba, tenía un cólico constante. Luján Irastorza me había dicho que, llegado el momento, las contracciones tendrían ritmo, aparecerían y desaparecerían cada cierto tiempo, pero las mías no se iban. Me recosté en posición fetal y soporté ese tirón constante en el útero, ese piquete intenso en el abdomen bajo.
En cuanto amaneció le escribí al médico. Me dijo que no podían ser contracciones porque esas daban tregua, y a mí el dolor no me había dejado dormir. Me pidió que fuera en la noche al hospital para una revisión, él saldría de viaje y quería verme antes. Fue una llamada rápida, que desestimó mis síntomas, y que la premura por verme era porque se iba y quería presentarme a su socio, quien estaría en mi parto de ser necesario.
Desde varios días antes traíamos en el coche una maleta lista con lo que me habían recomendado en el curso: pañales, biberones, ropa, cobija, sábana y un cambio de ropa para mí. Al salir rumbo al hospital, también metimos algunas botanas y jugos, y una pelota de yoga inflada que solía usar para relajarme.
Era un viernes de quincena y el hospital estaba en la colonia Lomas de Chapultepec, una de las colonias con mayor plusvalía al oeste de la Ciudad de México, y muy lejos de donde vivíamos en Coyoacán. El viaje fue largo. La escena era cómica porque apenas si había espacio suficiente en el auto. A petición mía, mi mamá manejaba; en los asientos de atrás viajaban Maruca (mi segunda mamá), Juan Carlos, mi pareja, y la pelota. Mi panza y yo íbamos de copilotos. Tras horas de enfrentar desviaciones, tráfico y casi una multa por invadir el carril del metrobús, llegamos al hospital Santa Teresa.
También te puede interesar el reportaje "Mujeres del agua: vivas y sin miedo".
Me hicieron preguntas de rutina: nombre, doctor y fecha de última menstruación. Tomaron mi presión y me dieron una bata blanca. La enfermera me indicó que me acostara boca arriba y pusiera mis talones en los estribos. Ella se colocó los guantes y lubricó sus dedos para identificar si había dilatado. “Tienes nueve centímetros”, me gritó. “¿Cómo es posible que estés tan tranquila?” Enmudecí. Había llegado el momento y no lo sabía.
Inmediatamente me asignaron un cuarto. De no ser por la cama de expulsión, bien podría parecer un hotel. Recuerdo que era color rosa, que tenía una pequeña sala, un baño privado y una tina en el fondo. Me preguntaron si tenía ganas de pujar, a lo que respondí que no. Me pidieron que esperara, Luján Irastorza no había llegado. Ely, la doula, me aconsejó que caminara por el pasillo y así lo hice.
Las enfermeras llegaron a mi habitación dos veces más para preguntar si tenía ganas de pujar, y nuevamente me negué. Me recomendaron bañarme y acepté. Cuando estaba en la regadera llegó el médico y las regañó por haberme permitido el baño, eso retrasaría mi trabajo de parto, según dijo. Se fue antes de que yo saliera. Nunca me explicó qué estaba ocurriendo ni cuáles serían los siguientes pasos.
Después regresó y me dijo que me haría otro tacto, y así lo hizo. Me palpó el abdomen y solo con tocarme concluyó que tenía mucho líquido amniótico, y por eso el nacimiento de mi hijo estaba retrasado. Años después consulté este diagnóstico con una partera profesional, y me dijo que era clínicamente erróneo; esa capa líquida que protegía a mi bebé no tenía nada qué ver con lo que estaba sucediendo.
Después me pidió sentarme en una silla que me recordó un escusado, pero sin la base con las tuberías. La enfermera puso en el piso una tarja de plástico y el médico, sin explicarme nada, tomó un instrumento que parecía una aguja para tejer —que ahora conozco su nombre, AmnioHook— y me rompió la fuente. Entendí, después, que fue una ruptura asistida de membranas que acelera el parto porque obliga al bebé a descender. Esta práctica tiene riesgos, como que no baje en una posición ideal y esto dificulte su salida. Pero a mi no me lo advirtieron. También ahora sé que las parteras, y quienes realizan partos humanizados, no hacen esta maniobra.
Había decidido tener a mi bebé en el agua, por lo que entré rápido a la tina. En minutos pasé de no sentir nada a experimentar un dolor extremo y unas ganas imparables de pujar. Ya en el agua, Juan Carlos me abrazaba vistiendo su traje de baño estilo surfer, mientras que Luján Irastorza me pedía que tomara mis rodillas y pujara. Cada vez que lo hacía flotaba como un barril y eso complicaba más las maniobras.
A mi lado estaban mi mamá y Maruca, alentándome a seguir con mi labor. No sé cuánto tiempo pasó, pero me dijeron que no fue mucho. Los últimos dos pujidos fueron los peores. Sentir a alguien entre las piernas era lo más doloroso que había vivido. Mientras tanto, en mi mente solo repetía lo dicho por mi madre: “te va a doler y probablemente mucho, pero en cuanto nace, los dolores desaparecen”. Y así fue.
En un momento vi su cabeza. Yo estaba en plena contracción, pujando, cuando Luján Irastorza me gritó: “para”. Pero eso era imposible, mi cuerpo ya no me respondía, y Yiyo salió expulsado al agua. El doctor lo recibió y sacó. A partir de aquí recuerdo pocas cosas, pero con ayuda de quienes me acompañaron he podido armar un rompecabezas de recuerdos.
Lo que sí recuerdo, hasta el día de hoy, es la cara de mi mamá con ojos vidriosos. Mi hijo acababa de nacer pero ella me veía con pena.
No entendía bien, nadie me explicaba nada. Escuché al neonatólogo decir: “Jesús, dámelo, está mal”. Yiyo era chiquito, arrugado y con cebo, como todos los bebés, pero estaba morado y sus extremidades colgaban. Lo pusieron en un pequeño cunero a mi lado, donde su médico trataba de reanimarlo con una manguera con la que le extraía fluidos por la boca. Yo seguía paralizada dentro de la tina. “Nos lo vamos a llevar”, dijeron. A gritos le pedí a mi mamá y a Juan que siguieran a los médicos.
Hasta ese momento, nadie se había preocupado por mí, ni yo misma. Salí de la tina y me pidieron que subiera a la cama. Luján Irastorza me miró y dijo que todo estaría bien, que no me preocupara. Él tenía que salir de viaje pero su socio se quedaría conmigo. Faltaba expulsar la placenta.
Tras la expulsión, que se da naturalmente con unas nuevas contracciones, el socio de Luján Irastorza me dijo que se había desgarrado el canal de parto y era necesario coser unos puntos. Hasta ese momento no había necesitado anestesia, pero luego de varios piquetes la adrenalina estaba bajando y sentí como entraba la aguja y pasaba el hilo por mi piel. Él me dijo que si no cerraba la herida en ese último intento, sería necesario una intervención quirúrgica. En la última oportunidad, cerró.
Mi trabajo de parto en el hospital duró alrededor de diez horas. Menos de dos horas después de haber tenido a mi bebé, estaba bañada y lista para subir a los cuneros a verlo. Decían que estaba bien pero era necesario mantenerlo en observación. Había nacido con Apgar 6/8, ese examen rápido que le hacen a todas las personas cuando acaban de nacer. El primer número es la calificación que le dan al minuto de nacer y el segundo, al quinto minuto. Es una escala del 1 al 10, es decir, Yiyo estuvo a un punto de reprobar. La falta de oxígeno lo hacía ver inerte.
Lo más duro fue regresar a casa sin un bebé en brazos, y con una deuda en el hospital que no podía pagar. Mi familia se solidarizó y nos ayudó a saldarla. Yo lloraba todo el tiempo, más cuando me tenía que sacar la leche con un aparato similar al que conectan a las vacas. Afortunadamente, Yiyo solo estuvo cinco días en terapia intermedia, y no tuvo ninguna consecuencia a largo plazo.
De Luján Irastorza supe muy poco los primeros días. Debido a su viaje, me dio cita para revisión dos semanas después. Ahí me abrazó y felicitó por lo bonitos que me “salían los hijos” y, entre risas, me sugirió donar mis óvulos a parejas que no pueden tener bebés. El comentario me pareció fuera de lugar pero no le di importancia.
A pesar del abandono y de sentir que mi parto se le había salido de las manos, seguí siendo paciente de Luján Irastorza hasta años después. En una consulta ginecológica, y sin estudio de por medio, le dijo a mi pareja, no a mí, que tenía ovario poliquístico, un síndrome que se caracteriza por tener niveles elevados de hormonas. Yo lo miraba con asombro, ¿por qué no me había dicho a mí que estaba enferma?, ¿por qué se lo decía a mi pareja? Por si fuera poco, remató con: “los hombres la van a voltear a ver y la van a buscar pero no es su culpa, no te enojes con ella, es su enfermedad”.
En ese momento no dije nada, pero después de esa cita no volví nunca.
Aceptar que eres víctima
Aun con todas las evidencias, jamás sentí que fuera víctima de violencia obstétrica o que lo sucedido con mi hijo podía evitarse. Fue hasta que, en una consulta ginecológica, la partera me preguntó por qué mi hijo había nacido sin respirar. ¿Cuál fue su Apgar?, ¿cómo fue su monitoreo en el hospital? Entonces me di cuenta que mientras estuve en el hospital, en ningún momento Luján Irastorza monitoreó a mi bebé. Él estaba más preocupado por salir de viaje.
No se puede asegurar que Yiyo tuviera sufrimiento fetal antes de la expulsión, pero de ser así, las complicaciones pudieron evitarse si tan solo hubieran monitoreado su estado. Hemos normalizado tanto la violencia que no pensé que fuera incorrecto que me rompieran las membranas, que me cosieran sin anestesia o me abandonara en un momento tan vulnerable sin darme mayor información.
