Venezuela después de la muerte de Hugo Chávez

Después de Chávez

Los venezolanos no estaban preparados para la compleja situación política que se formó después de la muerte de Hugo Chávez. El presidente Nicolás Maduro no pudo capitalizar el legado del caudillo; el opositor, Capriles Radonski, ha tratado de descalificar el nuevo gobierno, llamándolo espurio, pero sin mucho éxito.

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Diez días duraron las honras fúnebres del presidente Hugo Chávez en la Academia Militar de Venezuela; diez días durante los cuales cientos de miles de personas formaron una procesión kilométrica para demostrar su gratitud y devoción hacia al caudillo, declarado muerto el cinco de marzo a las 4:25 de la tarde, a los cincuenta y ocho años de edad.

La noche del seis de marzo, después de una procesión que duró siete horas, miles de venezolanos llegaron a la Academia Militar de Venezuela, donde estaba expuesto el cuerpo del Chávez. Mientras hacíamos una larga cola para verlo, de una colina de El Valle, una parroquia vecina, bajó una riada de gente vestida con franelas rojas y con velas encendidas. A nuestras espaldas había un grupo de cinco mujeres que habían dejado todo dispuesto en sus casas para ver al comandante. Pasarían la noche en vela si era preciso. Mientras la multitud crecía segundo a segundo, las mujeres mantenían una conversación que retrataba la dimensión del sentimiento del chavismo popular. Una de ellas se dirigió al grupo: «Vamos a ver si ahora estos escuálidos hijos de puta siguen diciendo que a nosotros nos pagan por seguir a nuestro presidente».

El presidente tuvo unas exequias a la altura de su leyenda. Pero no sólo por su escala faraónica del culto a la personalidad, sino también por el característico color local. Todas las apariciones masivas de Chávez estaban a medio camino entre el mitin político y la romería, el espectáculo y el concilio religioso. El funeral no fue la excepción. Los dolientes se lamentaban y lloraban pero un momento después insultaban a la oposición, mamaban gallo y bailaban.

Muchos decían sentirse agradecidos por lo que Chávez les había dado. El recién fallecido líder era el hombre que los enamoró dándoles identidad política, es decir, dirección a sus anhelos y sus resentimientos. Y no querían que por nada del mundo quedara ninguna duda sobre eso.

A donde se dirigiera la vista se veían imágenes de Chávez y se escuchaban sus discursos repetidos hasta el infinito por parlantes instalados a lo largo de los más de dos kilómetros de cola. Casi todos los presentes llevaban camisetas rojas que representaban su adherencia al proyecto revolucionario chavista. Chávez era un espectro ubicuo que le daba al peregrinaje un impresionante aire de campaña electoral. Y todo esto creaba un estremecedor efecto de déjà vu. ¿Era un funeral, un acto de campaña o ambas cosas?

Treinta horas después la gente seguía allí, esperando en disciplinada formación ver a su líder aunque fuera por dos o tres segundos. Tres mujeres con una niña habían logrado ver a Chávez y volvían de la Academia Militar bañadas en llanto. Justo en ese momento pasaba una delegación de haitianos cantando vivas a Chávez con un vigoroso creole. Eran pobres de recursos pero derrochaban simpatía y gratitud. Dos de las mujeres estaban vestidas con camisetas rojas y la otra llevaba una gorra que decía «Chávez Corazón del Pueblo», eslogan de su última campaña presidencial. Venían de Guarenas, cuna de la revolución, dijeron, refiriéndose a la ciudad satélite a cuarenta kilómetros de Caracas donde se inició la explosión social conocida como el Caracazo, en 1989.

—¿Quién era Chávez para ustedes? —preguntamos. Las tres se miraron con complicidad unos segundos, como dándose permiso entre ellas para tomar la palabra. Luz Marina, la más joven, respondió con una emoción desbordada.

—Él —dijo—, era mi padre, mi hermano, mi amante, mi esposo, mi protector.

Esta respuesta transmitía un mensaje ya conocido, porque pocos meses antes, en la campaña presidencial, se le podía escuchar a mujeres repetir la misma idea expresada con precisión mnemotécnica, como el acto reflejo de un profundo adoctrinamiento.
—¡Chávez era todo! —completó Laya, gimoteando.
Detrás nuestro, la muchedumbre coreaba: «Chávez te lo juro: yo voto por Maduro».

Diosdado Cabello coloca la banda presidencial a Nicolás Maduro.

Diosdado Cabello coloca la banda presidencial a Nicolás Maduro.

Maduro no es Chávez
Y, en efecto, Chávez era todo. «Un muerto ganará las elecciones», sentenciaban durante el funeral los chavistas confiados en que, transformado en icono electoral, Chávez llevaría a Maduro a derrotar fácilmente a Henrique Capriles Radonski, el tenaz candidato opositor. Maduro, entretanto, basó su campaña en la identidad absoluta entre él y el líder fallecido. Como si se tratara de una consustanciación divina, repitió miles de veces que él mismo era Chávez o el hijo de Chávez. Pero cuarenta días después, el poder de Chávez como mito demostró sus límites y Maduro demostró no ser Chávez.

Casi todas las encuestas mostraban a Maduro ganando el 14 de abril por márgenes generalmente holgados de entre 8 y 16 por ciento. Sin embargo, pocos días antes de celebrarse las primeras elecciones sin Chávez en tres lustros, Luis Vicente León, director de Datanálisis, una de las encuestadoras más respetadas del país, nos dijo que Capriles estaba descontando distancia de un modo acelerado, lo que mejoraba sus probabilidades estadísticas de ganar. León evaluó el súbito desgaste de Maduro como obra de una mala estrategia de campaña. Y aunque aún no veía al candidato de la oposición como seguro ganador, cerró su análisis con una frase cargada de presagio: «Si Capriles gana será una sorpresa, pero no un milagro».

Al acercarse la medianoche del 14 de abril, la presidenta del Consejo Nacional Electoral (CNE) anunció que el candidato chavista había ganado por un margen de 1.6% —luego del escrutinio final esta diferencia se redujo a 1.4% (7,587,532 votos para Maduro y 7,363,264 votos para Capriles, una diferencia de 224,268 votos). Unos minutos después, Maduro ofreció un desangelado discurso en el cual reveló que Capriles Radonski lo había llamado para decirle que sus resultados diferían de los anunciados y pedía una auditoría del proceso electoral. El recién proclamado presidente electo advirtió a la oposición que supiera administrar su derrota, pero dio la bienvenida a la auditoría. «Yo le solicito al Consejo Nacional Electoral la realización de una auditoría de cara al país para que no quede duda del resultado —dijo y minutos después, sumó—: Alguien, el rector Vicente Díaz, propuso que se abrieran cien por ciento de las cajas. ¡Que se haga la auditoría! ¡Vamos a hacerlo! ¡No tenemos miedo! Que las cajas hablen y digan la verdad. Esta verdad de esta victoria. ¡Cuidado si supera esta que se ha anunciado!».

Pasada la medianoche, Capriles Radonski, en una fiera alocución, denunció que la campaña y el proceso electoral habían estado marcados por abusos del gobierno ante los cuales el CNE se había hecho de la vista gorda. Denunció a Maduro como ilegítimo y exigió un recuento a fondo con todos los elementos del voto (comprobantes, cuadernos de votación, revisión de los sistemas) pidiendo que se procesaran 3,200 irregularidades registradas por la oposición.

Pero al día siguiente Maduro reculó arguyendo que ya el CNE había auditado 54% de las cajas y que sólo aceptaría abrir el 46% restante. Capriles llamó a una movilización para protestar de manera pacífica que luego canceló ante la amenaza de disturbios y violencia. Luego intervino el Mercosur recomendando que se llevara a cabo una auditoría dentro de los parámetros establecidos por la ley. Y el CNE aceptó, enfatizando que eso no cambiaría el resultado.

