El chilaquil, cielo frito
Bien dicen que uno no sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. La autora de este texto ya no puede comer chilaquiles, una enfermedad le impide hacerlo. Ahora que “habitan en el terreno de la fantasía”, les dedica este elogio.
Los chilaquiles huelen a tentación y a pecado: a lo prohibido. Está el olor acre y terreno de la tortilla frita en aceite vegetal —tal vez requemado, eso no importa aquí— y el delicado aroma ácido del tomate, de preferencia verde. A ese olor hay que añadir uno que no por sabroso deja de ser también tufillo: el de la grasa animal, la crema y el queso, disolviéndose lentamente. La mezcla aromática incluye los azufres de la cebolla en dos versiones: caramelizados para la salsa y en su picor más claro, sobre el plato, en rodajas que son adorno precioso para los ojos y el paladar. Hay más, por supuesto, aunque difíciles de percibir de buenas a primeras: las hierbas, el ajo, un caldo o un cubo Knorr para hacer trampa y facilitarse la vida, sal, un ingrediente secreto que no develaremos aquí, el pollo que hirvió con hojas de laurel, pimienta gorda y un clavo de olor.
Ese plato es algo a la vez sofisticado y básico. Huele a los elementos de la tierra, a lo primario y animal. Aves de corral, maíz que se dora bajo el sol sin misericordia del campo mexicano, vacas ordeñadas; ajo y cebolla; sal labrada, refinada, yodatada. Luego: el ingenio que lo mezcla todo: salsas para el plato de un rey o un noble, frituras para matar el rato y el hambre, lo que sobra y lo que hace falta. El resultado es ya una insignia nacional, algo que nos vincula en el deseo y la satisfacción. Y, para mí, es lo imposible, un puro anhelo.
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No recuerdo la primera vez que comí chilaquiles pero sí recuerdo la última. Sé que hoy en la mañana quise hacerlo de nuevo y recorrí para arriba y para abajo los pros y los contras, hasta que terminé rechazando el plato una vez más, porque le conozco sus mañas. Ahora que me quedan lejos, que habitan en el territorio de la fantasía, pienso en eso de que uno no sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. ¿Cuántas veces comí chilaquiles? Tampoco lo recuerdo, pero sí tengo la certeza de haberles hecho el feo en más de una ocasión.
¿Chilaquiles? No, mejor algo que no pueda comer cuando me dé la gana, algo más fino en su sabor. Hubo domingos y días festivos en los que los platos de chilaquiles se sirvieron junto a mí para que otros los probaran sin que yo imaginara prohibiciones que no tienen que ver con la voluntad.
Lo que puedo decir ahora, a la distancia, es que los que comían esa tortilla refrita que a veces navegaba en salsa y a veces solo se remojaba en ella por encima, junto con la crema y el queso, tampoco ponían demasiada atención a ese antojo. Hablaban de sus cosas, platicaban muy quitados de la pena, pensando, como yo antes que ellos, que podrían llenarse la boca con otros el siguiente domingo o la próxima cruda. Y tal vez llegue un día en el que los recuerden con nostalgia, sin saber lo que tenían hasta que lo vieron perdido.
Llevo unos años de restricciones alimenticias que nada tienen que ver con bajar de peso, estar en forma o proteger especies. Una falla mecánica común en los bebés se manifiesta en algunos casos ya en la madurez y a mí me impide asimilar algunos alimentos. La lista de prohibiciones es tan larga como debatible. No se sabe a ciencia cierta qué es lo que provoca que pase noches en vela o sienta que hay lava recorriéndome el esófago, pero se intuye: son la cebolla y el jitomate, es el ajo y el chile, son las frituras y el maíz, son los lácteos y ciertas grasas. La mía es una dieta de las de salud, como la que debería llevar un diabético o un hipertenso. Y yo hago como casi todos los diabéticos e hipertensos que conozco: a veces soy estricta y digo que cuidaré mi salud a toda costa, y otras veces como mole. Sé que debería ser conservadora porque la historia familiar indica que el asunto puede pasar de broma a tragedia de manera más o menos rápida. Aún así, me entrego a la desdicha por la vía del placer, casi siempre en forma de vino tinto, chocolate o algún platillo especiado.
