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La vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, en Milwaukee, Wisconsin, EE. UU., el 20 de agosto de 2024, y el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, en Bedminster, Nueva Jersey, EE. UU., el 15 de agosto de 2024. Fotografía de REUTERS
Kamala Harris fue el oxígeno que los demócratas necesitaban, aunque Donald Trump llevaba tiempo apuntalando un movimiento que evoca la vieja gloria norteamericana.
I
Fue tragedia y milagro simultáneo. Era sábado cuando una bala rozó la oreja derecha de Donald Trump, que se salvó por un giro fortuito de cabeza y la impericia del asesino.
Veremos este video hasta el hartazgo: Trump habla, mira al costado, suenan explosiones. Se lleva la mano a la oreja y se agacha, un equipo de agentes del Servicio Secreto se le abalanza. Se escucha un disparo más, con el que los contrafrancotiradores mataron a Thomas Crooks, el tirador de 20 años. Trump y su caparazón de custodios se elevan, él pide detenerse y vemos su cara manchada de sangre. Extrae el brazo y en un acto de genialidad teatral vocifera: “Fight!” [¡Luchen!], el rostro entre furia y pánico, mordiéndose el labio.
Yo estaba en el aeropuerto. Me dirigía a Estados Unidos por un mes y medio para cubrir dos convenciones —la Republicana, que arrancaba en Milwaukee el 15 de julio, dos días después de ese sábado, y la Demócrata, en Chicago— que prometían apoplejía y apocalipsis. Las convenciones partidarias del país del norte rubrican de forma legal la nominación de ambos candidatos. Los partidos están organizados a nivel estatal y cada estado envía a la convención un número de operativos locales como delegados. Esos representantes, cuyo número se determina por población, votan oficialmente la nominación. Aunque obligados por ley a votar al ganador de la primaria de su estado, pueden cambiar su voto “a conciencia”.
Me enteré primero por WhatsApp: “Se escucharon tiros en una conferencia de Trump”. Mi novia, a quien la política gringa le importa un comino, de casualidad estaba viendo el noticiero. La conclusión parecía obvia, aunque hoy, dos meses después, es evidente que no lo era. “Ahora no hay manera de que no gane”, respondí, desconcertado. La imagen de Trump (capturada por un fotógrafo del New York Times) como líder herido de resistencia y baluarte antisistema parecía llegar a un punto culminante. Trump era un fusilado vivo.
Dos semanas antes del atentado, el 27 de junio, Trump y Biden participaron del debate más tempranero de la historia de EE. UU. Los dos habían ganado sus primarias, aunque llegaban con amplio rechazo: Trump asustaba a gran parte del arco político, pero lo respaldaba un movimiento global y no paraba de recaudar. Biden, de 81 años, estaba senil e incoherente. Si bien su presidencia había traído victorias legislativas en materia ambiental y económica, derecha e izquierda percibían como imperdonable su administración del conflicto en Gaza. Hace meses que se rumoreaba su colapso cognitivo y Biden se escondía.
El debate era una oportunidad de demostrar solidez cognitiva y resultó una debacle. Trump no habló mucho y dejó que Biden, incapaz de hilar palabras sin confundirse, se enterrara solo. Terminó el debate y el pánico se comió el sistema liberal: un panel en CNN decretó el apocalipsis, sangró la sección editorial del Washington Post y los tuits expresaban ira y preocupación. Una columna de George Clooney en el New York Times que pedía la renuncia de Biden catalizó un éxodo masivo de donantes demócratas. Y esa tarde, a dos días de la coronación de Trump como líder del partido y futuro presidente, zumbaron las balas.
II
Llego a Milwaukee el domingo por la tarde. A Trump le habían disparado el día anterior; la convención comenzaba al día siguiente y todavía bailaba la incertidumbre en el aire. En el vuelo de Texas a Milwaukee se sentaron a mi lado dos señoras que también iban a la convención. Una tenía 60 años y cara republicana: rubia teñida, esbelta y quirúrgica, maquillaje caro, acento sureño, y ojos crueles pero convencidos de su propia amabilidad. Su colega, sentada al otro lado del pasillo, era una judía ortodoxa de unos 35 años con la cara inmovilizada por el bótox y ojos gélidos. Vestía de negro, pero todo lo que no era ropa —gorro, cartera, billetera, bolso— era rosa chillón. Hablaban de lo incomprensible del atentado, de lo “afortunados que somos todos” de que se salvó. Ya sabíamos que un bombero voluntario de 50 años, Corey Comperatore, había fallecido protegiendo a su familia y que había dos heridos de gravedad.
Arranco temprano el primer día. Al llegar al estadio de la convención veo el perímetro de varias cuadras que lo rodea. Nunca vi tanta policía en mi vida. Llegaron de todos lados y ninguno conoce la zona.
Tras deambular hora y media entre colinas en el calor húmedo de esta ciudad olvidable, capital de la cerveza y las Harley-Davidson, me oriento y consigo mi credencial. Voy al estadio, donde en breve comenzarán los procedimientos. En el camino, en una plaza en la que al día siguiente un policía de Ohio va a matar a tiros a un hombre negro en situación de calle, encuentro un pequeño núcleo de protestas por Palestina y antirrepublicanas, unas 300 personas. Enfrente, una contraprotesta de unos 20 individuos acusa a homosexuales, negros, judíos, musulmanes y personas proaborto de hacer el trabajo de Satanás.
El predio es enorme. Atravieso una feria de comida que vende barbacoa vegana, una sutil infiltración progresista. Frente al estadio los delegados y sus invitados se saludan como viejos amigos e intercambian tarjetas de negocios. Es el partido del networking: toda conversación termina en un intercambio de tarjetas. Yo no tengo tarjeta de negocios, lo que varias veces genera miradas de consternación paternal. Le pregunto a la gente a qué se dedican: todos tienen small businesses, pequeñas empresas, pero los gugleo y varias veces confirmo que son multimillonarios, en especial la docena que sube a hablar. Todos parecen haber pasado por la policía, ejército, guardia nacional, FBI o algún tipo de organización de seguridad, y si no ellos, sus familiares. Le agradecen en exceso a cada policía que ven.
Los blancos son absoluta mayoría. Veo muchos sombreros de cowboy —la de Texas es la mayor delegación y los acentos sureños abundan— y vestimenta formal. También hay disfraces: Sara Brady, de Idaho, se cosió un vestido para cada jornada. El del primer día incluye la foto de Trump con el puño en alto; el del segundo, la bandera libertaria.
Veo la apertura formal desde los asientos de prensa. Ningún delegado en el piso presta atención. Miro para arriba: dicta la tradición que los globos que cuelgan desde el techo solo caerán después del discurso de Trump, el último día. El líder del comité republicano nacional, Michael Whatley, sale al escenario con un martillo gigante. Declara de un porrazo “abierta” la convención. Sigue un aplauso fervoroso y un momento de silencio por los heridos y el muerto en el fatídico mitin. La senadora por Tennessee, Marsha Blackburn, sube a presentar la “plataforma” republicana, aprobada por Trump. Contiene 20 escuetas promesas escritas con mayúsculas. Entre ellas:
- Sellar la frontera y frenar la invasión de migrantes.
[…]
- Terminar la inflación y volver a América asequible de nuevo.
[…]
- Prevenir la tercera guerra mundial, restaurar la paz en Europa y en el Medio Oriente, y construir un gran escudo defensivo, domo de hierro, sobre todo nuestro país. Todo hecho en América.
La lista sigue, repleta de apocalipsis. Algunas son claras, otras menos: se habla poco de políticas concretas por fuera de la deportación masiva. El objetivo no es persuadir sino redoblar el entusiasmo de los más leales, que están aquí.
Cada día tiene un leitmotiv distinto acorde a una estricta fórmula: “Make America X Once Again”. El “Once” aggiornado al lema de Trump me confunde —¿por qué modificar un ícono?—. El tema de hoy: “Make America wealthy [rica] once again”. Es el primer día de cuatro; Trump aún no llega.
Busco gente que hable mi idioma para entender su apoyo al partido que promete deportar a sus compatriotas y familiares. Miriam Cano Gleason, peruana coordinadora de Latinos para Trump en California, me dice: “Mucha gente de nosotros [latinos] no entiende que el partido demócrata esté promoviendo la agenda del homosexualismo […] el Partido Republicano es profamilia, proeconomía […] y provida, los valores que a nosotros como hispanos más nos representan”. El público corea “Send them back!” y Miriam explica: “Los que están entrando por la frontera son terroristas de Medio Oriente y narcotraficantes”.
Detrás de mi alguien comenta: “Es Vance, ya lo confirmó”. Trump no había anunciado a su vice hasta hoy, pero la selección parece acertada. JD Vance es senador, proveniente de una familia pobre, graduado de la mejor escuela de leyes del país y exinversor de Silicon Valley. Escribió un best seller, Hillbilly elegy, que caricaturiza a los “hillbillies”, habitantes de los montes Apalaches, como pobres y drogadictos por elección. Su autor, que entonces llamaba a Trump el “Hitler de América”, usó la fama para lanzarse a la política.
Los guardias bloquean el paso a un sector del piso con una escalera hacia un palco rojo y las palabras inmortales: “MAKE AMERICA GREAT AGAIN”. Corre un rumor: va a venir. La banda empieza a tocar “God bless the USA”, que suena en todo evento republicano. Y ahí está: en un pasillo del estadio, de pie, enorme en la pantalla, con corbata roja y una venda cuadrada de tamaño y forma inexplicable sobre la oreja. El público se subleva con un aplauso. Noto un cambio en Trump: parece más lento, con gestos menos agresivos y una mirada un poco remota. Mientras sube a la plataforma donde lo espera su nuevo compañero de fórmula me pregunto si actúa. ¿Trump está golpeado? ¿O sabe que conviene mostrarse como víctima?
Con él sentado en el palco el aire se espesa. Las cabezas y los teléfonos giran en sincronía para mirarlo. El último discurso de la noche sorprende: el líder de los Teamsters, sindicato de Jimmy Hoffa, sube al escenario a aclarar que no le debe nada a ningún partido. Quiere políticas que beneficien a sus miembros y vino a Milwaukee a pedírselas a Trump, que tanto habla de los trabajadores. Su aparición sorprende porque desde el New Deal del demócrata Roosevelt los sindicatos son demócratas. ¿Otro signo de la hecatombe para Biden?
Me pierdo el ingreso de Donald el segundo día. Estabamos descansando con Juan, mi compañero de cobertura, en una zona periférica, cuando vemos entrar a un eléctrico Rudy Giuliani y le pedimos hablar cinco minutos. De cerca parece de plastilina, su traje le queda grande y chico al mismo tiempo, pero está afilado y habla claro. Recuerda cuando aseguró el suburbio bonaerense de Tigre contratado por el excandidato a presidente peronista Sergio Massa. Luego habla de Milei, tiene “esperanza” aunque no lo conoce, y “reza” por Argentina. Le preguntamos si habló con su amigo Trump posatentado y nos confirma que habló el día anterior y lo notó cambiado, “más blando”.
Volvemos al estadio. Una sucesión de sheriffs, agentes de la DEA y políticos cuentan historias de terror fronterizo. La ira del público rebalsa cuando aluden a Rachel Morin, una madre de Maryland violada y asesinada el año pasado —se supone— por un inmigrante salvadoreño indocumentado. El caso de Morin se convirtió en emblema del proyecto de deportación masiva de Trump. El público interrumpe varias veces a los oradores y corea: “Send Them Back! Send Them Back!”
Me acerco a Ileana García, senadora estatal por Florida, fundadora de Latinas & Latinos for Trump, coordinadora de la comunicación latina de la campaña de Trump en 2016 y empleada de su administración. Con mayor delicadeza que los republicanos no latinos, vaticina que de ganar la elección Trump va a “cerrar la frontera, incorporar un sistema de inmigración correcto para los que ya estaban, y el sistema no los ha podido incorporar, porque llevan mucho tiempo aquí. No lo hemos hecho porque no nos conviene”, me dice compungida.
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Sube al escenario el hermano de Morin, que critica la política migratoria de Biden y su “zar fronteriza”, Kamala Harris, que recorrió centroamérica y la frontera para entender las “causas de raíz” de la migración por orden de su jefe, el presidente, quien recibe un predecible sinnúmero de ataques por inepto, senil, débil con líderes extranjeros y socialista. A Harris la ignoran.
Los días se confunden, los discursos se parecen y el cansancio crece. Me siento afuera del estadio y Dianne, una señora blanca y sureña de ojos amables y unos 60 años se me acerca, cigarrillo y cerveza en mano. Confiesa haber sido demócrata en otra vida. Dejó el partido porque Clinton le parecía un “sociópata”. En 2016 desconfió de Trump; es la primera y única persona que reconoce no haberlo votado ese año. Es fan de Elon Musk, al que considera un “visionario”, y para ella lo más importante es que el aborto se legisle a nivel estatal y asegurar la frontera. No quiere la tercera guerra mundial, pero ser fuerte le parece importante. Sus hijas son demócratas y les cuesta hablar de política; no cayó bien que viniese a Milwaukee. Mientras prende otro cigarrillo me dice que está muy contenta rodeada de compañeros, tomando cerveza y fumando. Así para todos: Milwaukee es un evento comunitario.
Es la primera o segunda convención de todos. Trump logró un control total, rehízo el partido a su medida y lo pobló de sus seguidores. A diario se multiplican las imitaciones de la venda que tiene en la oreja. No encuentro disenso ni diferencias ideológicas. Su hegemonía aplasta.
Hablan los hijos de Trump, Donald Jr. y Eric. Don Jr., que primero le cedió el escenario por unos minutos a su hija de 18 años, que homenajea a Corey Comperatore y el público corea su nombre una vez más. Su discurso es una revoltura de cosas ya dichas, entre ellas la frase que más arenga al público: “¡Los demócratas ni siquiera pueden definir qué es una mujer!”. No es una oradora nata. Se viraliza una imagen de Trump dormido mientras habla su hijo. La desmienten pronto, pero su credibilidad ejemplifica el aburrimiento que inspira escuchar a Don Jr. Eric; quien, por su parte, enfatiza la nobleza del sacrificio de su papá: dejar atrás su “increíble imperio de los negocios” para devolverle a su país la prosperidad: “No fue una decisión tomada por necesidad, no fue una decisión que fuese a enriquecer a su familia”. Tanto Don Jr. como Eric cuentan que su papá les dice que los ama y les da un beso en la mejilla todas las noches.
A Vance lo presenta su esposa, Usha, de origen hindú y pasado demócrata. Se conocieron en Yale, donde estudiaron abogacía. Temblorosa, se acomoda compulsivamente el pelo. Detalla sonriente la personalidad de su marido: “Su idea de un buen rato es jugar con cachorritos y mirar la película Babe”. Los padres de Usha son inmigrantes de India, académicos adinerados. Me pregunto si su incomodidad es falta de experiencia o disonancia.
Vance se presenta con chistes coreografiados y habla sobre el horror del atentado, al que conecta con esfuerzos demócratas contra Trump: lawfare, difamación en medios, retórica extrema. “No tenía por qué tolerar todo esto, pero lo hizo porque ama a este país”. Veo a Usha, incómoda, sentada con Donald, que sonríe complacido. “¿Qué nos dijo sobre esa tarima? Que luchemos”.
Vance no tiene el magnetismo de Trump, el carisma innato y ojo irónico que venden el ardid trumpista de ser uno más. El discurso del autor multipremiado parece escrito por focus group para esconder que no es un “hombre olvidado”, sino un multimillonario graduado de Yale. Él es la élite. Describe la nación y tradición americana como “un grupo de gente con una historia en común y un futuro compartido”. Parte de esa tradición es “recibir” gente como la familia de Usha, “pero bajo nuestros términos”.
Su familia disfuncional y empobrecida le legó solo “un pequeño lote fúnebre” en la zona carbonífera de Kentucky. Ahí hay enterrada gente “que nació en la era de la guerra civil” —la referencia no es casual— y, si lo entierran a él y a sus hijos allí, habrá siete generaciones “que lucharon por este país, que construyeron el país”. Su conexión con la tierra de la nación pasa por la sangre derramada, como decía Hitler. En Hillbilly elegy Vance alude a una historiografía ultraderechista que explica la guerra civil por supuestas diferencias étnicas: el Norte desdeñaba al Sur porque los habitantes de este último eran de herencia celta. Es un guiño a sectores extremistas.
Los guiños no suman votos. Trump lidera porque no tiene inspiraciones ni referencias, porque es sui generis. Vance no tiene su transparencia. Cuando termina de hablar sale su familia entera al escenario. Se abrazan; saludan. Miro los globos del techo. Mañana caerán.
El cuarto día se resume así: hoy habla Trump. Todo lo anterior es preludio. Me regalan una maraca plástica en un evento para latinos republicanos. Una delegada me repite que los valores hispanos son los valores de Trump. En su casa de infancia, como en toda casa católica del país, colgaban imágenes de Kennedy y el papa. Hoy hay una más: Trump.
Empiezan los preparativos. Habla el expresentador de Fox News y heredero multimillonario, Tucker Carlson. La gente se abalanza, le aplauden, le gritan, lo veneran: es la voz de su verdad y él devuelve con creces. Bromea, conversa. Es el único orador sin teleprónter, solo un cronómetro. Habla con una naturalidad que sólo tiene Trump. Él podría ser el heredero.
El peleador de lucha libre Hulk Hogan entra ondeando una bandera de Estados Unidos. Mientras habla, con anteojos de sol en la cabeza y bigote de motociclista impoluto, Hogan se agarra el cuello de la remera y la desgarra: “¡Trataron de matarlo y no pudieron!”. Le sigue el dueño de la liga de artes marciales mixtas UFC (Ultimate Fighting Championship), Dana White, que interrumpió sus vacaciones para presentar a Trump. White se va y las pantallas se vacían. La atención del público se afila, hay un silencio inquieto. La pantalla del centro se eleva para revelar la palabra clave: TRUMP. Y allí está Donald.
La música y el aplauso saltan a pulso febril, su gente silba y vitorea, aunque están agotados. Lo esperamos por cuatro días. Hace seis casi lo matan. Se detiene en el centro del escenario. El terremoto de aplausos hace temblar el andamiaje. Agradece, se toma su tiempo. Acepta la nominación y sus devotos lo interrumpen para corear su nombre. Agradece al pueblo por el amor y el apoyo tras el intento de asesinato, dice que es la única vez que detallará lo ocurrido porque es “demasiado doloroso”. Es extraño ver a Trump tan sincero —siempre es honesto, pero también irónico y jocoso—. El miedo y el dolor no figuran en su registro habitual. Felicita a su público por su valentía, por no huir despavoridos y luchar con él. Nombra a los heridos y homenajea al fallecido. Corean el nombre de Corey y unos asistentes traen su traje de bombero al escenario. Trump lo acaricia, hace pausas, duda y le tiembla la voz: está al borde de las lágrimas. Anuncia que su campaña recaudó 6.3 millones de dólares para las familias: saca un cheque del bolsillo y lo muestra. Pide un momento de silencio y cierra los ojos.
Ahora sí vuelve a ser Trump, aunque apagado, difuso. Critica a Biden, a Kamala, al sistema que lo persigue y difama, pero falta chispa. Habla por hora y media y parecen tres, el discurso es repetido y engorroso. Hace una acusación que sorprende: dice que el crimen está bajando en Venezuela y El Salvador (país de su aliado, Bukele) porque envían a sus criminales a Estados Unidos. También me lo dijeron latinos: Estados Unidos hoy se parece a los países de los que huyeron. Se enmaraña desmintiendo acusaciones demócratas y presumiendo sobre su invulnerabilidad judicial. Miro el teleprónter y veo que lo sigue a rajatabla.
Dejo la esquina del escenario y deambulo para observar a su público. Muchos están atentos, pero otros bostezan, miran el celular o cuchichean. Quizá siempre es así, quizá el punto no es oír a Trump, sino juntarse con otros seguidores. O quizá está aburrido.
Me instalo entre un periodista y una pareja de delegados. Sin mayor interacción o explicación, el delegado detrás de mí se enoja: “Si no te mueves, te muelo a golpes”. Su mujer ve mi credencial de prensa y lo calla. Llama a un guardia, le dice que me corra. El guardia amenaza con llamar al Servicio Secreto.
“Juntos vamos a salvar a nuestra república y recibiremos los ricos y maravillosos mañanas que merece nuestra gente”, dice Trump, pronto a terminar. Los aplausos son tenues. El discurso no tiene un punto culminante, no asciende en fervor. Le falta un cierre que queme. Agradece y entona su himno, “Make America great again”, pero la respuesta es pálida. Los perdió en algún lado; quizá se perdió él. Sale Melania, su esposa, ausente del resto de la convención, y lo besa. Salen Vance y Usha con los hijos y nietos de Trump.
La familia forma una fila sobre el escenario, aplauden y saludan. Un tenor canta “Nessun Dorma” y las luces titilan. Ahora sí caen los globos. Lento, tan lento como es posible.
III
La Convención Republicana parece exitosa y termina un jueves. Ese domingo Biden sube a X una carta que liquida su candidatura y otra que nomina a Kamala Harris. El partido demócrata le entrega la candidatura a su vice, impoluta de los errores de Biden, con tres décadas menos y ni un voto en primarias.
Harris espera a la convención para dar su primer discurso. Recauda montos récord y hace foco en su jovialidad y no propone nada específico. Su destreza para no tomar posición caracterizó su carrera política desde que fue fiscal general de San Francisco, California, senadora y luego vicepresidenta. Es la fiscal que defiende al país de Trump.
Solo falta un vicepresidente, y Harris elige a Tim Walz, gobernador de Minnesota, exdocente de escuela pública y reservista de la Guardia Nacional por 24 años. Un hombre blanco de 60 años, de clase media, canoso y afable. Para colmo, es exentrenador de futbol americano. Walz no parece político y eso le da un encanto único. Define a Trump, y sobre todo a Vance, como “raros”: ineptos sociales sin humanidad.
Trump y Vance no tienen respuesta. Los paraliza un cambio inesperado y Kamala está por todas partes. Significa poco: por un sistema electoral desigual, Kamala Harris va a tener que ganar bastante más de la mitad del voto. El poder lo tienen los votantes indecisos de un puñado de estados.
IV
Llego a Chicago, dulce hogar y rosa de los vientos. Es sábado 17, dos días antes de la Convención Demócrata. Es la ciudad adoptiva de Barack Obama, el fantasma que acecha al partido. Su discurso en la convención de 2004 lo encaminó hacia la Casa Blanca y es el texto madre del imaginario demócrata. Obama les vendió su candidatura a los sindicatos, a los CEO, a Wall Street, a los profesores universitarios, a los blancos ricos y a los negros pobres. Las contradicciones caracterizan y derrotan a un partido formado en oposición a la abolición de la esclavitud y que representa el laborismo, las minorías y las élites.