Hasta ese entonces, que Capriles le llegara tan cerca a Maduro —o que ganara— era sólo una probabilidad estadística que muy pocos tomaban en serio. Pero en una campaña manchada por la connivencia de la autoridad electoral con el ventajismo del chavismo y el uso abusivo de los recursos del Estado, el estrecho margen entre ambos candidatos y las ambigüedades del equipo de gobierno dieron pie a que sobre el resultado cayera la sombra de la duda.

Los venezolanos han visto ya muchas cosas en quince años de polarización, pero no estaban preparados para tal escenario. Desde el 14 de abril el país ha entrado en un espiral de turbulencia política. En los días inmediatos a la elección hubo disturbios en varios lugares del país que dejaron un saldo de once muertos por causas y en condiciones todavía no del todo claras, pero que Maduro y los líderes oficialistas achacaron directamente a Capriles y su equipo. Luego, un grupo de diputados opositores decidió desconocer la legitimidad de Maduro como presidente. En respuesta, Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional, un teniente retirado que controla buena parte del poder chavista y segundo hombre en la línea de poder del chavismo sin Chávez, respondió suspendiendo el derecho de palabra de los diputados y expulsándolos de las comisiones de las que formaban parte. La golpiza del 30 de abril en la Asamblea Nacional, que dejó como saldo once diputados opositores heridos, circuló por todo el mundo, haciendo patente el grado de salvajismo al que puede llegar una política de hostigamiento promovida desde el poder. Algunos chavistas restaron importancia al hecho diciendo que en muchos parlamentos del mundo hay peleas a trompadas. Sin embargo, no pasaron por alto un hecho más preocupante aún. Cabello mostró un talante autoritario que ni siquiera Chávez exhibió en sus momentos más arbitrarios. «Mussolini hizo lo mismo en el congreso italiano. Les negó el derecho de palabra a los diputados y luego los hizo presos. ¿Es esto una democracia?», comentó un ex parlamentario chavista que prefirió mantener su nombre en la reserva para evitar represalias.

La primera de las dos conversaciones con este ex parlamentario, que prefirió el anonimato, giró alrededor de las luchas de facciones dentro del chavismo y las perspectivas del gobierno a mediano plazo. No hubo grabadora, sólo unos pocos apuntes en una libreta. Para el ex parlamentario, el pequeño grupo de chavistas que hoy dirige al país no ha captado una nueva realidad que se originó con la muerte del caudillo. «Chávez representó un ciclo histórico que se inició con la rebelión popular del 27 de febrero de 1989, que puso al descubierto el colapso del régimen anterior. Chávez fue el intérprete del sentimiento popular. Él le dio cauce político marcando toda una época. Ese ciclo finalizó con su muerte. Entramos ahora en la etapa de los distintos chavismos sin Chávez parecida a la del peronismo sin Perón, pues el chavismo, que antes era una corporación bajo el mando de Chávez, hoy es más bien un archipiélago de intereses muy distintos que pueden entrar en conflicto. Quienes dirigen el gobierno no han entendido que, independientemente de quién ganó el 14 de abril, hubo un voto de castigo que expresa un deseo de cambio. Si no, ¿cómo se explica que perdiéramos casi un millón de votos desde las elecciones de octubre? No se ve claro para dónde va la vaina».

A mediados de mayo, el tema que obsesionaba a los caraqueños era la sensación de limbo y callejón sin salida en la que habían quedado después del 14 de abril. Nadie dudaba que el conflicto abierto entre el gobierno y la oposición, que ya es una crisis política de envergadura internacional, pudiera afectar el futuro de la democracia en Venezuela.

Nicmer Evans, un politólogo que conduce un programa de radio en Noticias24, el portal informativo más visitado del país, ha sido uno de los más activos críticos del modo en que el chavismo ha sido conducido desde la ausencia y muerte de Chávez. Nos reunimos en la terraza de Noticias24, ubicado en el piso doce de una torre financiera en Chacao. De la calle subía el ruido del tráfico apocalíptico, pero a la altura donde conversábamos el aire era surcado constantemente por pequeños aviones y helicópteros que se aproximaban al aeropuerto La Carlota, la pequeña base aérea que funciona en pleno corazón de Caracas.

Evans es de cuerpo menudo y de apariencia juvenil. Esa mañana llevaba puesta una chaqueta oscura que lo hacía ver un poco más corpulento. Su estilo es pausado y meticuloso. Al hablar se toma el tiempo que sea necesario para explicar sus opiniones dentro de un contexto que permita entenderlas sin ambigüedad. El tema que nos ocupaba era por qué ser crítico ahora y no cuando Chávez estaba vivo. Evans lleva meses señalando errores del chavismo que han complicado su predominio político y afectado su cohesión interna. Dijo que la campaña había usado cebos para atraer a los sectores blandos de la oposición. Con «cebos» se refería al uso proselitista de conocidos actores de telenovela y animadores de concursos que salieron del clóset para expresar su apoyo al chavismo de la manera más resuelta: «rodilla en tierra», o lo que en el léxico chavista equivale a decir a sangre y fuego. Sus reservas han sido repelidas con acidez por prominentes voceros chavistas, como el ministro de Relaciones Exteriores, Elías Jaua. Por medio de emisarios y por su propia cuenta de Twitter, el ministro, considerado como la quinta pata de la mesa del actual poder chavista y la cabeza del sector más radical, le pidió a Evans dirigir los esfuerzos de su pluma hacia causas más nobles.

Evans tiene fresco el recuerdo de los ataques que ha recibido de sus propios correligionarios por sus valientes críticas y la rabia que le produjo que lo mandaran a callar desde lo más alto del gobierno. «Fui un chivo expiatorio de los errores de la campaña. Confunden la campaña con el mercadeo político. A Chávez le decían que se vistiera de azul y se vestía de rojo. Era un irreverente con el marketing». Sus críticas también se extienden a los tropiezos de la maquinaria electoral como causa del pobre resultado obtenido por Maduro en el momento en que se suponía que debía salir victorioso por una gran ventaja. Por ejemplo, el «Uno X 10», que es el compromiso de cada militante del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) de aportar diez votantes al proceso electoral, no funcionó.

Evans dice que está de acuerdo con que los trapos sucios deben lavarse en casa, pero se pregunta: «¿Dónde están las bateas del PSUV para lavarlos? Mientras no exista la posibilidad de diálogo interno, seguiré lavando los trapos sucios donde me sea posible». Fue el corolario del punto en que se había iniciado nuestra conversación. Evans sostiene que el liderazgo de Chávez impidió la autocrítica alentando la incondicionalidad. «Aunque él mismo era el principal crítico del gobierno, eso no ayudó a un proceso dialéctico», dice. Esto implica que el partido y los chavistas se acostumbraron a obedecer de forma vertical. La ausencia de Chávez no ha hecho sino empeorar la situación.

Pausadamente, pero con obstinación, como un torero avezado, Evans clavó otra banderilla en la cúpula chavista. «En el sector más poderoso de la dirección del partido, el estalinismo es la manera más rápida de resolver las diferencias. Esto contradice el libro rojo del PSUV, que propone el socialismo a través de la democracia participativa. El liderazgo actual está vencido», dijo.

