Los humanos, directa o indirectamente, son los principales responsables de los incendios. Pero las zonas rurales, donde son más comunes, no son prioridad para las autoridades, resultando en falta de recursos y de políticas de prevención.
Un matrimonio está cenando en su cocina, súbitamente explota el calentador de agua y el fuego llega rápido a la estufa que se convierte en un mechero quemando todos los muebles. La casa se incendia. La pareja logra salir y, mientras uno avienta cubetadas de agua desde el patio, el otro con los dedos temblorosos, llama al número de emergencias. Esperan que los bomberos lleguen antes de que las llamas consuman todo el patrimonio que han acumulado en los últimos años. Les contesta una operadora diciendo que ellos lo tienen que apagar, que el gobierno local acaba de hacer una ley obligando a los habitantes a hacerse responsables de los desastres domésticos. "No hay dinero para los bomberos", justificó la operadora frente a los gritos de desesperación de la pareja, "todo se usó en la construcción de una autopista panorámica para desarrollar la región".
Esta historia de ficción doméstica tiene sus similitudes en la vida real, a nivel federal. Durante este sexenio se ha reducido el presupuesto de Comisión Nacional Forestal (CONAFOR) que es la encargada de prevenir y atacar los incendios forestales en un 60%, aproximadamente. Hace tres años el gobierno federal desapareció el Fondo Nacional de Desastres (FONDEN), que servía justamente para apoyar a las regiones que sufrían de un evento extremo. Hace unas semanas, la Cámara de Diputados trasladó a los municipios la responsabilidad y el costo de reponerse frente a los desastres naturales, como los incendios forestales.
Estos desastres son eventos extremos que ocurren en zonas rurales o periurbanas. Para que se desate un incendio forestal se requiere que la vegetación esté muy seca, por lo que son mucho más comunes en la época en la que no llueve. La velocidad del viento, que por lo general es más grande en estos meses, también ayuda a la propagación de los incendios forestales. Toda persona que ha encendido una fogata, o el carbón de un asador, sabe muy bien que la materia orgánica seca y el aire son esenciales. Por lo tanto, los incendios forestales son mucho más comunes en la estación de sequías que en México sucede normalmente entre diciembre y mayo. Este año la temporada sin lluvias se ha agravado porque llevamos tres años de sequía en el país, coronadas por el fenómeno de El Niño, que no ha acabado aún y se ha caracterizado por intensas sequías. Así que la mayoría de los ecosistemas del país están muy secos, y son propicios para incendios.
Pero no podemos responsabilizar solo al clima por el número de incendios, el comportamiento humano también es relevante en los incendios forestales. El primer factor de influencia humana es el tipo de vegetación, que en muchos lugares ha sido modificado. Cada tipo de vegetación arde de manera diferente, y los pastos introducidos para el ganado se queman particularmente rápido, propagando el fuego con más velocidad. Estos pastos explican la ferocidad de los incendios que se registraron en agosto del año pasado en Hawái y arrasaron con la isla, donde estos pastos exóticos cubrían grandes extensiones.
Un segundo factor relacionado con las actividades humanas es el inicio de la flama, de hecho, la mayoría de los incendios los genera el ser humano. Ya sea por descuido —en la Reserva Ecológica del Pedregal de San Ángel en Ciudad Universitaria la mayoría de los incendios se deben colillas de cigarros—, por descontrol —un viento fuerte puede dispersar la quema de la milpa después de la cosecha—, o provocados —inmobiliarias y otras constructoras han mandado quemar zonas de protección para promover un cambio de uso de suelo y poder construir ahí—. Sin el ser humano, la ocurrencia de incendios en muchas regiones sería mucho menor.
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Un efecto indirecto de la actividad humana es el cambio climático, que ha provocado un aumento de temperaturas y en consecuencia muchos de los ecosistemas ahora están más secos. En los últimos doce meses ha habido incendios forestales extraordinarios en todo el planeta, desde Canadá, donde comenzaron en junio devastando regiones enteras y algunos siguen a la fecha; pasando por Grecia, que en agosto del año pasado destrozaron gran parte de las islas, y terminando en Perú, donde los incendios abatieron muchas regiones durante septiembre.
Pero observar los efectos mundiales de los incendios no es consuelo para lo que está pasando en México. En los últimos días ha habido al menos 130 incendios en 19 estados, y han afectado a más de 8000 hectáreas y dejado al menos cinco víctimas. Posiblemente estas cifras sean mayores cuando sea publicado este artículo. Sin descartar las zonas periurbanas que han sufrido múltiples incendios forestales —la Ciudad de México ha pasado muchos días oliendo a leña quemada—, la mayor parte de los incendios ha sido en zonas rurales. Gracias a la CONABIO, a la que el gobierno federal pretende reducir sus atribuciones que incluyen su independencia para poder alertarnos de todos incendios forestales, podemos saber dónde se acumulan más estos eventos extremos. En los días en los que estoy escribiendo este artículo, el mapa de la CONABIO muestra que la mayoría de esos 130 incendios se encuentran en el centro del país y en los estados de Veracruz, Oaxaca, Chiapas y Tabasco, así como el noroeste de la península de Yucatán (en los estados de Campeche y Yucatán). Es de preocupar que muchos de estos estados abarcan las regiones de mayor biodiversidad del país. Haciendo un análisis más regional, los incendios de estos días han afectado 24 Áreas Naturales Protegidas. Todo esto nos indica que los incendios forestales están amenazando nuestra diversidad biológica, reduciendo nuestro patrimonio, afectando la economía y la cultura nacional.