El domingo, antes del inicio de la convención, voy al Art Institute de Chicago. Veo Untitled, New York, la escultura de Cy Twombly de 1953 que parece una flauta de pan mal hecha o una estatua destartalada construida con mangos de cucharas y piolines. Estaba pintada de blanco hace medio siglo, pero ahora se despinta y trasluce la nostalgia irónica de Twombly hacia el mundo grecorromano, cuya memoria es irrecuperable y artificial. Nostalgia y mitología pugnan esta semana: Obama, democracia y tecnocracia, Clinton, Biden, Harris, Kennedy, Roosevelt, el New Deal, justicia y progreso, identidad e historia. Mito y realidad se confunden en la Grecia demócrata.
Salgo del museo y veo la primera protesta por un alto al fuego en Gaza (y, en este caso, por el derecho al aborto, representado por varias mujeres disfrazadas de pastillas de mifepristona). El despliegue policial es apabullante, pero coreografiado: usan bicicletas como cercos móviles para contener a la gente. Suenan bocinazos de apoyo e insultos en igual medida. Hay menos de mil personas. El resentimiento a Biden por su manejo del conflicto hacía probable que la convención y sus alrededores estallaran. Desde que la nominada es Harris, a la que ambos lados culpan en menor medida por el conflicto, la energía que tuvieron las movilizaciones se evaporó. Me alejo; anochece y necesito descansar.
La convención es en el United Center de los Chicago Bulls, pero el lunes en la mañana voy a un laberíntico centro de convenciones secundario donde son los caucus, paneles demócratas que cubren intereses particulares y horizontalizan el proceso político. Me dirijo al caucus latino para ver cómo piensan sobre el grupo demográfico que más crece y al que más apuestan: el 60% de los latinos prefiere a los demócratas. En 2020 ese número bajó en estados clave y los republicanos vaticinaron una oleada de voto latino a Trump que aún no se ha dado.
El salón está casi vacío. Los oradores dicen y repiten que lo más importante es “hacer lo mejor para nuestra gente” y que “nuestra gente tiene que estar en la mesa”, que “cuando luchamos, ganamos”. Hacen hincapié en que se debe convencer a la gente de votar.
Los paneles sobre la frontera critican a Trump por matar una reforma inmigratoria que Biden armó con líderes republicanos. Trump mató el proyecto, que era muy conservador, porque le habría dado una victoria a Biden. Expandía la capacidad de detención de la migra, facilitaba el rechazo prejudicial de pedidos de asilo y subía el umbral evidenciario necesario para recibirlo, además le permitía al Departamento de Seguridad Nacional cerrar la frontera.
Por sorpresa, aparece Tim Walz a hablar con el caucus hispano. El público escueto se abalanza. Despeinado y enérgico repite que “la gente no quiere votar en contra de algo. Quieren votar a favor de algo”. Da a entender que él y Harris van a generar propuestas que respondan a las necesidades de su base electoral; por ahora, no presentaron nada.
Terminan los paneles y, como el evento principal arranca en unas horas, voy a ver lo que será la marcha más importante de la semana en torno a Palestina. Los organizadores esperaban unas 15 000 personas y el despliegue policial es igual de impresionante que el de ayer, aunque estamos en un suburbio alejado, pobre y negro afuera del enorme perímetro de la convención. Hay periodistas con cascos, chalecos y máscaras de gas. Me encuentro con Juan y seguimos la marcha. Hay, como mucho, 5 000 personas. Es un fracaso, con poca gente y una convención que sigue como si nada. Nos vamos a ver la apertura. Una vez que entramos al perímetro, tiran abajo un cerco exterior.
En los pasillos internos del estadio cuesta circular, hay una multitud. Esta convención es gigante: hay casi 5 000 delegados más alternos e invitados; en Milwaukee había menos de 2 500. Bajo al piso de la convención para estar cerca de los delegados y verlos reaccionar a los discursos, pero el Servicio Secreto restringe el acceso y vuelvo a los asientos de prensa.
Una de las primeras oradoras es Alexandria Ocasio-Cortez, recibida con sorprendente calidez por el público. Lidera un movimiento electoral de izquierda surgido tras la candidatura del senador Bernie Sanders en 2016. Es de las pocas figuras de izquierda que tiene poder dentro del partido, buena relación con Biden y fama nacional. Afirma que Biden y Harris buscan sin cesar un alto al fuego en Gaza, así como recuperar a los rehenes, y sitúa la campaña de Harris cerca de su propia historia: “Solo gracias a los milagros de la democracia y la vida comunitaria” pudo salir de la precariedad de su vida en el Bronx. Le aplauden y corean su nombre. Que los demócratas reciban así a una persona de su ideología es novedad: en 2020 le dieron 90 segundos.
Estoy en una escalerilla al costado del escenario cuando habla Hilary Clinton, derrotada por Trump en el 2016, pero protagonista del panteón demócrata. Es lo que podría haber sido, el progreso entendido como romper techos de cristal. “Casi 66 millones de personas votaron por un futuro en el que nuestros sueños no tengan techo”. El aplauso es largo y emotivo: es un ícono, aunque su conservadurismo e ineptitud estratégica consolidaron a Trump. Aquí nadie la culpa por perder, responsabilizan a alguna abstracción incontrolable, a Rusia o a la misoginia. Su presencia obvia diferencias con Harris: Hilary es parte de la ultraélite global desde hace 30 años, amiga del pedófilo Jeffrey Epstein. Kamala parece normal.
Los discursos del primer día le agradecen a Biden y el público corea: “Thank you, Joe”. Hoy se despide de la política. En primera fila aplaude y sonríe Nancy Pelosi, artífice del pase de mando. Ayudantes con chalecos de alta visibilidad distribuyen carteles que dicen “WE <3 JOE”. La ovación es gigante cuando Biden sale. Camina lento y se aferra al púlpito con lágrimas en los ojos. Arranca con fuerza, repasa sus logros y enfatiza que Trump sería una tragedia. Corrige el teleprónter, improvisa anécdotas y chistes. Se confunde alguna vez, pero apenas. Controla al público con maestría, remarca la nobleza de su dimisión. Ama a su país más que a sí mismo y por eso da un paso al costado.
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Biden sale por la puerta grande, pero le quedan meses de mandato. Termina de hablar tras casi una hora, bendice a las tropas, agradece y golpea el podio con frustrada plenitud como para decir: ahí tienen, ¿ven que puedo? Conmueve: su performance perfeccionada por décadas le gana a mi sangfroid periodística.
El segundo día me acerco a un evento en el Hilton del centro de Chicago. En una discusión sobre el voto latino aprendo que, según la consultora Equis, la ciudadanía para inmigrantes es la decimotercera preocupación de los votantes latinos, y el 45% (y el 42% de los demócratas) apoya una deportación masiva. Su primera preocupación es la violencia con armas de fuego; la segunda, el costo de vida. Los demócratas piensan que el cambio demográfico o legislar la frontera les dará el voto latino, pero no. El desinterés republicano en apelar a categorías identitarias los fortalece y acerca a la verdad clintonista: ¡es la economía, estúpido!
De vuelta en el United Center, veo a los 30 delegados del movimiento No Comprometido sentados frente al estadio protestando el manejo de Biden en Gaza. Piden un orador palestino que hable sobre el conflicto, incluso junto a familiares de rehenes y con un discurso aprobado por la campaña de Harris. Recibieron 700 000 votos en las primarias, pocos a nivel nacional, pero claves en Michigan. Apoyar a Israel sin dudar es un pilar de ambos partidos, y que Harris muestre dudas puede ser caro: tiene poco apoyo electoral, pero elevada aprobación entre donantes.
Entro al estadio. Hoy hablan los padres de Hersh Goldberg-Polin, uno de los ocho ciudadanos estadounidenses todavía secuestrados por Hamas. Los padres de otro rehén estadounidense, Omar Neutra, hablaron en la Convención Republicana llenos de ira y dispuestos a explicitar su apoyo a Trump. Los Goldberg-Polin enfatizan que recuperar a los rehenes va más allá de la política, piden por su hijo y los rehenes, pero también por el fin del sufrimiento en Gaza: “Hay un exceso de agonía en ambos lados del conflicto. En una competencia por el dolor no hay ganadores”. Una semana después, Hamas ejecutó a Goldberg-Polin junto a cinco rehenes cuando fuerzas israelíes realizaron una operación de rescate.
La salida de Michelle Obama produce un aplauso frenético, casi desesperado. Dicen que aborrece la política, pero es locuaz y encantadora; se muestra como una más sin esconder su inteligencia. El público convierte sus frases en lemas: “Do something” [haz algo] es leitmotiv de la convención. Habla de su madre fallecida hace meses y dice que dudó en venir porque Chicago, su ciudad natal, le traía recuerdos. Critica a Trump: “Se siente amenazado por dos personas trabajadoras, altamente educadas y exitosas que, además, son negras”. La salida de Barack es aún más caótica, pero cuando habla el silencio es total. Afirma que solo se puede “progresar en los temas que nos importan” si “recordamos que todos tenemos puntos ciegos y prejuicios”, y que debemos volver a “una América donde trabajemos juntos y nos cuidemos mutuamente”. Bromea sobre el tamaño del miembro de Trump. Domina el “feel good”, siempre parece relajado. Aun jubilado es un dios demócrata.
Igual que en Milwaukee, el tercer día pasa rápido. El orador clave es Walz, a quien muestran como “coach”, una figura amistosa que le calza perfecto al humanismo de la campaña. La familia de Walz es unida: sus hijos le hacen cuernitos cuando lo entrevistan. Hablan exalumnos que relatan su solidaridad. Afuera del United Center anochece.
Walz sale al escenario con una sonrisa de oreja a oreja. No para de agradecer, pues parece sorprendido por su fortuna. Recuerda cuando Kamala lo llamó para ofrecerle el puesto y él no atendió porque venía de un número desconocido. Destaca su filosofía: “Mind your own damn business” [ocúpate de lo tuyo]. Desafía amenazas republicanas al derecho al aborto, a los derechos trans y a los sindicatos. No menciona políticas concretas. La elección la decidirá el carisma, deporte de riesgo contra Trump.
Sorprenden los oradores del último día, ante máximo cansancio e interés. El énfasis es la seguridad. Kamala, exfiscal, se quiere mostrar dura con el crimen. Protagonizan varios republicanos antiTrump, corre un rumor de que viene Bush (o Beyoncé). El exrepresentante republicano Adam Kinzinger afirma que los demócratas “son igual de patriotas que nosotros”. Kamala es “presidencial”, capaz de reunir al electorado contra Trump. Pero por más alegría y humanismo que ofrezca Harris, el que pone agenda es Trump. En Milwaukee, Biden y Harris eran oponentes; acá Trump es un espectro, un perro rabioso.
Kamala sale a las 10 de la noche. La gente sonríe, aplaude y silba, no hay persona sin cartel y suena Beyoncé. Percibo admiración y deseo sincero de ganar, pero no la devoción que sienten por Hillary u Obama. Kamala sonríe con toda la cara mientras saluda, la ovación dura minutos y se transforma en el canto eterno: “USA!, USA!”.
Es la primera vez que habla desde que es candidata: necesita presentarse. Cuenta la historia de su madre, una inmigrante de India que llegó con 19 años dedicada a curar el cáncer mamario. Le impartió a Kamala su compromiso con el trabajo y la solidaridad. Se divorció de su marido, un economista marxista jamaiquino, cuando Kamala era joven. Esconde que se crió en Berkeley, un suburbio de San Francisco asociado con el radicalismo burgués de sus habitantes. Era, dice, de los “flats”, una zona lindera de menor poder adquisitivo donde vivió unos años. Sus padres eran inmigrantes, pero con doctorados: Kamala Harris no es de clase media, aunque dice serlo porque es a quien necesita convencer.
También habla de una amiga a la que su familia hospedó cuando escapó de su casa tras años de ser sistemáticamente violada por su padrastro. Ese caso la motivó a convertirse en fiscal —cuenta— para luchar contra la injusticia, las organizaciones criminales transnacionales y la violencia de género. Sabe cómo frenar el flujo fronterizo de fentanilo (aunque el fentanilo no entre por la frontera sur) y de migrantes, y repite su promesa de aprobar el proyecto conservador de ley fronteriza.
No hace énfasis en que sería la primer presidenta mujer, negra y de ascendencia asiática. Habla de la amenaza de Trump a los derechos reproductivos, la educación pública, al estado de bienestar y la posición geopolítica de Estados Unidos. Hace una fuertísima afirmación militarista: “Estados Unidos debe siempre tener las fuerzas armadas más letales del mundo”. Israel “siempre debe tener los medios para defenderse de las amenazas” y asegura que con ella los tendrá, aunque también pide por un alto al fuego y una solución biestatal. Menciona, tras cuatro días de convención y decenas de oradoras, su única propuesta: construir tres millones de residencias para bajar el costo de los alquileres, una política apoyada por el lobby de bienes raíces. Para cerrar, afirma que “es hora de escribir un nuevo capítulo” y consigna a Trump al pasado. Quiere favorecerse del desprecio que muchos sienten por Trump. Nadie está contento con su candidatura, pero no deja a nadie afuera del panteón. La alternativa es Trump. El público le aplaude con fervor, pero sobre todo con alivio: Kamala tiene oportunidad.
Yo miro desde la platea. A mi lado, una pareja mayor aplaude y silba. Sobre el escenario, como en Milwaukee, los globos caen lentamente, tan lentamente como es posible.
Kamala Harris fue el oxígeno que los demócratas necesitaban, aunque Donald Trump llevaba tiempo apuntalando un movimiento que evoca la vieja gloria norteamericana.
I
Fue tragedia y milagro simultáneo. Era sábado cuando una bala rozó la oreja derecha de Donald Trump, que se salvó por un giro fortuito de cabeza y la impericia del asesino.
Veremos este video hasta el hartazgo: Trump habla, mira al costado, suenan explosiones. Se lleva la mano a la oreja y se agacha, un equipo de agentes del Servicio Secreto se le abalanza. Se escucha un disparo más, con el que los contrafrancotiradores mataron a Thomas Crooks, el tirador de 20 años. Trump y su caparazón de custodios se elevan, él pide detenerse y vemos su cara manchada de sangre. Extrae el brazo y en un acto de genialidad teatral vocifera: “Fight!” [¡Luchen!], el rostro entre furia y pánico, mordiéndose el labio.
Yo estaba en el aeropuerto. Me dirigía a Estados Unidos por un mes y medio para cubrir dos convenciones —la Republicana, que arrancaba en Milwaukee el 15 de julio, dos días después de ese sábado, y la Demócrata, en Chicago— que prometían apoplejía y apocalipsis. Las convenciones partidarias del país del norte rubrican de forma legal la nominación de ambos candidatos. Los partidos están organizados a nivel estatal y cada estado envía a la convención un número de operativos locales como delegados. Esos representantes, cuyo número se determina por población, votan oficialmente la nominación. Aunque obligados por ley a votar al ganador de la primaria de su estado, pueden cambiar su voto “a conciencia”.
Me enteré primero por WhatsApp: “Se escucharon tiros en una conferencia de Trump”. Mi novia, a quien la política gringa le importa un comino, de casualidad estaba viendo el noticiero. La conclusión parecía obvia, aunque hoy, dos meses después, es evidente que no lo era. “Ahora no hay manera de que no gane”, respondí, desconcertado. La imagen de Trump (capturada por un fotógrafo del New York Times) como líder herido de resistencia y baluarte antisistema parecía llegar a un punto culminante. Trump era un fusilado vivo.
Dos semanas antes del atentado, el 27 de junio, Trump y Biden participaron del debate más tempranero de la historia de EE. UU. Los dos habían ganado sus primarias, aunque llegaban con amplio rechazo: Trump asustaba a gran parte del arco político, pero lo respaldaba un movimiento global y no paraba de recaudar. Biden, de 81 años, estaba senil e incoherente. Si bien su presidencia había traído victorias legislativas en materia ambiental y económica, derecha e izquierda percibían como imperdonable su administración del conflicto en Gaza. Hace meses que se rumoreaba su colapso cognitivo y Biden se escondía.
El debate era una oportunidad de demostrar solidez cognitiva y resultó una debacle. Trump no habló mucho y dejó que Biden, incapaz de hilar palabras sin confundirse, se enterrara solo. Terminó el debate y el pánico se comió el sistema liberal: un panel en CNN decretó el apocalipsis, sangró la sección editorial del Washington Post y los tuits expresaban ira y preocupación. Una columna de George Clooney en el New York Times que pedía la renuncia de Biden catalizó un éxodo masivo de donantes demócratas. Y esa tarde, a dos días de la coronación de Trump como líder del partido y futuro presidente, zumbaron las balas.
II
Llego a Milwaukee el domingo por la tarde. A Trump le habían disparado el día anterior; la convención comenzaba al día siguiente y todavía bailaba la incertidumbre en el aire. En el vuelo de Texas a Milwaukee se sentaron a mi lado dos señoras que también iban a la convención. Una tenía 60 años y cara republicana: rubia teñida, esbelta y quirúrgica, maquillaje caro, acento sureño, y ojos crueles pero convencidos de su propia amabilidad. Su colega, sentada al otro lado del pasillo, era una judía ortodoxa de unos 35 años con la cara inmovilizada por el bótox y ojos gélidos. Vestía de negro, pero todo lo que no era ropa —gorro, cartera, billetera, bolso— era rosa chillón. Hablaban de lo incomprensible del atentado, de lo “afortunados que somos todos” de que se salvó. Ya sabíamos que un bombero voluntario de 50 años, Corey Comperatore, había fallecido protegiendo a su familia y que había dos heridos de gravedad.
Arranco temprano el primer día. Al llegar al estadio de la convención veo el perímetro de varias cuadras que lo rodea. Nunca vi tanta policía en mi vida. Llegaron de todos lados y ninguno conoce la zona.
Tras deambular hora y media entre colinas en el calor húmedo de esta ciudad olvidable, capital de la cerveza y las Harley-Davidson, me oriento y consigo mi credencial. Voy al estadio, donde en breve comenzarán los procedimientos. En el camino, en una plaza en la que al día siguiente un policía de Ohio va a matar a tiros a un hombre negro en situación de calle, encuentro un pequeño núcleo de protestas por Palestina y antirrepublicanas, unas 300 personas. Enfrente, una contraprotesta de unos 20 individuos acusa a homosexuales, negros, judíos, musulmanes y personas proaborto de hacer el trabajo de Satanás.
El predio es enorme. Atravieso una feria de comida que vende barbacoa vegana, una sutil infiltración progresista. Frente al estadio los delegados y sus invitados se saludan como viejos amigos e intercambian tarjetas de negocios. Es el partido del networking: toda conversación termina en un intercambio de tarjetas. Yo no tengo tarjeta de negocios, lo que varias veces genera miradas de consternación paternal. Le pregunto a la gente a qué se dedican: todos tienen small businesses, pequeñas empresas, pero los gugleo y varias veces confirmo que son multimillonarios, en especial la docena que sube a hablar. Todos parecen haber pasado por la policía, ejército, guardia nacional, FBI o algún tipo de organización de seguridad, y si no ellos, sus familiares. Le agradecen en exceso a cada policía que ven.
Los blancos son absoluta mayoría. Veo muchos sombreros de cowboy —la de Texas es la mayor delegación y los acentos sureños abundan— y vestimenta formal. También hay disfraces: Sara Brady, de Idaho, se cosió un vestido para cada jornada. El del primer día incluye la foto de Trump con el puño en alto; el del segundo, la bandera libertaria.
Veo la apertura formal desde los asientos de prensa. Ningún delegado en el piso presta atención. Miro para arriba: dicta la tradición que los globos que cuelgan desde el techo solo caerán después del discurso de Trump, el último día. El líder del comité republicano nacional, Michael Whatley, sale al escenario con un martillo gigante. Declara de un porrazo “abierta” la convención. Sigue un aplauso fervoroso y un momento de silencio por los heridos y el muerto en el fatídico mitin. La senadora por Tennessee, Marsha Blackburn, sube a presentar la “plataforma” republicana, aprobada por Trump. Contiene 20 escuetas promesas escritas con mayúsculas. Entre ellas:
- Sellar la frontera y frenar la invasión de migrantes.
[…]
- Terminar la inflación y volver a América asequible de nuevo.
[…]
- Prevenir la tercera guerra mundial, restaurar la paz en Europa y en el Medio Oriente, y construir un gran escudo defensivo, domo de hierro, sobre todo nuestro país. Todo hecho en América.
La lista sigue, repleta de apocalipsis. Algunas son claras, otras menos: se habla poco de políticas concretas por fuera de la deportación masiva. El objetivo no es persuadir sino redoblar el entusiasmo de los más leales, que están aquí.
Cada día tiene un leitmotiv distinto acorde a una estricta fórmula: “Make America X Once Again”. El “Once” aggiornado al lema de Trump me confunde —¿por qué modificar un ícono?—. El tema de hoy: “Make America wealthy [rica] once again”. Es el primer día de cuatro; Trump aún no llega.
Busco gente que hable mi idioma para entender su apoyo al partido que promete deportar a sus compatriotas y familiares. Miriam Cano Gleason, peruana coordinadora de Latinos para Trump en California, me dice: “Mucha gente de nosotros [latinos] no entiende que el partido demócrata esté promoviendo la agenda del homosexualismo […] el Partido Republicano es profamilia, proeconomía […] y provida, los valores que a nosotros como hispanos más nos representan”. El público corea “Send them back!” y Miriam explica: “Los que están entrando por la frontera son terroristas de Medio Oriente y narcotraficantes”.
Detrás de mi alguien comenta: “Es Vance, ya lo confirmó”. Trump no había anunciado a su vice hasta hoy, pero la selección parece acertada. JD Vance es senador, proveniente de una familia pobre, graduado de la mejor escuela de leyes del país y exinversor de Silicon Valley. Escribió un best seller, Hillbilly elegy, que caricaturiza a los “hillbillies”, habitantes de los montes Apalaches, como pobres y drogadictos por elección. Su autor, que entonces llamaba a Trump el “Hitler de América”, usó la fama para lanzarse a la política.