Sin embargo, su mira está no está puesta sobre el hostigamiento en su contra o en el señalamiento de los culpables, sino en los estragos a largo plazo que los problemas actuales pueden causar en el chavismo. Para Evans, las decisiones deben adoptarse horizontalmente a través de la consulta popular y con los otros sectores de la izquierda venezolana que forman parte del chavismo. De lo contrario, la revolución quedaría atrapada en el modelo imperante de reparto de cuotas de poder por medio de actores políticos, heredado de los 40 años de bipartidismo anterior a Chávez.

El enigma de Maduro
Hace algunos meses circuló por Twitter la imagen de un joven de piel tostada, alto, greñudo y bigotudo con una guitarra eléctrica terciada sobre su pecho. La foto fue posteada por Félix Allueva, algo así como el cronista oficioso del rock venezolano y director de la Fundación Nuevas Bandas, el viejo semillero de debutantes en la escena roquera, y le descubría a sus compatriotas una imagen inédita de su nuevo presidente: la de músico de rock de la banda Enigma.

Aunque hace años que sus propias greñas cedieron a una alopecia temprana, Allueva todavía conserva intacto el entusiasmo atemporal de los fanáticos de Led Zeppelin, a la par de un agudo entendimiento de las conspiraciones y dinámicas de poder que rigen cualquier banda, incluyendo las bandas de rock y los gobiernos.

Conversamos con Allueva una mañana nublada porque podía darnos luces sobre el pasado desconocido de Maduro. Él había publicado la foto en Twitter, lo que se había vuelto una noticia de primer orden en las redes y fuera de ellas, porque hasta entonces todas las gráficas de Maduro estaban relacionadas con su vida política: al lado del comandante cuando salió de la cárcel en 1994; discretamente apostado en la esquina de la tarima de algún pueblo de la provincia mientras el comandante predicaba, como un vendedor de Biblias, la abstención como forma de lucha; o ya como encumbrado dirigente político, presidente de la Asamblea Nacional o ministro de Relaciones Exteriores.

Para nuestra sorpresa, Allueva no se sentía especialmente orgulloso de revelarle al mundo al primer presidente roquero de Venezuela, pues la foto había terminado siendo una farsa originada en una equivocación. Advertido por colaboradores del medio musical que afirmaban que, a principios de la década de los ochenta, Maduro había formado parte de una banda llamada Enigma, un trío que ejecutaba piezas a medio camino entre el hard rock y el heavy metal. el productor hurgó en su archivo hasta que encontró una fotografía de la banda y un video grabado en 1981 para el viejo programa de Venevisión —el canal del magnate Gustavo Cisneros— El show de Richard. El guitarrista era un hombre alto, con el cabello aindiado y que usaba un bigote a lo Tom Selleck, el actor que interpretaba al detective Magnum  en la serie de televisión Magnum P.I. De inmediato lo relacionó con el delfín de Hugo Chávez y así lo publicitó en las redes sociales.

Allueva contó que Enigma nunca grabó un disco propio. Apenas participó con un tema de su autoría, «La carrera del viajero», en un vinilo titulado Venerock, que salió a la venta en aquellos años. Todos los grupos que participaron desaparecieron de la escena local devorados por la industria musical estadounidense y quizá por su propia falta de talento. Sin embargo, hasta ese momento estaba seguro de que tenía una primicia entre manos. Lo llamaron emisoras de radio ubicadas entre el Río Grande y la Patagonia deslumbrados con el hecho de que Venezuela tuviera un presidente con esas credenciales. Pero no fue más que un malentendido —o una fantasía— que se vino abajo cuando el elenco de Enigma, hoy señores cincuentones, le advirtió que el guitarrista de la foto no era Nicolás Maduro sino uno de los líderes de la formación llamado Carlos Carrillo. El propio jefe de Estado lo reconoció en una entrevista con Telesur a principios de marzo, aunque sí insistió que él tocaba la segunda guitarra del grupo, afirmación que, según Allueva, también fue desmentida por los músicos.

El nuevo presidente ha mantenido una buena parte de su vida bajo el agua, dejando ver sólo los años más brillantes. A muchos les sorprende, con razón, que haya logrado heredar a Chávez sin hacer gala de una épica personal tan cara a la izquierda. Sin embargo, el pasado de Nicolás Maduro no es tan enigmático como se ha querido hacer ver.

Nacido en Caracas el 23 de noviembre de 1962, se presenta como un hijo de Hugo Chávez y cada discurso suyo es un tributo a su padre político. La oposición dice que la suya es una impostura ridícula. En realidad es hijo de Nicolás Maduro, un dirigente sindical que militaba en las filas del Movimiento Electoral del Pueblo, partido nacido de la tercera división de Acción Democrática, la franquicia partidista creada por Rómulo Betancourt, considerado el padre de la democracia venezolana, que dominó la hoy llamada IV República. Los Maduro vivían en un apartamento de dos habitaciones en San Pedro, una parroquia del sur de Caracas. Sufrían estrecheces pero no eran pobres, sino que pertenecían a una clase media trabajadora que luchaba por ascender socialmente.

Eran los años setenta, cuando Venezuela comenzaba a vivir la primera gran bonanza petrolera y el país se encontraba inmerso en un frenético desarrollismo. Caracas tenía toda la ambición de ser una metrópoli del primer mundo. Al cruzarla por sus modernas autopistas se vislumbraba un horizonte de progreso simbolizado por las abundantes grúas de construcción que alumbraban torres financieras de cristal, infelices imitaciones del estilo internacional de Houston y Chicago. Pero Caracas y el país tenían deudas no resueltas, asuntos que años más tarde volverían por su inusitada revancha. Por ejemplo, en los sesenta, contagiados por el espíritu de la Revolución cubana, habían surgido movimientos armados de liberación que buscaban cambiar el predominio político de un sistema bipartidista.

En la visión de estos grupos, los gobernantes de la llamada democracia representativa —una sucesión de socialdemócratas y democristianos entre 1958 y 1998— habían traicionado los ideales de libertad y soberanía defendidos a un enorme costo de vidas contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, en la década de los cincuenta. Rómulo Betancourt había forjado un pacto para excluir a la izquierda de la conformación del nuevo sistema político. Peor aún: se había aliado con el «imperialismo yanqui» para frenar el avance del modelo cubano y la vía revolucionaria en América Latina.

Aunque a fines de los sesenta muchos grupos armados habían rendido sus fusiles para integrarse al juego democrático, siempre persistieron de manera soterrada facciones que se mantuvieron en armas. Uno de esos grupos era Ruptura, que fungía de fachada legal del Partido de la Revolución Venezolana (PRV), que era, a su vez, el aparato político de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, dirigido por el legendario guerrillero Douglas Bravo y que buscaba la «liberación nacional y el socialismo» por la vía de las armas y la agitación popular. Todos estos diferentes grupos tenían como horizonte la lucha por un «proyecto utópico-herético para la creación de una nueva civilización». Ruptura se encargaba de la formación de cuadros para la organización de la revolución en el frente urbano.

Maduro estableció contacto con Ruptura cuando entró en el Liceo Luis Urbaneja Achelpohl, un instituto de educación media centrado en el conocimiento aplicado. Román Chamorro era su compañero de aula y fue el encargado de captarlo para la formación y las actividades políticas de Ruptura. Parte de la formación consistía en leer y conversar. «Comenzábamos leyendo el Manifiesto comunista, por supuesto, y luego leíamos ¿Qué hacer?, de Lenin», recuerda Chamorro mientras tomamos un café en el este de Caracas.

