Un grupo de artistas de origen mexicano irrumpió en los viñedos propiedad Donald Trump en Virginia, Estados Unidos. Era el performance de una protesta colectiva, el reclamo por la falta de certezas en los últimos años. A los empleados de la Trump Organization les repartieron sudaderas que decían “No somos invisibles”.
A Ana Teresa Fernández le gustan las empresas imposibles. Una mañana de 2002 viajó con su madre a la frontera, a las playas de Tijuana, donde la cerca parte el mar en dos. Fue a conocer las historias de los que cruzan, a ver la piel del muro que no conocía entre México y Estados Unidos. Impotente y adolorida se puso a barrer la arena y a trapear el mar, lo hizo con un vestido de tango —que era parte de un proyecto artístico que había desarrollado meses atrás—, los migrantes extrañados que veían la escena le ofrecieron ayuda y otros le dieron ánimos. Así fue su primera protesta, tenía 21 años. Fernández regresó diez años después al mismo lugar con cinco galones de pintura, un gris azulado que simulaba la neblina y con el que desapareció el muro. Comenzó a las 7 de la mañana y esa misma tarde un corredor del lado mexicano descubría lo imposible: el muro se había borrado ante sus ojos. La artista pintaba los barrotes de color cielo y la ilusión de miles engañaba al cerebro con un muro difuminado, una puerta abierta, le llamó Borrando la frontera.
Originaria de Tampico, Tamaulipas, creció entre árboles de mangos y cocodrilos de la Laguna del Carpintero. Un día su padre, cardiólogo de profesión, les dio la noticia de que se mudaban a San Diego cuando ella apenas tenía 11 años. Desde ese momento se fue del país, aunque lo seguiría habitando a la distancia, con todo lo que extrañaba y que había dejado atrás: primos, amigos, la primera infancia. En su adolescencia comprendió que no había sido tan mala idea. Movida siempre por el arte, un amigo le sugirió mostrar su portafolio a profesores del Instituto de Arte de San Francisco; lo que tenía no era un portafolio pero sí un pliego de 18 metros donde había dibujado decenas de caballos, obtuvo así su carta de aceptación.
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Su más reciente empresa la realizó, del otro lado del muro, el 10 de abril de 2021. Tatuó en el corazón de los viñedos de Donald Trump, en el estado de Virginia, a menos de 20 minutos de Charlottesville, la palabra “verdad” en inglés, una que le parecía estuvo tan ausente los últimos cuatro años que debía nombrarla, ponérsela en su cara, y así lo hizo. La plasmó en una inmensa escultura de tablas de 40 metros de largo y 10 de alto, la pieza se título TRUTH Table, y llevó consigo un estruendo mudo inscrito. Fernández quería una pieza que le hablara al expresidente, que lo incomodara. “Los cuatro años que acabamos de vivir fue una ausencia inmensa de cualquier certeza, nos hizo falta tanto la verdad”, dice. Las inmensas tablas que daban forma a las letras estaban envueltas en mantas isotérmicas que también cubren a los cientos de niños migrantes que son separados de sus familias en la frontera con México y trasladados a celdas extremadamente frías. Las metáforas están cruzadas, explica la artista, estas mantas fueron creadas en los años sesenta por la NASA para proteger a los astronautas, nacieron por y para la exploración, el viaje, y ahora son utilizadas para dar calor a miles de personas encerradas a quienes se les ha negado la posibilidad de migrar, de explorar.
Entre migrantes, activistas e invitados de la comunidad de Charlottesville, cuando se colocaron cada una de las letras de la palabra truth aquella tarde de abril, el espectador entendió su propósito último: mesas de reunión. Alrededor de la “T” y la “U” se sentaron algunos niños, en la “R” una familia que no paraba de reír, y junto a la “H” algunos periodistas invitados. La palabra exhibía su ausencia: brillaba al sol por las mantas y congregaba a varios artistas migrantes que también llegaron aquí a exhibir su trabajo frente al Hotel Albermarle de la familia Trump.
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A finales del siglo pasado, Patricia Kluge decidió emprender la tarea paciente e impredecible de hacer vino. Propietaria de poco más de 250 hectáreas en el estado de Virginia, empeñó gran parte de lo que tenía en ese sueño. Tras un esfuerzo titánico llegaron las primeras botellas, años buenos, años regulares, se dio cuenta que era una carrera maratónica que no conocía de prisas ni improvisaciones. Parecía tener rumbo hasta que llegó el fatídico 2008. Los intereses de los préstamos bancarios se volvieron impagables, los bancos apretaron el cuello de cientos de miles en Estados Unidos y a ella le arrebataron sus tierras, lo perdió todo —o casi todo—, excepto dos hectáreas y media en el centro de sus viñedos que estaban a nombre de su único hijo, John Kluge, y eso no se lo pudieron quitar.
Crisis de millones, oportunidades de unos cuántos, Donald Trump aprovechó las circunstancias: una propiedad a la cual se le habían invertido cerca de 200 millones de dólares, la compró por seis. “It was amazing”, comentó Trump sobre su inversión. La balanza se inclinó hacia su fortuna. Ahí comenzó la historia del expresidente con estas tierras que las convirtió en su refugio vinícola, que alberga un hotel con noches que van de los 250 a los 1 000 dólares y un salón de eventos que tiene un costo de 10 500 dólares el día en temporada alta. Junto a ellos una tienda con área de degustación con una vista que da a todo el valle, donde los fanáticos del expresidente pueden comprar la colección completa de 12 vinos de la región por 373 dólares y acompañarla con un osito de peluche con la palabra “Trump” en el pecho.