Los guardias bloquean el paso a un sector del piso con una escalera hacia un palco rojo y las palabras inmortales: “MAKE AMERICA GREAT AGAIN”. Corre un rumor: va a venir. La banda empieza a tocar “God bless the USA”, que suena en todo evento republicano. Y ahí está: en un pasillo del estadio, de pie, enorme en la pantalla, con corbata roja y una venda cuadrada de tamaño y forma inexplicable sobre la oreja. El público se subleva con un aplauso. Noto un cambio en Trump: parece más lento, con gestos menos agresivos y una mirada un poco remota. Mientras sube a la plataforma donde lo espera su nuevo compañero de fórmula me pregunto si actúa. ¿Trump está golpeado? ¿O sabe que conviene mostrarse como víctima?
Con él sentado en el palco el aire se espesa. Las cabezas y los teléfonos giran en sincronía para mirarlo. El último discurso de la noche sorprende: el líder de los Teamsters, sindicato de Jimmy Hoffa, sube al escenario a aclarar que no le debe nada a ningún partido. Quiere políticas que beneficien a sus miembros y vino a Milwaukee a pedírselas a Trump, que tanto habla de los trabajadores. Su aparición sorprende porque desde el New Deal del demócrata Roosevelt los sindicatos son demócratas. ¿Otro signo de la hecatombe para Biden?
Me pierdo el ingreso de Donald el segundo día. Estabamos descansando con Juan, mi compañero de cobertura, en una zona periférica, cuando vemos entrar a un eléctrico Rudy Giuliani y le pedimos hablar cinco minutos. De cerca parece de plastilina, su traje le queda grande y chico al mismo tiempo, pero está afilado y habla claro. Recuerda cuando aseguró el suburbio bonaerense de Tigre contratado por el excandidato a presidente peronista Sergio Massa. Luego habla de Milei, tiene “esperanza” aunque no lo conoce, y “reza” por Argentina. Le preguntamos si habló con su amigo Trump posatentado y nos confirma que habló el día anterior y lo notó cambiado, “más blando”.
Volvemos al estadio. Una sucesión de sheriffs, agentes de la DEA y políticos cuentan historias de terror fronterizo. La ira del público rebalsa cuando aluden a Rachel Morin, una madre de Maryland violada y asesinada el año pasado —se supone— por un inmigrante salvadoreño indocumentado. El caso de Morin se convirtió en emblema del proyecto de deportación masiva de Trump. El público interrumpe varias veces a los oradores y corea: “Send Them Back! Send Them Back!”
Me acerco a Ileana García, senadora estatal por Florida, fundadora de Latinas & Latinos for Trump, coordinadora de la comunicación latina de la campaña de Trump en 2016 y empleada de su administración. Con mayor delicadeza que los republicanos no latinos, vaticina que de ganar la elección Trump va a “cerrar la frontera, incorporar un sistema de inmigración correcto para los que ya estaban, y el sistema no los ha podido incorporar, porque llevan mucho tiempo aquí. No lo hemos hecho porque no nos conviene”, me dice compungida.
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Sube al escenario el hermano de Morin, que critica la política migratoria de Biden y su “zar fronteriza”, Kamala Harris, que recorrió centroamérica y la frontera para entender las “causas de raíz” de la migración por orden de su jefe, el presidente, quien recibe un predecible sinnúmero de ataques por inepto, senil, débil con líderes extranjeros y socialista. A Harris la ignoran.
Los días se confunden, los discursos se parecen y el cansancio crece. Me siento afuera del estadio y Dianne, una señora blanca y sureña de ojos amables y unos 60 años se me acerca, cigarrillo y cerveza en mano. Confiesa haber sido demócrata en otra vida. Dejó el partido porque Clinton le parecía un “sociópata”. En 2016 desconfió de Trump; es la primera y única persona que reconoce no haberlo votado ese año. Es fan de Elon Musk, al que considera un “visionario”, y para ella lo más importante es que el aborto se legisle a nivel estatal y asegurar la frontera. No quiere la tercera guerra mundial, pero ser fuerte le parece importante. Sus hijas son demócratas y les cuesta hablar de política; no cayó bien que viniese a Milwaukee. Mientras prende otro cigarrillo me dice que está muy contenta rodeada de compañeros, tomando cerveza y fumando. Así para todos: Milwaukee es un evento comunitario.
Es la primera o segunda convención de todos. Trump logró un control total, rehízo el partido a su medida y lo pobló de sus seguidores. A diario se multiplican las imitaciones de la venda que tiene en la oreja. No encuentro disenso ni diferencias ideológicas. Su hegemonía aplasta.
Hablan los hijos de Trump, Donald Jr. y Eric. Don Jr., que primero le cedió el escenario por unos minutos a su hija de 18 años, que homenajea a Corey Comperatore y el público corea su nombre una vez más. Su discurso es una revoltura de cosas ya dichas, entre ellas la frase que más arenga al público: “¡Los demócratas ni siquiera pueden definir qué es una mujer!”. No es una oradora nata. Se viraliza una imagen de Trump dormido mientras habla su hijo. La desmienten pronto, pero su credibilidad ejemplifica el aburrimiento que inspira escuchar a Don Jr. Eric; quien, por su parte, enfatiza la nobleza del sacrificio de su papá: dejar atrás su “increíble imperio de los negocios” para devolverle a su país la prosperidad: “No fue una decisión tomada por necesidad, no fue una decisión que fuese a enriquecer a su familia”. Tanto Don Jr. como Eric cuentan que su papá les dice que los ama y les da un beso en la mejilla todas las noches.
A Vance lo presenta su esposa, Usha, de origen hindú y pasado demócrata. Se conocieron en Yale, donde estudiaron abogacía. Temblorosa, se acomoda compulsivamente el pelo. Detalla sonriente la personalidad de su marido: “Su idea de un buen rato es jugar con cachorritos y mirar la película Babe”. Los padres de Usha son inmigrantes de India, académicos adinerados. Me pregunto si su incomodidad es falta de experiencia o disonancia.
Vance se presenta con chistes coreografiados y habla sobre el horror del atentado, al que conecta con esfuerzos demócratas contra Trump: lawfare, difamación en medios, retórica extrema. “No tenía por qué tolerar todo esto, pero lo hizo porque ama a este país”. Veo a Usha, incómoda, sentada con Donald, que sonríe complacido. “¿Qué nos dijo sobre esa tarima? Que luchemos”.
Vance no tiene el magnetismo de Trump, el carisma innato y ojo irónico que venden el ardid trumpista de ser uno más. El discurso del autor multipremiado parece escrito por focus group para esconder que no es un “hombre olvidado”, sino un multimillonario graduado de Yale. Él es la élite. Describe la nación y tradición americana como “un grupo de gente con una historia en común y un futuro compartido”. Parte de esa tradición es “recibir” gente como la familia de Usha, “pero bajo nuestros términos”.
Su familia disfuncional y empobrecida le legó solo “un pequeño lote fúnebre” en la zona carbonífera de Kentucky. Ahí hay enterrada gente “que nació en la era de la guerra civil” —la referencia no es casual— y, si lo entierran a él y a sus hijos allí, habrá siete generaciones “que lucharon por este país, que construyeron el país”. Su conexión con la tierra de la nación pasa por la sangre derramada, como decía Hitler. En Hillbilly elegy Vance alude a una historiografía ultraderechista que explica la guerra civil por supuestas diferencias étnicas: el Norte desdeñaba al Sur porque los habitantes de este último eran de herencia celta. Es un guiño a sectores extremistas.
Los guiños no suman votos. Trump lidera porque no tiene inspiraciones ni referencias, porque es sui generis. Vance no tiene su transparencia. Cuando termina de hablar sale su familia entera al escenario. Se abrazan; saludan. Miro los globos del techo. Mañana caerán.
El cuarto día se resume así: hoy habla Trump. Todo lo anterior es preludio. Me regalan una maraca plástica en un evento para latinos republicanos. Una delegada me repite que los valores hispanos son los valores de Trump. En su casa de infancia, como en toda casa católica del país, colgaban imágenes de Kennedy y el papa. Hoy hay una más: Trump.
Empiezan los preparativos. Habla el expresentador de Fox News y heredero multimillonario, Tucker Carlson. La gente se abalanza, le aplauden, le gritan, lo veneran: es la voz de su verdad y él devuelve con creces. Bromea, conversa. Es el único orador sin teleprónter, solo un cronómetro. Habla con una naturalidad que sólo tiene Trump. Él podría ser el heredero.
El peleador de lucha libre Hulk Hogan entra ondeando una bandera de Estados Unidos. Mientras habla, con anteojos de sol en la cabeza y bigote de motociclista impoluto, Hogan se agarra el cuello de la remera y la desgarra: “¡Trataron de matarlo y no pudieron!”. Le sigue el dueño de la liga de artes marciales mixtas UFC (Ultimate Fighting Championship), Dana White, que interrumpió sus vacaciones para presentar a Trump. White se va y las pantallas se vacían. La atención del público se afila, hay un silencio inquieto. La pantalla del centro se eleva para revelar la palabra clave: TRUMP. Y allí está Donald.
La música y el aplauso saltan a pulso febril, su gente silba y vitorea, aunque están agotados. Lo esperamos por cuatro días. Hace seis casi lo matan. Se detiene en el centro del escenario. El terremoto de aplausos hace temblar el andamiaje. Agradece, se toma su tiempo. Acepta la nominación y sus devotos lo interrumpen para corear su nombre. Agradece al pueblo por el amor y el apoyo tras el intento de asesinato, dice que es la única vez que detallará lo ocurrido porque es “demasiado doloroso”. Es extraño ver a Trump tan sincero —siempre es honesto, pero también irónico y jocoso—. El miedo y el dolor no figuran en su registro habitual. Felicita a su público por su valentía, por no huir despavoridos y luchar con él. Nombra a los heridos y homenajea al fallecido. Corean el nombre de Corey y unos asistentes traen su traje de bombero al escenario. Trump lo acaricia, hace pausas, duda y le tiembla la voz: está al borde de las lágrimas. Anuncia que su campaña recaudó 6.3 millones de dólares para las familias: saca un cheque del bolsillo y lo muestra. Pide un momento de silencio y cierra los ojos.
Ahora sí vuelve a ser Trump, aunque apagado, difuso. Critica a Biden, a Kamala, al sistema que lo persigue y difama, pero falta chispa. Habla por hora y media y parecen tres, el discurso es repetido y engorroso. Hace una acusación que sorprende: dice que el crimen está bajando en Venezuela y El Salvador (país de su aliado, Bukele) porque envían a sus criminales a Estados Unidos. También me lo dijeron latinos: Estados Unidos hoy se parece a los países de los que huyeron. Se enmaraña desmintiendo acusaciones demócratas y presumiendo sobre su invulnerabilidad judicial. Miro el teleprónter y veo que lo sigue a rajatabla.
Dejo la esquina del escenario y deambulo para observar a su público. Muchos están atentos, pero otros bostezan, miran el celular o cuchichean. Quizá siempre es así, quizá el punto no es oír a Trump, sino juntarse con otros seguidores. O quizá está aburrido.
Me instalo entre un periodista y una pareja de delegados. Sin mayor interacción o explicación, el delegado detrás de mí se enoja: “Si no te mueves, te muelo a golpes”. Su mujer ve mi credencial de prensa y lo calla. Llama a un guardia, le dice que me corra. El guardia amenaza con llamar al Servicio Secreto.
“Juntos vamos a salvar a nuestra república y recibiremos los ricos y maravillosos mañanas que merece nuestra gente”, dice Trump, pronto a terminar. Los aplausos son tenues. El discurso no tiene un punto culminante, no asciende en fervor. Le falta un cierre que queme. Agradece y entona su himno, “Make America great again”, pero la respuesta es pálida. Los perdió en algún lado; quizá se perdió él. Sale Melania, su esposa, ausente del resto de la convención, y lo besa. Salen Vance y Usha con los hijos y nietos de Trump.
La familia forma una fila sobre el escenario, aplauden y saludan. Un tenor canta “Nessun Dorma” y las luces titilan. Ahora sí caen los globos. Lento, tan lento como es posible.
III
La Convención Republicana parece exitosa y termina un jueves. Ese domingo Biden sube a X una carta que liquida su candidatura y otra que nomina a Kamala Harris. El partido demócrata le entrega la candidatura a su vice, impoluta de los errores de Biden, con tres décadas menos y ni un voto en primarias.
Harris espera a la convención para dar su primer discurso. Recauda montos récord y hace foco en su jovialidad y no propone nada específico. Su destreza para no tomar posición caracterizó su carrera política desde que fue fiscal general de San Francisco, California, senadora y luego vicepresidenta. Es la fiscal que defiende al país de Trump.
Solo falta un vicepresidente, y Harris elige a Tim Walz, gobernador de Minnesota, exdocente de escuela pública y reservista de la Guardia Nacional por 24 años. Un hombre blanco de 60 años, de clase media, canoso y afable. Para colmo, es exentrenador de futbol americano. Walz no parece político y eso le da un encanto único. Define a Trump, y sobre todo a Vance, como “raros”: ineptos sociales sin humanidad.
Trump y Vance no tienen respuesta. Los paraliza un cambio inesperado y Kamala está por todas partes. Significa poco: por un sistema electoral desigual, Kamala Harris va a tener que ganar bastante más de la mitad del voto. El poder lo tienen los votantes indecisos de un puñado de estados.
IV
Llego a Chicago, dulce hogar y rosa de los vientos. Es sábado 17, dos días antes de la Convención Demócrata. Es la ciudad adoptiva de Barack Obama, el fantasma que acecha al partido. Su discurso en la convención de 2004 lo encaminó hacia la Casa Blanca y es el texto madre del imaginario demócrata. Obama les vendió su candidatura a los sindicatos, a los CEO, a Wall Street, a los profesores universitarios, a los blancos ricos y a los negros pobres. Las contradicciones caracterizan y derrotan a un partido formado en oposición a la abolición de la esclavitud y que representa el laborismo, las minorías y las élites.
El domingo, antes del inicio de la convención, voy al Art Institute de Chicago. Veo Untitled, New York, la escultura de Cy Twombly de 1953 que parece una flauta de pan mal hecha o una estatua destartalada construida con mangos de cucharas y piolines. Estaba pintada de blanco hace medio siglo, pero ahora se despinta y trasluce la nostalgia irónica de Twombly hacia el mundo grecorromano, cuya memoria es irrecuperable y artificial. Nostalgia y mitología pugnan esta semana: Obama, democracia y tecnocracia, Clinton, Biden, Harris, Kennedy, Roosevelt, el New Deal, justicia y progreso, identidad e historia. Mito y realidad se confunden en la Grecia demócrata.
Salgo del museo y veo la primera protesta por un alto al fuego en Gaza (y, en este caso, por el derecho al aborto, representado por varias mujeres disfrazadas de pastillas de mifepristona). El despliegue policial es apabullante, pero coreografiado: usan bicicletas como cercos móviles para contener a la gente. Suenan bocinazos de apoyo e insultos en igual medida. Hay menos de mil personas. El resentimiento a Biden por su manejo del conflicto hacía probable que la convención y sus alrededores estallaran. Desde que la nominada es Harris, a la que ambos lados culpan en menor medida por el conflicto, la energía que tuvieron las movilizaciones se evaporó. Me alejo; anochece y necesito descansar.
La convención es en el United Center de los Chicago Bulls, pero el lunes en la mañana voy a un laberíntico centro de convenciones secundario donde son los caucus, paneles demócratas que cubren intereses particulares y horizontalizan el proceso político. Me dirijo al caucus latino para ver cómo piensan sobre el grupo demográfico que más crece y al que más apuestan: el 60% de los latinos prefiere a los demócratas. En 2020 ese número bajó en estados clave y los republicanos vaticinaron una oleada de voto latino a Trump que aún no se ha dado.
El salón está casi vacío. Los oradores dicen y repiten que lo más importante es “hacer lo mejor para nuestra gente” y que “nuestra gente tiene que estar en la mesa”, que “cuando luchamos, ganamos”. Hacen hincapié en que se debe convencer a la gente de votar.
Los paneles sobre la frontera critican a Trump por matar una reforma inmigratoria que Biden armó con líderes republicanos. Trump mató el proyecto, que era muy conservador, porque le habría dado una victoria a Biden. Expandía la capacidad de detención de la migra, facilitaba el rechazo prejudicial de pedidos de asilo y subía el umbral evidenciario necesario para recibirlo, además le permitía al Departamento de Seguridad Nacional cerrar la frontera.
Por sorpresa, aparece Tim Walz a hablar con el caucus hispano. El público escueto se abalanza. Despeinado y enérgico repite que “la gente no quiere votar en contra de algo. Quieren votar a favor de algo”. Da a entender que él y Harris van a generar propuestas que respondan a las necesidades de su base electoral; por ahora, no presentaron nada.
Terminan los paneles y, como el evento principal arranca en unas horas, voy a ver lo que será la marcha más importante de la semana en torno a Palestina. Los organizadores esperaban unas 15 000 personas y el despliegue policial es igual de impresionante que el de ayer, aunque estamos en un suburbio alejado, pobre y negro afuera del enorme perímetro de la convención. Hay periodistas con cascos, chalecos y máscaras de gas. Me encuentro con Juan y seguimos la marcha. Hay, como mucho, 5 000 personas. Es un fracaso, con poca gente y una convención que sigue como si nada. Nos vamos a ver la apertura. Una vez que entramos al perímetro, tiran abajo un cerco exterior.
En los pasillos internos del estadio cuesta circular, hay una multitud. Esta convención es gigante: hay casi 5 000 delegados más alternos e invitados; en Milwaukee había menos de 2 500. Bajo al piso de la convención para estar cerca de los delegados y verlos reaccionar a los discursos, pero el Servicio Secreto restringe el acceso y vuelvo a los asientos de prensa.
Una de las primeras oradoras es Alexandria Ocasio-Cortez, recibida con sorprendente calidez por el público. Lidera un movimiento electoral de izquierda surgido tras la candidatura del senador Bernie Sanders en 2016. Es de las pocas figuras de izquierda que tiene poder dentro del partido, buena relación con Biden y fama nacional. Afirma que Biden y Harris buscan sin cesar un alto al fuego en Gaza, así como recuperar a los rehenes, y sitúa la campaña de Harris cerca de su propia historia: “Solo gracias a los milagros de la democracia y la vida comunitaria” pudo salir de la precariedad de su vida en el Bronx. Le aplauden y corean su nombre. Que los demócratas reciban así a una persona de su ideología es novedad: en 2020 le dieron 90 segundos.
Estoy en una escalerilla al costado del escenario cuando habla Hilary Clinton, derrotada por Trump en el 2016, pero protagonista del panteón demócrata. Es lo que podría haber sido, el progreso entendido como romper techos de cristal. “Casi 66 millones de personas votaron por un futuro en el que nuestros sueños no tengan techo”. El aplauso es largo y emotivo: es un ícono, aunque su conservadurismo e ineptitud estratégica consolidaron a Trump. Aquí nadie la culpa por perder, responsabilizan a alguna abstracción incontrolable, a Rusia o a la misoginia. Su presencia obvia diferencias con Harris: Hilary es parte de la ultraélite global desde hace 30 años, amiga del pedófilo Jeffrey Epstein. Kamala parece normal.
Los discursos del primer día le agradecen a Biden y el público corea: “Thank you, Joe”. Hoy se despide de la política. En primera fila aplaude y sonríe Nancy Pelosi, artífice del pase de mando. Ayudantes con chalecos de alta visibilidad distribuyen carteles que dicen “WE <3 JOE”. La ovación es gigante cuando Biden sale. Camina lento y se aferra al púlpito con lágrimas en los ojos. Arranca con fuerza, repasa sus logros y enfatiza que Trump sería una tragedia. Corrige el teleprónter, improvisa anécdotas y chistes. Se confunde alguna vez, pero apenas. Controla al público con maestría, remarca la nobleza de su dimisión. Ama a su país más que a sí mismo y por eso da un paso al costado.
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Biden sale por la puerta grande, pero le quedan meses de mandato. Termina de hablar tras casi una hora, bendice a las tropas, agradece y golpea el podio con frustrada plenitud como para decir: ahí tienen, ¿ven que puedo? Conmueve: su performance perfeccionada por décadas le gana a mi sangfroid periodística.
El segundo día me acerco a un evento en el Hilton del centro de Chicago. En una discusión sobre el voto latino aprendo que, según la consultora Equis, la ciudadanía para inmigrantes es la decimotercera preocupación de los votantes latinos, y el 45% (y el 42% de los demócratas) apoya una deportación masiva. Su primera preocupación es la violencia con armas de fuego; la segunda, el costo de vida. Los demócratas piensan que el cambio demográfico o legislar la frontera les dará el voto latino, pero no. El desinterés republicano en apelar a categorías identitarias los fortalece y acerca a la verdad clintonista: ¡es la economía, estúpido!
De vuelta en el United Center, veo a los 30 delegados del movimiento No Comprometido sentados frente al estadio protestando el manejo de Biden en Gaza. Piden un orador palestino que hable sobre el conflicto, incluso junto a familiares de rehenes y con un discurso aprobado por la campaña de Harris. Recibieron 700 000 votos en las primarias, pocos a nivel nacional, pero claves en Michigan. Apoyar a Israel sin dudar es un pilar de ambos partidos, y que Harris muestre dudas puede ser caro: tiene poco apoyo electoral, pero elevada aprobación entre donantes.
Entro al estadio. Hoy hablan los padres de Hersh Goldberg-Polin, uno de los ocho ciudadanos estadounidenses todavía secuestrados por Hamas. Los padres de otro rehén estadounidense, Omar Neutra, hablaron en la Convención Republicana llenos de ira y dispuestos a explicitar su apoyo a Trump. Los Goldberg-Polin enfatizan que recuperar a los rehenes va más allá de la política, piden por su hijo y los rehenes, pero también por el fin del sufrimiento en Gaza: “Hay un exceso de agonía en ambos lados del conflicto. En una competencia por el dolor no hay ganadores”. Una semana después, Hamas ejecutó a Goldberg-Polin junto a cinco rehenes cuando fuerzas israelíes realizaron una operación de rescate.
La salida de Michelle Obama produce un aplauso frenético, casi desesperado. Dicen que aborrece la política, pero es locuaz y encantadora; se muestra como una más sin esconder su inteligencia. El público convierte sus frases en lemas: “Do something” [haz algo] es leitmotiv de la convención. Habla de su madre fallecida hace meses y dice que dudó en venir porque Chicago, su ciudad natal, le traía recuerdos. Critica a Trump: “Se siente amenazado por dos personas trabajadoras, altamente educadas y exitosas que, además, son negras”. La salida de Barack es aún más caótica, pero cuando habla el silencio es total. Afirma que solo se puede “progresar en los temas que nos importan” si “recordamos que todos tenemos puntos ciegos y prejuicios”, y que debemos volver a “una América donde trabajemos juntos y nos cuidemos mutuamente”. Bromea sobre el tamaño del miembro de Trump. Domina el “feel good”, siempre parece relajado. Aun jubilado es un dios demócrata.