La pasión política que Chamorro demostró cuando fundó, siendo un adolescente, con Maduro, Xariel Xarabia, Pedro Calzadilla y Yuri Muñoz el Frente Estudiantil Luis Urbaneja Achelpohl (FELUA) no se ha extinguido, sólo se ha hecho más reposada. Chamorro es hoy un exitoso asesor político que presta sus servicios a líderes locales y nacionales del gobierno y la oposición, y consintió hablar con nosotros a condición de referirse solamente a los años juveniles del presidente de Venezuela. Mientras los recuerdos de la militancia juvenil fluyen en sus ojos se aviva el brillo de las pequeñas hazañas de esos años, como las pintas en las paredes contra el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974-1979) y la distribución de propaganda clandestina en centros educativos y barrios. La propaganda se basaba en las ideas cardinales de Ruptura, que tenían que ver con rechazar la influencia de Estados Unidos en el destino del país y lo que Chamorro denominó «la traición a los ideales de la generación de 1958», refiriéndose a quienes sufrieron carcelazos y torturas durante la dictadura de los años cincuenta. Dos de los episodios que mejor recuerda son las protestas organizadas por el asesinato del dirigente Jorge Rodríguez, secretario de la Liga Socialista, en julio de 1976, y contra la visita del dictador argentino Jorge Rafael Videla a Caracas, en mayo de 1977, condecorado por Carlos Andrés Pérez, y que ocasionó graves disturbios.

En aquel tiempo, el PCV discutía la incorporación a la vida política, pero sus miembros más jóvenes mantenían en alto la utopía y lo demostraban fajándose con el trabajo de formación en los barrios más pobres de la ciudad. En el Urbaneja Achelpohl, mientras tanto, la fama de revoltosos y estudiantes problemáticos que cargaban encima los dirigentes del FELUA les acarreó sanciones que tendrían efectos duraderos. Cuando Maduro, Chamorro y Muñoz iban a ingresar al ciclo diversificado, la directiva les negó la posibilidad de inscribirse. La expulsión indirecta los mandó a cada uno a lugares muy distintos y, en buena medida, disolvió el grupo.

Maduro recaló en el Liceo José Ávalos, de la parroquia trabajadora El Valle, en el suroeste de Caracas, donde coincidió con otros amigos de Ruptura y entró en contacto con Juan Barreto, uno de los principales intelectuales del chavismo, quien también, como Maduro, sería diputado y más tarde Alcalde Metropolitano de Caracas. Los años setenta cerraban, pero para Maduro era el inicio de una nueva militancia en la Liga Socialista, otro brazo político de la izquierda insurreccional. A diferencia del PRV, que se originó en el Partido Comunista de Venezuela, la Liga Socialista era un desprendimiento del Movimiento de Izquierda Revolucionaria cuyos fundadores provenían mayoritariamente de Acción Democrática. La Liga Socialista tuvo fuerte arraigo en el campo estudiantil y fue allí donde acumuló fuerzas que le permitieron sobrevivir durante 20 años aun siendo una agrupación muy minoritaria.

A mediados de los ochenta Maduro llega a La Habana para un entrenamiento doctrinario y militar. Durante un año será formado en el pensamiento de la Revolución cubana. Fue una oportunidad que obtuvo gracias a esa enorme capacidad para el trabajo con las organizaciones populares, un aspecto que captó Jesús Martínez, su mentor dentro de la organización. «Él nos decía que debíamos trabajar con la comunidad e incorporarnos a las asociaciones de vecinos», recuerda Carlos Herrera, ex diputado y compañero de Maduro en aquellos años.

Las asociaciones de vecinos eran controladas por Acción Democrática y el Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI), los partidos representativos de la democracia venezolana, que por esos años empezaban a acusar el desgaste de sus malas gestiones. Sin mucho éxito, la Liga Socialista entendió que podía tener alguna posibilidad de tomar el poder si acompañaba en sus luchas a esas agrupaciones de base. Maduro trabajaba con la base en El Valle, organizando juegos de béisbol, excursiones y charlas de formación política.

A juzgar por lo que vendría después —la revuelta popular de 1989 contra el paquete neoliberal impuesto por el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez (1989-1993) y el golpe de Estado del cuatro de febrero de 1992 encabezado por el comandante Chávez— el trabajo de la izquierda con las organizaciones de base contribuyó con algunos resultados concretos en la caída de los partidos socialdemócrata y democristiano. Pero a mediados de los ochenta la posibilidad de esa revuelta era apenas un sueño. En la Universidad Central de Venezuela (UCV) los grupos de la ultraizquierda sí protestaban con algo más que consignas contra los gobiernos de la época. Los jueves cerraban vías acceso a la UCV, por la plaza Las Tres Gracias y la Plaza Venezuela e incendiaban camiones para protestar por el alto costo de la vida, o por el intervencionismo yanqui en América Central. Nicolás Maduro colaboró imprimiendo los panfletos que los encapuchados entregaban en la protesta.

Tras regresar de Cuba trabajó en una imprenta. «Era una fachada para su trabajo de agitación política», afirma el periodista Roger Santodomingo, autor de De verde a Maduro, una biografía no autorizada del mandatario (que permanece sin distribuirse en Venezuela). No era, pues, un hombre de acción, sino un operador que buscaba afianzar los lazos de los movimientos sindicales con la ultraizquierda revoltosa de la UCV para impulsar un cambio de modelo de país. En cierta forma lo consiguió. El país ya acusaba los signos de la hecatombe económica de la devaluación que en 1983 echó por tierra los sueños primermundistas de la clase media y alta del país. Al volver la mirada hacia la década anterior, se desvanecía el espejismo del país del futuro que proyectaban los rascacielos construidos con chorros de petrodólares. El empobrecimiento crecía a la vista de todos. Poco a poco, el propio sistema democrático mostraba un resquebrajamiento que no era económico sino también moral y se hacía evidente en las feas verrugas de la corrupción que estallaba en titulares de prensa cada vez más escandalosos. La universidad siguió siendo el foco de sus acciones políticas promovidas por el Comité de Bachilleres sin cupo y el Movimiento 80 —que aportó, años después, numerosos cuadros profesionales al chavismo—, de los que Maduro fue cercano, aunque nunca haya cursado formalmente una carrera universitaria. «No llegó a la universidad a estudiar, sino a agitar», afirma Santodomingo.

Pero ésa era la consecuencia lógica de su ciclo vital. Maduro había sido formado para cambiar al mundo mediante una revolución y no para encajar dentro de los esquemas de la academia burguesa. La ocasión de tener un trabajo más estable llegó en 1989 en el metro de Caracas una compañía estable e irónicamente un modelo para toda la burocracia estatal. El metro estaba por iniciar las operaciones comerciales de su segunda línea, así como de una red de rutas con autobuses propios. De acuerdo con Santodomingo, Maduro se presentó a las pruebas para conducir los vehículos después del visto bueno de su partido y entró a trabajar. «Era la posibilidad de continuar el trabajo político y penetrar el sindicato», explica el periodista.

Tres años después, en 1992, se produjo el golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez liderado por el comandante Hugo Chávez. Maduro, dice Santodomingo, resultó sorprendido por la intentona golpista, pero luego entusiasmado como tantos otros por el gesto, se sumó a las riadas que visitaban a Chávez en la cárcel donde estaba preso. Sin embargo, otras personas consultadas dicen que Maduro sí estaba al tanto de la conspiración y que estaba ya cerca de Chávez, aunque no haya participado en las acciones militares del golpe de Estado del cuatro de febrero de 1992. Lo que es cierto es que desde esa fecha, y hasta el ocho de diciembre de 2012, cuando, en su última alocución, el caudillo visiblemente conmovido lo nombró como su delfín, Maduro demostró una increíble capacidad para resistir intrigas y posicionarse a la diestra del padre con discreción y sin demostrar nunca ambiciones personales. Tan discreto que hasta hoy la mayor parte de su pasado ha permanecido a la sombra, como la masa de un iceberg.

