Caníbal: Indignación total, cuando algo no tiene rostro, ponle máscara de monstruo
La serie fue vista por más de 16 millones de espectadores (al menos, sus primeros tres episodios), pero ¿acierta en su forma de “crear conciencia” sobre los feminicidios? ¿Elegir un “monstruo” –el asesino serial Andrés Mendoza– nos dice algo realmente sobre esta crisis que se vive en México?
Hoy México es un país de feminicidios. No hay otra manera de decirlo. Ante la falta de claridad en las cifras oficiales y las discrepancias entre las tipificaciones estatales de este delito, varias organizaciones, medios y especialistas aseguran que un promedio de once mujeres son asesinadas diariamente en el país. Es en este contexto donde, según sus realizadores, pretende insertarse Caníbal: Indignación total (2022), una serie documental producida por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y Camila Producciones que relata el inquietante caso de Andrés Mendoza, el “caníbal de Atizapán”, un hombre que cometió actos atroces durante tres décadas. Este producto es imposible de abordar en los mismos términos o bajo los mismos estándares que los de cualquier otro programa de televisión, tanto por la relación entre el ejercicio de narración con su contexto inmediato como por la condición de sus propios emisores y las circunstancias en las que la fue desarrollado y recibido.
Un true crime demasiado cercano
Caníbal: Indignación total parte de un artículo de Javier Tejado Dondé para El Universal y de una investigación más extensa derivada de éste. A lo largo de cinco capítulos de media hora, que fueron transmitidos entre el lunes 27 de junio y el viernes 1 de julio a las once de la noche por Canal 22, Justicia TV y Las Estrellas, la serie documental intercala el relato del caso y la detención de Andrés Mendoza con opiniones de especialistas en violencia de género, procesos judiciales, testimonios, dramatizaciones, material de archivo de noticiarios, extractos de documentos oficiales, fotografías y videos con evidencia.
Cada episodio de la serie se centra en un punto clave para la construcción del caso: el hallazgo del cuerpo de la víctima que llevó a la detención de Mendoza, la imagen que sus vecinos tenían de él, la revelación de su lado oscuro, su sentencia y la gran conclusión que amalgama todo lo que este caso, en teoría, tendría que decirnos sobre la crisis de feminicidios que atraviesa al país. A la vez, existe un arco narrativo bajo una lógica completamente televisiva que estructura cada una de las emisiones: se inicia con la presentación de alguna intriga que abona al conflicto general, se prosigue con un desarrollo que incorpora la exposición de los elementos antes enlistados y se cierra con un cliffhanger para que no haya de otra más que sintonizar el siguiente episodio. Todo esto interrumpido en algún momento por anuncios de shampoo y toallas sanitarias, y seguido inmediatamente por un programa nocturno de videos graciosos y risas falsas.
Los episodios de Caníbal: Indignación total se presentan con el tono inconfundible de true crime —un género popularizado a partir de producciones estadounidenses que ha remontado de manera impresionante en tiempos recientes, en particular dentro de las plataformas de streaming y el formato de pódcast—, que se caracteriza por hacer énfasis en detalles escabrosos y generar la sensación de otorgar acceso completo a todos los rincones de casos inquietantes y misteriosos. Las recreaciones de momentos clave —o solamente impactantes— del caso, la musicalización para provocar tensión y el planteamiento de preguntas perturbadoras son otros de los recursos del género que Caníbal retoma para cautivar a su público. No haría siquiera falta irnos tan lejos: la decisión de narrar, entre miles de historias, precisamente ésta, protagonizada por un personaje con tintes monstruosos, o la misma elección sensacionalista del título, parecen responder a la lógica y exigencias de este tipo de retratos de la violencia.
El true crime es un género problemático en cuanto a su tratamiento de casos reales para el consumo de grandes públicos. Podríamos decir incluso que se trata de un género cobarde que, al trasladar la enunciación a la voz de opiniones y testimonios de terceros y al seducir al espectador con la ilusión de poder presenciar indiscriminadamente todos los detalles que hay a la mano para así emitir sus propios juicios desde la comodidad de su sillón, pretende dar una impresión de objetividad, de verdad. Pero sabemos que no hay narración exenta de punto de vista, y es aquí donde yace el conflicto de haber presentado este proyecto específico de esta manera.