Igual que en Milwaukee, el tercer día pasa rápido. El orador clave es Walz, a quien muestran como “coach”, una figura amistosa que le calza perfecto al humanismo de la campaña. La familia de Walz es unida: sus hijos le hacen cuernitos cuando lo entrevistan. Hablan exalumnos que relatan su solidaridad. Afuera del United Center anochece.
Walz sale al escenario con una sonrisa de oreja a oreja. No para de agradecer, pues parece sorprendido por su fortuna. Recuerda cuando Kamala lo llamó para ofrecerle el puesto y él no atendió porque venía de un número desconocido. Destaca su filosofía: “Mind your own damn business” [ocúpate de lo tuyo]. Desafía amenazas republicanas al derecho al aborto, a los derechos trans y a los sindicatos. No menciona políticas concretas. La elección la decidirá el carisma, deporte de riesgo contra Trump.
Sorprenden los oradores del último día, ante máximo cansancio e interés. El énfasis es la seguridad. Kamala, exfiscal, se quiere mostrar dura con el crimen. Protagonizan varios republicanos antiTrump, corre un rumor de que viene Bush (o Beyoncé). El exrepresentante republicano Adam Kinzinger afirma que los demócratas “son igual de patriotas que nosotros”. Kamala es “presidencial”, capaz de reunir al electorado contra Trump. Pero por más alegría y humanismo que ofrezca Harris, el que pone agenda es Trump. En Milwaukee, Biden y Harris eran oponentes; acá Trump es un espectro, un perro rabioso.
Kamala sale a las 10 de la noche. La gente sonríe, aplaude y silba, no hay persona sin cartel y suena Beyoncé. Percibo admiración y deseo sincero de ganar, pero no la devoción que sienten por Hillary u Obama. Kamala sonríe con toda la cara mientras saluda, la ovación dura minutos y se transforma en el canto eterno: “USA!, USA!”.
Es la primera vez que habla desde que es candidata: necesita presentarse. Cuenta la historia de su madre, una inmigrante de India que llegó con 19 años dedicada a curar el cáncer mamario. Le impartió a Kamala su compromiso con el trabajo y la solidaridad. Se divorció de su marido, un economista marxista jamaiquino, cuando Kamala era joven. Esconde que se crió en Berkeley, un suburbio de San Francisco asociado con el radicalismo burgués de sus habitantes. Era, dice, de los “flats”, una zona lindera de menor poder adquisitivo donde vivió unos años. Sus padres eran inmigrantes, pero con doctorados: Kamala Harris no es de clase media, aunque dice serlo porque es a quien necesita convencer.
También habla de una amiga a la que su familia hospedó cuando escapó de su casa tras años de ser sistemáticamente violada por su padrastro. Ese caso la motivó a convertirse en fiscal —cuenta— para luchar contra la injusticia, las organizaciones criminales transnacionales y la violencia de género. Sabe cómo frenar el flujo fronterizo de fentanilo (aunque el fentanilo no entre por la frontera sur) y de migrantes, y repite su promesa de aprobar el proyecto conservador de ley fronteriza.
No hace énfasis en que sería la primer presidenta mujer, negra y de ascendencia asiática. Habla de la amenaza de Trump a los derechos reproductivos, la educación pública, al estado de bienestar y la posición geopolítica de Estados Unidos. Hace una fuertísima afirmación militarista: “Estados Unidos debe siempre tener las fuerzas armadas más letales del mundo”. Israel “siempre debe tener los medios para defenderse de las amenazas” y asegura que con ella los tendrá, aunque también pide por un alto al fuego y una solución biestatal. Menciona, tras cuatro días de convención y decenas de oradoras, su única propuesta: construir tres millones de residencias para bajar el costo de los alquileres, una política apoyada por el lobby de bienes raíces. Para cerrar, afirma que “es hora de escribir un nuevo capítulo” y consigna a Trump al pasado. Quiere favorecerse del desprecio que muchos sienten por Trump. Nadie está contento con su candidatura, pero no deja a nadie afuera del panteón. La alternativa es Trump. El público le aplaude con fervor, pero sobre todo con alivio: Kamala tiene oportunidad.
Yo miro desde la platea. A mi lado, una pareja mayor aplaude y silba. Sobre el escenario, como en Milwaukee, los globos caen lentamente, tan lentamente como es posible.
La vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, en Milwaukee, Wisconsin, EE. UU., el 20 de agosto de 2024, y el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, en Bedminster, Nueva Jersey, EE. UU., el 15 de agosto de 2024. Fotografía de REUTERS
Kamala Harris fue el oxígeno que los demócratas necesitaban, aunque Donald Trump llevaba tiempo apuntalando un movimiento que evoca la vieja gloria norteamericana.
I
Fue tragedia y milagro simultáneo. Era sábado cuando una bala rozó la oreja derecha de Donald Trump, que se salvó por un giro fortuito de cabeza y la impericia del asesino.
Veremos este video hasta el hartazgo: Trump habla, mira al costado, suenan explosiones. Se lleva la mano a la oreja y se agacha, un equipo de agentes del Servicio Secreto se le abalanza. Se escucha un disparo más, con el que los contrafrancotiradores mataron a Thomas Crooks, el tirador de 20 años. Trump y su caparazón de custodios se elevan, él pide detenerse y vemos su cara manchada de sangre. Extrae el brazo y en un acto de genialidad teatral vocifera: “Fight!” [¡Luchen!], el rostro entre furia y pánico, mordiéndose el labio.
Yo estaba en el aeropuerto. Me dirigía a Estados Unidos por un mes y medio para cubrir dos convenciones —la Republicana, que arrancaba en Milwaukee el 15 de julio, dos días después de ese sábado, y la Demócrata, en Chicago— que prometían apoplejía y apocalipsis. Las convenciones partidarias del país del norte rubrican de forma legal la nominación de ambos candidatos. Los partidos están organizados a nivel estatal y cada estado envía a la convención un número de operativos locales como delegados. Esos representantes, cuyo número se determina por población, votan oficialmente la nominación. Aunque obligados por ley a votar al ganador de la primaria de su estado, pueden cambiar su voto “a conciencia”.
Me enteré primero por WhatsApp: “Se escucharon tiros en una conferencia de Trump”. Mi novia, a quien la política gringa le importa un comino, de casualidad estaba viendo el noticiero. La conclusión parecía obvia, aunque hoy, dos meses después, es evidente que no lo era. “Ahora no hay manera de que no gane”, respondí, desconcertado. La imagen de Trump (capturada por un fotógrafo del New York Times) como líder herido de resistencia y baluarte antisistema parecía llegar a un punto culminante. Trump era un fusilado vivo.
Dos semanas antes del atentado, el 27 de junio, Trump y Biden participaron del debate más tempranero de la historia de EE. UU. Los dos habían ganado sus primarias, aunque llegaban con amplio rechazo: Trump asustaba a gran parte del arco político, pero lo respaldaba un movimiento global y no paraba de recaudar. Biden, de 81 años, estaba senil e incoherente. Si bien su presidencia había traído victorias legislativas en materia ambiental y económica, derecha e izquierda percibían como imperdonable su administración del conflicto en Gaza. Hace meses que se rumoreaba su colapso cognitivo y Biden se escondía.
El debate era una oportunidad de demostrar solidez cognitiva y resultó una debacle. Trump no habló mucho y dejó que Biden, incapaz de hilar palabras sin confundirse, se enterrara solo. Terminó el debate y el pánico se comió el sistema liberal: un panel en CNN decretó el apocalipsis, sangró la sección editorial del Washington Post y los tuits expresaban ira y preocupación. Una columna de George Clooney en el New York Times que pedía la renuncia de Biden catalizó un éxodo masivo de donantes demócratas. Y esa tarde, a dos días de la coronación de Trump como líder del partido y futuro presidente, zumbaron las balas.
II
Llego a Milwaukee el domingo por la tarde. A Trump le habían disparado el día anterior; la convención comenzaba al día siguiente y todavía bailaba la incertidumbre en el aire. En el vuelo de Texas a Milwaukee se sentaron a mi lado dos señoras que también iban a la convención. Una tenía 60 años y cara republicana: rubia teñida, esbelta y quirúrgica, maquillaje caro, acento sureño, y ojos crueles pero convencidos de su propia amabilidad. Su colega, sentada al otro lado del pasillo, era una judía ortodoxa de unos 35 años con la cara inmovilizada por el bótox y ojos gélidos. Vestía de negro, pero todo lo que no era ropa —gorro, cartera, billetera, bolso— era rosa chillón. Hablaban de lo incomprensible del atentado, de lo “afortunados que somos todos” de que se salvó. Ya sabíamos que un bombero voluntario de 50 años, Corey Comperatore, había fallecido protegiendo a su familia y que había dos heridos de gravedad.
Arranco temprano el primer día. Al llegar al estadio de la convención veo el perímetro de varias cuadras que lo rodea. Nunca vi tanta policía en mi vida. Llegaron de todos lados y ninguno conoce la zona.
Tras deambular hora y media entre colinas en el calor húmedo de esta ciudad olvidable, capital de la cerveza y las Harley-Davidson, me oriento y consigo mi credencial. Voy al estadio, donde en breve comenzarán los procedimientos. En el camino, en una plaza en la que al día siguiente un policía de Ohio va a matar a tiros a un hombre negro en situación de calle, encuentro un pequeño núcleo de protestas por Palestina y antirrepublicanas, unas 300 personas. Enfrente, una contraprotesta de unos 20 individuos acusa a homosexuales, negros, judíos, musulmanes y personas proaborto de hacer el trabajo de Satanás.
El predio es enorme. Atravieso una feria de comida que vende barbacoa vegana, una sutil infiltración progresista. Frente al estadio los delegados y sus invitados se saludan como viejos amigos e intercambian tarjetas de negocios. Es el partido del networking: toda conversación termina en un intercambio de tarjetas. Yo no tengo tarjeta de negocios, lo que varias veces genera miradas de consternación paternal. Le pregunto a la gente a qué se dedican: todos tienen small businesses, pequeñas empresas, pero los gugleo y varias veces confirmo que son multimillonarios, en especial la docena que sube a hablar. Todos parecen haber pasado por la policía, ejército, guardia nacional, FBI o algún tipo de organización de seguridad, y si no ellos, sus familiares. Le agradecen en exceso a cada policía que ven.
Los blancos son absoluta mayoría. Veo muchos sombreros de cowboy —la de Texas es la mayor delegación y los acentos sureños abundan— y vestimenta formal. También hay disfraces: Sara Brady, de Idaho, se cosió un vestido para cada jornada. El del primer día incluye la foto de Trump con el puño en alto; el del segundo, la bandera libertaria.
Veo la apertura formal desde los asientos de prensa. Ningún delegado en el piso presta atención. Miro para arriba: dicta la tradición que los globos que cuelgan desde el techo solo caerán después del discurso de Trump, el último día. El líder del comité republicano nacional, Michael Whatley, sale al escenario con un martillo gigante. Declara de un porrazo “abierta” la convención. Sigue un aplauso fervoroso y un momento de silencio por los heridos y el muerto en el fatídico mitin. La senadora por Tennessee, Marsha Blackburn, sube a presentar la “plataforma” republicana, aprobada por Trump. Contiene 20 escuetas promesas escritas con mayúsculas. Entre ellas:
- Sellar la frontera y frenar la invasión de migrantes.
[…]
- Terminar la inflación y volver a América asequible de nuevo.
[…]
- Prevenir la tercera guerra mundial, restaurar la paz en Europa y en el Medio Oriente, y construir un gran escudo defensivo, domo de hierro, sobre todo nuestro país. Todo hecho en América.
La lista sigue, repleta de apocalipsis. Algunas son claras, otras menos: se habla poco de políticas concretas por fuera de la deportación masiva. El objetivo no es persuadir sino redoblar el entusiasmo de los más leales, que están aquí.
Cada día tiene un leitmotiv distinto acorde a una estricta fórmula: “Make America X Once Again”. El “Once” aggiornado al lema de Trump me confunde —¿por qué modificar un ícono?—. El tema de hoy: “Make America wealthy [rica] once again”. Es el primer día de cuatro; Trump aún no llega.
Busco gente que hable mi idioma para entender su apoyo al partido que promete deportar a sus compatriotas y familiares. Miriam Cano Gleason, peruana coordinadora de Latinos para Trump en California, me dice: “Mucha gente de nosotros [latinos] no entiende que el partido demócrata esté promoviendo la agenda del homosexualismo […] el Partido Republicano es profamilia, proeconomía […] y provida, los valores que a nosotros como hispanos más nos representan”. El público corea “Send them back!” y Miriam explica: “Los que están entrando por la frontera son terroristas de Medio Oriente y narcotraficantes”.
Detrás de mi alguien comenta: “Es Vance, ya lo confirmó”. Trump no había anunciado a su vice hasta hoy, pero la selección parece acertada. JD Vance es senador, proveniente de una familia pobre, graduado de la mejor escuela de leyes del país y exinversor de Silicon Valley. Escribió un best seller, Hillbilly elegy, que caricaturiza a los “hillbillies”, habitantes de los montes Apalaches, como pobres y drogadictos por elección. Su autor, que entonces llamaba a Trump el “Hitler de América”, usó la fama para lanzarse a la política.
Los guardias bloquean el paso a un sector del piso con una escalera hacia un palco rojo y las palabras inmortales: “MAKE AMERICA GREAT AGAIN”. Corre un rumor: va a venir. La banda empieza a tocar “God bless the USA”, que suena en todo evento republicano. Y ahí está: en un pasillo del estadio, de pie, enorme en la pantalla, con corbata roja y una venda cuadrada de tamaño y forma inexplicable sobre la oreja. El público se subleva con un aplauso. Noto un cambio en Trump: parece más lento, con gestos menos agresivos y una mirada un poco remota. Mientras sube a la plataforma donde lo espera su nuevo compañero de fórmula me pregunto si actúa. ¿Trump está golpeado? ¿O sabe que conviene mostrarse como víctima?
Con él sentado en el palco el aire se espesa. Las cabezas y los teléfonos giran en sincronía para mirarlo. El último discurso de la noche sorprende: el líder de los Teamsters, sindicato de Jimmy Hoffa, sube al escenario a aclarar que no le debe nada a ningún partido. Quiere políticas que beneficien a sus miembros y vino a Milwaukee a pedírselas a Trump, que tanto habla de los trabajadores. Su aparición sorprende porque desde el New Deal del demócrata Roosevelt los sindicatos son demócratas. ¿Otro signo de la hecatombe para Biden?
Me pierdo el ingreso de Donald el segundo día. Estabamos descansando con Juan, mi compañero de cobertura, en una zona periférica, cuando vemos entrar a un eléctrico Rudy Giuliani y le pedimos hablar cinco minutos. De cerca parece de plastilina, su traje le queda grande y chico al mismo tiempo, pero está afilado y habla claro. Recuerda cuando aseguró el suburbio bonaerense de Tigre contratado por el excandidato a presidente peronista Sergio Massa. Luego habla de Milei, tiene “esperanza” aunque no lo conoce, y “reza” por Argentina. Le preguntamos si habló con su amigo Trump posatentado y nos confirma que habló el día anterior y lo notó cambiado, “más blando”.
Volvemos al estadio. Una sucesión de sheriffs, agentes de la DEA y políticos cuentan historias de terror fronterizo. La ira del público rebalsa cuando aluden a Rachel Morin, una madre de Maryland violada y asesinada el año pasado —se supone— por un inmigrante salvadoreño indocumentado. El caso de Morin se convirtió en emblema del proyecto de deportación masiva de Trump. El público interrumpe varias veces a los oradores y corea: “Send Them Back! Send Them Back!”
Me acerco a Ileana García, senadora estatal por Florida, fundadora de Latinas & Latinos for Trump, coordinadora de la comunicación latina de la campaña de Trump en 2016 y empleada de su administración. Con mayor delicadeza que los republicanos no latinos, vaticina que de ganar la elección Trump va a “cerrar la frontera, incorporar un sistema de inmigración correcto para los que ya estaban, y el sistema no los ha podido incorporar, porque llevan mucho tiempo aquí. No lo hemos hecho porque no nos conviene”, me dice compungida.
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Sube al escenario el hermano de Morin, que critica la política migratoria de Biden y su “zar fronteriza”, Kamala Harris, que recorrió centroamérica y la frontera para entender las “causas de raíz” de la migración por orden de su jefe, el presidente, quien recibe un predecible sinnúmero de ataques por inepto, senil, débil con líderes extranjeros y socialista. A Harris la ignoran.
Los días se confunden, los discursos se parecen y el cansancio crece. Me siento afuera del estadio y Dianne, una señora blanca y sureña de ojos amables y unos 60 años se me acerca, cigarrillo y cerveza en mano. Confiesa haber sido demócrata en otra vida. Dejó el partido porque Clinton le parecía un “sociópata”. En 2016 desconfió de Trump; es la primera y única persona que reconoce no haberlo votado ese año. Es fan de Elon Musk, al que considera un “visionario”, y para ella lo más importante es que el aborto se legisle a nivel estatal y asegurar la frontera. No quiere la tercera guerra mundial, pero ser fuerte le parece importante. Sus hijas son demócratas y les cuesta hablar de política; no cayó bien que viniese a Milwaukee. Mientras prende otro cigarrillo me dice que está muy contenta rodeada de compañeros, tomando cerveza y fumando. Así para todos: Milwaukee es un evento comunitario.
Es la primera o segunda convención de todos. Trump logró un control total, rehízo el partido a su medida y lo pobló de sus seguidores. A diario se multiplican las imitaciones de la venda que tiene en la oreja. No encuentro disenso ni diferencias ideológicas. Su hegemonía aplasta.
Hablan los hijos de Trump, Donald Jr. y Eric. Don Jr., que primero le cedió el escenario por unos minutos a su hija de 18 años, que homenajea a Corey Comperatore y el público corea su nombre una vez más. Su discurso es una revoltura de cosas ya dichas, entre ellas la frase que más arenga al público: “¡Los demócratas ni siquiera pueden definir qué es una mujer!”. No es una oradora nata. Se viraliza una imagen de Trump dormido mientras habla su hijo. La desmienten pronto, pero su credibilidad ejemplifica el aburrimiento que inspira escuchar a Don Jr. Eric; quien, por su parte, enfatiza la nobleza del sacrificio de su papá: dejar atrás su “increíble imperio de los negocios” para devolverle a su país la prosperidad: “No fue una decisión tomada por necesidad, no fue una decisión que fuese a enriquecer a su familia”. Tanto Don Jr. como Eric cuentan que su papá les dice que los ama y les da un beso en la mejilla todas las noches.
A Vance lo presenta su esposa, Usha, de origen hindú y pasado demócrata. Se conocieron en Yale, donde estudiaron abogacía. Temblorosa, se acomoda compulsivamente el pelo. Detalla sonriente la personalidad de su marido: “Su idea de un buen rato es jugar con cachorritos y mirar la película Babe”. Los padres de Usha son inmigrantes de India, académicos adinerados. Me pregunto si su incomodidad es falta de experiencia o disonancia.
Vance se presenta con chistes coreografiados y habla sobre el horror del atentado, al que conecta con esfuerzos demócratas contra Trump: lawfare, difamación en medios, retórica extrema. “No tenía por qué tolerar todo esto, pero lo hizo porque ama a este país”. Veo a Usha, incómoda, sentada con Donald, que sonríe complacido. “¿Qué nos dijo sobre esa tarima? Que luchemos”.
Vance no tiene el magnetismo de Trump, el carisma innato y ojo irónico que venden el ardid trumpista de ser uno más. El discurso del autor multipremiado parece escrito por focus group para esconder que no es un “hombre olvidado”, sino un multimillonario graduado de Yale. Él es la élite. Describe la nación y tradición americana como “un grupo de gente con una historia en común y un futuro compartido”. Parte de esa tradición es “recibir” gente como la familia de Usha, “pero bajo nuestros términos”.
Su familia disfuncional y empobrecida le legó solo “un pequeño lote fúnebre” en la zona carbonífera de Kentucky. Ahí hay enterrada gente “que nació en la era de la guerra civil” —la referencia no es casual— y, si lo entierran a él y a sus hijos allí, habrá siete generaciones “que lucharon por este país, que construyeron el país”. Su conexión con la tierra de la nación pasa por la sangre derramada, como decía Hitler. En Hillbilly elegy Vance alude a una historiografía ultraderechista que explica la guerra civil por supuestas diferencias étnicas: el Norte desdeñaba al Sur porque los habitantes de este último eran de herencia celta. Es un guiño a sectores extremistas.
Los guiños no suman votos. Trump lidera porque no tiene inspiraciones ni referencias, porque es sui generis. Vance no tiene su transparencia. Cuando termina de hablar sale su familia entera al escenario. Se abrazan; saludan. Miro los globos del techo. Mañana caerán.
El cuarto día se resume así: hoy habla Trump. Todo lo anterior es preludio. Me regalan una maraca plástica en un evento para latinos republicanos. Una delegada me repite que los valores hispanos son los valores de Trump. En su casa de infancia, como en toda casa católica del país, colgaban imágenes de Kennedy y el papa. Hoy hay una más: Trump.
Empiezan los preparativos. Habla el expresentador de Fox News y heredero multimillonario, Tucker Carlson. La gente se abalanza, le aplauden, le gritan, lo veneran: es la voz de su verdad y él devuelve con creces. Bromea, conversa. Es el único orador sin teleprónter, solo un cronómetro. Habla con una naturalidad que sólo tiene Trump. Él podría ser el heredero.
El peleador de lucha libre Hulk Hogan entra ondeando una bandera de Estados Unidos. Mientras habla, con anteojos de sol en la cabeza y bigote de motociclista impoluto, Hogan se agarra el cuello de la remera y la desgarra: “¡Trataron de matarlo y no pudieron!”. Le sigue el dueño de la liga de artes marciales mixtas UFC (Ultimate Fighting Championship), Dana White, que interrumpió sus vacaciones para presentar a Trump. White se va y las pantallas se vacían. La atención del público se afila, hay un silencio inquieto. La pantalla del centro se eleva para revelar la palabra clave: TRUMP. Y allí está Donald.