Maduro fue el vocero de Chávez en el mundo. Es cierto que en ese sentido le tocó respaldar a tiranos impresentables como Muamar el Gadafi, Robert Mugabe o Bashar Al-Assad y trabar controvertidos lazos, no sólo económicos sino también políticos, con Mahmud Ahmadinejad. Pero también ayudó a la articulación de nuevos bloques políticos y económicos regionales como Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Personalmente, Maduro ayudó a restablecer la dañada relación con Colombia (hoy de nuevo en peligro) y forjó a pulso la entrada de Venezuela en Mercosur de la mano de Brasil, aunque esto lo llevó a exponerse más de la cuenta, como lo muestra un video captado mientras arengaba a militares paraguayos a alzarse contra la destitución de Fernando Lugo de la presidencia.

«Fue un hombre disciplinado y efectivo para los fines de Chávez, obsecuente quizá. Pero no es poca cosa que haya durado más de seis años como canciller —concede Santodomingo—. Estar tan cerca de él le permitió hacerse su mejor amigo, su confidente. Él vive una gran tragedia porque fue formado como cuadro, no para ser líder. Pero a la vez no se lo puede subestimar. Es fácil hacerlo por sus constantes equivocaciones —tiene problemas serios con la geografía: ha confundido nombres de islas con estados o dicho que la capital de Finlandia es Copenhague—. Lo recomendable es conocerlo antes de evaluarlo. Es una persona compleja».

Quienes lo han conocido en distintas etapas y en distintas facetas, confirman esta apreciación. Aseguran que detrás del hombre que, embutido en la bandera venezolana, jura amor constante a Chávez más allá de la muerte, vocifera consignas radicales y regurgita insultos contra Capriles, hay en verdad un político razonante y, hasta cierto punto, moderado. Una fuente cercana a él durante luchas políticas de los ochenta, confirma que en privado Maduro no es el personaje simplón que se ve en público. Lo describe como un hombre agradable con talento para la conciliación pero también para la componenda y la conspiración. «Es un armador de juego que obra tras bastidores. Es astuto y más pragmático de lo que se cree».

Hasta hace muy poco tiempo —y todavía hoy— era uno de los políticos chavistas más menospreciados por los poderosos sectores clasistas y recalcitrantes de la oposición. No tragaban que hubiese ascendido de chofer de autobús a diputado y de ahí a ministro de Relaciones Exteriores. Lo repudiaban por ser en exceso apegado a Chávez y carecer de un perfil político propio. Cuando Chávez anunció en su última alocución que Maduro sería su sucesor, estas fobias se activaron con saña en las redes sociales. Pero su desempeño en los últimos meses indica que Maduro ha tenido habilidad para reunir en torno suyo a las facciones chavistas, posponiendo una fractura que puede resultar letal y superando la dura prueba de la pérdida de Chávez.

Román Chamorro interpreta la designación de Maduro como un acto de inteligencia de Chávez. «Es el paso de la presidencia de las manos de un militar a un civil». Pero prefiere dejar de lado la evaluación de lo que hasta ahora se mostrado de gestión e insiste en que, en el plano personal, tiene que apostar al éxito de su generación.

Hasta el momento, Maduro ha escogido un camino que no parece el más adecuado para su perfil. A Chávez le venían bien los desplantes y tenía una influencia en la región, no sólo entre la gente que imantaba. Chávez fue un político pop y un publicista consumado, con gran astucia callejera para viralizar su forma de vestir y de hablar, convirtiendo cada prenda en un símbolo y cada frase en una gema. Hasta ahora el empeño de Maduro de transfigurarse en el comandante ha sido estéril. No tiene a sus espaldas una épica personal —por discutible que sea— ni el talento para la provocación. Pero, sobre todo, no ha mostrado la inspiración o la locura necesarias para hacer apetecible la visión utópica, milenarista y egocéntrica de la historia venezolana y de su propia biografía que caracterizó a su predecesor. Un discurso de Maduro es una diaria decepción, atiplada por una alta dosis de incredulidad y de bostezos. «Maduro no debe exponerse demasiado, él no tiene la simpatía ni el carisma de Chávez. Nunca los ha tenido», confirmó un amigo de la juventud.

La factibilidad de un sueño
La pregunta razonable que muchos se hacen hoy en Venezuela es si el legado de Chávez es sustentable. Se trata de un sueño tan complejo, que va desde remodelar el mapa geopolítico latinoamericano hasta Ciudad Caribia, una nueva ciudad con casas para los chavistas en las afueras de Caracas. Pero también muy costoso. Sin considerar la multitud de programas sociales, las arcas del Estado venezolano se desangran en enormes gastos que el gobierno carga sobre sus hombros, incluido el subsidio indirecto a Cuba como contraprestación por médicos y entrenadores deportivos, cuyo monto se estima en más de cinco mil millones de dólares por año. O el subsidio de a la propia gasolina venezolana —estimado en más de diez mil millones de dólares—, que permanece sin aumentar desde hace diecisiete años y es, de lejos, la más barata del mundo.

Aun así, Maduro, a partir de señales ambiguas, ha ido configurando un nuevo juego político. Por un lado va el discurso público, basado en un guión dirigido al llamado chavismo duro —entre 35 y 40% de los votantes— y por el otro discurre la real politik, hecha de un realineamiento de las políticas económica y exterior. Ha habido, por ejemplo, gestos públicos para hacer arreglos con los grandes capitalistas venezolanos y los medios de comunicación, representados por Lorenzo Mendoza, presidente del gigante de alimentos Polar, y el magnate Gustavo Cisneros, dueño de la principal televisora Venevisión, ambos acérrimos adversarios de Chávez. Fuentes cercanas al gobierno confirmaron que detrás de estos gestos había pactos de no agresión y acuerdos políticos y económicos de largo alcance. A pesar de las pataletas por la reunión de Capriles Radonski con el presidente colombiano Juan Manuel Santos, las relaciones exteriores han apuntado hacia la moderación. La mejor prueba es la reunión entre el canciller Elías Jaua y el secretario de Estado estadounidense, John Kerry. No es casual que el ex diputado chavista nos haya confesado, con desdén pero también con realismo: «Maduro hará un gobierno de centro-derecha».

Pero el éxito o fracaso del sucesor de Chávez dependerá de factores que van más allá de su signo ideológico. En este momento Venezuela es presidida por Maduro, pero en realidad está gobernada por un equipo de rivales. Por eso, la unidad del propio chavismo es uno de los factores más importantes. Durante un desayuno, un viejo amigo de conversaciones literarias comentó que la aparente radicalización de Maduro obedecía a la necesidad de evitar una fractura total de la unidad oficial, asediada por conflictos intramuros y querellas de las fuertes personalidades, principalmente entre los jefes que dominan los diferentes espacios de poder.

«Chávez era el Krazy Glue que pegaba cosas que nunca estarían unidas: radicales de izquierda con militares de derecha, gente honesta con grandes corruptos, personajes legendarios de la IV República con líderes comunitarios —dijo Julio Borges, uno de los diputados agredidos de manera salvaje en el hemiciclo de la Asamblea Nacional por una pequeña pandilla supuestamente a las órdenes de Diosdado Cabello. La tarde en que conversamos en la sede del comando Simón Bolívar, el rostro de Borges tenía un enorme hematoma, que abarcaba la sien y el ojo izquierdo, producto de la paliza—. «Con Chávez —señaló Borges parafraseando a Shakespeare— se podía decir: «aunque sea una locura hay un método en ella». Pero el chavismo está sumido hoy en una pelea de facciones y hay una evidente falta de criterio, que era lo que poseía Chávez. Eso los hizo perder casi un millón de votos. Al chavismo le toca estabilizar un avión que está incendiándose, pero no tiene ni rumbo ni piloto. No pueden dirigir esto [el país] y de ahí su respuesta: violencia y represión».