Cuando escribo este texto, Yiyo es un hermoso artista de 17 años, amante del trap y los corridos tumbados, que ya hace planes para irse a vivir con dos de sus amigos. Pero el desenlace de esta historia pudo haber sido muy distinto.
Con Ovarios
En Marzo de 2023 leí un reportaje en Animal Político sobre un grupo de mujeres que estaban denunciando penalmente al doctor Luján Irastorza por malas prácticas, negligencia y violencia obstétrica. Decenas de casos de partos inducidos sin el consentimiento de las madres, bebés con enfermedades no diagnosticadas, mamás en terapia intensiva por falta de atención oportuna, cesáreas de emergencia que pudieron prevenirse, mujeres diagnosticadas con infertilidad solo para medicarlas innecesariamente y cobrarles miles de pesos, niños y niñas con muerte cerebral tras partos largos y agónicos, muchas mujeres con estrés postraumático.
En ese momento caí en cuenta de que mi hijo pudo ser uno de esos bebés que no lo lograron, estaba destinado a luchar y a nacer sano, pero la situación pudo ser muy diferente. Sentir que tu bebé pudo morir porque alguien no hizo bien su trabajo es doloroso, y darte cuenta que Luján Irastorza continuó haciéndolo por años, lo es más. En México, de acuerdo con datos del INEGI, de los 7.8 millones de mujeres que tuvieron hijos entre 2016 y 2021, 31.4% vivió algún tipo de maltrato durante su atención obstétrica. Tres de cada diez madres atravesaron situaciones como la mía, o peores.
Por curiosidad, pero también buscando respuestas, contacté al grupo de mujeres y me invitaron a participar en el colectivo Con Ovarios, un espacio donde las víctimas de Luján Irastorza nos reunimos para contar nuestras historias, buscar justicia e informar a otras sobre la violencia obstétrica.
Hasta el momento, soy yo la que tiene el caso más antiguo conocido, y algunos son apenas de 2023. Luján Irastorza ha sido llevado a los tribunales en un par de ocasiones, y actualmente enfrenta al menos cuatro denuncias más, que tuvieron como resultado la suspensión temporal de su clínica en Cuajimalpa.
Muchas veces me sentí culpable. Me pregunté si debí ir al médico aquél jueves por la noche, si tuve que exigir que monitorearan a mi hijo en el hospital, si debí reconocer la violencia. Gracias a todas estas mujeres ahora entiendo que no fui yo, fue un sistema que usa nuestros vientres como mercancía, un negocio liderado por hombres con muchos estudios pero poca sensibilidad y solidaridad. No permitamos que médicos sin escrúpulos como Luján sigan usando, explotando y matando a más mujeres.
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El desafío de ser madre comienza aún antes de que nazca un bebé. El embarazo es la etapa de mayor ilusión y vulnerabilidad para quienes ponen su vida, y la de sus hijos, en manos de doctores que pueden convertirse en victimarios. Aquí el testimonio de una madre que se descubrió víctima muchos años después.
Siempre supe que sería una mamá joven. Puede ser por mi herencia sonorense que me hizo creer que la maternidad empezaba a los veinte años, o puede ser en respuesta a mi condición de hija única que siempre quiso tener un hermanito o hermanita.
Hice todo para cumplir esa misión: me enamoré de un buen hombre, comenzamos a vivir juntos, y después de algunos meses, decidimos tener un bebé. A mis veintidós y a sus veinticuatro años dejé los anticonceptivos, y en menos de seis semanas ya estaba embarazada. En esa época trabajaba en un medio de comunicación que me exigía estar veinticuatro horas al día, siete días a la semana atenta al acontecer nacional, y a pesar de eso mi embarazo fue sano y tranquilo. El parto fue una historia muy distinta. Me ilusionaba tener a mi bebé como lo hicieron mi mamá y mis abuelas; quería que fuera natural, sin anestesia y vaginal. Entonces no sabía que esa decisión cambiaría mi vida y la de mi hijo.
Poco a poco mi abdomen fue creciendo, los pies se me hinchaban cada vez más, mi cara se hacía más redonda, y mi cabello se veía sedoso y brillante. Todas las personas a mi alrededor apoyaban con lo que podían: mis colegas me cubrían en las guardias y por las tardes; José Luis, “mi compañero de pupitre”, como lo llamaba, compraba botanas para saciar mis antojos y los suyos. Todas las madrugadas regresaba agotada a casa, pero me sentía plena y feliz de que cada día faltaba menos para que llegara mi bebé.
En el segundo trimestre busqué opciones de cursos psicoprofilácticos, esos que preparan tu cuerpo y tu mente para tener un bebé, y conocí el trabajo de las doulas, las mujeres que amorosamente te acompañan durante el embarazo, el parto y postparto. Me recomendaron uno en la alcaldía Álvaro Obregón donde Ely, una doula que fue muy cariñosa y paciente ante nuestras dudas. Yo ya tenía un ginecólogo de cabecera, pero fue ella quien me habló de Jesús Luján Irastorza, un médico que cobró fama por realizar “partos humanizados”, respetando el proceso de la madre y el bebé. Tal y como yo lo quería. Era 2006 y ese tipo de médicos no eran comunes, pero me emocionaba que mi hijo llegara al mundo como lo hice yo. Ely nos contaba cosas tan lindas del médico, que decidimos agendar una consulta.
Luján Irastorza era un tipo encantador, originario de Sonora como yo. Eso me dio mucha confianza. Sus honorarios eran altos, y para dos trabajadores de un periódico era complicado pagarlos. Aun así, ahorramos y decidimos tener a nuestro bebé con él.
El embarazo continuó sin ningún contratiempo, todos los exámenes tuvieron resultados positivos. En la semana treinta y cuatro dejé de trabajar, como lo marca la Ley. Quería resistir el mayor tiempo posible pero mi jefe no me lo permitió. “Es peligroso”, me dijo. Me fui a casa y aproveché el tiempo para decorar su recámara con imágenes de Bob Esponja y Patricio. Ya sabíamos que nacería varón y, siguiendo los estándares de la época, pintamos las paredes de color baby blue. Soñaba con el día en el que Yiyo (como lo llamo hasta el día de hoy) durmiera en su cuna, la misma que hemos heredado en mi familia desde hace más de cincuenta años.
Recuerdo que era jueves cuando me sentí distinta, como poderosa, con una fuerza que no he podido explicar. Yiyo ya estaba encajado, su cabeza ya había entrado a mi pelvis desde hace un par de semanas pero el parto no comenzaba. El médico me recomendó que caminara y lo hice por más de una hora. Por la noche, intenté dormir pero no lo lograba, tenía un cólico constante. Luján Irastorza me había dicho que, llegado el momento, las contracciones tendrían ritmo, aparecerían y desaparecerían cada cierto tiempo, pero las mías no se iban. Me recosté en posición fetal y soporté ese tirón constante en el útero, ese piquete intenso en el abdomen bajo.
En cuanto amaneció le escribí al médico. Me dijo que no podían ser contracciones porque esas daban tregua, y a mí el dolor no me había dejado dormir. Me pidió que fuera en la noche al hospital para una revisión, él saldría de viaje y quería verme antes. Fue una llamada rápida, que desestimó mis síntomas, y que la premura por verme era porque se iba y quería presentarme a su socio, quien estaría en mi parto de ser necesario.
Desde varios días antes traíamos en el coche una maleta lista con lo que me habían recomendado en el curso: pañales, biberones, ropa, cobija, sábana y un cambio de ropa para mí. Al salir rumbo al hospital, también metimos algunas botanas y jugos, y una pelota de yoga inflada que solía usar para relajarme.
Era un viernes de quincena y el hospital estaba en la colonia Lomas de Chapultepec, una de las colonias con mayor plusvalía al oeste de la Ciudad de México, y muy lejos de donde vivíamos en Coyoacán. El viaje fue largo. La escena era cómica porque apenas si había espacio suficiente en el auto. A petición mía, mi mamá manejaba; en los asientos de atrás viajaban Maruca (mi segunda mamá), Juan Carlos, mi pareja, y la pelota. Mi panza y yo íbamos de copilotos. Tras horas de enfrentar desviaciones, tráfico y casi una multa por invadir el carril del metrobús, llegamos al hospital Santa Teresa.
También te puede interesar el reportaje "Mujeres del agua: vivas y sin miedo".
Me hicieron preguntas de rutina: nombre, doctor y fecha de última menstruación. Tomaron mi presión y me dieron una bata blanca. La enfermera me indicó que me acostara boca arriba y pusiera mis talones en los estribos. Ella se colocó los guantes y lubricó sus dedos para identificar si había dilatado. “Tienes nueve centímetros”, me gritó. “¿Cómo es posible que estés tan tranquila?” Enmudecí. Había llegado el momento y no lo sabía.
Inmediatamente me asignaron un cuarto. De no ser por la cama de expulsión, bien podría parecer un hotel. Recuerdo que era color rosa, que tenía una pequeña sala, un baño privado y una tina en el fondo. Me preguntaron si tenía ganas de pujar, a lo que respondí que no. Me pidieron que esperara, Luján Irastorza no había llegado. Ely, la doula, me aconsejó que caminara por el pasillo y así lo hice.
Las enfermeras llegaron a mi habitación dos veces más para preguntar si tenía ganas de pujar, y nuevamente me negué. Me recomendaron bañarme y acepté. Cuando estaba en la regadera llegó el médico y las regañó por haberme permitido el baño, eso retrasaría mi trabajo de parto, según dijo. Se fue antes de que yo saliera. Nunca me explicó qué estaba ocurriendo ni cuáles serían los siguientes pasos.