La música y el aplauso saltan a pulso febril, su gente silba y vitorea, aunque están agotados. Lo esperamos por cuatro días. Hace seis casi lo matan. Se detiene en el centro del escenario. El terremoto de aplausos hace temblar el andamiaje. Agradece, se toma su tiempo. Acepta la nominación y sus devotos lo interrumpen para corear su nombre. Agradece al pueblo por el amor y el apoyo tras el intento de asesinato, dice que es la única vez que detallará lo ocurrido porque es “demasiado doloroso”. Es extraño ver a Trump tan sincero —siempre es honesto, pero también irónico y jocoso—. El miedo y el dolor no figuran en su registro habitual. Felicita a su público por su valentía, por no huir despavoridos y luchar con él. Nombra a los heridos y homenajea al fallecido. Corean el nombre de Corey y unos asistentes traen su traje de bombero al escenario. Trump lo acaricia, hace pausas, duda y le tiembla la voz: está al borde de las lágrimas. Anuncia que su campaña recaudó 6.3 millones de dólares para las familias: saca un cheque del bolsillo y lo muestra. Pide un momento de silencio y cierra los ojos.
Ahora sí vuelve a ser Trump, aunque apagado, difuso. Critica a Biden, a Kamala, al sistema que lo persigue y difama, pero falta chispa. Habla por hora y media y parecen tres, el discurso es repetido y engorroso. Hace una acusación que sorprende: dice que el crimen está bajando en Venezuela y El Salvador (país de su aliado, Bukele) porque envían a sus criminales a Estados Unidos. También me lo dijeron latinos: Estados Unidos hoy se parece a los países de los que huyeron. Se enmaraña desmintiendo acusaciones demócratas y presumiendo sobre su invulnerabilidad judicial. Miro el teleprónter y veo que lo sigue a rajatabla.
Dejo la esquina del escenario y deambulo para observar a su público. Muchos están atentos, pero otros bostezan, miran el celular o cuchichean. Quizá siempre es así, quizá el punto no es oír a Trump, sino juntarse con otros seguidores. O quizá está aburrido.
Me instalo entre un periodista y una pareja de delegados. Sin mayor interacción o explicación, el delegado detrás de mí se enoja: “Si no te mueves, te muelo a golpes”. Su mujer ve mi credencial de prensa y lo calla. Llama a un guardia, le dice que me corra. El guardia amenaza con llamar al Servicio Secreto.
“Juntos vamos a salvar a nuestra república y recibiremos los ricos y maravillosos mañanas que merece nuestra gente”, dice Trump, pronto a terminar. Los aplausos son tenues. El discurso no tiene un punto culminante, no asciende en fervor. Le falta un cierre que queme. Agradece y entona su himno, “Make America great again”, pero la respuesta es pálida. Los perdió en algún lado; quizá se perdió él. Sale Melania, su esposa, ausente del resto de la convención, y lo besa. Salen Vance y Usha con los hijos y nietos de Trump.
La familia forma una fila sobre el escenario, aplauden y saludan. Un tenor canta “Nessun Dorma” y las luces titilan. Ahora sí caen los globos. Lento, tan lento como es posible.
III
La Convención Republicana parece exitosa y termina un jueves. Ese domingo Biden sube a X una carta que liquida su candidatura y otra que nomina a Kamala Harris. El partido demócrata le entrega la candidatura a su vice, impoluta de los errores de Biden, con tres décadas menos y ni un voto en primarias.
Harris espera a la convención para dar su primer discurso. Recauda montos récord y hace foco en su jovialidad y no propone nada específico. Su destreza para no tomar posición caracterizó su carrera política desde que fue fiscal general de San Francisco, California, senadora y luego vicepresidenta. Es la fiscal que defiende al país de Trump.
Solo falta un vicepresidente, y Harris elige a Tim Walz, gobernador de Minnesota, exdocente de escuela pública y reservista de la Guardia Nacional por 24 años. Un hombre blanco de 60 años, de clase media, canoso y afable. Para colmo, es exentrenador de futbol americano. Walz no parece político y eso le da un encanto único. Define a Trump, y sobre todo a Vance, como “raros”: ineptos sociales sin humanidad.
Trump y Vance no tienen respuesta. Los paraliza un cambio inesperado y Kamala está por todas partes. Significa poco: por un sistema electoral desigual, Kamala Harris va a tener que ganar bastante más de la mitad del voto. El poder lo tienen los votantes indecisos de un puñado de estados.
IV
Llego a Chicago, dulce hogar y rosa de los vientos. Es sábado 17, dos días antes de la Convención Demócrata. Es la ciudad adoptiva de Barack Obama, el fantasma que acecha al partido. Su discurso en la convención de 2004 lo encaminó hacia la Casa Blanca y es el texto madre del imaginario demócrata. Obama les vendió su candidatura a los sindicatos, a los CEO, a Wall Street, a los profesores universitarios, a los blancos ricos y a los negros pobres. Las contradicciones caracterizan y derrotan a un partido formado en oposición a la abolición de la esclavitud y que representa el laborismo, las minorías y las élites.
El domingo, antes del inicio de la convención, voy al Art Institute de Chicago. Veo Untitled, New York, la escultura de Cy Twombly de 1953 que parece una flauta de pan mal hecha o una estatua destartalada construida con mangos de cucharas y piolines. Estaba pintada de blanco hace medio siglo, pero ahora se despinta y trasluce la nostalgia irónica de Twombly hacia el mundo grecorromano, cuya memoria es irrecuperable y artificial. Nostalgia y mitología pugnan esta semana: Obama, democracia y tecnocracia, Clinton, Biden, Harris, Kennedy, Roosevelt, el New Deal, justicia y progreso, identidad e historia. Mito y realidad se confunden en la Grecia demócrata.
Salgo del museo y veo la primera protesta por un alto al fuego en Gaza (y, en este caso, por el derecho al aborto, representado por varias mujeres disfrazadas de pastillas de mifepristona). El despliegue policial es apabullante, pero coreografiado: usan bicicletas como cercos móviles para contener a la gente. Suenan bocinazos de apoyo e insultos en igual medida. Hay menos de mil personas. El resentimiento a Biden por su manejo del conflicto hacía probable que la convención y sus alrededores estallaran. Desde que la nominada es Harris, a la que ambos lados culpan en menor medida por el conflicto, la energía que tuvieron las movilizaciones se evaporó. Me alejo; anochece y necesito descansar.
La convención es en el United Center de los Chicago Bulls, pero el lunes en la mañana voy a un laberíntico centro de convenciones secundario donde son los caucus, paneles demócratas que cubren intereses particulares y horizontalizan el proceso político. Me dirijo al caucus latino para ver cómo piensan sobre el grupo demográfico que más crece y al que más apuestan: el 60% de los latinos prefiere a los demócratas. En 2020 ese número bajó en estados clave y los republicanos vaticinaron una oleada de voto latino a Trump que aún no se ha dado.
El salón está casi vacío. Los oradores dicen y repiten que lo más importante es “hacer lo mejor para nuestra gente” y que “nuestra gente tiene que estar en la mesa”, que “cuando luchamos, ganamos”. Hacen hincapié en que se debe convencer a la gente de votar.
Los paneles sobre la frontera critican a Trump por matar una reforma inmigratoria que Biden armó con líderes republicanos. Trump mató el proyecto, que era muy conservador, porque le habría dado una victoria a Biden. Expandía la capacidad de detención de la migra, facilitaba el rechazo prejudicial de pedidos de asilo y subía el umbral evidenciario necesario para recibirlo, además le permitía al Departamento de Seguridad Nacional cerrar la frontera.
Por sorpresa, aparece Tim Walz a hablar con el caucus hispano. El público escueto se abalanza. Despeinado y enérgico repite que “la gente no quiere votar en contra de algo. Quieren votar a favor de algo”. Da a entender que él y Harris van a generar propuestas que respondan a las necesidades de su base electoral; por ahora, no presentaron nada.
Terminan los paneles y, como el evento principal arranca en unas horas, voy a ver lo que será la marcha más importante de la semana en torno a Palestina. Los organizadores esperaban unas 15 000 personas y el despliegue policial es igual de impresionante que el de ayer, aunque estamos en un suburbio alejado, pobre y negro afuera del enorme perímetro de la convención. Hay periodistas con cascos, chalecos y máscaras de gas. Me encuentro con Juan y seguimos la marcha. Hay, como mucho, 5 000 personas. Es un fracaso, con poca gente y una convención que sigue como si nada. Nos vamos a ver la apertura. Una vez que entramos al perímetro, tiran abajo un cerco exterior.
En los pasillos internos del estadio cuesta circular, hay una multitud. Esta convención es gigante: hay casi 5 000 delegados más alternos e invitados; en Milwaukee había menos de 2 500. Bajo al piso de la convención para estar cerca de los delegados y verlos reaccionar a los discursos, pero el Servicio Secreto restringe el acceso y vuelvo a los asientos de prensa.
Una de las primeras oradoras es Alexandria Ocasio-Cortez, recibida con sorprendente calidez por el público. Lidera un movimiento electoral de izquierda surgido tras la candidatura del senador Bernie Sanders en 2016. Es de las pocas figuras de izquierda que tiene poder dentro del partido, buena relación con Biden y fama nacional. Afirma que Biden y Harris buscan sin cesar un alto al fuego en Gaza, así como recuperar a los rehenes, y sitúa la campaña de Harris cerca de su propia historia: “Solo gracias a los milagros de la democracia y la vida comunitaria” pudo salir de la precariedad de su vida en el Bronx. Le aplauden y corean su nombre. Que los demócratas reciban así a una persona de su ideología es novedad: en 2020 le dieron 90 segundos.
Estoy en una escalerilla al costado del escenario cuando habla Hilary Clinton, derrotada por Trump en el 2016, pero protagonista del panteón demócrata. Es lo que podría haber sido, el progreso entendido como romper techos de cristal. “Casi 66 millones de personas votaron por un futuro en el que nuestros sueños no tengan techo”. El aplauso es largo y emotivo: es un ícono, aunque su conservadurismo e ineptitud estratégica consolidaron a Trump. Aquí nadie la culpa por perder, responsabilizan a alguna abstracción incontrolable, a Rusia o a la misoginia. Su presencia obvia diferencias con Harris: Hilary es parte de la ultraélite global desde hace 30 años, amiga del pedófilo Jeffrey Epstein. Kamala parece normal.
Los discursos del primer día le agradecen a Biden y el público corea: “Thank you, Joe”. Hoy se despide de la política. En primera fila aplaude y sonríe Nancy Pelosi, artífice del pase de mando. Ayudantes con chalecos de alta visibilidad distribuyen carteles que dicen “WE <3 JOE”. La ovación es gigante cuando Biden sale. Camina lento y se aferra al púlpito con lágrimas en los ojos. Arranca con fuerza, repasa sus logros y enfatiza que Trump sería una tragedia. Corrige el teleprónter, improvisa anécdotas y chistes. Se confunde alguna vez, pero apenas. Controla al público con maestría, remarca la nobleza de su dimisión. Ama a su país más que a sí mismo y por eso da un paso al costado.
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Biden sale por la puerta grande, pero le quedan meses de mandato. Termina de hablar tras casi una hora, bendice a las tropas, agradece y golpea el podio con frustrada plenitud como para decir: ahí tienen, ¿ven que puedo? Conmueve: su performance perfeccionada por décadas le gana a mi sangfroid periodística.
El segundo día me acerco a un evento en el Hilton del centro de Chicago. En una discusión sobre el voto latino aprendo que, según la consultora Equis, la ciudadanía para inmigrantes es la decimotercera preocupación de los votantes latinos, y el 45% (y el 42% de los demócratas) apoya una deportación masiva. Su primera preocupación es la violencia con armas de fuego; la segunda, el costo de vida. Los demócratas piensan que el cambio demográfico o legislar la frontera les dará el voto latino, pero no. El desinterés republicano en apelar a categorías identitarias los fortalece y acerca a la verdad clintonista: ¡es la economía, estúpido!
De vuelta en el United Center, veo a los 30 delegados del movimiento No Comprometido sentados frente al estadio protestando el manejo de Biden en Gaza. Piden un orador palestino que hable sobre el conflicto, incluso junto a familiares de rehenes y con un discurso aprobado por la campaña de Harris. Recibieron 700 000 votos en las primarias, pocos a nivel nacional, pero claves en Michigan. Apoyar a Israel sin dudar es un pilar de ambos partidos, y que Harris muestre dudas puede ser caro: tiene poco apoyo electoral, pero elevada aprobación entre donantes.
Entro al estadio. Hoy hablan los padres de Hersh Goldberg-Polin, uno de los ocho ciudadanos estadounidenses todavía secuestrados por Hamas. Los padres de otro rehén estadounidense, Omar Neutra, hablaron en la Convención Republicana llenos de ira y dispuestos a explicitar su apoyo a Trump. Los Goldberg-Polin enfatizan que recuperar a los rehenes va más allá de la política, piden por su hijo y los rehenes, pero también por el fin del sufrimiento en Gaza: “Hay un exceso de agonía en ambos lados del conflicto. En una competencia por el dolor no hay ganadores”. Una semana después, Hamas ejecutó a Goldberg-Polin junto a cinco rehenes cuando fuerzas israelíes realizaron una operación de rescate.
La salida de Michelle Obama produce un aplauso frenético, casi desesperado. Dicen que aborrece la política, pero es locuaz y encantadora; se muestra como una más sin esconder su inteligencia. El público convierte sus frases en lemas: “Do something” [haz algo] es leitmotiv de la convención. Habla de su madre fallecida hace meses y dice que dudó en venir porque Chicago, su ciudad natal, le traía recuerdos. Critica a Trump: “Se siente amenazado por dos personas trabajadoras, altamente educadas y exitosas que, además, son negras”. La salida de Barack es aún más caótica, pero cuando habla el silencio es total. Afirma que solo se puede “progresar en los temas que nos importan” si “recordamos que todos tenemos puntos ciegos y prejuicios”, y que debemos volver a “una América donde trabajemos juntos y nos cuidemos mutuamente”. Bromea sobre el tamaño del miembro de Trump. Domina el “feel good”, siempre parece relajado. Aun jubilado es un dios demócrata.
Igual que en Milwaukee, el tercer día pasa rápido. El orador clave es Walz, a quien muestran como “coach”, una figura amistosa que le calza perfecto al humanismo de la campaña. La familia de Walz es unida: sus hijos le hacen cuernitos cuando lo entrevistan. Hablan exalumnos que relatan su solidaridad. Afuera del United Center anochece.
Walz sale al escenario con una sonrisa de oreja a oreja. No para de agradecer, pues parece sorprendido por su fortuna. Recuerda cuando Kamala lo llamó para ofrecerle el puesto y él no atendió porque venía de un número desconocido. Destaca su filosofía: “Mind your own damn business” [ocúpate de lo tuyo]. Desafía amenazas republicanas al derecho al aborto, a los derechos trans y a los sindicatos. No menciona políticas concretas. La elección la decidirá el carisma, deporte de riesgo contra Trump.
Sorprenden los oradores del último día, ante máximo cansancio e interés. El énfasis es la seguridad. Kamala, exfiscal, se quiere mostrar dura con el crimen. Protagonizan varios republicanos antiTrump, corre un rumor de que viene Bush (o Beyoncé). El exrepresentante republicano Adam Kinzinger afirma que los demócratas “son igual de patriotas que nosotros”. Kamala es “presidencial”, capaz de reunir al electorado contra Trump. Pero por más alegría y humanismo que ofrezca Harris, el que pone agenda es Trump. En Milwaukee, Biden y Harris eran oponentes; acá Trump es un espectro, un perro rabioso.
Kamala sale a las 10 de la noche. La gente sonríe, aplaude y silba, no hay persona sin cartel y suena Beyoncé. Percibo admiración y deseo sincero de ganar, pero no la devoción que sienten por Hillary u Obama. Kamala sonríe con toda la cara mientras saluda, la ovación dura minutos y se transforma en el canto eterno: “USA!, USA!”.
Es la primera vez que habla desde que es candidata: necesita presentarse. Cuenta la historia de su madre, una inmigrante de India que llegó con 19 años dedicada a curar el cáncer mamario. Le impartió a Kamala su compromiso con el trabajo y la solidaridad. Se divorció de su marido, un economista marxista jamaiquino, cuando Kamala era joven. Esconde que se crió en Berkeley, un suburbio de San Francisco asociado con el radicalismo burgués de sus habitantes. Era, dice, de los “flats”, una zona lindera de menor poder adquisitivo donde vivió unos años. Sus padres eran inmigrantes, pero con doctorados: Kamala Harris no es de clase media, aunque dice serlo porque es a quien necesita convencer.
También habla de una amiga a la que su familia hospedó cuando escapó de su casa tras años de ser sistemáticamente violada por su padrastro. Ese caso la motivó a convertirse en fiscal —cuenta— para luchar contra la injusticia, las organizaciones criminales transnacionales y la violencia de género. Sabe cómo frenar el flujo fronterizo de fentanilo (aunque el fentanilo no entre por la frontera sur) y de migrantes, y repite su promesa de aprobar el proyecto conservador de ley fronteriza.
No hace énfasis en que sería la primer presidenta mujer, negra y de ascendencia asiática. Habla de la amenaza de Trump a los derechos reproductivos, la educación pública, al estado de bienestar y la posición geopolítica de Estados Unidos. Hace una fuertísima afirmación militarista: “Estados Unidos debe siempre tener las fuerzas armadas más letales del mundo”. Israel “siempre debe tener los medios para defenderse de las amenazas” y asegura que con ella los tendrá, aunque también pide por un alto al fuego y una solución biestatal. Menciona, tras cuatro días de convención y decenas de oradoras, su única propuesta: construir tres millones de residencias para bajar el costo de los alquileres, una política apoyada por el lobby de bienes raíces. Para cerrar, afirma que “es hora de escribir un nuevo capítulo” y consigna a Trump al pasado. Quiere favorecerse del desprecio que muchos sienten por Trump. Nadie está contento con su candidatura, pero no deja a nadie afuera del panteón. La alternativa es Trump. El público le aplaude con fervor, pero sobre todo con alivio: Kamala tiene oportunidad.
Yo miro desde la platea. A mi lado, una pareja mayor aplaude y silba. Sobre el escenario, como en Milwaukee, los globos caen lentamente, tan lentamente como es posible.
Kamala Harris fue el oxígeno que los demócratas necesitaban, aunque Donald Trump llevaba tiempo apuntalando un movimiento que evoca la vieja gloria norteamericana.
I
Fue tragedia y milagro simultáneo. Era sábado cuando una bala rozó la oreja derecha de Donald Trump, que se salvó por un giro fortuito de cabeza y la impericia del asesino.
Veremos este video hasta el hartazgo: Trump habla, mira al costado, suenan explosiones. Se lleva la mano a la oreja y se agacha, un equipo de agentes del Servicio Secreto se le abalanza. Se escucha un disparo más, con el que los contrafrancotiradores mataron a Thomas Crooks, el tirador de 20 años. Trump y su caparazón de custodios se elevan, él pide detenerse y vemos su cara manchada de sangre. Extrae el brazo y en un acto de genialidad teatral vocifera: “Fight!” [¡Luchen!], el rostro entre furia y pánico, mordiéndose el labio.
Yo estaba en el aeropuerto. Me dirigía a Estados Unidos por un mes y medio para cubrir dos convenciones —la Republicana, que arrancaba en Milwaukee el 15 de julio, dos días después de ese sábado, y la Demócrata, en Chicago— que prometían apoplejía y apocalipsis. Las convenciones partidarias del país del norte rubrican de forma legal la nominación de ambos candidatos. Los partidos están organizados a nivel estatal y cada estado envía a la convención un número de operativos locales como delegados. Esos representantes, cuyo número se determina por población, votan oficialmente la nominación. Aunque obligados por ley a votar al ganador de la primaria de su estado, pueden cambiar su voto “a conciencia”.
Me enteré primero por WhatsApp: “Se escucharon tiros en una conferencia de Trump”. Mi novia, a quien la política gringa le importa un comino, de casualidad estaba viendo el noticiero. La conclusión parecía obvia, aunque hoy, dos meses después, es evidente que no lo era. “Ahora no hay manera de que no gane”, respondí, desconcertado. La imagen de Trump (capturada por un fotógrafo del New York Times) como líder herido de resistencia y baluarte antisistema parecía llegar a un punto culminante. Trump era un fusilado vivo.
Dos semanas antes del atentado, el 27 de junio, Trump y Biden participaron del debate más tempranero de la historia de EE. UU. Los dos habían ganado sus primarias, aunque llegaban con amplio rechazo: Trump asustaba a gran parte del arco político, pero lo respaldaba un movimiento global y no paraba de recaudar. Biden, de 81 años, estaba senil e incoherente. Si bien su presidencia había traído victorias legislativas en materia ambiental y económica, derecha e izquierda percibían como imperdonable su administración del conflicto en Gaza. Hace meses que se rumoreaba su colapso cognitivo y Biden se escondía.
El debate era una oportunidad de demostrar solidez cognitiva y resultó una debacle. Trump no habló mucho y dejó que Biden, incapaz de hilar palabras sin confundirse, se enterrara solo. Terminó el debate y el pánico se comió el sistema liberal: un panel en CNN decretó el apocalipsis, sangró la sección editorial del Washington Post y los tuits expresaban ira y preocupación. Una columna de George Clooney en el New York Times que pedía la renuncia de Biden catalizó un éxodo masivo de donantes demócratas. Y esa tarde, a dos días de la coronación de Trump como líder del partido y futuro presidente, zumbaron las balas.
II
Llego a Milwaukee el domingo por la tarde. A Trump le habían disparado el día anterior; la convención comenzaba al día siguiente y todavía bailaba la incertidumbre en el aire. En el vuelo de Texas a Milwaukee se sentaron a mi lado dos señoras que también iban a la convención. Una tenía 60 años y cara republicana: rubia teñida, esbelta y quirúrgica, maquillaje caro, acento sureño, y ojos crueles pero convencidos de su propia amabilidad. Su colega, sentada al otro lado del pasillo, era una judía ortodoxa de unos 35 años con la cara inmovilizada por el bótox y ojos gélidos. Vestía de negro, pero todo lo que no era ropa —gorro, cartera, billetera, bolso— era rosa chillón. Hablaban de lo incomprensible del atentado, de lo “afortunados que somos todos” de que se salvó. Ya sabíamos que un bombero voluntario de 50 años, Corey Comperatore, había fallecido protegiendo a su familia y que había dos heridos de gravedad.
Arranco temprano el primer día. Al llegar al estadio de la convención veo el perímetro de varias cuadras que lo rodea. Nunca vi tanta policía en mi vida. Llegaron de todos lados y ninguno conoce la zona.