Borges se refirió al proceso de impugnación de las elecciones presidenciales impulsado por la oposición y que ha transcurrido como una carrera de obstáculos. Por una parte, el cne sólo admitió hacer una auditoria parcial sin incluir el cotejo del registro de las huellas dactilares de las máquinas captahuellas con las huellas impresas en los cuadernos electorales. Nadie se sorprendió cuando el CNE informó que la auditoría había dado cero error y ratificaba la victoria de Maduro por 1.5%, lo que pasó por alto las irregularidades denunciadas por el equipo de Capriles.

La oposición insistió en que el Registro Electoral que no pudieron manejar permitió que votaran más de doscientos mil ciudadanos ya muertos. Por otra parte, al cierre de esta crónica, la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Venezuela tampoco había admitido ni negado la solicitud de nulidad de las elecciones hecha por Henrique Capriles Radonski y las solicitudes de nulidad parcial de la Mesa de la Unidad Democrática, el órgano coordinador de la alianza opositora. «Maduro necesita gobernabilidad para no estrellar el avión. Tiene poder pero no legitimidad ni autoridad», concluyó Borges.

La legitimidad no se consigue dentro de una caja de cereal, ni tampoco está garantizada por una urna electoral. Maduro no es considerado ilegítimo por amplios sectores sólo por la suposición de un fraude que alteró el resultado final, sino también por la forma ventajera en que se desarrollo la campaña. Es por eso que ha trabajado incesantemente en varios frentes para conseguir la legitimidad que, a los ojos de esos sectores, el resultado electoral —aun siendo correcto— no le confirió.

Uno de los frentes donde ha estado más activo es el llamado «gobierno de calle», una especie de prolongación de la campaña con el fin de darse a conocer mejor en las comunidades populares, que también tiene el propósito de apagar muchos pequeños fuegos que se han prendido a lo largo y ancho del país. Pero a medida que el gobierno de calle transcurría comenzaron a estallar una seguidilla de escándalos que manchaban la reputación del gobierno.

El más relevante es el audio de un grabación entre Mario Silva, quien fuera el más temido sicario mediático de Chávez, hombre de verdadero poder, y el general cubano Aramis Palacios. El destinatario del reporte de Silva, que fue revelado por la oposición, no es otro que el comandante Fidel Castro. El contenido compromete directamente a Silva en espionaje a favor de un país extranjero. El audio confirma rumores y sospechas sobre las mentiras en torno a la enfermedad de Chávez, alude a las querellas intestinas del chavismo que podrían enviar la revolución al traste y abunda en pormenores sobre conjuras golpistas orquestadas supuestamente por Diosdado Cabello en complicidad con los mandos militares más altos. Esto de por sí es algo muy grave. Pero el aspecto más escandaloso de las revelaciones de Silva fue una descripción detallada de la gran mafia de corrupción dirigida por el mismo Cabello.

Fuentes ligadas al gobierno y la oposición coincidieron en que la filtración de la grabación provenía del mismo entorno de Silva. «Uno de los suyos sacó la información de una de las computadoras para joderlo», dijo la fuente de gobierno. «Silva, como Chávez, ha dejado regadas muchas facturas pendientes, incluso en su entorno», dijo la fuente de oposición. Aunque el Ejecutivo se desentendió olímpicamente del asunto, el audio ha tenido repercusiones evidentes. La más notoria ha sido la salida del aire de La Hojilla, el show dirigido por Silva en el canal del Estado Venezolana de Televisión. La Hojilla era uno de los frentes más prominentes de la guerra mediática entre el gobierno y la oposición, pero también era el equivalente a un cadalso público al que Chávez enviaba a sus enemigos a ser despescuezados mediáticamente. Otra consecuencia directa fue una citación de la Fiscalía General de la República a comparecer para ser interrogado en relación con lo que el audio dice y demuestra. Pero tal vez una de las más significativas fue la gira al exterior iniciada por Diosdado Cabello a principios de junio, para bajarle el perfil a su controvertida y repudiada imagen.

Capriles
La oposición apuesta a que la podredumbre del régimen seguirá reflotando y que, junto con la inflación, la escasez, la inseguridad y el desgobierno general, provocará la caída de Maduro. Capriles Radonski es uno de los que más cree que será así.

«¡Ganamos!», dijo Capriles al entrar en la anodina sala de reuniones, ofreciendo enseguida un enérgico apretón de manos coronado con una amplia sonrisa. Fue la primera palabra que usó durante una larga entrevista que le hicimos a principios de mayo. Destapó una Coca-Cola dietética y en seguida preguntó si queríamos una y fue por ella.

A manera de introducción explicó los cálculos que lo llevaron a participar en la elección del 14 de abril, a pesar de que la mayoría de los analistas apostaba en su contra. «Las elecciones del dieciséis de diciembre dejaron una reflexión: cuando Chávez no es el candidato hay una gran merma de la votación». Luego explicó lo que a su juicio fue un conjunto de trucos y violaciones al juego electoral para hacer ganar a Maduro. «No me dan los cuadernos de votación porque se cae la elección. Logré romper el candado», dijo aludiendo a la noción de que los chavistas no votarían por un opositor. En varias oportunidades recalcó que no tenía ninguna duda de su victoria por un margen de cuatrocientos a quinientos mil votos, de acuerdo con los modelos estadísticos y los conteos rápidos de la oposición. A los breves minutos de la entrevista era ya evidente que el estilo moderado que exhibió la campaña con Chávez había sido reemplazado por un tono asertivo y sin concesiones.

Capriles iba vestido esa tarde con zapatos y pantalones de excursionista, una camisa blanca, una chaqueta deportiva negra con franjas doradas —marca Adidas—  y, por supuesto, la gorra con el tricolor venezolano que se ha convertido en su seña de identidad. A esa hora, la sombra de la barba ya le cubría el rostro cansado. Dijo que había estado toda la mañana en Los Teques, donde queda la gobernación de Miranda, y que en estos días estaba trabajando turno doble porque quiere demostrar que ganó las elecciones. Aunque es pesimista frente a la respuesta del Consejo Nacional Electoral y el Tribunal Supremo de Justicia a las denuncias y reclamos sobre las elecciones, sostuvo sin titubeos: «Me empeñaré en demostrarlo porque la verdad no se desgasta».

Su opinión sobre la presidencia de Maduro fue categórica: «Este gobierno va a caer» —le preguntamos cómo, ¿por vía de un golpe o un levantamiento?—. Maduro no ha sabido leer su falta de liderazgo. Saldrá mediante mecanismos constitucionales». Más adelante recordó una frase que atribuyó a John F. Kennedy: «Una cosa es ganar con la mitad y otra gobernar con la mitad en contra. El gobierno está marcado por la sombra de la ilegitimidad», dijo antes revelar que lo electoral forma parte de un conjunto más amplio de cosas, pero excluyendo la violencia como una opción para la toma del poder. Capriles fue elocuente y generoso con su tiempo dando la oportunidad a un diálogo sin rodeos y respondiendo con detalle muchas inquietudes. Al final recordó que la caída de Fujimori había tomado un año y que estaba estudiando a fondo cómo se había desarrollado, por lo que hablaría con Alejandro Toledo para asesorarse con él.