Después regresó y me dijo que me haría otro tacto, y así lo hizo. Me palpó el abdomen y solo con tocarme concluyó que tenía mucho líquido amniótico, y por eso el nacimiento de mi hijo estaba retrasado. Años después consulté este diagnóstico con una partera profesional, y me dijo que era clínicamente erróneo; esa capa líquida que protegía a mi bebé no tenía nada qué ver con lo que estaba sucediendo.
Después me pidió sentarme en una silla que me recordó un escusado, pero sin la base con las tuberías. La enfermera puso en el piso una tarja de plástico y el médico, sin explicarme nada, tomó un instrumento que parecía una aguja para tejer —que ahora conozco su nombre, AmnioHook— y me rompió la fuente. Entendí, después, que fue una ruptura asistida de membranas que acelera el parto porque obliga al bebé a descender. Esta práctica tiene riesgos, como que no baje en una posición ideal y esto dificulte su salida. Pero a mi no me lo advirtieron. También ahora sé que las parteras, y quienes realizan partos humanizados, no hacen esta maniobra.
Había decidido tener a mi bebé en el agua, por lo que entré rápido a la tina. En minutos pasé de no sentir nada a experimentar un dolor extremo y unas ganas imparables de pujar. Ya en el agua, Juan Carlos me abrazaba vistiendo su traje de baño estilo surfer, mientras que Luján Irastorza me pedía que tomara mis rodillas y pujara. Cada vez que lo hacía flotaba como un barril y eso complicaba más las maniobras.
A mi lado estaban mi mamá y Maruca, alentándome a seguir con mi labor. No sé cuánto tiempo pasó, pero me dijeron que no fue mucho. Los últimos dos pujidos fueron los peores. Sentir a alguien entre las piernas era lo más doloroso que había vivido. Mientras tanto, en mi mente solo repetía lo dicho por mi madre: “te va a doler y probablemente mucho, pero en cuanto nace, los dolores desaparecen”. Y así fue.
En un momento vi su cabeza. Yo estaba en plena contracción, pujando, cuando Luján Irastorza me gritó: “para”. Pero eso era imposible, mi cuerpo ya no me respondía, y Yiyo salió expulsado al agua. El doctor lo recibió y sacó. A partir de aquí recuerdo pocas cosas, pero con ayuda de quienes me acompañaron he podido armar un rompecabezas de recuerdos.
Lo que sí recuerdo, hasta el día de hoy, es la cara de mi mamá con ojos vidriosos. Mi hijo acababa de nacer pero ella me veía con pena.
No entendía bien, nadie me explicaba nada. Escuché al neonatólogo decir: “Jesús, dámelo, está mal”. Yiyo era chiquito, arrugado y con cebo, como todos los bebés, pero estaba morado y sus extremidades colgaban. Lo pusieron en un pequeño cunero a mi lado, donde su médico trataba de reanimarlo con una manguera con la que le extraía fluidos por la boca. Yo seguía paralizada dentro de la tina. “Nos lo vamos a llevar”, dijeron. A gritos le pedí a mi mamá y a Juan que siguieran a los médicos.
Hasta ese momento, nadie se había preocupado por mí, ni yo misma. Salí de la tina y me pidieron que subiera a la cama. Luján Irastorza me miró y dijo que todo estaría bien, que no me preocupara. Él tenía que salir de viaje pero su socio se quedaría conmigo. Faltaba expulsar la placenta.
Tras la expulsión, que se da naturalmente con unas nuevas contracciones, el socio de Luján Irastorza me dijo que se había desgarrado el canal de parto y era necesario coser unos puntos. Hasta ese momento no había necesitado anestesia, pero luego de varios piquetes la adrenalina estaba bajando y sentí como entraba la aguja y pasaba el hilo por mi piel. Él me dijo que si no cerraba la herida en ese último intento, sería necesario una intervención quirúrgica. En la última oportunidad, cerró.
Mi trabajo de parto en el hospital duró alrededor de diez horas. Menos de dos horas después de haber tenido a mi bebé, estaba bañada y lista para subir a los cuneros a verlo. Decían que estaba bien pero era necesario mantenerlo en observación. Había nacido con Apgar 6/8, ese examen rápido que le hacen a todas las personas cuando acaban de nacer. El primer número es la calificación que le dan al minuto de nacer y el segundo, al quinto minuto. Es una escala del 1 al 10, es decir, Yiyo estuvo a un punto de reprobar. La falta de oxígeno lo hacía ver inerte.
Lo más duro fue regresar a casa sin un bebé en brazos, y con una deuda en el hospital que no podía pagar. Mi familia se solidarizó y nos ayudó a saldarla. Yo lloraba todo el tiempo, más cuando me tenía que sacar la leche con un aparato similar al que conectan a las vacas. Afortunadamente, Yiyo solo estuvo cinco días en terapia intermedia, y no tuvo ninguna consecuencia a largo plazo.
De Luján Irastorza supe muy poco los primeros días. Debido a su viaje, me dio cita para revisión dos semanas después. Ahí me abrazó y felicitó por lo bonitos que me “salían los hijos” y, entre risas, me sugirió donar mis óvulos a parejas que no pueden tener bebés. El comentario me pareció fuera de lugar pero no le di importancia.
A pesar del abandono y de sentir que mi parto se le había salido de las manos, seguí siendo paciente de Luján Irastorza hasta años después. En una consulta ginecológica, y sin estudio de por medio, le dijo a mi pareja, no a mí, que tenía ovario poliquístico, un síndrome que se caracteriza por tener niveles elevados de hormonas. Yo lo miraba con asombro, ¿por qué no me había dicho a mí que estaba enferma?, ¿por qué se lo decía a mi pareja? Por si fuera poco, remató con: “los hombres la van a voltear a ver y la van a buscar pero no es su culpa, no te enojes con ella, es su enfermedad”.
En ese momento no dije nada, pero después de esa cita no volví nunca.
Aceptar que eres víctima
Aun con todas las evidencias, jamás sentí que fuera víctima de violencia obstétrica o que lo sucedido con mi hijo podía evitarse. Fue hasta que, en una consulta ginecológica, la partera me preguntó por qué mi hijo había nacido sin respirar. ¿Cuál fue su Apgar?, ¿cómo fue su monitoreo en el hospital? Entonces me di cuenta que mientras estuve en el hospital, en ningún momento Luján Irastorza monitoreó a mi bebé. Él estaba más preocupado por salir de viaje.
No se puede asegurar que Yiyo tuviera sufrimiento fetal antes de la expulsión, pero de ser así, las complicaciones pudieron evitarse si tan solo hubieran monitoreado su estado. Hemos normalizado tanto la violencia que no pensé que fuera incorrecto que me rompieran las membranas, que me cosieran sin anestesia o me abandonara en un momento tan vulnerable sin darme mayor información.
Cuando escribo este texto, Yiyo es un hermoso artista de 17 años, amante del trap y los corridos tumbados, que ya hace planes para irse a vivir con dos de sus amigos. Pero el desenlace de esta historia pudo haber sido muy distinto.
Con Ovarios
En Marzo de 2023 leí un reportaje en Animal Político sobre un grupo de mujeres que estaban denunciando penalmente al doctor Luján Irastorza por malas prácticas, negligencia y violencia obstétrica. Decenas de casos de partos inducidos sin el consentimiento de las madres, bebés con enfermedades no diagnosticadas, mamás en terapia intensiva por falta de atención oportuna, cesáreas de emergencia que pudieron prevenirse, mujeres diagnosticadas con infertilidad solo para medicarlas innecesariamente y cobrarles miles de pesos, niños y niñas con muerte cerebral tras partos largos y agónicos, muchas mujeres con estrés postraumático.
En ese momento caí en cuenta de que mi hijo pudo ser uno de esos bebés que no lo lograron, estaba destinado a luchar y a nacer sano, pero la situación pudo ser muy diferente. Sentir que tu bebé pudo morir porque alguien no hizo bien su trabajo es doloroso, y darte cuenta que Luján Irastorza continuó haciéndolo por años, lo es más. En México, de acuerdo con datos del INEGI, de los 7.8 millones de mujeres que tuvieron hijos entre 2016 y 2021, 31.4% vivió algún tipo de maltrato durante su atención obstétrica. Tres de cada diez madres atravesaron situaciones como la mía, o peores.
Por curiosidad, pero también buscando respuestas, contacté al grupo de mujeres y me invitaron a participar en el colectivo Con Ovarios, un espacio donde las víctimas de Luján Irastorza nos reunimos para contar nuestras historias, buscar justicia e informar a otras sobre la violencia obstétrica.
Hasta el momento, soy yo la que tiene el caso más antiguo conocido, y algunos son apenas de 2023. Luján Irastorza ha sido llevado a los tribunales en un par de ocasiones, y actualmente enfrenta al menos cuatro denuncias más, que tuvieron como resultado la suspensión temporal de su clínica en Cuajimalpa.
Muchas veces me sentí culpable. Me pregunté si debí ir al médico aquél jueves por la noche, si tuve que exigir que monitorearan a mi hijo en el hospital, si debí reconocer la violencia. Gracias a todas estas mujeres ahora entiendo que no fui yo, fue un sistema que usa nuestros vientres como mercancía, un negocio liderado por hombres con muchos estudios pero poca sensibilidad y solidaridad. No permitamos que médicos sin escrúpulos como Luján sigan usando, explotando y matando a más mujeres.
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Te recomendamos el documental "La clínica yaqui: Medicinas psicodélicas contra las adicciones".
El desafío de ser madre comienza aún antes de que nazca un bebé. El embarazo es la etapa de mayor ilusión y vulnerabilidad para quienes ponen su vida, y la de sus hijos, en manos de doctores que pueden convertirse en victimarios. Aquí el testimonio de una madre que se descubrió víctima muchos años después.