Tras deambular hora y media entre colinas en el calor húmedo de esta ciudad olvidable, capital de la cerveza y las Harley-Davidson, me oriento y consigo mi credencial. Voy al estadio, donde en breve comenzarán los procedimientos. En el camino, en una plaza en la que al día siguiente un policía de Ohio va a matar a tiros a un hombre negro en situación de calle, encuentro un pequeño núcleo de protestas por Palestina y antirrepublicanas, unas 300 personas. Enfrente, una contraprotesta de unos 20 individuos acusa a homosexuales, negros, judíos, musulmanes y personas proaborto de hacer el trabajo de Satanás.
El predio es enorme. Atravieso una feria de comida que vende barbacoa vegana, una sutil infiltración progresista. Frente al estadio los delegados y sus invitados se saludan como viejos amigos e intercambian tarjetas de negocios. Es el partido del networking: toda conversación termina en un intercambio de tarjetas. Yo no tengo tarjeta de negocios, lo que varias veces genera miradas de consternación paternal. Le pregunto a la gente a qué se dedican: todos tienen small businesses, pequeñas empresas, pero los gugleo y varias veces confirmo que son multimillonarios, en especial la docena que sube a hablar. Todos parecen haber pasado por la policía, ejército, guardia nacional, FBI o algún tipo de organización de seguridad, y si no ellos, sus familiares. Le agradecen en exceso a cada policía que ven.
Los blancos son absoluta mayoría. Veo muchos sombreros de cowboy —la de Texas es la mayor delegación y los acentos sureños abundan— y vestimenta formal. También hay disfraces: Sara Brady, de Idaho, se cosió un vestido para cada jornada. El del primer día incluye la foto de Trump con el puño en alto; el del segundo, la bandera libertaria.
Veo la apertura formal desde los asientos de prensa. Ningún delegado en el piso presta atención. Miro para arriba: dicta la tradición que los globos que cuelgan desde el techo solo caerán después del discurso de Trump, el último día. El líder del comité republicano nacional, Michael Whatley, sale al escenario con un martillo gigante. Declara de un porrazo “abierta” la convención. Sigue un aplauso fervoroso y un momento de silencio por los heridos y el muerto en el fatídico mitin. La senadora por Tennessee, Marsha Blackburn, sube a presentar la “plataforma” republicana, aprobada por Trump. Contiene 20 escuetas promesas escritas con mayúsculas. Entre ellas:
- Sellar la frontera y frenar la invasión de migrantes.
[…]
- Terminar la inflación y volver a América asequible de nuevo.
[…]
- Prevenir la tercera guerra mundial, restaurar la paz en Europa y en el Medio Oriente, y construir un gran escudo defensivo, domo de hierro, sobre todo nuestro país. Todo hecho en América.
La lista sigue, repleta de apocalipsis. Algunas son claras, otras menos: se habla poco de políticas concretas por fuera de la deportación masiva. El objetivo no es persuadir sino redoblar el entusiasmo de los más leales, que están aquí.
Cada día tiene un leitmotiv distinto acorde a una estricta fórmula: “Make America X Once Again”. El “Once” aggiornado al lema de Trump me confunde —¿por qué modificar un ícono?—. El tema de hoy: “Make America wealthy [rica] once again”. Es el primer día de cuatro; Trump aún no llega.
Busco gente que hable mi idioma para entender su apoyo al partido que promete deportar a sus compatriotas y familiares. Miriam Cano Gleason, peruana coordinadora de Latinos para Trump en California, me dice: “Mucha gente de nosotros [latinos] no entiende que el partido demócrata esté promoviendo la agenda del homosexualismo […] el Partido Republicano es profamilia, proeconomía […] y provida, los valores que a nosotros como hispanos más nos representan”. El público corea “Send them back!” y Miriam explica: “Los que están entrando por la frontera son terroristas de Medio Oriente y narcotraficantes”.
Detrás de mi alguien comenta: “Es Vance, ya lo confirmó”. Trump no había anunciado a su vice hasta hoy, pero la selección parece acertada. JD Vance es senador, proveniente de una familia pobre, graduado de la mejor escuela de leyes del país y exinversor de Silicon Valley. Escribió un best seller, Hillbilly elegy, que caricaturiza a los “hillbillies”, habitantes de los montes Apalaches, como pobres y drogadictos por elección. Su autor, que entonces llamaba a Trump el “Hitler de América”, usó la fama para lanzarse a la política.
Los guardias bloquean el paso a un sector del piso con una escalera hacia un palco rojo y las palabras inmortales: “MAKE AMERICA GREAT AGAIN”. Corre un rumor: va a venir. La banda empieza a tocar “God bless the USA”, que suena en todo evento republicano. Y ahí está: en un pasillo del estadio, de pie, enorme en la pantalla, con corbata roja y una venda cuadrada de tamaño y forma inexplicable sobre la oreja. El público se subleva con un aplauso. Noto un cambio en Trump: parece más lento, con gestos menos agresivos y una mirada un poco remota. Mientras sube a la plataforma donde lo espera su nuevo compañero de fórmula me pregunto si actúa. ¿Trump está golpeado? ¿O sabe que conviene mostrarse como víctima?
Con él sentado en el palco el aire se espesa. Las cabezas y los teléfonos giran en sincronía para mirarlo. El último discurso de la noche sorprende: el líder de los Teamsters, sindicato de Jimmy Hoffa, sube al escenario a aclarar que no le debe nada a ningún partido. Quiere políticas que beneficien a sus miembros y vino a Milwaukee a pedírselas a Trump, que tanto habla de los trabajadores. Su aparición sorprende porque desde el New Deal del demócrata Roosevelt los sindicatos son demócratas. ¿Otro signo de la hecatombe para Biden?
Me pierdo el ingreso de Donald el segundo día. Estabamos descansando con Juan, mi compañero de cobertura, en una zona periférica, cuando vemos entrar a un eléctrico Rudy Giuliani y le pedimos hablar cinco minutos. De cerca parece de plastilina, su traje le queda grande y chico al mismo tiempo, pero está afilado y habla claro. Recuerda cuando aseguró el suburbio bonaerense de Tigre contratado por el excandidato a presidente peronista Sergio Massa. Luego habla de Milei, tiene “esperanza” aunque no lo conoce, y “reza” por Argentina. Le preguntamos si habló con su amigo Trump posatentado y nos confirma que habló el día anterior y lo notó cambiado, “más blando”.
Volvemos al estadio. Una sucesión de sheriffs, agentes de la DEA y políticos cuentan historias de terror fronterizo. La ira del público rebalsa cuando aluden a Rachel Morin, una madre de Maryland violada y asesinada el año pasado —se supone— por un inmigrante salvadoreño indocumentado. El caso de Morin se convirtió en emblema del proyecto de deportación masiva de Trump. El público interrumpe varias veces a los oradores y corea: “Send Them Back! Send Them Back!”
Me acerco a Ileana García, senadora estatal por Florida, fundadora de Latinas & Latinos for Trump, coordinadora de la comunicación latina de la campaña de Trump en 2016 y empleada de su administración. Con mayor delicadeza que los republicanos no latinos, vaticina que de ganar la elección Trump va a “cerrar la frontera, incorporar un sistema de inmigración correcto para los que ya estaban, y el sistema no los ha podido incorporar, porque llevan mucho tiempo aquí. No lo hemos hecho porque no nos conviene”, me dice compungida.
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Sube al escenario el hermano de Morin, que critica la política migratoria de Biden y su “zar fronteriza”, Kamala Harris, que recorrió centroamérica y la frontera para entender las “causas de raíz” de la migración por orden de su jefe, el presidente, quien recibe un predecible sinnúmero de ataques por inepto, senil, débil con líderes extranjeros y socialista. A Harris la ignoran.
Los días se confunden, los discursos se parecen y el cansancio crece. Me siento afuera del estadio y Dianne, una señora blanca y sureña de ojos amables y unos 60 años se me acerca, cigarrillo y cerveza en mano. Confiesa haber sido demócrata en otra vida. Dejó el partido porque Clinton le parecía un “sociópata”. En 2016 desconfió de Trump; es la primera y única persona que reconoce no haberlo votado ese año. Es fan de Elon Musk, al que considera un “visionario”, y para ella lo más importante es que el aborto se legisle a nivel estatal y asegurar la frontera. No quiere la tercera guerra mundial, pero ser fuerte le parece importante. Sus hijas son demócratas y les cuesta hablar de política; no cayó bien que viniese a Milwaukee. Mientras prende otro cigarrillo me dice que está muy contenta rodeada de compañeros, tomando cerveza y fumando. Así para todos: Milwaukee es un evento comunitario.
Es la primera o segunda convención de todos. Trump logró un control total, rehízo el partido a su medida y lo pobló de sus seguidores. A diario se multiplican las imitaciones de la venda que tiene en la oreja. No encuentro disenso ni diferencias ideológicas. Su hegemonía aplasta.
Hablan los hijos de Trump, Donald Jr. y Eric. Don Jr., que primero le cedió el escenario por unos minutos a su hija de 18 años, que homenajea a Corey Comperatore y el público corea su nombre una vez más. Su discurso es una revoltura de cosas ya dichas, entre ellas la frase que más arenga al público: “¡Los demócratas ni siquiera pueden definir qué es una mujer!”. No es una oradora nata. Se viraliza una imagen de Trump dormido mientras habla su hijo. La desmienten pronto, pero su credibilidad ejemplifica el aburrimiento que inspira escuchar a Don Jr. Eric; quien, por su parte, enfatiza la nobleza del sacrificio de su papá: dejar atrás su “increíble imperio de los negocios” para devolverle a su país la prosperidad: “No fue una decisión tomada por necesidad, no fue una decisión que fuese a enriquecer a su familia”. Tanto Don Jr. como Eric cuentan que su papá les dice que los ama y les da un beso en la mejilla todas las noches.
A Vance lo presenta su esposa, Usha, de origen hindú y pasado demócrata. Se conocieron en Yale, donde estudiaron abogacía. Temblorosa, se acomoda compulsivamente el pelo. Detalla sonriente la personalidad de su marido: “Su idea de un buen rato es jugar con cachorritos y mirar la película Babe”. Los padres de Usha son inmigrantes de India, académicos adinerados. Me pregunto si su incomodidad es falta de experiencia o disonancia.
Vance se presenta con chistes coreografiados y habla sobre el horror del atentado, al que conecta con esfuerzos demócratas contra Trump: lawfare, difamación en medios, retórica extrema. “No tenía por qué tolerar todo esto, pero lo hizo porque ama a este país”. Veo a Usha, incómoda, sentada con Donald, que sonríe complacido. “¿Qué nos dijo sobre esa tarima? Que luchemos”.
Vance no tiene el magnetismo de Trump, el carisma innato y ojo irónico que venden el ardid trumpista de ser uno más. El discurso del autor multipremiado parece escrito por focus group para esconder que no es un “hombre olvidado”, sino un multimillonario graduado de Yale. Él es la élite. Describe la nación y tradición americana como “un grupo de gente con una historia en común y un futuro compartido”. Parte de esa tradición es “recibir” gente como la familia de Usha, “pero bajo nuestros términos”.
Su familia disfuncional y empobrecida le legó solo “un pequeño lote fúnebre” en la zona carbonífera de Kentucky. Ahí hay enterrada gente “que nació en la era de la guerra civil” —la referencia no es casual— y, si lo entierran a él y a sus hijos allí, habrá siete generaciones “que lucharon por este país, que construyeron el país”. Su conexión con la tierra de la nación pasa por la sangre derramada, como decía Hitler. En Hillbilly elegy Vance alude a una historiografía ultraderechista que explica la guerra civil por supuestas diferencias étnicas: el Norte desdeñaba al Sur porque los habitantes de este último eran de herencia celta. Es un guiño a sectores extremistas.
Los guiños no suman votos. Trump lidera porque no tiene inspiraciones ni referencias, porque es sui generis. Vance no tiene su transparencia. Cuando termina de hablar sale su familia entera al escenario. Se abrazan; saludan. Miro los globos del techo. Mañana caerán.
El cuarto día se resume así: hoy habla Trump. Todo lo anterior es preludio. Me regalan una maraca plástica en un evento para latinos republicanos. Una delegada me repite que los valores hispanos son los valores de Trump. En su casa de infancia, como en toda casa católica del país, colgaban imágenes de Kennedy y el papa. Hoy hay una más: Trump.
Empiezan los preparativos. Habla el expresentador de Fox News y heredero multimillonario, Tucker Carlson. La gente se abalanza, le aplauden, le gritan, lo veneran: es la voz de su verdad y él devuelve con creces. Bromea, conversa. Es el único orador sin teleprónter, solo un cronómetro. Habla con una naturalidad que sólo tiene Trump. Él podría ser el heredero.
El peleador de lucha libre Hulk Hogan entra ondeando una bandera de Estados Unidos. Mientras habla, con anteojos de sol en la cabeza y bigote de motociclista impoluto, Hogan se agarra el cuello de la remera y la desgarra: “¡Trataron de matarlo y no pudieron!”. Le sigue el dueño de la liga de artes marciales mixtas UFC (Ultimate Fighting Championship), Dana White, que interrumpió sus vacaciones para presentar a Trump. White se va y las pantallas se vacían. La atención del público se afila, hay un silencio inquieto. La pantalla del centro se eleva para revelar la palabra clave: TRUMP. Y allí está Donald.
La música y el aplauso saltan a pulso febril, su gente silba y vitorea, aunque están agotados. Lo esperamos por cuatro días. Hace seis casi lo matan. Se detiene en el centro del escenario. El terremoto de aplausos hace temblar el andamiaje. Agradece, se toma su tiempo. Acepta la nominación y sus devotos lo interrumpen para corear su nombre. Agradece al pueblo por el amor y el apoyo tras el intento de asesinato, dice que es la única vez que detallará lo ocurrido porque es “demasiado doloroso”. Es extraño ver a Trump tan sincero —siempre es honesto, pero también irónico y jocoso—. El miedo y el dolor no figuran en su registro habitual. Felicita a su público por su valentía, por no huir despavoridos y luchar con él. Nombra a los heridos y homenajea al fallecido. Corean el nombre de Corey y unos asistentes traen su traje de bombero al escenario. Trump lo acaricia, hace pausas, duda y le tiembla la voz: está al borde de las lágrimas. Anuncia que su campaña recaudó 6.3 millones de dólares para las familias: saca un cheque del bolsillo y lo muestra. Pide un momento de silencio y cierra los ojos.
Ahora sí vuelve a ser Trump, aunque apagado, difuso. Critica a Biden, a Kamala, al sistema que lo persigue y difama, pero falta chispa. Habla por hora y media y parecen tres, el discurso es repetido y engorroso. Hace una acusación que sorprende: dice que el crimen está bajando en Venezuela y El Salvador (país de su aliado, Bukele) porque envían a sus criminales a Estados Unidos. También me lo dijeron latinos: Estados Unidos hoy se parece a los países de los que huyeron. Se enmaraña desmintiendo acusaciones demócratas y presumiendo sobre su invulnerabilidad judicial. Miro el teleprónter y veo que lo sigue a rajatabla.
Dejo la esquina del escenario y deambulo para observar a su público. Muchos están atentos, pero otros bostezan, miran el celular o cuchichean. Quizá siempre es así, quizá el punto no es oír a Trump, sino juntarse con otros seguidores. O quizá está aburrido.
Me instalo entre un periodista y una pareja de delegados. Sin mayor interacción o explicación, el delegado detrás de mí se enoja: “Si no te mueves, te muelo a golpes”. Su mujer ve mi credencial de prensa y lo calla. Llama a un guardia, le dice que me corra. El guardia amenaza con llamar al Servicio Secreto.
“Juntos vamos a salvar a nuestra república y recibiremos los ricos y maravillosos mañanas que merece nuestra gente”, dice Trump, pronto a terminar. Los aplausos son tenues. El discurso no tiene un punto culminante, no asciende en fervor. Le falta un cierre que queme. Agradece y entona su himno, “Make America great again”, pero la respuesta es pálida. Los perdió en algún lado; quizá se perdió él. Sale Melania, su esposa, ausente del resto de la convención, y lo besa. Salen Vance y Usha con los hijos y nietos de Trump.
La familia forma una fila sobre el escenario, aplauden y saludan. Un tenor canta “Nessun Dorma” y las luces titilan. Ahora sí caen los globos. Lento, tan lento como es posible.
III
La Convención Republicana parece exitosa y termina un jueves. Ese domingo Biden sube a X una carta que liquida su candidatura y otra que nomina a Kamala Harris. El partido demócrata le entrega la candidatura a su vice, impoluta de los errores de Biden, con tres décadas menos y ni un voto en primarias.
Harris espera a la convención para dar su primer discurso. Recauda montos récord y hace foco en su jovialidad y no propone nada específico. Su destreza para no tomar posición caracterizó su carrera política desde que fue fiscal general de San Francisco, California, senadora y luego vicepresidenta. Es la fiscal que defiende al país de Trump.
Solo falta un vicepresidente, y Harris elige a Tim Walz, gobernador de Minnesota, exdocente de escuela pública y reservista de la Guardia Nacional por 24 años. Un hombre blanco de 60 años, de clase media, canoso y afable. Para colmo, es exentrenador de futbol americano. Walz no parece político y eso le da un encanto único. Define a Trump, y sobre todo a Vance, como “raros”: ineptos sociales sin humanidad.
Trump y Vance no tienen respuesta. Los paraliza un cambio inesperado y Kamala está por todas partes. Significa poco: por un sistema electoral desigual, Kamala Harris va a tener que ganar bastante más de la mitad del voto. El poder lo tienen los votantes indecisos de un puñado de estados.
IV
Llego a Chicago, dulce hogar y rosa de los vientos. Es sábado 17, dos días antes de la Convención Demócrata. Es la ciudad adoptiva de Barack Obama, el fantasma que acecha al partido. Su discurso en la convención de 2004 lo encaminó hacia la Casa Blanca y es el texto madre del imaginario demócrata. Obama les vendió su candidatura a los sindicatos, a los CEO, a Wall Street, a los profesores universitarios, a los blancos ricos y a los negros pobres. Las contradicciones caracterizan y derrotan a un partido formado en oposición a la abolición de la esclavitud y que representa el laborismo, las minorías y las élites.
El domingo, antes del inicio de la convención, voy al Art Institute de Chicago. Veo Untitled, New York, la escultura de Cy Twombly de 1953 que parece una flauta de pan mal hecha o una estatua destartalada construida con mangos de cucharas y piolines. Estaba pintada de blanco hace medio siglo, pero ahora se despinta y trasluce la nostalgia irónica de Twombly hacia el mundo grecorromano, cuya memoria es irrecuperable y artificial. Nostalgia y mitología pugnan esta semana: Obama, democracia y tecnocracia, Clinton, Biden, Harris, Kennedy, Roosevelt, el New Deal, justicia y progreso, identidad e historia. Mito y realidad se confunden en la Grecia demócrata.
Salgo del museo y veo la primera protesta por un alto al fuego en Gaza (y, en este caso, por el derecho al aborto, representado por varias mujeres disfrazadas de pastillas de mifepristona). El despliegue policial es apabullante, pero coreografiado: usan bicicletas como cercos móviles para contener a la gente. Suenan bocinazos de apoyo e insultos en igual medida. Hay menos de mil personas. El resentimiento a Biden por su manejo del conflicto hacía probable que la convención y sus alrededores estallaran. Desde que la nominada es Harris, a la que ambos lados culpan en menor medida por el conflicto, la energía que tuvieron las movilizaciones se evaporó. Me alejo; anochece y necesito descansar.
La convención es en el United Center de los Chicago Bulls, pero el lunes en la mañana voy a un laberíntico centro de convenciones secundario donde son los caucus, paneles demócratas que cubren intereses particulares y horizontalizan el proceso político. Me dirijo al caucus latino para ver cómo piensan sobre el grupo demográfico que más crece y al que más apuestan: el 60% de los latinos prefiere a los demócratas. En 2020 ese número bajó en estados clave y los republicanos vaticinaron una oleada de voto latino a Trump que aún no se ha dado.
El salón está casi vacío. Los oradores dicen y repiten que lo más importante es “hacer lo mejor para nuestra gente” y que “nuestra gente tiene que estar en la mesa”, que “cuando luchamos, ganamos”. Hacen hincapié en que se debe convencer a la gente de votar.
Los paneles sobre la frontera critican a Trump por matar una reforma inmigratoria que Biden armó con líderes republicanos. Trump mató el proyecto, que era muy conservador, porque le habría dado una victoria a Biden. Expandía la capacidad de detención de la migra, facilitaba el rechazo prejudicial de pedidos de asilo y subía el umbral evidenciario necesario para recibirlo, además le permitía al Departamento de Seguridad Nacional cerrar la frontera.
Por sorpresa, aparece Tim Walz a hablar con el caucus hispano. El público escueto se abalanza. Despeinado y enérgico repite que “la gente no quiere votar en contra de algo. Quieren votar a favor de algo”. Da a entender que él y Harris van a generar propuestas que respondan a las necesidades de su base electoral; por ahora, no presentaron nada.
Terminan los paneles y, como el evento principal arranca en unas horas, voy a ver lo que será la marcha más importante de la semana en torno a Palestina. Los organizadores esperaban unas 15 000 personas y el despliegue policial es igual de impresionante que el de ayer, aunque estamos en un suburbio alejado, pobre y negro afuera del enorme perímetro de la convención. Hay periodistas con cascos, chalecos y máscaras de gas. Me encuentro con Juan y seguimos la marcha. Hay, como mucho, 5 000 personas. Es un fracaso, con poca gente y una convención que sigue como si nada. Nos vamos a ver la apertura. Una vez que entramos al perímetro, tiran abajo un cerco exterior.
En los pasillos internos del estadio cuesta circular, hay una multitud. Esta convención es gigante: hay casi 5 000 delegados más alternos e invitados; en Milwaukee había menos de 2 500. Bajo al piso de la convención para estar cerca de los delegados y verlos reaccionar a los discursos, pero el Servicio Secreto restringe el acceso y vuelvo a los asientos de prensa.
Una de las primeras oradoras es Alexandria Ocasio-Cortez, recibida con sorprendente calidez por el público. Lidera un movimiento electoral de izquierda surgido tras la candidatura del senador Bernie Sanders en 2016. Es de las pocas figuras de izquierda que tiene poder dentro del partido, buena relación con Biden y fama nacional. Afirma que Biden y Harris buscan sin cesar un alto al fuego en Gaza, así como recuperar a los rehenes, y sitúa la campaña de Harris cerca de su propia historia: “Solo gracias a los milagros de la democracia y la vida comunitaria” pudo salir de la precariedad de su vida en el Bronx. Le aplauden y corean su nombre. Que los demócratas reciban así a una persona de su ideología es novedad: en 2020 le dieron 90 segundos.
