El hoyo en la cerca: el miedo a la diferencia
Este es el segundo largometraje de Joaquín del Paso, luego de su multipremiada Maquinaria Panamericana. En esta película, mezclando elementos de sátira y cine de horror, sigue lo que ocurre en un campamento religioso para hacer una observación del racismo que las élites siembran y cosechan con fines políticos.
En México ciertas discusiones se resuelven callando. Más por conservadurismo que por concordia, preferimos ignorar las desigualdades de raza y clase en vez de aceptar que en el lenguaje y nuestros desaires se vierte cotidianamente la discriminación. Tan grande es la necesidad de cosernos la boca, que repartimos espacios mediáticos a negacionistas del racismo antes que a activistas discriminados: no se vaya a deshidratar la libertad de expresión por escuchar a quienes piden un cambio; no vayamos a perder nuestra forma habitual de insultar a los de abajo.
Todo esto resulta del control histórico que las élites han tenido sobre la televisión, los periódicos y, claro, el cine. Sus perspectivas se filtran inevitablemente en los planos y por eso es difícil recordar tramas que encuentren en el racista un villano engendrado y validado por su entorno. La única que se me ocurre en el cine clásico mexicano es Llovizna (1978), de Sergio Olhovich, donde un hombre de Ciudad Satélite le da aventón a unos hablantes de náhuatl no por solidaridad sino por miedo. El racista, que antes vimos engañando a su esposa, maltratando a su amante y agrediendo a personas en situación de calle, imagina a sus pasajeros despedazándolo a machetazos, robándole el dinero que cobró para su patrón. Lo suyo no es lealtad a la jerarquía ni mera desconfianza: es una fe paranoica en una otredad malévola construida desde el prejuicio.
Ni en años recientes, cuando las discusiones sobre el racismo han ocupado las redes sociales, habíamos visto al cine nacional repetir la hazaña de Olhovich. Si bien ha habido películas que representan a personajes sometidos por el servicio doméstico, como El ombligo de Guie’dani (2018) o La camarista (2018), los prejuicios de la clase dominante apenas si han sido explorados desde el interior. Al contrario, recientemente apareció Nuevo orden (2020), que exhibe la perspectiva no de Llovizna sino de su protagonista, horrorizado porque zombis morenos le invadieron el patio.
El hoyo en la cerca (2021), el segundo largometraje de Joaquín del Paso, es inusual por hacer de nuevo la observación de Olhovich y porque además logra extenderla: el racismo es una creencia que deshumaniza, sí, pero sobre todo es el componente fundamental de un miedo que las élites siembran y más adelante cosechan para sus fines políticos. La película, ya en salas de cine, observa el campamento religioso de una escuela para adolescentes de clase alta. Entre juegos, castigos y extraños aprendizajes, la estadía de los alumnos es un rito de paso que, en vez de sólo conducir a los protagonistas a cierta noción de hombría, como es de esperarse en estos espacios, concluye en la construcción de un fanático particular.
La sátira lo empapa todo desde las primeras imágenes, saturadas de un verdor excesivo, idealizado, mientras que un sintetizador parodia en el fondo “Imagine”, de John Lennon. No hay que cerrar los ojos para soñar un mundo en paz sino abrirlos frente a la comunidad de niños blancos y maestros extranjeros del colegio Los Pinos para encontrar materializados los anhelos de todo Polanco. Del Paso reúne, desde los propios personajes, los significantes de una utopía aristocrática y añade a lo largo de la trama otros más, como un catolicismo humillante que dona ropa usada para subrayar su poder adquisitivo y un aprecio por la ópera más ligado con cierta idea de buen gusto que con un placer auténtico. Los personajes valoran la caridad y la sofisticación por la necesidad de establecer distinciones, jerarquías, y ahí mismo se encuentra la clave de un arma importantísima: su lenguaje.
Eduardo (Yubáh Ortega Iker Fernández) resalta entre los alumnos de Los Pinos por ser moreno y pobre. Su diferencia atrae insultos de sus compañeros que incluyen “chocorrol” y “becado”, o “puto”, cuando lo descubren nadando desnudo con su único amigo, Joaquín (Lucciano Kurti). Estas palabras no son sólo accidentes de una representación fiel sino patrones que describen una cultura de miedo a la otredad cuidadosamente construida desde el profesorado.
Ya desde que llegan al campamento los estudiantes derrochan sus prejuicios al asumir que el pueblo a su alrededor los acecha, pero además los profesores alientan la desconfianza con insinuaciones de violencia y relatos de un cementerio bajo el campamento donde descansan asesinos del imperio mexica. Una imagen en particular describe ese pánico cuando los personajes encuentran un pájaro sanguinario, pero en vez de mostrarnos la criatura mientras se enumeran sus hábitos psicopáticos, Del Paso se enfoca en un hombre moreno que observa a los estudiantes. Este momento, junto con otros que imitan convenciones del cine de horror, captura la paranoia de los protagonistas como las ensoñaciones de Llovizna.
Eduardo vuelve a ser descrito más adelante por el profesor Monteros (Enrique Lascurain) como “becado” y proveniente de “una familia sin modales” cuando un secretario de gobierno recoge a su hijo después de que su víctima de acoso le rompe la nariz. Del Paso halla entre los dos hombres una confianza desconcertante que rima con imágenes de androginia, travestismo y un peligro que viene del interior del campamento. El miedo cultivado ahí produce en los estudiantes una necesidad de ser protegidos, que sus tutores aprovechan y luego refuerzan cuando dan una lección sobre la importancia de anteponer los intereses de la propia tribu. Cuando ellos fueron estudiantes de Los Pinos, una niña les pidió auxilio pero prefirieron antes ir a consultar a sus superiores y al final no hicieron nada. La moraleja, aunque la niña no parecía amenazante, es que ella pudo haber sido un señuelo para secuestrarlos y más valía confiar en sus semejantes que en una persona de otra clase y color de piel.
Este adoctrinamiento evoca las organizaciones de juventudes fascistas que manipulan las creencias y los hábitos de sus integrantes para crear guerreros fanáticos. Del Paso no ve en la discriminación un mero síntoma de una sociedad desigual sino un plan para hacer del miedo a lo distinto una certeza y un reto. Los hombres de verdad no se cruzan de brazos frente a los invasores: los destruyen en un frenesí que purga al cuerpo social y político de los intrusos. Su recompensa es la mera pertenencia y a veces algo peor, el abuso, porque lo importante, como se grita en un juego de captura de banderas, es proteger a la élite.
Tal vez los ataques de El hoyo en la cerca puedan entenderse como excesivos o incluso didácticos —es más el guion el que describe su pensamiento que las imágenes— pero no por ello carecen de agudeza. Los temas buscan la identificación con un público que ve la admiración congénita a lo europeo en las telenovelas y los comerciales como un síntoma del colonialismo y una sistematización del odio. Frente a imágenes aburguesadas donde se idealiza a los oprimidos o se exculpa a sus verdugos, sólo se me ocurre dar la bienvenida a esa rabia.
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