Siempre supe que sería una mamá joven. Puede ser por mi herencia sonorense que me hizo creer que la maternidad empezaba a los veinte años, o puede ser en respuesta a mi condición de hija única que siempre quiso tener un hermanito o hermanita.
Hice todo para cumplir esa misión: me enamoré de un buen hombre, comenzamos a vivir juntos, y después de algunos meses, decidimos tener un bebé. A mis veintidós y a sus veinticuatro años dejé los anticonceptivos, y en menos de seis semanas ya estaba embarazada. En esa época trabajaba en un medio de comunicación que me exigía estar veinticuatro horas al día, siete días a la semana atenta al acontecer nacional, y a pesar de eso mi embarazo fue sano y tranquilo. El parto fue una historia muy distinta. Me ilusionaba tener a mi bebé como lo hicieron mi mamá y mis abuelas; quería que fuera natural, sin anestesia y vaginal. Entonces no sabía que esa decisión cambiaría mi vida y la de mi hijo.
Poco a poco mi abdomen fue creciendo, los pies se me hinchaban cada vez más, mi cara se hacía más redonda, y mi cabello se veía sedoso y brillante. Todas las personas a mi alrededor apoyaban con lo que podían: mis colegas me cubrían en las guardias y por las tardes; José Luis, “mi compañero de pupitre”, como lo llamaba, compraba botanas para saciar mis antojos y los suyos. Todas las madrugadas regresaba agotada a casa, pero me sentía plena y feliz de que cada día faltaba menos para que llegara mi bebé.
En el segundo trimestre busqué opciones de cursos psicoprofilácticos, esos que preparan tu cuerpo y tu mente para tener un bebé, y conocí el trabajo de las doulas, las mujeres que amorosamente te acompañan durante el embarazo, el parto y postparto. Me recomendaron uno en la alcaldía Álvaro Obregón donde Ely, una doula que fue muy cariñosa y paciente ante nuestras dudas. Yo ya tenía un ginecólogo de cabecera, pero fue ella quien me habló de Jesús Luján Irastorza, un médico que cobró fama por realizar “partos humanizados”, respetando el proceso de la madre y el bebé. Tal y como yo lo quería. Era 2006 y ese tipo de médicos no eran comunes, pero me emocionaba que mi hijo llegara al mundo como lo hice yo. Ely nos contaba cosas tan lindas del médico, que decidimos agendar una consulta.
Luján Irastorza era un tipo encantador, originario de Sonora como yo. Eso me dio mucha confianza. Sus honorarios eran altos, y para dos trabajadores de un periódico era complicado pagarlos. Aun así, ahorramos y decidimos tener a nuestro bebé con él.
El embarazo continuó sin ningún contratiempo, todos los exámenes tuvieron resultados positivos. En la semana treinta y cuatro dejé de trabajar, como lo marca la Ley. Quería resistir el mayor tiempo posible pero mi jefe no me lo permitió. “Es peligroso”, me dijo. Me fui a casa y aproveché el tiempo para decorar su recámara con imágenes de Bob Esponja y Patricio. Ya sabíamos que nacería varón y, siguiendo los estándares de la época, pintamos las paredes de color baby blue. Soñaba con el día en el que Yiyo (como lo llamo hasta el día de hoy) durmiera en su cuna, la misma que hemos heredado en mi familia desde hace más de cincuenta años.
Recuerdo que era jueves cuando me sentí distinta, como poderosa, con una fuerza que no he podido explicar. Yiyo ya estaba encajado, su cabeza ya había entrado a mi pelvis desde hace un par de semanas pero el parto no comenzaba. El médico me recomendó que caminara y lo hice por más de una hora. Por la noche, intenté dormir pero no lo lograba, tenía un cólico constante. Luján Irastorza me había dicho que, llegado el momento, las contracciones tendrían ritmo, aparecerían y desaparecerían cada cierto tiempo, pero las mías no se iban. Me recosté en posición fetal y soporté ese tirón constante en el útero, ese piquete intenso en el abdomen bajo.
En cuanto amaneció le escribí al médico. Me dijo que no podían ser contracciones porque esas daban tregua, y a mí el dolor no me había dejado dormir. Me pidió que fuera en la noche al hospital para una revisión, él saldría de viaje y quería verme antes. Fue una llamada rápida, que desestimó mis síntomas, y que la premura por verme era porque se iba y quería presentarme a su socio, quien estaría en mi parto de ser necesario.
Desde varios días antes traíamos en el coche una maleta lista con lo que me habían recomendado en el curso: pañales, biberones, ropa, cobija, sábana y un cambio de ropa para mí. Al salir rumbo al hospital, también metimos algunas botanas y jugos, y una pelota de yoga inflada que solía usar para relajarme.
Era un viernes de quincena y el hospital estaba en la colonia Lomas de Chapultepec, una de las colonias con mayor plusvalía al oeste de la Ciudad de México, y muy lejos de donde vivíamos en Coyoacán. El viaje fue largo. La escena era cómica porque apenas si había espacio suficiente en el auto. A petición mía, mi mamá manejaba; en los asientos de atrás viajaban Maruca (mi segunda mamá), Juan Carlos, mi pareja, y la pelota. Mi panza y yo íbamos de copilotos. Tras horas de enfrentar desviaciones, tráfico y casi una multa por invadir el carril del metrobús, llegamos al hospital Santa Teresa.
También te puede interesar el reportaje "Mujeres del agua: vivas y sin miedo".
Me hicieron preguntas de rutina: nombre, doctor y fecha de última menstruación. Tomaron mi presión y me dieron una bata blanca. La enfermera me indicó que me acostara boca arriba y pusiera mis talones en los estribos. Ella se colocó los guantes y lubricó sus dedos para identificar si había dilatado. “Tienes nueve centímetros”, me gritó. “¿Cómo es posible que estés tan tranquila?” Enmudecí. Había llegado el momento y no lo sabía.
Inmediatamente me asignaron un cuarto. De no ser por la cama de expulsión, bien podría parecer un hotel. Recuerdo que era color rosa, que tenía una pequeña sala, un baño privado y una tina en el fondo. Me preguntaron si tenía ganas de pujar, a lo que respondí que no. Me pidieron que esperara, Luján Irastorza no había llegado. Ely, la doula, me aconsejó que caminara por el pasillo y así lo hice.
Las enfermeras llegaron a mi habitación dos veces más para preguntar si tenía ganas de pujar, y nuevamente me negué. Me recomendaron bañarme y acepté. Cuando estaba en la regadera llegó el médico y las regañó por haberme permitido el baño, eso retrasaría mi trabajo de parto, según dijo. Se fue antes de que yo saliera. Nunca me explicó qué estaba ocurriendo ni cuáles serían los siguientes pasos.
Después regresó y me dijo que me haría otro tacto, y así lo hizo. Me palpó el abdomen y solo con tocarme concluyó que tenía mucho líquido amniótico, y por eso el nacimiento de mi hijo estaba retrasado. Años después consulté este diagnóstico con una partera profesional, y me dijo que era clínicamente erróneo; esa capa líquida que protegía a mi bebé no tenía nada qué ver con lo que estaba sucediendo.
Después me pidió sentarme en una silla que me recordó un escusado, pero sin la base con las tuberías. La enfermera puso en el piso una tarja de plástico y el médico, sin explicarme nada, tomó un instrumento que parecía una aguja para tejer —que ahora conozco su nombre, AmnioHook— y me rompió la fuente. Entendí, después, que fue una ruptura asistida de membranas que acelera el parto porque obliga al bebé a descender. Esta práctica tiene riesgos, como que no baje en una posición ideal y esto dificulte su salida. Pero a mi no me lo advirtieron. También ahora sé que las parteras, y quienes realizan partos humanizados, no hacen esta maniobra.
Había decidido tener a mi bebé en el agua, por lo que entré rápido a la tina. En minutos pasé de no sentir nada a experimentar un dolor extremo y unas ganas imparables de pujar. Ya en el agua, Juan Carlos me abrazaba vistiendo su traje de baño estilo surfer, mientras que Luján Irastorza me pedía que tomara mis rodillas y pujara. Cada vez que lo hacía flotaba como un barril y eso complicaba más las maniobras.
A mi lado estaban mi mamá y Maruca, alentándome a seguir con mi labor. No sé cuánto tiempo pasó, pero me dijeron que no fue mucho. Los últimos dos pujidos fueron los peores. Sentir a alguien entre las piernas era lo más doloroso que había vivido. Mientras tanto, en mi mente solo repetía lo dicho por mi madre: “te va a doler y probablemente mucho, pero en cuanto nace, los dolores desaparecen”. Y así fue.
En un momento vi su cabeza. Yo estaba en plena contracción, pujando, cuando Luján Irastorza me gritó: “para”. Pero eso era imposible, mi cuerpo ya no me respondía, y Yiyo salió expulsado al agua. El doctor lo recibió y sacó. A partir de aquí recuerdo pocas cosas, pero con ayuda de quienes me acompañaron he podido armar un rompecabezas de recuerdos.
Lo que sí recuerdo, hasta el día de hoy, es la cara de mi mamá con ojos vidriosos. Mi hijo acababa de nacer pero ella me veía con pena.
No entendía bien, nadie me explicaba nada. Escuché al neonatólogo decir: “Jesús, dámelo, está mal”. Yiyo era chiquito, arrugado y con cebo, como todos los bebés, pero estaba morado y sus extremidades colgaban. Lo pusieron en un pequeño cunero a mi lado, donde su médico trataba de reanimarlo con una manguera con la que le extraía fluidos por la boca. Yo seguía paralizada dentro de la tina. “Nos lo vamos a llevar”, dijeron. A gritos le pedí a mi mamá y a Juan que siguieran a los médicos.