Estoy en una escalerilla al costado del escenario cuando habla Hilary Clinton, derrotada por Trump en el 2016, pero protagonista del panteón demócrata. Es lo que podría haber sido, el progreso entendido como romper techos de cristal. “Casi 66 millones de personas votaron por un futuro en el que nuestros sueños no tengan techo”. El aplauso es largo y emotivo: es un ícono, aunque su conservadurismo e ineptitud estratégica consolidaron a Trump. Aquí nadie la culpa por perder, responsabilizan a alguna abstracción incontrolable, a Rusia o a la misoginia. Su presencia obvia diferencias con Harris: Hilary es parte de la ultraélite global desde hace 30 años, amiga del pedófilo Jeffrey Epstein. Kamala parece normal.
Los discursos del primer día le agradecen a Biden y el público corea: “Thank you, Joe”. Hoy se despide de la política. En primera fila aplaude y sonríe Nancy Pelosi, artífice del pase de mando. Ayudantes con chalecos de alta visibilidad distribuyen carteles que dicen “WE <3 JOE”. La ovación es gigante cuando Biden sale. Camina lento y se aferra al púlpito con lágrimas en los ojos. Arranca con fuerza, repasa sus logros y enfatiza que Trump sería una tragedia. Corrige el teleprónter, improvisa anécdotas y chistes. Se confunde alguna vez, pero apenas. Controla al público con maestría, remarca la nobleza de su dimisión. Ama a su país más que a sí mismo y por eso da un paso al costado.
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Biden sale por la puerta grande, pero le quedan meses de mandato. Termina de hablar tras casi una hora, bendice a las tropas, agradece y golpea el podio con frustrada plenitud como para decir: ahí tienen, ¿ven que puedo? Conmueve: su performance perfeccionada por décadas le gana a mi sangfroid periodística.
El segundo día me acerco a un evento en el Hilton del centro de Chicago. En una discusión sobre el voto latino aprendo que, según la consultora Equis, la ciudadanía para inmigrantes es la decimotercera preocupación de los votantes latinos, y el 45% (y el 42% de los demócratas) apoya una deportación masiva. Su primera preocupación es la violencia con armas de fuego; la segunda, el costo de vida. Los demócratas piensan que el cambio demográfico o legislar la frontera les dará el voto latino, pero no. El desinterés republicano en apelar a categorías identitarias los fortalece y acerca a la verdad clintonista: ¡es la economía, estúpido!
De vuelta en el United Center, veo a los 30 delegados del movimiento No Comprometido sentados frente al estadio protestando el manejo de Biden en Gaza. Piden un orador palestino que hable sobre el conflicto, incluso junto a familiares de rehenes y con un discurso aprobado por la campaña de Harris. Recibieron 700 000 votos en las primarias, pocos a nivel nacional, pero claves en Michigan. Apoyar a Israel sin dudar es un pilar de ambos partidos, y que Harris muestre dudas puede ser caro: tiene poco apoyo electoral, pero elevada aprobación entre donantes.
Entro al estadio. Hoy hablan los padres de Hersh Goldberg-Polin, uno de los ocho ciudadanos estadounidenses todavía secuestrados por Hamas. Los padres de otro rehén estadounidense, Omar Neutra, hablaron en la Convención Republicana llenos de ira y dispuestos a explicitar su apoyo a Trump. Los Goldberg-Polin enfatizan que recuperar a los rehenes va más allá de la política, piden por su hijo y los rehenes, pero también por el fin del sufrimiento en Gaza: “Hay un exceso de agonía en ambos lados del conflicto. En una competencia por el dolor no hay ganadores”. Una semana después, Hamas ejecutó a Goldberg-Polin junto a cinco rehenes cuando fuerzas israelíes realizaron una operación de rescate.
La salida de Michelle Obama produce un aplauso frenético, casi desesperado. Dicen que aborrece la política, pero es locuaz y encantadora; se muestra como una más sin esconder su inteligencia. El público convierte sus frases en lemas: “Do something” [haz algo] es leitmotiv de la convención. Habla de su madre fallecida hace meses y dice que dudó en venir porque Chicago, su ciudad natal, le traía recuerdos. Critica a Trump: “Se siente amenazado por dos personas trabajadoras, altamente educadas y exitosas que, además, son negras”. La salida de Barack es aún más caótica, pero cuando habla el silencio es total. Afirma que solo se puede “progresar en los temas que nos importan” si “recordamos que todos tenemos puntos ciegos y prejuicios”, y que debemos volver a “una América donde trabajemos juntos y nos cuidemos mutuamente”. Bromea sobre el tamaño del miembro de Trump. Domina el “feel good”, siempre parece relajado. Aun jubilado es un dios demócrata.
Igual que en Milwaukee, el tercer día pasa rápido. El orador clave es Walz, a quien muestran como “coach”, una figura amistosa que le calza perfecto al humanismo de la campaña. La familia de Walz es unida: sus hijos le hacen cuernitos cuando lo entrevistan. Hablan exalumnos que relatan su solidaridad. Afuera del United Center anochece.
Walz sale al escenario con una sonrisa de oreja a oreja. No para de agradecer, pues parece sorprendido por su fortuna. Recuerda cuando Kamala lo llamó para ofrecerle el puesto y él no atendió porque venía de un número desconocido. Destaca su filosofía: “Mind your own damn business” [ocúpate de lo tuyo]. Desafía amenazas republicanas al derecho al aborto, a los derechos trans y a los sindicatos. No menciona políticas concretas. La elección la decidirá el carisma, deporte de riesgo contra Trump.
Sorprenden los oradores del último día, ante máximo cansancio e interés. El énfasis es la seguridad. Kamala, exfiscal, se quiere mostrar dura con el crimen. Protagonizan varios republicanos antiTrump, corre un rumor de que viene Bush (o Beyoncé). El exrepresentante republicano Adam Kinzinger afirma que los demócratas “son igual de patriotas que nosotros”. Kamala es “presidencial”, capaz de reunir al electorado contra Trump. Pero por más alegría y humanismo que ofrezca Harris, el que pone agenda es Trump. En Milwaukee, Biden y Harris eran oponentes; acá Trump es un espectro, un perro rabioso.
Kamala sale a las 10 de la noche. La gente sonríe, aplaude y silba, no hay persona sin cartel y suena Beyoncé. Percibo admiración y deseo sincero de ganar, pero no la devoción que sienten por Hillary u Obama. Kamala sonríe con toda la cara mientras saluda, la ovación dura minutos y se transforma en el canto eterno: “USA!, USA!”.
Es la primera vez que habla desde que es candidata: necesita presentarse. Cuenta la historia de su madre, una inmigrante de India que llegó con 19 años dedicada a curar el cáncer mamario. Le impartió a Kamala su compromiso con el trabajo y la solidaridad. Se divorció de su marido, un economista marxista jamaiquino, cuando Kamala era joven. Esconde que se crió en Berkeley, un suburbio de San Francisco asociado con el radicalismo burgués de sus habitantes. Era, dice, de los “flats”, una zona lindera de menor poder adquisitivo donde vivió unos años. Sus padres eran inmigrantes, pero con doctorados: Kamala Harris no es de clase media, aunque dice serlo porque es a quien necesita convencer.
También habla de una amiga a la que su familia hospedó cuando escapó de su casa tras años de ser sistemáticamente violada por su padrastro. Ese caso la motivó a convertirse en fiscal —cuenta— para luchar contra la injusticia, las organizaciones criminales transnacionales y la violencia de género. Sabe cómo frenar el flujo fronterizo de fentanilo (aunque el fentanilo no entre por la frontera sur) y de migrantes, y repite su promesa de aprobar el proyecto conservador de ley fronteriza.
No hace énfasis en que sería la primer presidenta mujer, negra y de ascendencia asiática. Habla de la amenaza de Trump a los derechos reproductivos, la educación pública, al estado de bienestar y la posición geopolítica de Estados Unidos. Hace una fuertísima afirmación militarista: “Estados Unidos debe siempre tener las fuerzas armadas más letales del mundo”. Israel “siempre debe tener los medios para defenderse de las amenazas” y asegura que con ella los tendrá, aunque también pide por un alto al fuego y una solución biestatal. Menciona, tras cuatro días de convención y decenas de oradoras, su única propuesta: construir tres millones de residencias para bajar el costo de los alquileres, una política apoyada por el lobby de bienes raíces. Para cerrar, afirma que “es hora de escribir un nuevo capítulo” y consigna a Trump al pasado. Quiere favorecerse del desprecio que muchos sienten por Trump. Nadie está contento con su candidatura, pero no deja a nadie afuera del panteón. La alternativa es Trump. El público le aplaude con fervor, pero sobre todo con alivio: Kamala tiene oportunidad.
Yo miro desde la platea. A mi lado, una pareja mayor aplaude y silba. Sobre el escenario, como en Milwaukee, los globos caen lentamente, tan lentamente como es posible.
La vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, en Milwaukee, Wisconsin, EE. UU., el 20 de agosto de 2024, y el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, en Bedminster, Nueva Jersey, EE. UU., el 15 de agosto de 2024. Fotografía de REUTERS
I
Fue tragedia y milagro simultáneo. Era sábado cuando una bala rozó la oreja derecha de Donald Trump, que se salvó por un giro fortuito de cabeza y la impericia del asesino.
Veremos este video hasta el hartazgo: Trump habla, mira al costado, suenan explosiones. Se lleva la mano a la oreja y se agacha, un equipo de agentes del Servicio Secreto se le abalanza. Se escucha un disparo más, con el que los contrafrancotiradores mataron a Thomas Crooks, el tirador de 20 años. Trump y su caparazón de custodios se elevan, él pide detenerse y vemos su cara manchada de sangre. Extrae el brazo y en un acto de genialidad teatral vocifera: “Fight!” [¡Luchen!], el rostro entre furia y pánico, mordiéndose el labio.
Yo estaba en el aeropuerto. Me dirigía a Estados Unidos por un mes y medio para cubrir dos convenciones —la Republicana, que arrancaba en Milwaukee el 15 de julio, dos días después de ese sábado, y la Demócrata, en Chicago— que prometían apoplejía y apocalipsis. Las convenciones partidarias del país del norte rubrican de forma legal la nominación de ambos candidatos. Los partidos están organizados a nivel estatal y cada estado envía a la convención un número de operativos locales como delegados. Esos representantes, cuyo número se determina por población, votan oficialmente la nominación. Aunque obligados por ley a votar al ganador de la primaria de su estado, pueden cambiar su voto “a conciencia”.
Me enteré primero por WhatsApp: “Se escucharon tiros en una conferencia de Trump”. Mi novia, a quien la política gringa le importa un comino, de casualidad estaba viendo el noticiero. La conclusión parecía obvia, aunque hoy, dos meses después, es evidente que no lo era. “Ahora no hay manera de que no gane”, respondí, desconcertado. La imagen de Trump (capturada por un fotógrafo del New York Times) como líder herido de resistencia y baluarte antisistema parecía llegar a un punto culminante. Trump era un fusilado vivo.
Dos semanas antes del atentado, el 27 de junio, Trump y Biden participaron del debate más tempranero de la historia de EE. UU. Los dos habían ganado sus primarias, aunque llegaban con amplio rechazo: Trump asustaba a gran parte del arco político, pero lo respaldaba un movimiento global y no paraba de recaudar. Biden, de 81 años, estaba senil e incoherente. Si bien su presidencia había traído victorias legislativas en materia ambiental y económica, derecha e izquierda percibían como imperdonable su administración del conflicto en Gaza. Hace meses que se rumoreaba su colapso cognitivo y Biden se escondía.
El debate era una oportunidad de demostrar solidez cognitiva y resultó una debacle. Trump no habló mucho y dejó que Biden, incapaz de hilar palabras sin confundirse, se enterrara solo. Terminó el debate y el pánico se comió el sistema liberal: un panel en CNN decretó el apocalipsis, sangró la sección editorial del Washington Post y los tuits expresaban ira y preocupación. Una columna de George Clooney en el New York Times que pedía la renuncia de Biden catalizó un éxodo masivo de donantes demócratas. Y esa tarde, a dos días de la coronación de Trump como líder del partido y futuro presidente, zumbaron las balas.
II
Llego a Milwaukee el domingo por la tarde. A Trump le habían disparado el día anterior; la convención comenzaba al día siguiente y todavía bailaba la incertidumbre en el aire. En el vuelo de Texas a Milwaukee se sentaron a mi lado dos señoras que también iban a la convención. Una tenía 60 años y cara republicana: rubia teñida, esbelta y quirúrgica, maquillaje caro, acento sureño, y ojos crueles pero convencidos de su propia amabilidad. Su colega, sentada al otro lado del pasillo, era una judía ortodoxa de unos 35 años con la cara inmovilizada por el bótox y ojos gélidos. Vestía de negro, pero todo lo que no era ropa —gorro, cartera, billetera, bolso— era rosa chillón. Hablaban de lo incomprensible del atentado, de lo “afortunados que somos todos” de que se salvó. Ya sabíamos que un bombero voluntario de 50 años, Corey Comperatore, había fallecido protegiendo a su familia y que había dos heridos de gravedad.
Arranco temprano el primer día. Al llegar al estadio de la convención veo el perímetro de varias cuadras que lo rodea. Nunca vi tanta policía en mi vida. Llegaron de todos lados y ninguno conoce la zona.
Tras deambular hora y media entre colinas en el calor húmedo de esta ciudad olvidable, capital de la cerveza y las Harley-Davidson, me oriento y consigo mi credencial. Voy al estadio, donde en breve comenzarán los procedimientos. En el camino, en una plaza en la que al día siguiente un policía de Ohio va a matar a tiros a un hombre negro en situación de calle, encuentro un pequeño núcleo de protestas por Palestina y antirrepublicanas, unas 300 personas. Enfrente, una contraprotesta de unos 20 individuos acusa a homosexuales, negros, judíos, musulmanes y personas proaborto de hacer el trabajo de Satanás.
El predio es enorme. Atravieso una feria de comida que vende barbacoa vegana, una sutil infiltración progresista. Frente al estadio los delegados y sus invitados se saludan como viejos amigos e intercambian tarjetas de negocios. Es el partido del networking: toda conversación termina en un intercambio de tarjetas. Yo no tengo tarjeta de negocios, lo que varias veces genera miradas de consternación paternal. Le pregunto a la gente a qué se dedican: todos tienen small businesses, pequeñas empresas, pero los gugleo y varias veces confirmo que son multimillonarios, en especial la docena que sube a hablar. Todos parecen haber pasado por la policía, ejército, guardia nacional, FBI o algún tipo de organización de seguridad, y si no ellos, sus familiares. Le agradecen en exceso a cada policía que ven.
Los blancos son absoluta mayoría. Veo muchos sombreros de cowboy —la de Texas es la mayor delegación y los acentos sureños abundan— y vestimenta formal. También hay disfraces: Sara Brady, de Idaho, se cosió un vestido para cada jornada. El del primer día incluye la foto de Trump con el puño en alto; el del segundo, la bandera libertaria.
Veo la apertura formal desde los asientos de prensa. Ningún delegado en el piso presta atención. Miro para arriba: dicta la tradición que los globos que cuelgan desde el techo solo caerán después del discurso de Trump, el último día. El líder del comité republicano nacional, Michael Whatley, sale al escenario con un martillo gigante. Declara de un porrazo “abierta” la convención. Sigue un aplauso fervoroso y un momento de silencio por los heridos y el muerto en el fatídico mitin. La senadora por Tennessee, Marsha Blackburn, sube a presentar la “plataforma” republicana, aprobada por Trump. Contiene 20 escuetas promesas escritas con mayúsculas. Entre ellas:
- Sellar la frontera y frenar la invasión de migrantes.
[…]
- Terminar la inflación y volver a América asequible de nuevo.
[…]
- Prevenir la tercera guerra mundial, restaurar la paz en Europa y en el Medio Oriente, y construir un gran escudo defensivo, domo de hierro, sobre todo nuestro país. Todo hecho en América.
La lista sigue, repleta de apocalipsis. Algunas son claras, otras menos: se habla poco de políticas concretas por fuera de la deportación masiva. El objetivo no es persuadir sino redoblar el entusiasmo de los más leales, que están aquí.
Cada día tiene un leitmotiv distinto acorde a una estricta fórmula: “Make America X Once Again”. El “Once” aggiornado al lema de Trump me confunde —¿por qué modificar un ícono?—. El tema de hoy: “Make America wealthy [rica] once again”. Es el primer día de cuatro; Trump aún no llega.
Busco gente que hable mi idioma para entender su apoyo al partido que promete deportar a sus compatriotas y familiares. Miriam Cano Gleason, peruana coordinadora de Latinos para Trump en California, me dice: “Mucha gente de nosotros [latinos] no entiende que el partido demócrata esté promoviendo la agenda del homosexualismo […] el Partido Republicano es profamilia, proeconomía […] y provida, los valores que a nosotros como hispanos más nos representan”. El público corea “Send them back!” y Miriam explica: “Los que están entrando por la frontera son terroristas de Medio Oriente y narcotraficantes”.
Detrás de mi alguien comenta: “Es Vance, ya lo confirmó”. Trump no había anunciado a su vice hasta hoy, pero la selección parece acertada. JD Vance es senador, proveniente de una familia pobre, graduado de la mejor escuela de leyes del país y exinversor de Silicon Valley. Escribió un best seller, Hillbilly elegy, que caricaturiza a los “hillbillies”, habitantes de los montes Apalaches, como pobres y drogadictos por elección. Su autor, que entonces llamaba a Trump el “Hitler de América”, usó la fama para lanzarse a la política.
Los guardias bloquean el paso a un sector del piso con una escalera hacia un palco rojo y las palabras inmortales: “MAKE AMERICA GREAT AGAIN”. Corre un rumor: va a venir. La banda empieza a tocar “God bless the USA”, que suena en todo evento republicano. Y ahí está: en un pasillo del estadio, de pie, enorme en la pantalla, con corbata roja y una venda cuadrada de tamaño y forma inexplicable sobre la oreja. El público se subleva con un aplauso. Noto un cambio en Trump: parece más lento, con gestos menos agresivos y una mirada un poco remota. Mientras sube a la plataforma donde lo espera su nuevo compañero de fórmula me pregunto si actúa. ¿Trump está golpeado? ¿O sabe que conviene mostrarse como víctima?
Con él sentado en el palco el aire se espesa. Las cabezas y los teléfonos giran en sincronía para mirarlo. El último discurso de la noche sorprende: el líder de los Teamsters, sindicato de Jimmy Hoffa, sube al escenario a aclarar que no le debe nada a ningún partido. Quiere políticas que beneficien a sus miembros y vino a Milwaukee a pedírselas a Trump, que tanto habla de los trabajadores. Su aparición sorprende porque desde el New Deal del demócrata Roosevelt los sindicatos son demócratas. ¿Otro signo de la hecatombe para Biden?
Me pierdo el ingreso de Donald el segundo día. Estabamos descansando con Juan, mi compañero de cobertura, en una zona periférica, cuando vemos entrar a un eléctrico Rudy Giuliani y le pedimos hablar cinco minutos. De cerca parece de plastilina, su traje le queda grande y chico al mismo tiempo, pero está afilado y habla claro. Recuerda cuando aseguró el suburbio bonaerense de Tigre contratado por el excandidato a presidente peronista Sergio Massa. Luego habla de Milei, tiene “esperanza” aunque no lo conoce, y “reza” por Argentina. Le preguntamos si habló con su amigo Trump posatentado y nos confirma que habló el día anterior y lo notó cambiado, “más blando”.
Volvemos al estadio. Una sucesión de sheriffs, agentes de la DEA y políticos cuentan historias de terror fronterizo. La ira del público rebalsa cuando aluden a Rachel Morin, una madre de Maryland violada y asesinada el año pasado —se supone— por un inmigrante salvadoreño indocumentado. El caso de Morin se convirtió en emblema del proyecto de deportación masiva de Trump. El público interrumpe varias veces a los oradores y corea: “Send Them Back! Send Them Back!”
Me acerco a Ileana García, senadora estatal por Florida, fundadora de Latinas & Latinos for Trump, coordinadora de la comunicación latina de la campaña de Trump en 2016 y empleada de su administración. Con mayor delicadeza que los republicanos no latinos, vaticina que de ganar la elección Trump va a “cerrar la frontera, incorporar un sistema de inmigración correcto para los que ya estaban, y el sistema no los ha podido incorporar, porque llevan mucho tiempo aquí. No lo hemos hecho porque no nos conviene”, me dice compungida.
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Sube al escenario el hermano de Morin, que critica la política migratoria de Biden y su “zar fronteriza”, Kamala Harris, que recorrió centroamérica y la frontera para entender las “causas de raíz” de la migración por orden de su jefe, el presidente, quien recibe un predecible sinnúmero de ataques por inepto, senil, débil con líderes extranjeros y socialista. A Harris la ignoran.
Los días se confunden, los discursos se parecen y el cansancio crece. Me siento afuera del estadio y Dianne, una señora blanca y sureña de ojos amables y unos 60 años se me acerca, cigarrillo y cerveza en mano. Confiesa haber sido demócrata en otra vida. Dejó el partido porque Clinton le parecía un “sociópata”. En 2016 desconfió de Trump; es la primera y única persona que reconoce no haberlo votado ese año. Es fan de Elon Musk, al que considera un “visionario”, y para ella lo más importante es que el aborto se legisle a nivel estatal y asegurar la frontera. No quiere la tercera guerra mundial, pero ser fuerte le parece importante. Sus hijas son demócratas y les cuesta hablar de política; no cayó bien que viniese a Milwaukee. Mientras prende otro cigarrillo me dice que está muy contenta rodeada de compañeros, tomando cerveza y fumando. Así para todos: Milwaukee es un evento comunitario.
Es la primera o segunda convención de todos. Trump logró un control total, rehízo el partido a su medida y lo pobló de sus seguidores. A diario se multiplican las imitaciones de la venda que tiene en la oreja. No encuentro disenso ni diferencias ideológicas. Su hegemonía aplasta.