Aunque el aprendizaje ha sido más lento de lo que podría parecer, algunos puntos pronto quedaron claros. De entre ellos, el más obvio fue: los chilaquiles, las enchiladas y todas las versiones gastronómicas que los incluyan son la muerte chiquita (o mediana). El mal se agudiza conforme ciertas variables, que incluyen la proporción de grasa-cebolla-tomate o qué tan pesada tenga la mano la chef a la hora de usar chile.
Estas variables se vuelven preguntas que no puedo hacer cuando me toman la orden porque sería un despropósito y nadie tendría una respuesta suficientemente buena a la pregunta de fondo: ¿me hará daño? El conocimiento empírico apunta a que sí y lo demás es necedad. Es cierto que hay días muy buenos y días muy malos, y en ambos me olvido de tener esófago, cabeza, corazón, presente o futuro. En esos días aislados tengo comportamientos erráticos y locos que suelen expresarse probando los alimentos y las bebidas que figuran en la lista de las prohibiciones. Si me hubieran dicho esto a los quince años, me habría dado un síncope de la pura risa. Comía como si me estuviera entrenando para jugar americano o irme a un campamento de alto impacto, y los chilaquiles eran una parte fundamental de mi vida, el elemento con el que me volvía de nuevo humana después de un fin de semana de aquelarre, lo que me unía con familiares y amigos, lo que hermanaba al lado paterno con el materno, lo que podía comer también en temporada vacacional porque cualquier lugar del país los ofrecía, con sus variantes.
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Durante un tiempo que ahora pienso lo mismo eterno que desperdiciado, no le puse atención a los componentes reales de los chilaquiles. Si acaso, recuerdo haberle echado a perder unos a mi madre que quería celebrarle un cumpleaños a mi padre con su receta muy personal. Yo decidí, con un autoritarismo del más idiota, que quedarían mejor de otra forma. Ahí sí puse atención nomás para arruinar algo que era perfecto. Apenas entonces, ya todos adultos y cada quien en su casa y sus cosas, reparé en detalles en los que he pensado ahora con cierto gozo masoquista:
¿Qué es lo más tradicional?, ¿bañarlos en salsa o sumergirlos en salsa? ¿Y qué es mejor? Las tortillas ¿deben freírse con anticipación o al momento? ¿Es legal comprar paquetes de tortillas ya fritas, como totopos, para ejecutar el platillo? ¿Se fríe el chile o se cuece en la salsa con el tomate? ¿Son más tradicionales los rojos o los verdes? ¿Y los de mole?, ¿cuentan igual o deberían llamarse distinto? Y hablemos de los animales: ¿deben llevar pollo o no? Y más: ¿a quién se le ocurrió la idea genial de poner encima unos huevos estrellados para que derramaran su sol sobre la mezcla de tortilla salseada? La cebolla: ¿debe ser morada?, ¿blanca? Otrosí: ¿se pone en rodajas o en finos gajos? Crema y queso: ¿qué tanto y qué tan antes? Para la crema, mejor que no sea muy líquida y que el calor del plato la derrita de a poco. Para el queso: muy salado y muy bien desmenuzado. Queso de grano, que pueda deshacerse con los dedos y no necesite rallarse. Colofón obligado: unas hojas bien enteras de cilantro, que se vean los abanicos, que asemejen en todo caso a tréboles, sin que se piquen para que los aceites esenciales puedan desprenderse en el acto mismo de masticarlo todo y granjearse así un pedacito de cielo frito, pasajero, inasible, de esos que damos por sentados, de los que no podemos aprehender realmente hasta que se van para siempre.
Notas: 1. Eso es tema para otro texto.
Este texto apareció originalmente en la revista HojaSanta, y Gatopardo lo reproduce con autorización de su editor.
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