Hasta ese momento, nadie se había preocupado por mí, ni yo misma. Salí de la tina y me pidieron que subiera a la cama. Luján Irastorza me miró y dijo que todo estaría bien, que no me preocupara. Él tenía que salir de viaje pero su socio se quedaría conmigo. Faltaba expulsar la placenta.
Tras la expulsión, que se da naturalmente con unas nuevas contracciones, el socio de Luján Irastorza me dijo que se había desgarrado el canal de parto y era necesario coser unos puntos. Hasta ese momento no había necesitado anestesia, pero luego de varios piquetes la adrenalina estaba bajando y sentí como entraba la aguja y pasaba el hilo por mi piel. Él me dijo que si no cerraba la herida en ese último intento, sería necesario una intervención quirúrgica. En la última oportunidad, cerró.
Mi trabajo de parto en el hospital duró alrededor de diez horas. Menos de dos horas después de haber tenido a mi bebé, estaba bañada y lista para subir a los cuneros a verlo. Decían que estaba bien pero era necesario mantenerlo en observación. Había nacido con Apgar 6/8, ese examen rápido que le hacen a todas las personas cuando acaban de nacer. El primer número es la calificación que le dan al minuto de nacer y el segundo, al quinto minuto. Es una escala del 1 al 10, es decir, Yiyo estuvo a un punto de reprobar. La falta de oxígeno lo hacía ver inerte.
Lo más duro fue regresar a casa sin un bebé en brazos, y con una deuda en el hospital que no podía pagar. Mi familia se solidarizó y nos ayudó a saldarla. Yo lloraba todo el tiempo, más cuando me tenía que sacar la leche con un aparato similar al que conectan a las vacas. Afortunadamente, Yiyo solo estuvo cinco días en terapia intermedia, y no tuvo ninguna consecuencia a largo plazo.
De Luján Irastorza supe muy poco los primeros días. Debido a su viaje, me dio cita para revisión dos semanas después. Ahí me abrazó y felicitó por lo bonitos que me “salían los hijos” y, entre risas, me sugirió donar mis óvulos a parejas que no pueden tener bebés. El comentario me pareció fuera de lugar pero no le di importancia.
A pesar del abandono y de sentir que mi parto se le había salido de las manos, seguí siendo paciente de Luján Irastorza hasta años después. En una consulta ginecológica, y sin estudio de por medio, le dijo a mi pareja, no a mí, que tenía ovario poliquístico, un síndrome que se caracteriza por tener niveles elevados de hormonas. Yo lo miraba con asombro, ¿por qué no me había dicho a mí que estaba enferma?, ¿por qué se lo decía a mi pareja? Por si fuera poco, remató con: “los hombres la van a voltear a ver y la van a buscar pero no es su culpa, no te enojes con ella, es su enfermedad”.
En ese momento no dije nada, pero después de esa cita no volví nunca.
Aceptar que eres víctima
Aun con todas las evidencias, jamás sentí que fuera víctima de violencia obstétrica o que lo sucedido con mi hijo podía evitarse. Fue hasta que, en una consulta ginecológica, la partera me preguntó por qué mi hijo había nacido sin respirar. ¿Cuál fue su Apgar?, ¿cómo fue su monitoreo en el hospital? Entonces me di cuenta que mientras estuve en el hospital, en ningún momento Luján Irastorza monitoreó a mi bebé. Él estaba más preocupado por salir de viaje.
No se puede asegurar que Yiyo tuviera sufrimiento fetal antes de la expulsión, pero de ser así, las complicaciones pudieron evitarse si tan solo hubieran monitoreado su estado. Hemos normalizado tanto la violencia que no pensé que fuera incorrecto que me rompieran las membranas, que me cosieran sin anestesia o me abandonara en un momento tan vulnerable sin darme mayor información.
Cuando escribo este texto, Yiyo es un hermoso artista de 17 años, amante del trap y los corridos tumbados, que ya hace planes para irse a vivir con dos de sus amigos. Pero el desenlace de esta historia pudo haber sido muy distinto.
Con Ovarios
En Marzo de 2023 leí un reportaje en Animal Político sobre un grupo de mujeres que estaban denunciando penalmente al doctor Luján Irastorza por malas prácticas, negligencia y violencia obstétrica. Decenas de casos de partos inducidos sin el consentimiento de las madres, bebés con enfermedades no diagnosticadas, mamás en terapia intensiva por falta de atención oportuna, cesáreas de emergencia que pudieron prevenirse, mujeres diagnosticadas con infertilidad solo para medicarlas innecesariamente y cobrarles miles de pesos, niños y niñas con muerte cerebral tras partos largos y agónicos, muchas mujeres con estrés postraumático.
En ese momento caí en cuenta de que mi hijo pudo ser uno de esos bebés que no lo lograron, estaba destinado a luchar y a nacer sano, pero la situación pudo ser muy diferente. Sentir que tu bebé pudo morir porque alguien no hizo bien su trabajo es doloroso, y darte cuenta que Luján Irastorza continuó haciéndolo por años, lo es más. En México, de acuerdo con datos del INEGI, de los 7.8 millones de mujeres que tuvieron hijos entre 2016 y 2021, 31.4% vivió algún tipo de maltrato durante su atención obstétrica. Tres de cada diez madres atravesaron situaciones como la mía, o peores.
Por curiosidad, pero también buscando respuestas, contacté al grupo de mujeres y me invitaron a participar en el colectivo Con Ovarios, un espacio donde las víctimas de Luján Irastorza nos reunimos para contar nuestras historias, buscar justicia e informar a otras sobre la violencia obstétrica.
Hasta el momento, soy yo la que tiene el caso más antiguo conocido, y algunos son apenas de 2023. Luján Irastorza ha sido llevado a los tribunales en un par de ocasiones, y actualmente enfrenta al menos cuatro denuncias más, que tuvieron como resultado la suspensión temporal de su clínica en Cuajimalpa.
Muchas veces me sentí culpable. Me pregunté si debí ir al médico aquél jueves por la noche, si tuve que exigir que monitorearan a mi hijo en el hospital, si debí reconocer la violencia. Gracias a todas estas mujeres ahora entiendo que no fui yo, fue un sistema que usa nuestros vientres como mercancía, un negocio liderado por hombres con muchos estudios pero poca sensibilidad y solidaridad. No permitamos que médicos sin escrúpulos como Luján sigan usando, explotando y matando a más mujeres.
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El desafío de ser madre comienza aún antes de que nazca un bebé. El embarazo es la etapa de mayor ilusión y vulnerabilidad para quienes ponen su vida, y la de sus hijos, en manos de doctores que pueden convertirse en victimarios. Aquí el testimonio de una madre que se descubrió víctima muchos años después.
Siempre supe que sería una mamá joven. Puede ser por mi herencia sonorense que me hizo creer que la maternidad empezaba a los veinte años, o puede ser en respuesta a mi condición de hija única que siempre quiso tener un hermanito o hermanita.
Hice todo para cumplir esa misión: me enamoré de un buen hombre, comenzamos a vivir juntos, y después de algunos meses, decidimos tener un bebé. A mis veintidós y a sus veinticuatro años dejé los anticonceptivos, y en menos de seis semanas ya estaba embarazada. En esa época trabajaba en un medio de comunicación que me exigía estar veinticuatro horas al día, siete días a la semana atenta al acontecer nacional, y a pesar de eso mi embarazo fue sano y tranquilo. El parto fue una historia muy distinta. Me ilusionaba tener a mi bebé como lo hicieron mi mamá y mis abuelas; quería que fuera natural, sin anestesia y vaginal. Entonces no sabía que esa decisión cambiaría mi vida y la de mi hijo.
Poco a poco mi abdomen fue creciendo, los pies se me hinchaban cada vez más, mi cara se hacía más redonda, y mi cabello se veía sedoso y brillante. Todas las personas a mi alrededor apoyaban con lo que podían: mis colegas me cubrían en las guardias y por las tardes; José Luis, “mi compañero de pupitre”, como lo llamaba, compraba botanas para saciar mis antojos y los suyos. Todas las madrugadas regresaba agotada a casa, pero me sentía plena y feliz de que cada día faltaba menos para que llegara mi bebé.
En el segundo trimestre busqué opciones de cursos psicoprofilácticos, esos que preparan tu cuerpo y tu mente para tener un bebé, y conocí el trabajo de las doulas, las mujeres que amorosamente te acompañan durante el embarazo, el parto y postparto. Me recomendaron uno en la alcaldía Álvaro Obregón donde Ely, una doula que fue muy cariñosa y paciente ante nuestras dudas. Yo ya tenía un ginecólogo de cabecera, pero fue ella quien me habló de Jesús Luján Irastorza, un médico que cobró fama por realizar “partos humanizados”, respetando el proceso de la madre y el bebé. Tal y como yo lo quería. Era 2006 y ese tipo de médicos no eran comunes, pero me emocionaba que mi hijo llegara al mundo como lo hice yo. Ely nos contaba cosas tan lindas del médico, que decidimos agendar una consulta.
Luján Irastorza era un tipo encantador, originario de Sonora como yo. Eso me dio mucha confianza. Sus honorarios eran altos, y para dos trabajadores de un periódico era complicado pagarlos. Aun así, ahorramos y decidimos tener a nuestro bebé con él.
El embarazo continuó sin ningún contratiempo, todos los exámenes tuvieron resultados positivos. En la semana treinta y cuatro dejé de trabajar, como lo marca la Ley. Quería resistir el mayor tiempo posible pero mi jefe no me lo permitió. “Es peligroso”, me dijo. Me fui a casa y aproveché el tiempo para decorar su recámara con imágenes de Bob Esponja y Patricio. Ya sabíamos que nacería varón y, siguiendo los estándares de la época, pintamos las paredes de color baby blue. Soñaba con el día en el que Yiyo (como lo llamo hasta el día de hoy) durmiera en su cuna, la misma que hemos heredado en mi familia desde hace más de cincuenta años.