Sin embargo, Capriles comenzará a sentir por todos lados los kilotones de presión para estar a la altura de su grandiosa retórica y de los anhelos de la oposición. Venezuela es un país que vive a un ritmo tan frenético que los desastres naturales más terribles, las hambrunas más crueles, los escándalos de corrupción más grandes, las decisiones de gobierno más patéticas o los escamoteos electorales se olvidan en cuestión de minutos como tragados por un agujero negro, para dar paso a una nueva situación, aparentemente más insólita, irracional y estupefaciente. Incluso el mito de Chávez que hace apenas tres meses prometía proyectarse en el día a día de los venezolanos, ha mermado también de manera asombrosa. La aceptación colectiva de esa inercia, en aleación con un deseo de tranquilidad y estabilidad, es un enemigo tan formidable de Capriles como el propio Maduro y los chavistas.

Globovisión
Francisco Kico Bautista vive en una pequeña casa sobre una colina en el sureste de Caracas. Desde allí, en los días despejados, se aprecia una hermosa vista del valle y de la montaña madre de la ciudad, el cerro Ávila, un muro de color malva que separa a la capital de Venezuela del Mar Caribe. A finales de mayo, Bautista convocó a su casa a varios periodistas para confirmar que la directiva de Globovisión, el pequeño canal de noticias hasta entonces frontalmente opositor con una gran empatía para formar opinión, le había despedido por desobedecer la orden de no transmitir discursos del ex candidato Henrique Capriles y por solidarizarse en su cuenta de Twitter con un compañero de trabajo, el diputado Ismael García, relevado días antes de la conducción de un programa dominical en la misma planta.

La mañana que lo visitamos, Kico estaba agitado por su intempestiva salida porque sentía que se estaba cerrando la última ventana para que la oposición se expresara con libertad. A Kico le molestaba que su programa, Buenas Noches —un late show que presentaba junto a Carla Angola, Pedro Luis Flores y Roland Carreño—, fuese considerado por los nuevos dueños como un espacio conducido por operadores políticos más que un programa periodístico. «Eso era así porque le dábamos cabida a quien no tiene oportunidad de expresarse en los medios oficiales», replicaba.

Parecía un poco injusto calificarlo así sin tomar en cuenta el contexto en el que ese programa se había creado siete años atrás, en 2006, la opinión que tenía Hugo Chávez de la prensa libre y las circunstancias para el ejercicio de la profesión en Venezuela. El gobierno era —es— muy sensible a la crítica y después del golpe de Estado de 2002 —cuando Chávez fue depuesto durante setenta y dos horas con la gran colaboración de la televisión venezolana— decidió no aceptar nunca más entrevistas en medios privados hostiles como Globovisión. Chávez concebía a los medios como trincheras de lucha que sólo transmiten propaganda. El caudillo tildó de enemiga a toda la prensa que no se doblegaba ante sus intereses y se refugió en el canal del Estado, al que convirtió en el brazo mediático de las acciones de su gobierno. A partir de entonces, creó una enorme plataforma comunicacional, pero aun así, la pegada que tiene la prensa independiente, de menor alcance pero más creíble, es mucho más poderosa. Kico entendió que la manera más eficaz de oponerse al gobierno era compensar a la audiencia mostrando la otra cara de la luna y comportándose en muchas ocasiones como una oficina de relaciones públicas de la oposición. Así se creó una ilusión de contrapeso. La audiencia fue la principal afectada.

Ese estilo inquisidor y casi militante está de salida ahora que el presidente Chávez murió. Globovisión era el último medio que enfrentó de forma tan pugnaz al gobierno y ha comenzado a desandar el camino en lo que luce como el inicio de una subordinación que conviene al éxito del negocio y a la estabilidad del débil gobierno de Maduro. Después de las cuestionadas elecciones del 14 de abril, la planta vendió todas sus acciones a Raúl Gorrín, Juan Domingo Cordero y Gustavo Perdomo, propietarios de Seguros La Vitalicia, con apenas 0.13% de participación de mercado asegurador.

La compra del pequeño pero enormemente influyente canal corona el regreso triunfal de Cordero a la primera plana, después de episodios muy oscuros en su carrera, como una condena por fraude con fondos públicos cuando era tesorero del Banco Barinas o como director general de la casa de bolsa Interbursa.

El pasado turbulento de Cordero ha alimentado toda clase de especulaciones acerca del verdadero comprador del canal. Dos de los periodistas con los que conversamos para analizar el impacto de la venta y su propio futuro laboral no tenían mayores detalles de su nuevo jefe, ni tampoco asomaron el nombre del sospechoso habitual de estos negocios: Diosdado Cabello. Sin embargo, uno de ellos dudaba que Cordero tuviera el músculo suficiente como para comprar una marca poderosa, cuyo precio de venta fue cerrado en sesenta y ocho millones de dólares.

La decisión de despedir a Kico Bautista e Ismael García traza la nueva hoja de ruta para la empresa. Los actuales dueños pasaron la página de la lucha sin cuartel contra el gobierno, en la que algunos pocos periodistas fungen como operadores políticos. El cambio ha traído mucha polémica. Por ejemplo, el director designado por los nuevos accionistas, el periodista Vladimir Villegas, no aceptó asumir el cargo por diferencias acerca del alcance de su gestión. Una fuente allegada a la negociación comentó que detrás de la venta sí estaría Diosdado Cabello y que el presidente de la Asamblea Nacional había objetado a Villegas.

El cambio de línea editorial comenzó a ser más evidente después de una reunión de la nueva directiva con el presidente Maduro a mediados de mayo. Interrogado por un periodista que cubría la visita al palacio de Miraflores por los resultados, Cordero dijo: «Este canal nunca más volverá a comportarse como un partido político». Apenas desembarcó en la planta, Raúl Gorrín comunicó a los periodistas que era muy amigo de Alejandro Andrade, ex tesorero del gobierno de Chávez y su primer secretario privado. Andrade acumuló mucho poder en el sector financiero hasta que, en 2010, el gobierno cerró el mercado bursátil. Lysber Ramos Sol, otra periodista de Globovisión, contó que cuando conoció a Gorrín, que posee 96% de las acciones, y le preguntó por qué quería adquirir un medio de comunicación, éste respondió que pretendía tener poder «porque a él lo habían jodido mucho».

Esos episodios, conocidos tras la venta, son reveladores de los dramáticos cambios que se están produciendo en Venezuela. Entre 2004 y 2010 el gobierno había logrado que Venevisión, Televen y el circuito Unión Radio redujeran su críticas despidiendo periodistas y reduciendo al mínimo sus espacios de opinión. Globovisión era la gema que faltaba para terminar de armar la corona.

La oposición ha perdido la ventana incondicional para la transmisión de sus mensajes. De ahora en adelante tendrá un acceso muy reducido a la televisión, un chavismo en pleno control del gobierno y las instituciones públicas y un aplastante predominio en las gobernaciones. Hasta Capriles se pronunció por esa baja. Sus palabras fueron casi el epitafio de un canal que se caracterizó por su estilo combativo. «A los trabajadores de Globovisión mi eterno agradecimiento por habernos permitido una ventana para hablarle a nuestro pueblo».

En realidad, el caso de Globovisión es apenas una muestra de lo que está pasando con los medios en Venezuela. A fines de mayo, la opinión pública fue sorprendida con el anuncio de la venta de la Cadena Capriles, un grupo de periódicos de gran tradición en el país y que incluye a Últimas Noticias, el diario de mayor circulación nacional. Se le atribuyó la compra a Víctor Vargas, un multimillonario banquero aficionado del polo. Vargas desmintió esto argumentando que las leyes venezolanas prohíben a los barones del sector bancario participar en medios de comunicación. ¿Si no fue Vargas, quién compró entonces la Cadena Capriles?