El paisaje es idílico, en medio de los viñedos un lago acompaña las oficinas de The Trump Organization y junto a ellas encontramos un invernadero cubierto de ventanales que, todas las proporciones guardadas, da un aire al Palacio de Cristal de Madrid. Este lugar pertenece a la familia Kluge, un fragmento que se salvó en medio del desastre de haberlo perdido todo; las casi tres hectáreas son propiedad de John Kluge, hijo de Patricia y John Werner Kluge, un empresario alemán que migró a Estados Unidos y se convirtió ahí en uno de los magnates de los medios de comunicación, cuya fortuna estaba valuada en casi 7 billones de dólares en 2009, poco antes de su muerte en 2010.
Un grupo de artistas de origen mexicano irrumpió en los viñedos propiedad Donald Trump en Virginia e hizo una protesta colectiva, el reclamo por la falta de certezas en los últimos años.
Su hijo, John Kluge, un joven emprendedor sólo ha tenido que verse en un espejo para entender que su padre fue migrante, que su madre es migrante y que Estados Unidos se fundó con la fuerza laboral de millones de ellos que tuvieron al inglés como segundo idioma. Desde hace varios años fundó la Refugee Investment Network, una organización dedicada a crear soluciones a largo plazo para la migración forzada. Durante casi una década ha apoyado e impulsado a cientos de personas que llegaron a Estados Unidos en busca de un hogar, pero se han encontrado con la hostilidad de las leyes antiinmigrantes.
Vecino obligado de Trump por el azar de una crisis financiera, después de muchos años de abandono, John Kluge decidió sembrar en este invernadero una protesta pacífica y poderosa en contra del racismo evidente del expresidente. Así nació el proyecto de una instalación colectiva, el performance “TRUTH Farm” donde participaría Ana Teresa Fernández, entre otros artistas migrantes. La semilla empezó a germinar tras una conversación entre Kluge y Enrique Perret, director de la US-Mexico Foundation, quienes decidieron convocar artistas para alzar la voz con su trabajo y hacerlo en un lugar que observe la familia del expresidente al salir a su terraza.
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Ana Teresa Fernández no llegó sola, su voz tuvo eco en varios colegas que vieron esta “granja de la verdad” como una invitación imposible de rechazar: “¿es en medio de los viñedos de Trump? ¿dentro de su propiedad?”, le preguntó el artista Ronald Rael cuando atendió su llamada telefónica. Rael no necesita presentación en el mundo del arte fronterizo: profesor de la carrera de Arquitectura en la Universidad de Berkeley, ha dedicado su trabajo a visibilizar la belleza de la migración a través del arte. En 2019 instaló un subibaja en medio del muro y eso lo llevó por todo el mundo. “Al atravesar a la bestia, con ese palo que sube y baja, la terminamos derrotando”, repite Rael cuando habla de su trabajo.
Rael vive en la misma casa que construyeron sus abuelos, entiende el arte como algo que sucede, que integra, que funciona. Cuando habla en español sonríe y dice que él no cruzó la frontera, sino que la frontera lo cruzó a él. Hizo un horno de barro, lo construyó con tabiques que trajo de una escuela de su comunidad al sur de Colorado. Mientras lo hace con sus propias manos, empieza a quemar algunos pedazos de madera en su interior, el humo rompe el paisaje boscoso de Virginia y éste advierte que algo se extingue; en varias camionetas decenas de trabajadores de los viñedos de Trump asoman la mirada para ver qué es eso que ha roto el cielo. ¿Es una chimenea? “El horno une, reconstruye al migrante que busca calor, comida, plática y descanso, eso es el horno, no sólo sirve para calentar frijoles y tortillas, une a las personas con la tierra que pisan y que también les da de comer, nos hace igual a todos”, dice Rael. Lo que nunca pensó Trump: su tierra convertida en horno tira cualquier muro.
Ana Teresa Fernández no llegó sola, su voz tuvo eco en varios colegas que vieron esta “granja de la verdad” como una invitación imposible de rechazar.
En el invernadero de Kluge no hay plantas, pero sí hay mantas de niños y padres que se niegan a ser invisibles, es el trabajo de Arleene Correa Valencia, una joven dreamer que ha vuelto a respirar por la reactivación del programa DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals). Artista por herencia paternal, ha vivido 24 de sus 27 años en Estados Unidos, su español es perfecto. “Mis padres fueron cabrones”, dice entre risas —el idioma siempre por delante—, “es lo que me conecta con ellos, el día que olvide el lenguaje será el día que deje de sentirlos”. Su trabajo es conmovedor: instantes en tela de figuras bordadas que representan familias que abrazan a sus niños; las siluetas se distinguen en el día, pero es en la oscuridad cuando tienen sentido. Bordadas con distintos materiales, cuando llega la oscuridad el borde de las figuras delimitan las fronteras resaltando a los que se van, niños arrebatados de sus padres, la obra juega con el sueño de tantos casi inalcanzable. El trabajo de Correa Valencia se titula Somos visibles/ we are not invisible.
El performance casi termina. Todos portan sudaderas fosforescentes, incluyendo a John Kluge, Ana Teresa Fernandez, Ron Rael, Arleene Correa Valencia y Enrique Perret. En el pecho de todos se lee: “No somos invisibles”. Han traído cientos de ellas. Esa noche las repartieron en los viñedos de Trump, se las dieron a las decenas de trabajadores que con una sonrisa aceptaron el regalo y contestaron al unísono y en perfecto español: “muchas gracias”.
Ahí, en ellos, se encuentra la verdad.
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