Recuerdo que era jueves cuando me sentí distinta, como poderosa, con una fuerza que no he podido explicar. Yiyo ya estaba encajado, su cabeza ya había entrado a mi pelvis desde hace un par de semanas pero el parto no comenzaba. El médico me recomendó que caminara y lo hice por más de una hora. Por la noche, intenté dormir pero no lo lograba, tenía un cólico constante. Luján Irastorza me había dicho que, llegado el momento, las contracciones tendrían ritmo, aparecerían y desaparecerían cada cierto tiempo, pero las mías no se iban. Me recosté en posición fetal y soporté ese tirón constante en el útero, ese piquete intenso en el abdomen bajo.
En cuanto amaneció le escribí al médico. Me dijo que no podían ser contracciones porque esas daban tregua, y a mí el dolor no me había dejado dormir. Me pidió que fuera en la noche al hospital para una revisión, él saldría de viaje y quería verme antes. Fue una llamada rápida, que desestimó mis síntomas, y que la premura por verme era porque se iba y quería presentarme a su socio, quien estaría en mi parto de ser necesario.
Desde varios días antes traíamos en el coche una maleta lista con lo que me habían recomendado en el curso: pañales, biberones, ropa, cobija, sábana y un cambio de ropa para mí. Al salir rumbo al hospital, también metimos algunas botanas y jugos, y una pelota de yoga inflada que solía usar para relajarme.
Era un viernes de quincena y el hospital estaba en la colonia Lomas de Chapultepec, una de las colonias con mayor plusvalía al oeste de la Ciudad de México, y muy lejos de donde vivíamos en Coyoacán. El viaje fue largo. La escena era cómica porque apenas si había espacio suficiente en el auto. A petición mía, mi mamá manejaba; en los asientos de atrás viajaban Maruca (mi segunda mamá), Juan Carlos, mi pareja, y la pelota. Mi panza y yo íbamos de copilotos. Tras horas de enfrentar desviaciones, tráfico y casi una multa por invadir el carril del metrobús, llegamos al hospital Santa Teresa.
También te puede interesar el reportaje "Mujeres del agua: vivas y sin miedo".
Me hicieron preguntas de rutina: nombre, doctor y fecha de última menstruación. Tomaron mi presión y me dieron una bata blanca. La enfermera me indicó que me acostara boca arriba y pusiera mis talones en los estribos. Ella se colocó los guantes y lubricó sus dedos para identificar si había dilatado. “Tienes nueve centímetros”, me gritó. “¿Cómo es posible que estés tan tranquila?” Enmudecí. Había llegado el momento y no lo sabía.
Inmediatamente me asignaron un cuarto. De no ser por la cama de expulsión, bien podría parecer un hotel. Recuerdo que era color rosa, que tenía una pequeña sala, un baño privado y una tina en el fondo. Me preguntaron si tenía ganas de pujar, a lo que respondí que no. Me pidieron que esperara, Luján Irastorza no había llegado. Ely, la doula, me aconsejó que caminara por el pasillo y así lo hice.
Las enfermeras llegaron a mi habitación dos veces más para preguntar si tenía ganas de pujar, y nuevamente me negué. Me recomendaron bañarme y acepté. Cuando estaba en la regadera llegó el médico y las regañó por haberme permitido el baño, eso retrasaría mi trabajo de parto, según dijo. Se fue antes de que yo saliera. Nunca me explicó qué estaba ocurriendo ni cuáles serían los siguientes pasos.
Después regresó y me dijo que me haría otro tacto, y así lo hizo. Me palpó el abdomen y solo con tocarme concluyó que tenía mucho líquido amniótico, y por eso el nacimiento de mi hijo estaba retrasado. Años después consulté este diagnóstico con una partera profesional, y me dijo que era clínicamente erróneo; esa capa líquida que protegía a mi bebé no tenía nada qué ver con lo que estaba sucediendo.
Después me pidió sentarme en una silla que me recordó un escusado, pero sin la base con las tuberías. La enfermera puso en el piso una tarja de plástico y el médico, sin explicarme nada, tomó un instrumento que parecía una aguja para tejer —que ahora conozco su nombre, AmnioHook— y me rompió la fuente. Entendí, después, que fue una ruptura asistida de membranas que acelera el parto porque obliga al bebé a descender. Esta práctica tiene riesgos, como que no baje en una posición ideal y esto dificulte su salida. Pero a mi no me lo advirtieron. También ahora sé que las parteras, y quienes realizan partos humanizados, no hacen esta maniobra.
Había decidido tener a mi bebé en el agua, por lo que entré rápido a la tina. En minutos pasé de no sentir nada a experimentar un dolor extremo y unas ganas imparables de pujar. Ya en el agua, Juan Carlos me abrazaba vistiendo su traje de baño estilo surfer, mientras que Luján Irastorza me pedía que tomara mis rodillas y pujara. Cada vez que lo hacía flotaba como un barril y eso complicaba más las maniobras.
A mi lado estaban mi mamá y Maruca, alentándome a seguir con mi labor. No sé cuánto tiempo pasó, pero me dijeron que no fue mucho. Los últimos dos pujidos fueron los peores. Sentir a alguien entre las piernas era lo más doloroso que había vivido. Mientras tanto, en mi mente solo repetía lo dicho por mi madre: “te va a doler y probablemente mucho, pero en cuanto nace, los dolores desaparecen”. Y así fue.
En un momento vi su cabeza. Yo estaba en plena contracción, pujando, cuando Luján Irastorza me gritó: “para”. Pero eso era imposible, mi cuerpo ya no me respondía, y Yiyo salió expulsado al agua. El doctor lo recibió y sacó. A partir de aquí recuerdo pocas cosas, pero con ayuda de quienes me acompañaron he podido armar un rompecabezas de recuerdos.
Lo que sí recuerdo, hasta el día de hoy, es la cara de mi mamá con ojos vidriosos. Mi hijo acababa de nacer pero ella me veía con pena.
No entendía bien, nadie me explicaba nada. Escuché al neonatólogo decir: “Jesús, dámelo, está mal”. Yiyo era chiquito, arrugado y con cebo, como todos los bebés, pero estaba morado y sus extremidades colgaban. Lo pusieron en un pequeño cunero a mi lado, donde su médico trataba de reanimarlo con una manguera con la que le extraía fluidos por la boca. Yo seguía paralizada dentro de la tina. “Nos lo vamos a llevar”, dijeron. A gritos le pedí a mi mamá y a Juan que siguieran a los médicos.
Hasta ese momento, nadie se había preocupado por mí, ni yo misma. Salí de la tina y me pidieron que subiera a la cama. Luján Irastorza me miró y dijo que todo estaría bien, que no me preocupara. Él tenía que salir de viaje pero su socio se quedaría conmigo. Faltaba expulsar la placenta.
Tras la expulsión, que se da naturalmente con unas nuevas contracciones, el socio de Luján Irastorza me dijo que se había desgarrado el canal de parto y era necesario coser unos puntos. Hasta ese momento no había necesitado anestesia, pero luego de varios piquetes la adrenalina estaba bajando y sentí como entraba la aguja y pasaba el hilo por mi piel. Él me dijo que si no cerraba la herida en ese último intento, sería necesario una intervención quirúrgica. En la última oportunidad, cerró.
Mi trabajo de parto en el hospital duró alrededor de diez horas. Menos de dos horas después de haber tenido a mi bebé, estaba bañada y lista para subir a los cuneros a verlo. Decían que estaba bien pero era necesario mantenerlo en observación. Había nacido con Apgar 6/8, ese examen rápido que le hacen a todas las personas cuando acaban de nacer. El primer número es la calificación que le dan al minuto de nacer y el segundo, al quinto minuto. Es una escala del 1 al 10, es decir, Yiyo estuvo a un punto de reprobar. La falta de oxígeno lo hacía ver inerte.
Lo más duro fue regresar a casa sin un bebé en brazos, y con una deuda en el hospital que no podía pagar. Mi familia se solidarizó y nos ayudó a saldarla. Yo lloraba todo el tiempo, más cuando me tenía que sacar la leche con un aparato similar al que conectan a las vacas. Afortunadamente, Yiyo solo estuvo cinco días en terapia intermedia, y no tuvo ninguna consecuencia a largo plazo.
De Luján Irastorza supe muy poco los primeros días. Debido a su viaje, me dio cita para revisión dos semanas después. Ahí me abrazó y felicitó por lo bonitos que me “salían los hijos” y, entre risas, me sugirió donar mis óvulos a parejas que no pueden tener bebés. El comentario me pareció fuera de lugar pero no le di importancia.
A pesar del abandono y de sentir que mi parto se le había salido de las manos, seguí siendo paciente de Luján Irastorza hasta años después. En una consulta ginecológica, y sin estudio de por medio, le dijo a mi pareja, no a mí, que tenía ovario poliquístico, un síndrome que se caracteriza por tener niveles elevados de hormonas. Yo lo miraba con asombro, ¿por qué no me había dicho a mí que estaba enferma?, ¿por qué se lo decía a mi pareja? Por si fuera poco, remató con: “los hombres la van a voltear a ver y la van a buscar pero no es su culpa, no te enojes con ella, es su enfermedad”.
En ese momento no dije nada, pero después de esa cita no volví nunca.
Aceptar que eres víctima
Aun con todas las evidencias, jamás sentí que fuera víctima de violencia obstétrica o que lo sucedido con mi hijo podía evitarse. Fue hasta que, en una consulta ginecológica, la partera me preguntó por qué mi hijo había nacido sin respirar. ¿Cuál fue su Apgar?, ¿cómo fue su monitoreo en el hospital? Entonces me di cuenta que mientras estuve en el hospital, en ningún momento Luján Irastorza monitoreó a mi bebé. Él estaba más preocupado por salir de viaje.