La venta de ese poderoso medio se parece a un baile de máscaras. Fuentes consultadas por Fabiola Zerpa, reportera de El Nacional, atribuyeron la compra al empresario Samark López, quien está ligado a la petrolera estatal Petróleos de Venezuela S.A. (pdvsa) y fue señalado en el caso pdval (Productora y Distribuidora Venezolana de Alimento) —o PudreVAL, por tratarse de la descomposición de miles de toneladas de comida importada—, el mayor escándalo de corrupción de la era chavista. Periodistas ligados a Últimas Noticias contaron, sin embargo, que así como Vargas sería el testaferro de López, éste estaría actuando a nombre de Diego Salazar, uno de los mayores operadores de pdvsa. ¿Estará Salazar encubriendo o actuando en sociedad de algún otro jerarca de la troika gobernante? ¿Se concretará el augurado y temido pase a manos chavistas del diario conservador El Universal, uno de los más antiguos del país, y de Televen, la segunda televisora de señal abierta, ya dados por hecho en el mundo de la política y los negocios? ¿Terminarán los potentados nuevos ricos del poder chavista siendo dueños de los mayores medios privados y, por esa vía, los controladores de la opinión pública en Venezuela?

Chávez no vivió para ver la capitulación total de los medios privados, pero su sucesor ha sido el gran gestor de un reacomodo que impactará de modo decisivo lo que se dice y no se dice en el país. Le preguntamos a Leopoldo Castillo, el popular presentador del programa Aló, Ciudadano, si valía la pena trabajar con dueños que recién llegaban al negocio y con todos esos antecedentes. En el rato que estuvimos sentados escuchando sus análisis sobre la Venezuela poschavista jamás le pasó por la cabeza la idea de renunciar. «Yo no me voy. Y si es así, que me liquiden doble».

Los blade runners
Adiestrados a vivir en una tragicomedia del absurdo, un mundo de realismo mágico donde lo irracional es la norma, los venezolanos pueden llegar a convivir con la escasez de papel higiénico y aceite de freír mientras puedan seguir llenando de gasolina el tanque de su carro por todo un año por el equivalente a lo que cuesta un café capuchino en un Starbucks de Miami o Nueva York. En otras palabras, aunque la situación económica corroe cada día el salario del venezolano y se gobierna a través de decisiones disparatadas, pareciera que el débil liderazgo de Maduro se afianza gracias a la fuerza de la costumbre y la rutina.

Venezuela parece navegar como el barco ebrio del poema de Rimbaud. Sin embargo, al dar dos pasos hacia atrás se aprecia con más claridad que el gobierno hace intentos torpes pero denodados para amarrar los muebles del barco y evitar el naufragio. Hay temas de urgencia nacional, como la inseguridad o la crisis de la educación superior, en torno a los que Chávez solía escurrir el bulto. Maduro, en cambio, se ha visto obligado a responder más resueltamente. Hace pocas semanas, el gobierno zanjó en cosa de cuarenta y ocho horas tres asuntos cuya resolución estaba pendiente desde hacía demasiado tiempo: aprobó un considerable aumento de sueldos del personal universitario, promulgó la ley de desarme y otorgó libertad condicional, después de tres años y medio, a la jueza María Lourdes Afiuni, llamada «la presa del comandante», el símbolo más diáfano del abuso de poder y el autoritarismo de Hugo Chávez. Los problemas de la educación, la seguridad y la justicia están muy lejos de resolverse, pero hay que darle crédito a Maduro por reconocerlos, así sea porque no tiene más remedio y se refiriera a ellos con una retórica anacrónica, radical, fangosa.

En la tarde del quince de junio, una mujer entró en el ascensor de un hotel de la zona céntrica de Caracas rodando una enorme maleta y con dos bolsas en la mano. Su cara irradiaba alegría. No era una turista típica. Sus bolsas no contenían las compras de una boutique de lujo, sino varios kilos de café y harina pan, la base de las arepas. «En la maleta tengo aceite, papel higiénico y servilletas», dijo con una inesperada explosión de júbilo como si regresara de una piñata con el cotillón lleno. Ese día había enormes colas para entrar a los supermercados, porque los productos largo tiempo codiciados habían por fin llegado a los anaqueles.

El carácter de la transición que vive Venezuela es esquivo porque está formado por múltiples signos ambiguos y contradictorios. Sin embargo, al sumarse esos signos indican un cambio aún tímido pero también ostensible frente la era Chávez. «Chávez era como una pantalla que absorbía tanto los elogios de los chavistas como los ataques de la oposición. Él era el centro de todo y, sin él, quienes hicieron tantas cosas detrás de esa pantalla se ven expuestos, deben tomar posiciones y negociar», comentó María Fernanda Palacios, una afamada profesora de literatura y crítica cultural. «Los chavistas abusaron de la instrumentalización del mito pensando que un mito se puede manipular políticamente. Si un mito es tal no lo puedes manipular. Por eso, los mitos funcionan en el plano de la imaginación popular», comentó.

Después de catorce años de predominio político, no hay hoy en el chavismo un factor unificador más allá de la idea de conservar el poder por el poder o, en el mejor de los casos, de llevar adelante una confusa idea de revolución pero sin tener un mapa de ruta apto para una era pos-Chávez. «En las transiciones, las cosas cambian pero no en un solo lado, sino en todos. Así que el caos lo estamos viviendo y sintiendo todos. Esto no es nuevo. La novedad es que ese caos ya no se somete a una sola visión, la visión de Chávez. Los chavistas deben ahora pensar por ellos mismos y descubren que no piensan igual».

Más allá del debate sobre quién realmente ganó en los comicios presidenciales del 14 de abril, el péndulo osciló de modo inapelable en favor de la oposición. Sin embargo, la unidad opositora deberá vérselas con el implacable paso del tiempo y el desgaste que produce tener que ir a elecciones con un árbitro que no pita la multitud de golpes bajos del contrincante más poderoso.

Maduro y Capriles Radonski corren hoy sobre el filo de una navaja. Ambos son blade runners y cada uno, a su modo, lucha por una supervivencia política asediada por obstáculos y amenazas. Maduro se afianza como gobernante pero en virtud de un poder heredado cuya legitimidad seguirá siendo cuestionada, al menos hasta las elecciones municipales del próximo diciembre. Capriles trata de mantener viva la pasión opositora de los votantes que lo apoyaron en las urnas. Su método ha sido insistir en la deslegitimación de la presidencia de Maduro, llamada por él «una presidencia espuria». No obstante, ese método no ha sido del todo eficaz.

En nuestra conversación de principios de mayo, Capriles dijo sacar arrestos de los ejemplos de Nelson Mandela para poner fin al régimen de apartheid y Mahatma Gandhi para liberar a la India del yugo colonial británico. «Estoy en una lucha gandhiana y pacifista». La caída del gobierno vaticinada por él sería el producto del hartazgo ante la corrupción, la crisis económica y la ineficiencia del gobierno, y sería manejada por los canales previstos en la Constitución. Para terminar, aseguró que a la postre los afanes de los sectores democráticos contra la autocracia chavista se convertirían en un poderoso símbolo de la lucha por la democracia en Latinoamérica. Pero la posibilidad de un cambio de juego que, en un corto o mediano plazo, saque al chavismo de la presidencia dentro de esos parámetros institucionales está cada día más cerca de caer en el vacío. La reciente negativa del presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, a recibirlo «porque el gobierno de México ha reconocido al gobierno formado en Venezuela y no podemos ser parte de un conflicto interno», es sólo un boton de muestra.

Maduro y Capriles corren hoy sobre el filo de una navaja. El que sobreviva de los dos tendrá la oportunidad de escribir un nuevo capítulo en la historia venezolana y, muy posiblemente, latinoamericana.

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