Hablan los hijos de Trump, Donald Jr. y Eric. Don Jr., que primero le cedió el escenario por unos minutos a su hija de 18 años, que homenajea a Corey Comperatore y el público corea su nombre una vez más. Su discurso es una revoltura de cosas ya dichas, entre ellas la frase que más arenga al público: “¡Los demócratas ni siquiera pueden definir qué es una mujer!”. No es una oradora nata. Se viraliza una imagen de Trump dormido mientras habla su hijo. La desmienten pronto, pero su credibilidad ejemplifica el aburrimiento que inspira escuchar a Don Jr. Eric; quien, por su parte, enfatiza la nobleza del sacrificio de su papá: dejar atrás su “increíble imperio de los negocios” para devolverle a su país la prosperidad: “No fue una decisión tomada por necesidad, no fue una decisión que fuese a enriquecer a su familia”. Tanto Don Jr. como Eric cuentan que su papá les dice que los ama y les da un beso en la mejilla todas las noches.
A Vance lo presenta su esposa, Usha, de origen hindú y pasado demócrata. Se conocieron en Yale, donde estudiaron abogacía. Temblorosa, se acomoda compulsivamente el pelo. Detalla sonriente la personalidad de su marido: “Su idea de un buen rato es jugar con cachorritos y mirar la película Babe”. Los padres de Usha son inmigrantes de India, académicos adinerados. Me pregunto si su incomodidad es falta de experiencia o disonancia.
Vance se presenta con chistes coreografiados y habla sobre el horror del atentado, al que conecta con esfuerzos demócratas contra Trump: lawfare, difamación en medios, retórica extrema. “No tenía por qué tolerar todo esto, pero lo hizo porque ama a este país”. Veo a Usha, incómoda, sentada con Donald, que sonríe complacido. “¿Qué nos dijo sobre esa tarima? Que luchemos”.
Vance no tiene el magnetismo de Trump, el carisma innato y ojo irónico que venden el ardid trumpista de ser uno más. El discurso del autor multipremiado parece escrito por focus group para esconder que no es un “hombre olvidado”, sino un multimillonario graduado de Yale. Él es la élite. Describe la nación y tradición americana como “un grupo de gente con una historia en común y un futuro compartido”. Parte de esa tradición es “recibir” gente como la familia de Usha, “pero bajo nuestros términos”.
Su familia disfuncional y empobrecida le legó solo “un pequeño lote fúnebre” en la zona carbonífera de Kentucky. Ahí hay enterrada gente “que nació en la era de la guerra civil” —la referencia no es casual— y, si lo entierran a él y a sus hijos allí, habrá siete generaciones “que lucharon por este país, que construyeron el país”. Su conexión con la tierra de la nación pasa por la sangre derramada, como decía Hitler. En Hillbilly elegy Vance alude a una historiografía ultraderechista que explica la guerra civil por supuestas diferencias étnicas: el Norte desdeñaba al Sur porque los habitantes de este último eran de herencia celta. Es un guiño a sectores extremistas.
Los guiños no suman votos. Trump lidera porque no tiene inspiraciones ni referencias, porque es sui generis. Vance no tiene su transparencia. Cuando termina de hablar sale su familia entera al escenario. Se abrazan; saludan. Miro los globos del techo. Mañana caerán.
El cuarto día se resume así: hoy habla Trump. Todo lo anterior es preludio. Me regalan una maraca plástica en un evento para latinos republicanos. Una delegada me repite que los valores hispanos son los valores de Trump. En su casa de infancia, como en toda casa católica del país, colgaban imágenes de Kennedy y el papa. Hoy hay una más: Trump.
Empiezan los preparativos. Habla el expresentador de Fox News y heredero multimillonario, Tucker Carlson. La gente se abalanza, le aplauden, le gritan, lo veneran: es la voz de su verdad y él devuelve con creces. Bromea, conversa. Es el único orador sin teleprónter, solo un cronómetro. Habla con una naturalidad que sólo tiene Trump. Él podría ser el heredero.
El peleador de lucha libre Hulk Hogan entra ondeando una bandera de Estados Unidos. Mientras habla, con anteojos de sol en la cabeza y bigote de motociclista impoluto, Hogan se agarra el cuello de la remera y la desgarra: “¡Trataron de matarlo y no pudieron!”. Le sigue el dueño de la liga de artes marciales mixtas UFC (Ultimate Fighting Championship), Dana White, que interrumpió sus vacaciones para presentar a Trump. White se va y las pantallas se vacían. La atención del público se afila, hay un silencio inquieto. La pantalla del centro se eleva para revelar la palabra clave: TRUMP. Y allí está Donald.
La música y el aplauso saltan a pulso febril, su gente silba y vitorea, aunque están agotados. Lo esperamos por cuatro días. Hace seis casi lo matan. Se detiene en el centro del escenario. El terremoto de aplausos hace temblar el andamiaje. Agradece, se toma su tiempo. Acepta la nominación y sus devotos lo interrumpen para corear su nombre. Agradece al pueblo por el amor y el apoyo tras el intento de asesinato, dice que es la única vez que detallará lo ocurrido porque es “demasiado doloroso”. Es extraño ver a Trump tan sincero —siempre es honesto, pero también irónico y jocoso—. El miedo y el dolor no figuran en su registro habitual. Felicita a su público por su valentía, por no huir despavoridos y luchar con él. Nombra a los heridos y homenajea al fallecido. Corean el nombre de Corey y unos asistentes traen su traje de bombero al escenario. Trump lo acaricia, hace pausas, duda y le tiembla la voz: está al borde de las lágrimas. Anuncia que su campaña recaudó 6.3 millones de dólares para las familias: saca un cheque del bolsillo y lo muestra. Pide un momento de silencio y cierra los ojos.
Ahora sí vuelve a ser Trump, aunque apagado, difuso. Critica a Biden, a Kamala, al sistema que lo persigue y difama, pero falta chispa. Habla por hora y media y parecen tres, el discurso es repetido y engorroso. Hace una acusación que sorprende: dice que el crimen está bajando en Venezuela y El Salvador (país de su aliado, Bukele) porque envían a sus criminales a Estados Unidos. También me lo dijeron latinos: Estados Unidos hoy se parece a los países de los que huyeron. Se enmaraña desmintiendo acusaciones demócratas y presumiendo sobre su invulnerabilidad judicial. Miro el teleprónter y veo que lo sigue a rajatabla.
Dejo la esquina del escenario y deambulo para observar a su público. Muchos están atentos, pero otros bostezan, miran el celular o cuchichean. Quizá siempre es así, quizá el punto no es oír a Trump, sino juntarse con otros seguidores. O quizá está aburrido.
Me instalo entre un periodista y una pareja de delegados. Sin mayor interacción o explicación, el delegado detrás de mí se enoja: “Si no te mueves, te muelo a golpes”. Su mujer ve mi credencial de prensa y lo calla. Llama a un guardia, le dice que me corra. El guardia amenaza con llamar al Servicio Secreto.
“Juntos vamos a salvar a nuestra república y recibiremos los ricos y maravillosos mañanas que merece nuestra gente”, dice Trump, pronto a terminar. Los aplausos son tenues. El discurso no tiene un punto culminante, no asciende en fervor. Le falta un cierre que queme. Agradece y entona su himno, “Make America great again”, pero la respuesta es pálida. Los perdió en algún lado; quizá se perdió él. Sale Melania, su esposa, ausente del resto de la convención, y lo besa. Salen Vance y Usha con los hijos y nietos de Trump.
La familia forma una fila sobre el escenario, aplauden y saludan. Un tenor canta “Nessun Dorma” y las luces titilan. Ahora sí caen los globos. Lento, tan lento como es posible.
III
La Convención Republicana parece exitosa y termina un jueves. Ese domingo Biden sube a X una carta que liquida su candidatura y otra que nomina a Kamala Harris. El partido demócrata le entrega la candidatura a su vice, impoluta de los errores de Biden, con tres décadas menos y ni un voto en primarias.
Harris espera a la convención para dar su primer discurso. Recauda montos récord y hace foco en su jovialidad y no propone nada específico. Su destreza para no tomar posición caracterizó su carrera política desde que fue fiscal general de San Francisco, California, senadora y luego vicepresidenta. Es la fiscal que defiende al país de Trump.
Solo falta un vicepresidente, y Harris elige a Tim Walz, gobernador de Minnesota, exdocente de escuela pública y reservista de la Guardia Nacional por 24 años. Un hombre blanco de 60 años, de clase media, canoso y afable. Para colmo, es exentrenador de futbol americano. Walz no parece político y eso le da un encanto único. Define a Trump, y sobre todo a Vance, como “raros”: ineptos sociales sin humanidad.
Trump y Vance no tienen respuesta. Los paraliza un cambio inesperado y Kamala está por todas partes. Significa poco: por un sistema electoral desigual, Kamala Harris va a tener que ganar bastante más de la mitad del voto. El poder lo tienen los votantes indecisos de un puñado de estados.
IV
Llego a Chicago, dulce hogar y rosa de los vientos. Es sábado 17, dos días antes de la Convención Demócrata. Es la ciudad adoptiva de Barack Obama, el fantasma que acecha al partido. Su discurso en la convención de 2004 lo encaminó hacia la Casa Blanca y es el texto madre del imaginario demócrata. Obama les vendió su candidatura a los sindicatos, a los CEO, a Wall Street, a los profesores universitarios, a los blancos ricos y a los negros pobres. Las contradicciones caracterizan y derrotan a un partido formado en oposición a la abolición de la esclavitud y que representa el laborismo, las minorías y las élites.
El domingo, antes del inicio de la convención, voy al Art Institute de Chicago. Veo Untitled, New York, la escultura de Cy Twombly de 1953 que parece una flauta de pan mal hecha o una estatua destartalada construida con mangos de cucharas y piolines. Estaba pintada de blanco hace medio siglo, pero ahora se despinta y trasluce la nostalgia irónica de Twombly hacia el mundo grecorromano, cuya memoria es irrecuperable y artificial. Nostalgia y mitología pugnan esta semana: Obama, democracia y tecnocracia, Clinton, Biden, Harris, Kennedy, Roosevelt, el New Deal, justicia y progreso, identidad e historia. Mito y realidad se confunden en la Grecia demócrata.
Salgo del museo y veo la primera protesta por un alto al fuego en Gaza (y, en este caso, por el derecho al aborto, representado por varias mujeres disfrazadas de pastillas de mifepristona). El despliegue policial es apabullante, pero coreografiado: usan bicicletas como cercos móviles para contener a la gente. Suenan bocinazos de apoyo e insultos en igual medida. Hay menos de mil personas. El resentimiento a Biden por su manejo del conflicto hacía probable que la convención y sus alrededores estallaran. Desde que la nominada es Harris, a la que ambos lados culpan en menor medida por el conflicto, la energía que tuvieron las movilizaciones se evaporó. Me alejo; anochece y necesito descansar.
La convención es en el United Center de los Chicago Bulls, pero el lunes en la mañana voy a un laberíntico centro de convenciones secundario donde son los caucus, paneles demócratas que cubren intereses particulares y horizontalizan el proceso político. Me dirijo al caucus latino para ver cómo piensan sobre el grupo demográfico que más crece y al que más apuestan: el 60% de los latinos prefiere a los demócratas. En 2020 ese número bajó en estados clave y los republicanos vaticinaron una oleada de voto latino a Trump que aún no se ha dado.
El salón está casi vacío. Los oradores dicen y repiten que lo más importante es “hacer lo mejor para nuestra gente” y que “nuestra gente tiene que estar en la mesa”, que “cuando luchamos, ganamos”. Hacen hincapié en que se debe convencer a la gente de votar.
Los paneles sobre la frontera critican a Trump por matar una reforma inmigratoria que Biden armó con líderes republicanos. Trump mató el proyecto, que era muy conservador, porque le habría dado una victoria a Biden. Expandía la capacidad de detención de la migra, facilitaba el rechazo prejudicial de pedidos de asilo y subía el umbral evidenciario necesario para recibirlo, además le permitía al Departamento de Seguridad Nacional cerrar la frontera.
Por sorpresa, aparece Tim Walz a hablar con el caucus hispano. El público escueto se abalanza. Despeinado y enérgico repite que “la gente no quiere votar en contra de algo. Quieren votar a favor de algo”. Da a entender que él y Harris van a generar propuestas que respondan a las necesidades de su base electoral; por ahora, no presentaron nada.
Terminan los paneles y, como el evento principal arranca en unas horas, voy a ver lo que será la marcha más importante de la semana en torno a Palestina. Los organizadores esperaban unas 15 000 personas y el despliegue policial es igual de impresionante que el de ayer, aunque estamos en un suburbio alejado, pobre y negro afuera del enorme perímetro de la convención. Hay periodistas con cascos, chalecos y máscaras de gas. Me encuentro con Juan y seguimos la marcha. Hay, como mucho, 5 000 personas. Es un fracaso, con poca gente y una convención que sigue como si nada. Nos vamos a ver la apertura. Una vez que entramos al perímetro, tiran abajo un cerco exterior.
En los pasillos internos del estadio cuesta circular, hay una multitud. Esta convención es gigante: hay casi 5 000 delegados más alternos e invitados; en Milwaukee había menos de 2 500. Bajo al piso de la convención para estar cerca de los delegados y verlos reaccionar a los discursos, pero el Servicio Secreto restringe el acceso y vuelvo a los asientos de prensa.
Una de las primeras oradoras es Alexandria Ocasio-Cortez, recibida con sorprendente calidez por el público. Lidera un movimiento electoral de izquierda surgido tras la candidatura del senador Bernie Sanders en 2016. Es de las pocas figuras de izquierda que tiene poder dentro del partido, buena relación con Biden y fama nacional. Afirma que Biden y Harris buscan sin cesar un alto al fuego en Gaza, así como recuperar a los rehenes, y sitúa la campaña de Harris cerca de su propia historia: “Solo gracias a los milagros de la democracia y la vida comunitaria” pudo salir de la precariedad de su vida en el Bronx. Le aplauden y corean su nombre. Que los demócratas reciban así a una persona de su ideología es novedad: en 2020 le dieron 90 segundos.
Estoy en una escalerilla al costado del escenario cuando habla Hilary Clinton, derrotada por Trump en el 2016, pero protagonista del panteón demócrata. Es lo que podría haber sido, el progreso entendido como romper techos de cristal. “Casi 66 millones de personas votaron por un futuro en el que nuestros sueños no tengan techo”. El aplauso es largo y emotivo: es un ícono, aunque su conservadurismo e ineptitud estratégica consolidaron a Trump. Aquí nadie la culpa por perder, responsabilizan a alguna abstracción incontrolable, a Rusia o a la misoginia. Su presencia obvia diferencias con Harris: Hilary es parte de la ultraélite global desde hace 30 años, amiga del pedófilo Jeffrey Epstein. Kamala parece normal.
Los discursos del primer día le agradecen a Biden y el público corea: “Thank you, Joe”. Hoy se despide de la política. En primera fila aplaude y sonríe Nancy Pelosi, artífice del pase de mando. Ayudantes con chalecos de alta visibilidad distribuyen carteles que dicen “WE <3 JOE”. La ovación es gigante cuando Biden sale. Camina lento y se aferra al púlpito con lágrimas en los ojos. Arranca con fuerza, repasa sus logros y enfatiza que Trump sería una tragedia. Corrige el teleprónter, improvisa anécdotas y chistes. Se confunde alguna vez, pero apenas. Controla al público con maestría, remarca la nobleza de su dimisión. Ama a su país más que a sí mismo y por eso da un paso al costado.
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Biden sale por la puerta grande, pero le quedan meses de mandato. Termina de hablar tras casi una hora, bendice a las tropas, agradece y golpea el podio con frustrada plenitud como para decir: ahí tienen, ¿ven que puedo? Conmueve: su performance perfeccionada por décadas le gana a mi sangfroid periodística.
El segundo día me acerco a un evento en el Hilton del centro de Chicago. En una discusión sobre el voto latino aprendo que, según la consultora Equis, la ciudadanía para inmigrantes es la decimotercera preocupación de los votantes latinos, y el 45% (y el 42% de los demócratas) apoya una deportación masiva. Su primera preocupación es la violencia con armas de fuego; la segunda, el costo de vida. Los demócratas piensan que el cambio demográfico o legislar la frontera les dará el voto latino, pero no. El desinterés republicano en apelar a categorías identitarias los fortalece y acerca a la verdad clintonista: ¡es la economía, estúpido!
De vuelta en el United Center, veo a los 30 delegados del movimiento No Comprometido sentados frente al estadio protestando el manejo de Biden en Gaza. Piden un orador palestino que hable sobre el conflicto, incluso junto a familiares de rehenes y con un discurso aprobado por la campaña de Harris. Recibieron 700 000 votos en las primarias, pocos a nivel nacional, pero claves en Michigan. Apoyar a Israel sin dudar es un pilar de ambos partidos, y que Harris muestre dudas puede ser caro: tiene poco apoyo electoral, pero elevada aprobación entre donantes.
Entro al estadio. Hoy hablan los padres de Hersh Goldberg-Polin, uno de los ocho ciudadanos estadounidenses todavía secuestrados por Hamas. Los padres de otro rehén estadounidense, Omar Neutra, hablaron en la Convención Republicana llenos de ira y dispuestos a explicitar su apoyo a Trump. Los Goldberg-Polin enfatizan que recuperar a los rehenes va más allá de la política, piden por su hijo y los rehenes, pero también por el fin del sufrimiento en Gaza: “Hay un exceso de agonía en ambos lados del conflicto. En una competencia por el dolor no hay ganadores”. Una semana después, Hamas ejecutó a Goldberg-Polin junto a cinco rehenes cuando fuerzas israelíes realizaron una operación de rescate.
La salida de Michelle Obama produce un aplauso frenético, casi desesperado. Dicen que aborrece la política, pero es locuaz y encantadora; se muestra como una más sin esconder su inteligencia. El público convierte sus frases en lemas: “Do something” [haz algo] es leitmotiv de la convención. Habla de su madre fallecida hace meses y dice que dudó en venir porque Chicago, su ciudad natal, le traía recuerdos. Critica a Trump: “Se siente amenazado por dos personas trabajadoras, altamente educadas y exitosas que, además, son negras”. La salida de Barack es aún más caótica, pero cuando habla el silencio es total. Afirma que solo se puede “progresar en los temas que nos importan” si “recordamos que todos tenemos puntos ciegos y prejuicios”, y que debemos volver a “una América donde trabajemos juntos y nos cuidemos mutuamente”. Bromea sobre el tamaño del miembro de Trump. Domina el “feel good”, siempre parece relajado. Aun jubilado es un dios demócrata.
Igual que en Milwaukee, el tercer día pasa rápido. El orador clave es Walz, a quien muestran como “coach”, una figura amistosa que le calza perfecto al humanismo de la campaña. La familia de Walz es unida: sus hijos le hacen cuernitos cuando lo entrevistan. Hablan exalumnos que relatan su solidaridad. Afuera del United Center anochece.
Walz sale al escenario con una sonrisa de oreja a oreja. No para de agradecer, pues parece sorprendido por su fortuna. Recuerda cuando Kamala lo llamó para ofrecerle el puesto y él no atendió porque venía de un número desconocido. Destaca su filosofía: “Mind your own damn business” [ocúpate de lo tuyo]. Desafía amenazas republicanas al derecho al aborto, a los derechos trans y a los sindicatos. No menciona políticas concretas. La elección la decidirá el carisma, deporte de riesgo contra Trump.
Sorprenden los oradores del último día, ante máximo cansancio e interés. El énfasis es la seguridad. Kamala, exfiscal, se quiere mostrar dura con el crimen. Protagonizan varios republicanos antiTrump, corre un rumor de que viene Bush (o Beyoncé). El exrepresentante republicano Adam Kinzinger afirma que los demócratas “son igual de patriotas que nosotros”. Kamala es “presidencial”, capaz de reunir al electorado contra Trump. Pero por más alegría y humanismo que ofrezca Harris, el que pone agenda es Trump. En Milwaukee, Biden y Harris eran oponentes; acá Trump es un espectro, un perro rabioso.
Kamala sale a las 10 de la noche. La gente sonríe, aplaude y silba, no hay persona sin cartel y suena Beyoncé. Percibo admiración y deseo sincero de ganar, pero no la devoción que sienten por Hillary u Obama. Kamala sonríe con toda la cara mientras saluda, la ovación dura minutos y se transforma en el canto eterno: “USA!, USA!”.
Es la primera vez que habla desde que es candidata: necesita presentarse. Cuenta la historia de su madre, una inmigrante de India que llegó con 19 años dedicada a curar el cáncer mamario. Le impartió a Kamala su compromiso con el trabajo y la solidaridad. Se divorció de su marido, un economista marxista jamaiquino, cuando Kamala era joven. Esconde que se crió en Berkeley, un suburbio de San Francisco asociado con el radicalismo burgués de sus habitantes. Era, dice, de los “flats”, una zona lindera de menor poder adquisitivo donde vivió unos años. Sus padres eran inmigrantes, pero con doctorados: Kamala Harris no es de clase media, aunque dice serlo porque es a quien necesita convencer.
También habla de una amiga a la que su familia hospedó cuando escapó de su casa tras años de ser sistemáticamente violada por su padrastro. Ese caso la motivó a convertirse en fiscal —cuenta— para luchar contra la injusticia, las organizaciones criminales transnacionales y la violencia de género. Sabe cómo frenar el flujo fronterizo de fentanilo (aunque el fentanilo no entre por la frontera sur) y de migrantes, y repite su promesa de aprobar el proyecto conservador de ley fronteriza.
No hace énfasis en que sería la primer presidenta mujer, negra y de ascendencia asiática. Habla de la amenaza de Trump a los derechos reproductivos, la educación pública, al estado de bienestar y la posición geopolítica de Estados Unidos. Hace una fuertísima afirmación militarista: “Estados Unidos debe siempre tener las fuerzas armadas más letales del mundo”. Israel “siempre debe tener los medios para defenderse de las amenazas” y asegura que con ella los tendrá, aunque también pide por un alto al fuego y una solución biestatal. Menciona, tras cuatro días de convención y decenas de oradoras, su única propuesta: construir tres millones de residencias para bajar el costo de los alquileres, una política apoyada por el lobby de bienes raíces. Para cerrar, afirma que “es hora de escribir un nuevo capítulo” y consigna a Trump al pasado. Quiere favorecerse del desprecio que muchos sienten por Trump. Nadie está contento con su candidatura, pero no deja a nadie afuera del panteón. La alternativa es Trump. El público le aplaude con fervor, pero sobre todo con alivio: Kamala tiene oportunidad.
Yo miro desde la platea. A mi lado, una pareja mayor aplaude y silba. Sobre el escenario, como en Milwaukee, los globos caen lentamente, tan lentamente como es posible.
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