Caníbal: Indignación total —que, según el mismo director Grau Serra se inserta en este género— adquiere una serie de implicaciones que no podemos ignorar bajo la luz del contexto actual que vivimos en México. A pesar de no haber un recuento oficial que nos permita entender los motivos particulares detrás de gran parte de los feminicidios en el país, queda claro que el caso de un caníbal no es ni lejanamente representativo de la mayoría de ellos. Si el objetivo de la serie, que ha sido repetido incesantemente por Serra y Arturo Zaldívar, presidente de la SCJN, era crear conciencia, visibilizar el problema y contribuir a un cambio, ¿por qué, entonces, elegir este caso?
La secuencia introductoria de cada episodio concluye con una imagen del rostro de Andrés Mendoza armada a partir de retratos pequeños de distintas mujeres. Los créditos están acompañados por fotografías de su juventud y algunos objetos sueltos que forman parte de la evidencia del caso. En la misma dirección se desenvuelve la serie: la mayor parte del tiempo en pantalla se destina a la construcción de su personaje, sus orígenes, obsesiones y motivos. Esta exploración es intervenida cada tanto por comentarios de especialistas sobre aspectos clave para pensar la violencia de género y, en particular, la crisis actual de los feminicidios en México. La información, pertinente y necesaria, tiene una presencia mucho menor que los detalles del caso de Mendoza y nunca alcanza a estar lo suficientemente articulada con el relato. El producto falla en ofrecer una reflexión profunda que pueda verdaderamente aportar algo a la discusión pública. ¿Por qué no hurgar más en las razones de que haya miles de mujeres asesinadas en sus hogares?, ¿qué hay de los feminicidios relacionados con el crimen organizado?, ¿cómo comprender el incremento de la violencia machista hasta el grado de causar la crisis de feminicidios que atravesamos? Bajo la lógica del espectáculo, aparentemente ninguno de estos acercamientos compite con el morbo que causa “el mayor feminicida serial en la historia del país”.
Sin especular sobre las intenciones detrás de la producción, lo que genera la serie Caníbal: Indignación total es un efecto de desrealización, un término que toma prestado la artista y feminista Sayak Valencia de la táctica bélica de desidentificar al otro como persona para poder aniquilarlo y que “se impone como filtro a la realidad que incomoda, lo que Judith Butler entiende como una forma de otrorizar, extranjerizar, sacar del contexto de lo conocido para crear un extrañamiento y una distancia tanto simbólica como emocional en el receptor, que hace que el sujeto o contexto al que se aplica se deslegitime”.* Es así como el caníbal de Atizapán deja de ser un ciudadano como tantos otros que cometen la gran mayoría de los feminicidios; en su lugar, se convierte en un cuasidemonio capaz de llevar a cabo actos impensables, inhumanos. Cada elemento expuesto parece destinado a enfatizar su rareza, aquello que lo distingue del resto de nosotros. Pero la mayoría de los feminicidios son ejecutados en condiciones mucho más cotidianas, así, para abordar esta crisis hace falta ir mucho más allá de la idea de la monstruosidad.
Narrar para un espectador-ciudadano
Caníbal: Indignación total parece intentar hablarle a una especie híbrida de espectador-ciudadano: su objetivo no es solamente mantener la atención de su público, sino reforzar ciertos mensajes políticos en medio de la vorágine de opiniones, indignación y reclamos actuales alrededor de los feminicidios. A pesar de anunciarse como un producto que pretende plantarle cara al sistema y señalar sus fallas, que fue realizado aun a pesar de todas las trabas y peligros que implica realizar periodismo sobre la violencia en México, no hay manera de acercarnos a esta serie sin tomar en cuenta que fue encargada y financiada por un organismo del Estado —así como El equipo (2011), la telenovela para reivindicar a los policías de la época de Calderón.
Si bien se otorga cierto espacio a las expresiones de indignación —unos cuantos comentarios de familiares de víctimas, las opiniones de especialistas, como ya mencioné, y algunos instantes de material de archivo de marchas feministas— la gran conclusión de la serie —nada sorprendente— se centra en la importancia de denunciar. “Ayúdanos para que podamos ayudarte”, dice uno de los policías con absoluta convicción —a pesar de las cifras que indican que de cada cien delitos denunciados, sólo catorce se resuelven. Se habla de la necesidad de regenerar el tejido social, de confiar en la ciudadanía y colaborar para que las autoridades puedan hacer su trabajo. Se genera así una especie de careo extraño entre las autoridades y la sociedad desesperanzada, frente al cual el espectador funge como juez: pero aunque la serie opta por dar lugar a ambas posturas, aparentando apertura y honestidad, sería ingenuo pensar que el suyo es un mensaje imparcial o inocente.
