La cárcel de los Moreira: Violencia, corrupción y los Zetas

La cárcel de los Moreira: El padre Robert Coogan y la oración del marginado

Violencia, corrupción y los Zetas: Así eran las cárceles en Coahuila durante los mandatos de Humberto y Rubén Moreira.

Tiempo de lectura: 13 minutos

Si el alma fuera una cebolla, la primera capa de Robert Coogan sería delgada y transparente: se ríe, se indigna y llora con facilidad. Cuando habla en público no puede contener las lágrimas y cuando está conversando le brotan carcajadas y bromas con su marcado acento gringo. Luego vendría la capa de la compasión, porosa y gruesa para absorber el dolor de los demás. Y por último tendría una tercera capa: la del coraje, sólida como madera de ébano. Coogan convive, todos los días, con hombres que han hecho del sadismo su costumbre: expertos en secuestrar, torturar, desaparecer, descuartizar, disolver y enterrar seres humanos. Pero Coogan prefiere verlos como cualquier otro preso: vulnerables, equivocados y capaces de cambiar.

Coogan fue el segundo de catorce hijos. Su padre, abogado de Harvard, era un católico devoto y le había transmitido esa devoción a Robert, quien estudió teología —sin ordenarse sacerdote— en la Universidad de Fordham, Nueva York. Después de trabajar como diseñador gráfico, tomó un empleo en el voluntariado jesuita de Fordham, en donde asesoraba a los jóvenes que querían sumarse a alguna causa. En 1988, unos muchachos juntaron un donativo para la parroquia del padre Alejandro Castillo en Nueva Rosita, en la Región Carbonífera de Coahuila, y el jefe de Coogan le insistió que acompañara a los estudiantes a entregarlo. Coogan se sintió tan bien en Nueva Rosita que se quedó siete años trabajando con jóvenes, en especial con drogadictos. A los 43 años regresó a Nueva York y se inscribió en el seminario, pero extrañaba tanto Coahuila que pidió su cambio a Saltillo. En 2001 lo ordenó presbítero el obispo Raúl Vera López, recién llegado a la diócesis.

La tarde del 5 de enero de 2012 era la primera vez que Robert Coogan bebía whisky en varios años. Le dio unos sorbitos y dejó que el vaso casi lleno se aburriera sobre la mesa. Vestía botas vaqueras, camisa a cuadros y chamarra de mezcilla. Tenía 58 años de edad pero parecía de 45, con abundante cabello castaño apenas encanecido en las patillas. En Saltillo —la capital de Coahuila— la sociedad y el gobierno estaban en crisis. Humberto Moreira había renunciado a la gubernatura para asumir la presidencia del PRI, y dejaba una deuda pública de 36 mil millones de pesos, cien veces mayor a la que había recibido cinco años atrás. Durante las tardes, los saltillenses evitaban salir a las calles porque podían verse atrapados en el fuego cruzado de alguna balacera. En Coahuila ocurría un fenómeno peculiar: la tasa de homicidios era menor que en otras regiones donde se libraba la guerra por el control de las rentas del crimen, llamada “guerra contra el narcotráfico” por el presidente Felipe Calderón. En lugar de ejecuciones, campeaba la desaparición de personas. Un comando armado irrumpía en una casa, paraba un coche, entraba en un restaurante y se llevaba a uno, dos, cinco, hasta doce personas de un solo golpe. Y nunca aparecían.

Robert Coogan vivía esa violencia desde dentro de las cárceles de Saltillo. En 2002, un año después de ordenarse sacerdote católico, solicitó que lo enviaran a ser el cura de los presos. Desde entonces Coogan ha pasado la mayor parte de su tiempo entre los muros del Centro de Reinserción Social para varones de Saltillo (Cereso). El resto de su día lo repartía entre los otros reclusorios ubicados dentro de la diócesis: los penales de mujeres y de menores, y el acompañamiento político y espiritual a lesbianas y homosexuales.

Pedro Pantoja, otro sacerdote católico que residía en Saltillo, calificaba a los Zetas como una empresa perfecta que se había mancomunado con el gobierno, los aparatos políticos, empresarios, ganaderos y banqueros en Coahuila. Pantoja estaba en la primera línea de enfrentamiento con el crimen organizado porque dirigía la Casa del Migrante de Saltillo, en donde los transmigrantes centroamericanos se resguardaban de los secuestros masivos.

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