No se puede asegurar que Yiyo tuviera sufrimiento fetal antes de la expulsión, pero de ser así, las complicaciones pudieron evitarse si tan solo hubieran monitoreado su estado. Hemos normalizado tanto la violencia que no pensé que fuera incorrecto que me rompieran las membranas, que me cosieran sin anestesia o me abandonara en un momento tan vulnerable sin darme mayor información.
Cuando escribo este texto, Yiyo es un hermoso artista de 17 años, amante del trap y los corridos tumbados, que ya hace planes para irse a vivir con dos de sus amigos. Pero el desenlace de esta historia pudo haber sido muy distinto.
Con Ovarios
En Marzo de 2023 leí un reportaje en Animal Político sobre un grupo de mujeres que estaban denunciando penalmente al doctor Luján Irastorza por malas prácticas, negligencia y violencia obstétrica. Decenas de casos de partos inducidos sin el consentimiento de las madres, bebés con enfermedades no diagnosticadas, mamás en terapia intensiva por falta de atención oportuna, cesáreas de emergencia que pudieron prevenirse, mujeres diagnosticadas con infertilidad solo para medicarlas innecesariamente y cobrarles miles de pesos, niños y niñas con muerte cerebral tras partos largos y agónicos, muchas mujeres con estrés postraumático.
En ese momento caí en cuenta de que mi hijo pudo ser uno de esos bebés que no lo lograron, estaba destinado a luchar y a nacer sano, pero la situación pudo ser muy diferente. Sentir que tu bebé pudo morir porque alguien no hizo bien su trabajo es doloroso, y darte cuenta que Luján Irastorza continuó haciéndolo por años, lo es más. En México, de acuerdo con datos del INEGI, de los 7.8 millones de mujeres que tuvieron hijos entre 2016 y 2021, 31.4% vivió algún tipo de maltrato durante su atención obstétrica. Tres de cada diez madres atravesaron situaciones como la mía, o peores.
Por curiosidad, pero también buscando respuestas, contacté al grupo de mujeres y me invitaron a participar en el colectivo Con Ovarios, un espacio donde las víctimas de Luján Irastorza nos reunimos para contar nuestras historias, buscar justicia e informar a otras sobre la violencia obstétrica.
Hasta el momento, soy yo la que tiene el caso más antiguo conocido, y algunos son apenas de 2023. Luján Irastorza ha sido llevado a los tribunales en un par de ocasiones, y actualmente enfrenta al menos cuatro denuncias más, que tuvieron como resultado la suspensión temporal de su clínica en Cuajimalpa.
Muchas veces me sentí culpable. Me pregunté si debí ir al médico aquél jueves por la noche, si tuve que exigir que monitorearan a mi hijo en el hospital, si debí reconocer la violencia. Gracias a todas estas mujeres ahora entiendo que no fui yo, fue un sistema que usa nuestros vientres como mercancía, un negocio liderado por hombres con muchos estudios pero poca sensibilidad y solidaridad. No permitamos que médicos sin escrúpulos como Luján sigan usando, explotando y matando a más mujeres.
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Te recomendamos el documental "La clínica yaqui: Medicinas psicodélicas contra las adicciones".
El desafío de ser madre comienza aún antes de que nazca un bebé. El embarazo es la etapa de mayor ilusión y vulnerabilidad para quienes ponen su vida, y la de sus hijos, en manos de doctores que pueden convertirse en victimarios. Aquí el testimonio de una madre que se descubrió víctima muchos años después.
Siempre supe que sería una mamá joven. Puede ser por mi herencia sonorense que me hizo creer que la maternidad empezaba a los veinte años, o puede ser en respuesta a mi condición de hija única que siempre quiso tener un hermanito o hermanita.
Hice todo para cumplir esa misión: me enamoré de un buen hombre, comenzamos a vivir juntos, y después de algunos meses, decidimos tener un bebé. A mis veintidós y a sus veinticuatro años dejé los anticonceptivos, y en menos de seis semanas ya estaba embarazada. En esa época trabajaba en un medio de comunicación que me exigía estar veinticuatro horas al día, siete días a la semana atenta al acontecer nacional, y a pesar de eso mi embarazo fue sano y tranquilo. El parto fue una historia muy distinta. Me ilusionaba tener a mi bebé como lo hicieron mi mamá y mis abuelas; quería que fuera natural, sin anestesia y vaginal. Entonces no sabía que esa decisión cambiaría mi vida y la de mi hijo.
Poco a poco mi abdomen fue creciendo, los pies se me hinchaban cada vez más, mi cara se hacía más redonda, y mi cabello se veía sedoso y brillante. Todas las personas a mi alrededor apoyaban con lo que podían: mis colegas me cubrían en las guardias y por las tardes; José Luis, “mi compañero de pupitre”, como lo llamaba, compraba botanas para saciar mis antojos y los suyos. Todas las madrugadas regresaba agotada a casa, pero me sentía plena y feliz de que cada día faltaba menos para que llegara mi bebé.
En el segundo trimestre busqué opciones de cursos psicoprofilácticos, esos que preparan tu cuerpo y tu mente para tener un bebé, y conocí el trabajo de las doulas, las mujeres que amorosamente te acompañan durante el embarazo, el parto y postparto. Me recomendaron uno en la alcaldía Álvaro Obregón donde Ely, una doula que fue muy cariñosa y paciente ante nuestras dudas. Yo ya tenía un ginecólogo de cabecera, pero fue ella quien me habló de Jesús Luján Irastorza, un médico que cobró fama por realizar “partos humanizados”, respetando el proceso de la madre y el bebé. Tal y como yo lo quería. Era 2006 y ese tipo de médicos no eran comunes, pero me emocionaba que mi hijo llegara al mundo como lo hice yo. Ely nos contaba cosas tan lindas del médico, que decidimos agendar una consulta.
Luján Irastorza era un tipo encantador, originario de Sonora como yo. Eso me dio mucha confianza. Sus honorarios eran altos, y para dos trabajadores de un periódico era complicado pagarlos. Aun así, ahorramos y decidimos tener a nuestro bebé con él.
El embarazo continuó sin ningún contratiempo, todos los exámenes tuvieron resultados positivos. En la semana treinta y cuatro dejé de trabajar, como lo marca la Ley. Quería resistir el mayor tiempo posible pero mi jefe no me lo permitió. “Es peligroso”, me dijo. Me fui a casa y aproveché el tiempo para decorar su recámara con imágenes de Bob Esponja y Patricio. Ya sabíamos que nacería varón y, siguiendo los estándares de la época, pintamos las paredes de color baby blue. Soñaba con el día en el que Yiyo (como lo llamo hasta el día de hoy) durmiera en su cuna, la misma que hemos heredado en mi familia desde hace más de cincuenta años.
Recuerdo que era jueves cuando me sentí distinta, como poderosa, con una fuerza que no he podido explicar. Yiyo ya estaba encajado, su cabeza ya había entrado a mi pelvis desde hace un par de semanas pero el parto no comenzaba. El médico me recomendó que caminara y lo hice por más de una hora. Por la noche, intenté dormir pero no lo lograba, tenía un cólico constante. Luján Irastorza me había dicho que, llegado el momento, las contracciones tendrían ritmo, aparecerían y desaparecerían cada cierto tiempo, pero las mías no se iban. Me recosté en posición fetal y soporté ese tirón constante en el útero, ese piquete intenso en el abdomen bajo.
En cuanto amaneció le escribí al médico. Me dijo que no podían ser contracciones porque esas daban tregua, y a mí el dolor no me había dejado dormir. Me pidió que fuera en la noche al hospital para una revisión, él saldría de viaje y quería verme antes. Fue una llamada rápida, que desestimó mis síntomas, y que la premura por verme era porque se iba y quería presentarme a su socio, quien estaría en mi parto de ser necesario.
Desde varios días antes traíamos en el coche una maleta lista con lo que me habían recomendado en el curso: pañales, biberones, ropa, cobija, sábana y un cambio de ropa para mí. Al salir rumbo al hospital, también metimos algunas botanas y jugos, y una pelota de yoga inflada que solía usar para relajarme.
Era un viernes de quincena y el hospital estaba en la colonia Lomas de Chapultepec, una de las colonias con mayor plusvalía al oeste de la Ciudad de México, y muy lejos de donde vivíamos en Coyoacán. El viaje fue largo. La escena era cómica porque apenas si había espacio suficiente en el auto. A petición mía, mi mamá manejaba; en los asientos de atrás viajaban Maruca (mi segunda mamá), Juan Carlos, mi pareja, y la pelota. Mi panza y yo íbamos de copilotos. Tras horas de enfrentar desviaciones, tráfico y casi una multa por invadir el carril del metrobús, llegamos al hospital Santa Teresa.
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Me hicieron preguntas de rutina: nombre, doctor y fecha de última menstruación. Tomaron mi presión y me dieron una bata blanca. La enfermera me indicó que me acostara boca arriba y pusiera mis talones en los estribos. Ella se colocó los guantes y lubricó sus dedos para identificar si había dilatado. “Tienes nueve centímetros”, me gritó. “¿Cómo es posible que estés tan tranquila?” Enmudecí. Había llegado el momento y no lo sabía.
Inmediatamente me asignaron un cuarto. De no ser por la cama de expulsión, bien podría parecer un hotel. Recuerdo que era color rosa, que tenía una pequeña sala, un baño privado y una tina en el fondo. Me preguntaron si tenía ganas de pujar, a lo que respondí que no. Me pidieron que esperara, Luján Irastorza no había llegado. Ely, la doula, me aconsejó que caminara por el pasillo y así lo hice.