Anunciada como una transmisión única, sin repeticiones en el horizonte, Caníbal: Indignación total arrasó en niveles de rating acumulando, tan sólo durante sus primeros tres episodios, más de 16 millones de espectadores. A pesar de cierta aversión expresada en redes sociales, los números no mienten. Durante una semana entera, millones de mexicanos se sentaron frente a sus televisores a las once de la noche para conocer “todos los detalles” sobre el caníbal de Atizapán, ese “vecino perfecto” que, según los bomberos que revisaron su casa, se inspiraba en Hannibal Lecter.
Hay aquí una difuminación peligrosa de los límites entre la realidad y el simulacro: no estamos recibiendo un informe de las autoridades, pero tampoco se trata de un ejercicio periodístico en un sentido estricto. Caníbal se coloca en un intersticio donde le es posible eludir la responsabilidad y el rigor que cualquiera de estos formatos requeriría y, a la vez, incorporar una agenda envuelta en un formato popular y accesible. Y será muy probablemente el relato de la violencia de los feminicidios más consumido en un par de años.
Más allá de los conceptos
Al inicio de cada episodio, se nos presentan un concepto y su definición, algunos sacados del diccionario de la Real Academia Española y otros de un par de fuentes elegidas con algún criterio, aunque no queda claro cuál es. Tampoco queda clara la vinculación entre la selección de estos conceptos —feminicidio, misoginia, antropofagia, feminismo y revictimización, en ese orden— y la construcción de cada capítulo. En la misma línea que la presencia desarticulada de las voces expertas en temas de género, la inclusión de estos conceptos parece intentar dotar de cierta seriedad al proyecto.
Esta misma pretensión se ha reforzado durante las entrevistas y declaraciones que tanto Serra como Zaldívar han dado, durante las cuales, entre otros mensajes reiterativos y como si se tratara de un guion establecido, insisten en que Caníbal: Indignación total hace un esfuerzo consciente por “no revictimizar”. Más allá del hecho de que no existe una definición unívoca de este término, la falta de reflexión al respecto es evidente, por ejemplo, en esto: no se puede hablar de un cuidado de las víctimas y sus familias ni de un ejercicio ético, cuando un relato inicia con el audio real de un hombre devastado al encontrar a su esposa desmembrada, cuando se difuminan fotografías “revictimizantes” en un episodio para mostrar las mismas imágenes sin censura en otro, ni cuando las voces de quienes han sido alcanzados por esta violencia quedan subordinadas a la construcción del retrato de un monstruo derrotado.
No es casualidad que Caníbal: Indignación total se centre en un caso que no sólo es mediático e intrigante, sino que también ya ha sido, bajo una lógica punitivista, resuelto. Andrés Mendoza fue sentenciado a cadena perpetua —como dice uno de los agentes de la policía: “se le acabó su carrera criminal”—. No asesinará a más mujeres ni aterrorizará a más vecinos. Y, además, ahora todos los espectadores tendrán claro que uno nunca sabe qué tipo de monstruo puede estar viviendo en la casa de al lado. El episodio final, después del relato desgarrador del esposo de Reyna, la última mujer que asesinó, concluye con una dedicatoria a su memoria y con un enfático “¡Ya basta!”.
Durante los créditos suena “Canción sin miedo”, de Vivir Quintana, el himno feminista de los últimos años. “Que caiga con fuerza el feminicida”, se escucha, mientras desfilan frente a nuestros ojos algunos de los “trofeos” que Andrés Mendoza guardaba tras asesinar a sus víctimas, las notas que hacía sobre ellas y sus fotografías: una conjunción de elementos tan desconcertante y errática como la serie en su totalidad. No es posible acercarnos a la crisis de feminicidios a través de la extrañeza, de la excepción. No hay nada excepcional en el peligro, el miedo y la injusticia que día tras día alcanzan a las mujeres de México. El rostro de la indignación total, ésa que desde hace tiempo nos ha rebasado, no es el de un asesino serial descarnado: lo indignante es que hoy esta violencia es algo cotidiano, se cuela por todos lados.
* Sayak Valencia, Capitalismo gore, Paidós, México, 2016, p. 178.
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