Como muchos genios adelantados a su tiempo, al pintor no se le comprendió en vida.
Paul Cézanne murió el 22 de octubre de 1906 por la neumonía que le provocó pasar dos horas pintando bajo la lluvia en Aix-en-Provence, la ciudad en la que nació en el sur de Francia. A sus 67 años, Cézanne por fin había conseguido reconocimiento como artista. Hoy, su obra es considerada un parteaguas en la historia del arte, pero la mayor parte de su vida y de su carrera, Paul Cézanne, el gran padre de la pintura moderna, fue considerado como un pintor sin gracia, rechazado por la crítica y el círculo de artistas parisinos.
Llegó a París en 1861, después de desafiar a su padre, quien prefería que fuera abogado y no pintor. Entró a la Academia Suiza, donde se inscribían aquellos que querían entrar a la Escuela de Bellas Artes de París, como una especie de propedéutico. Ahí conoció a Armand Guillaumin y a Camille Pissarro, quienes se convertirían en grandes expositores del impresionismo. Pero Paul Cézanne nunca fue aceptado en la gran escuela de Bellas Artes.
En ese tiempo –la segunda mitad del siglo XIX–, el Salón de París era la exposición anual o bienal más importante del mundo. Quienes exponían ahí tenían una carrera prácticamente asegurada, pues el evento se llenaba de críticos, mecenas y compradores interesados en seguir muy de cerca a la vanguardia artística local. Sin embargo, a Cézanne, por ejemplo, le rechazaron todas las obras que presentó entre 1864 y 1869. En 1870 volvió a intentar presentar sus obras en el Salón y la respuesta que recibió por su retrato de Achille Emperaire, que hoy forma parte de la colección del Musée d’Orsay, fue que estaba al “límite de lo grotesco”, por no respetar la perspectiva, ni la anatomía real de su protagonista.
A razón del gran número de artistas a los que se les negaba la participación en tal evento, en 1963 se creó el Salón des Refusés (Salón de rechazados), donde por fin pudieron mostrar su trabajo muchos artistas que no lograban participar en el Salón de París. Algunas de las obras que se vieron en este evento alternativo fueron Desayuno sobre la hierba de Édouard Manet y Sinfonía en blanco, nº 1 también conocida como La dama blanca, de James McNeill Whistler. Sin que ninguno de sus protagonistas lo sospecharan siquiera, el evento se convertiría en el verdadero escaparate de la vanguardia en el arte europeo. Dentro del Salón des Refusés se inauguró también la Exposición de Impresionistas, que se hizo por primera vez en 1874 para sorprender a propios y extraños. Hoy sobra decir que las salas dedicadas al Impresionismo suelen estar entre las más populares de cualquier museo del mundo.
Pero la realidad es que Paul Cézanne rara vez expuso durante su carrera. No le gustaba París y tampoco le gustaba la gente. Era arisco, solitario y antisocial. Provinciano de nacimiento, prefería la campiña. Por eso, aunque intentó quedarse en la capital francesa por varios años con la intención de alcanzar el éxito profesional, en 1870 Cézanne dejó París para irse a vivir al sur. Camille Pissarro, a quien había conocido unos años atrás, vivía muy cerca de él y pronto después de su llegada, Cézanne se convirtió en su alumno. El intercambio puso fin al periodo oscuro de Cézanne, para abrir paso al impresionismo, que regiría la segunda mitad del siglo XIX.
Antes de eso, Europa estaba sumergida en el romanticismo, especializado en la exacerbación emocional. Cuando artistas como Joseph Mallord, William Turner y John Constable, que pintaban paisajes como estudios de la forma en que la luz se reflejaba en las superficies, comenzaron atraer miradas, el drama pasó a segundo plano. Turner se convirtió en precursor del Impresionismo por su gusto por esas superficies borrosas y vaporosas, y uso de colores difuminados, que no retrataban sino sugerían una belleza contemplativa.
Auguste Renoir escribió una vez: “una mañana, uno de nosotros se quedó sin el negro y ese fue el nacimiento del Impresionismo”. Esta nueva corriente en el mundo del arte nació con la intención de plasmar la luz y el instante, sin reparar en la identidad de lo que se estaba proyectando. Para sus protagonistas, lo que importaba era la impresión visual.
Paul Cézanne se incorporó a este movimiento. Su gusto por el campo le daba acceso a paisajes. Para él, era el color lo que definía cualquier composición:
“Cuanto más armonioso es el color, más se precisa el dibujo. Cuando el color es más rico, la forma está en plenitud. Los contrastes y la relación de las formas constituyen el secreto del dibujo y del contorno. La línea y el modelado no existen. El dibujo es producido por el contraste o por la relación de los tonos. El dibujo sin colores es una abstracción. Dibujo y color no son diferentes. En la naturaleza todo tiene color”.
En los primeros cinco años después de que Cézanne dejó París, no recibió prácticamente ningún ingreso por sus obras. Su padre, que era banquero, le daba lo estrictamente necesario para que no muriera de hambre. En 1875 el coleccionista Victor Chocquet le hizo varios encargos que lo libraron de la bancarrota. Fue por esa época también que Cézanne volvió a participar en la Exposición Impresionista con dieciséis obras, entre las que se podían encontrar acuarelas, bodegones, paisajes, un cuadro de bañistas y un retrato del coleccionista. Para ese momento los impresionistas ya habían perdido un poco de popularidad, pero las piezas de Cézanne fueron las peor recibidas.
El crítico Louis Leroy dijo del retrato de Chocquet: “Esta cabeza que parece tan peculiar, con el color de una bota vieja, impresionaría a [una mujer embarazada] y provocaría la fiebre amarilla en el fruto de su vientre antes de su entrada en el mundo”.
Esa fue la última vez que Paul Cézanne expuso con ese grupo.
La importancia de la figura y el color para Cézanne hizo que, eventualmente, su obra empezara a distanciarse del impresionismo clásico, pues ellos se obstinaban con la importancia de eternizar un instante y le hacían culto a lo fugaz. En cambio, él prefería hacer un análisis de lo perenne, hacer una contemplación de la naturaleza en la que la luz importa, en la medida en que delimita las figuras.
Cézanne no regresó a París y tampoco al Impresionismo.
En su distancia de la capital, viviendo en Provenza en el sur, Paul Cézanne se dedicó a pasear por la zona y pintar lo que veía. Fue en esta época, en 1890, que se concentró en plasmar lo que mejor le quedaba como bodegones, bañistas y retratos. Sus obras reflejan aquello que le era familiar: campesinos, niños, marchantes y sus propios familiares, que le sirvieron de modelos. Sin embargo y sin saberlo, abordaba cada uno de estos elementos familiares, con una perspectiva y técnica completamente revolucionaria.
Como muchos genios adelantados a su tiempo, Cézanne siempre fue considerado el raro en el grupo, un personaje huraño y poco amigable, que hacía las cosas diferentes, que no encajaba ni con su estilo, ni con sus teorías crípticas. Sin embargo, artistas de generaciones siguientes encontraron inspiración en sus rarezas. Vincent Van Gogh y Paul Gauguin son dos de ellos, otro par de incomprendidos que retomaron sus pinceladas evidentes, y sus paisajes y bodegones donde el color y las formas lo son todo.
*Imagen de portada: autorretrato de Paul Cézanne, 1875. Óleo sobre lienzo, 64 x 53 cm.
Todas las imágenes vía WikiArt.
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.