Las enfermeras llegaron a mi habitación dos veces más para preguntar si tenía ganas de pujar, y nuevamente me negué. Me recomendaron bañarme y acepté. Cuando estaba en la regadera llegó el médico y las regañó por haberme permitido el baño, eso retrasaría mi trabajo de parto, según dijo. Se fue antes de que yo saliera. Nunca me explicó qué estaba ocurriendo ni cuáles serían los siguientes pasos.
Después regresó y me dijo que me haría otro tacto, y así lo hizo. Me palpó el abdomen y solo con tocarme concluyó que tenía mucho líquido amniótico, y por eso el nacimiento de mi hijo estaba retrasado. Años después consulté este diagnóstico con una partera profesional, y me dijo que era clínicamente erróneo; esa capa líquida que protegía a mi bebé no tenía nada qué ver con lo que estaba sucediendo.
Después me pidió sentarme en una silla que me recordó un escusado, pero sin la base con las tuberías. La enfermera puso en el piso una tarja de plástico y el médico, sin explicarme nada, tomó un instrumento que parecía una aguja para tejer —que ahora conozco su nombre, AmnioHook— y me rompió la fuente. Entendí, después, que fue una ruptura asistida de membranas que acelera el parto porque obliga al bebé a descender. Esta práctica tiene riesgos, como que no baje en una posición ideal y esto dificulte su salida. Pero a mi no me lo advirtieron. También ahora sé que las parteras, y quienes realizan partos humanizados, no hacen esta maniobra.
Había decidido tener a mi bebé en el agua, por lo que entré rápido a la tina. En minutos pasé de no sentir nada a experimentar un dolor extremo y unas ganas imparables de pujar. Ya en el agua, Juan Carlos me abrazaba vistiendo su traje de baño estilo surfer, mientras que Luján Irastorza me pedía que tomara mis rodillas y pujara. Cada vez que lo hacía flotaba como un barril y eso complicaba más las maniobras.
A mi lado estaban mi mamá y Maruca, alentándome a seguir con mi labor. No sé cuánto tiempo pasó, pero me dijeron que no fue mucho. Los últimos dos pujidos fueron los peores. Sentir a alguien entre las piernas era lo más doloroso que había vivido. Mientras tanto, en mi mente solo repetía lo dicho por mi madre: “te va a doler y probablemente mucho, pero en cuanto nace, los dolores desaparecen”. Y así fue.
En un momento vi su cabeza. Yo estaba en plena contracción, pujando, cuando Luján Irastorza me gritó: “para”. Pero eso era imposible, mi cuerpo ya no me respondía, y Yiyo salió expulsado al agua. El doctor lo recibió y sacó. A partir de aquí recuerdo pocas cosas, pero con ayuda de quienes me acompañaron he podido armar un rompecabezas de recuerdos.
Lo que sí recuerdo, hasta el día de hoy, es la cara de mi mamá con ojos vidriosos. Mi hijo acababa de nacer pero ella me veía con pena.
No entendía bien, nadie me explicaba nada. Escuché al neonatólogo decir: “Jesús, dámelo, está mal”. Yiyo era chiquito, arrugado y con cebo, como todos los bebés, pero estaba morado y sus extremidades colgaban. Lo pusieron en un pequeño cunero a mi lado, donde su médico trataba de reanimarlo con una manguera con la que le extraía fluidos por la boca. Yo seguía paralizada dentro de la tina. “Nos lo vamos a llevar”, dijeron. A gritos le pedí a mi mamá y a Juan que siguieran a los médicos.
Hasta ese momento, nadie se había preocupado por mí, ni yo misma. Salí de la tina y me pidieron que subiera a la cama. Luján Irastorza me miró y dijo que todo estaría bien, que no me preocupara. Él tenía que salir de viaje pero su socio se quedaría conmigo. Faltaba expulsar la placenta.
Tras la expulsión, que se da naturalmente con unas nuevas contracciones, el socio de Luján Irastorza me dijo que se había desgarrado el canal de parto y era necesario coser unos puntos. Hasta ese momento no había necesitado anestesia, pero luego de varios piquetes la adrenalina estaba bajando y sentí como entraba la aguja y pasaba el hilo por mi piel. Él me dijo que si no cerraba la herida en ese último intento, sería necesario una intervención quirúrgica. En la última oportunidad, cerró.
Mi trabajo de parto en el hospital duró alrededor de diez horas. Menos de dos horas después de haber tenido a mi bebé, estaba bañada y lista para subir a los cuneros a verlo. Decían que estaba bien pero era necesario mantenerlo en observación. Había nacido con Apgar 6/8, ese examen rápido que le hacen a todas las personas cuando acaban de nacer. El primer número es la calificación que le dan al minuto de nacer y el segundo, al quinto minuto. Es una escala del 1 al 10, es decir, Yiyo estuvo a un punto de reprobar. La falta de oxígeno lo hacía ver inerte.
Lo más duro fue regresar a casa sin un bebé en brazos, y con una deuda en el hospital que no podía pagar. Mi familia se solidarizó y nos ayudó a saldarla. Yo lloraba todo el tiempo, más cuando me tenía que sacar la leche con un aparato similar al que conectan a las vacas. Afortunadamente, Yiyo solo estuvo cinco días en terapia intermedia, y no tuvo ninguna consecuencia a largo plazo.
De Luján Irastorza supe muy poco los primeros días. Debido a su viaje, me dio cita para revisión dos semanas después. Ahí me abrazó y felicitó por lo bonitos que me “salían los hijos” y, entre risas, me sugirió donar mis óvulos a parejas que no pueden tener bebés. El comentario me pareció fuera de lugar pero no le di importancia.
A pesar del abandono y de sentir que mi parto se le había salido de las manos, seguí siendo paciente de Luján Irastorza hasta años después. En una consulta ginecológica, y sin estudio de por medio, le dijo a mi pareja, no a mí, que tenía ovario poliquístico, un síndrome que se caracteriza por tener niveles elevados de hormonas. Yo lo miraba con asombro, ¿por qué no me había dicho a mí que estaba enferma?, ¿por qué se lo decía a mi pareja? Por si fuera poco, remató con: “los hombres la van a voltear a ver y la van a buscar pero no es su culpa, no te enojes con ella, es su enfermedad”.
En ese momento no dije nada, pero después de esa cita no volví nunca.
Aceptar que eres víctima
Aun con todas las evidencias, jamás sentí que fuera víctima de violencia obstétrica o que lo sucedido con mi hijo podía evitarse. Fue hasta que, en una consulta ginecológica, la partera me preguntó por qué mi hijo había nacido sin respirar. ¿Cuál fue su Apgar?, ¿cómo fue su monitoreo en el hospital? Entonces me di cuenta que mientras estuve en el hospital, en ningún momento Luján Irastorza monitoreó a mi bebé. Él estaba más preocupado por salir de viaje.
No se puede asegurar que Yiyo tuviera sufrimiento fetal antes de la expulsión, pero de ser así, las complicaciones pudieron evitarse si tan solo hubieran monitoreado su estado. Hemos normalizado tanto la violencia que no pensé que fuera incorrecto que me rompieran las membranas, que me cosieran sin anestesia o me abandonara en un momento tan vulnerable sin darme mayor información.
Cuando escribo este texto, Yiyo es un hermoso artista de 17 años, amante del trap y los corridos tumbados, que ya hace planes para irse a vivir con dos de sus amigos. Pero el desenlace de esta historia pudo haber sido muy distinto.
Con Ovarios
En Marzo de 2023 leí un reportaje en Animal Político sobre un grupo de mujeres que estaban denunciando penalmente al doctor Luján Irastorza por malas prácticas, negligencia y violencia obstétrica. Decenas de casos de partos inducidos sin el consentimiento de las madres, bebés con enfermedades no diagnosticadas, mamás en terapia intensiva por falta de atención oportuna, cesáreas de emergencia que pudieron prevenirse, mujeres diagnosticadas con infertilidad solo para medicarlas innecesariamente y cobrarles miles de pesos, niños y niñas con muerte cerebral tras partos largos y agónicos, muchas mujeres con estrés postraumático.
En ese momento caí en cuenta de que mi hijo pudo ser uno de esos bebés que no lo lograron, estaba destinado a luchar y a nacer sano, pero la situación pudo ser muy diferente. Sentir que tu bebé pudo morir porque alguien no hizo bien su trabajo es doloroso, y darte cuenta que Luján Irastorza continuó haciéndolo por años, lo es más. En México, de acuerdo con datos del INEGI, de los 7.8 millones de mujeres que tuvieron hijos entre 2016 y 2021, 31.4% vivió algún tipo de maltrato durante su atención obstétrica. Tres de cada diez madres atravesaron situaciones como la mía, o peores.
Por curiosidad, pero también buscando respuestas, contacté al grupo de mujeres y me invitaron a participar en el colectivo Con Ovarios, un espacio donde las víctimas de Luján Irastorza nos reunimos para contar nuestras historias, buscar justicia e informar a otras sobre la violencia obstétrica.
Hasta el momento, soy yo la que tiene el caso más antiguo conocido, y algunos son apenas de 2023. Luján Irastorza ha sido llevado a los tribunales en un par de ocasiones, y actualmente enfrenta al menos cuatro denuncias más, que tuvieron como resultado la suspensión temporal de su clínica en Cuajimalpa.
Muchas veces me sentí culpable. Me pregunté si debí ir al médico aquél jueves por la noche, si tuve que exigir que monitorearan a mi hijo en el hospital, si debí reconocer la violencia. Gracias a todas estas mujeres ahora entiendo que no fui yo, fue un sistema que usa nuestros vientres como mercancía, un negocio liderado por hombres con muchos estudios pero poca sensibilidad y solidaridad. No permitamos que médicos sin escrúpulos como Luján sigan usando, explotando y matando a más mujeres.
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