Los incendios forestales no se restringen a estos efectos, las personas que viven en zonas rurales son de las más afectadas, a la vez son las que tienen menos capacidades económicas para sobreponerse a un incendio. Este grupo de mexicanos son los más vulnerables y, tristemente, los menos protegidos por los gobiernos. Como ejemplo, en noviembre del 2020, cuando se desbordó la presa Peñitas en Tabasco, el Presidente tuvo la disyuntiva: inundar la ciudad de Villa Hermosa o inundar las zonas bajas rurales. No dudó en tomar la decisión, optó por proteger la ciudad de Villa Hermosa. Su decisión fue pragmática, evitó la pérdida de infraestructura y la riqueza económica que provee la urbe. A la vez, su decisión puso en evidencia que los habitantes de zonas rurales estarán siempre por debajo de las prioridades económicas, es decir, todas las demás áreas de interés de un gobierno. Lo cual explica la desaparición del FONDEN, la reducción del presupuesto de CONAFOR, y la reciente ley que traspasa el gobierno federal a los municipios del manejo de desastres ambientales.
Ningún municipio, por muy próspero que sea, es capaz de contener y reconstruirse frente a un evento extremo. Ni municipios turísticos con alto nivel adquisitivo pueden hacerlo, como fue evidente con los huracanes como Otis en Acapulco en el 2023, y Wilma en Cancún en 2005. Menos evidentes son los incendios forestales, pero son igual de devastadores, y los municipios más expuestos a ellos son, a la vez, los que tienen menos recursos económicos. El costo de pagar cuadrillas de bomberos que hagan frente a los incendios, y los prevengan con brechas cortafuegos, serían impagables sin apoyo estatal o federal.
Así como el problema de escasez de agua que estamos viviendo, los incendios forestales son un fenómeno que tiene muchos orígenes. A nivel global el cambio climático es una causa contra la cual, aparentemente, no podríamos hacer nada, pero eso no es del todo cierto. Sí es posible hacer algo, pero tenemos que entender la relación entre causas y efectos. El problema es que no hemos logrado relacionar las causas del cambio climático con sus consecuencias que ya estamos sufriendo. Esto se observa claramente ahora con el aumento de incendios.
En un mismo segmento de noticias podemos escuchar a un funcionario de Pemex hablando orgulloso de Deer Park o Dos Bocas, y solo unos segundos después, aparece el locutor con voz de alarma describiendo los incendios en todo el país, en una aparente noticia que no tienen relación con la anterior. Las refinerías promueven una economía basada en las energías fósiles que es la que provoca el cambio climático. El cambio climático, como se escribió arriba, aumenta la temperatura y hace que los ecosistemas estén más secos y vulnerables a los incendios. Así, los incendios en Veracruz o Calakmul son, en parte, gracias a nuestro orgullo nacional: las refinerías. Además de la discusión actual sobre la contaminación local que producen las refinerías, y que afecta la salud de las personas que viven en sus zonas colindantes, es necesario añadir sus efectos globales, como su responsabilidad en el aumento de los incendios forestales.
A nivel local tenemos que fortalecer a las instituciones federales que evalúan, previenen y disminuyen los efectos de los incendios forestales. Un mapa interactivo como el que tiene la CONABIO para tener alertas tempranas, además de dar información a los gobiernos hacia dónde deben de mover las cuadrillas de bomberos, es útil para comprender las dinámicas de los incendios y generar programas de prevención. Estos análisis los pueden realizar las comisiones federales encargadas de prevenir y sofocar incendios, pero necesitan de presupuesto suficiente. Sin embargo, estamos haciendo todo lo contrario: se han reducido tanto el presupuesto, como las capacidades humanas en las instituciones que pueden mitigar los efectos del aumento de los incendios.
Es posible afrontar estos problemas ambientales. En el corto plazo tenemos que fortalecer a las instituciones federales que previenen y sofocan incendios, para que sean capaces de adelantarse y contener rápido los incendios forestales. En el largo plazo, si somos capaces de relacionar las causas del cambio climático con sus efectos, y actuamos en consecuencia, buscaríamos el desarrollo económico dejando de lado las energías fósiles.
Estamos, como la pareja, viendo cómo se incendia nuestra casa. Sin una infraestructura social, las acciones individuales como aventar cubetadas de agua desde lejos, son útiles únicamente para nuestra sanidad mental, y sentir que "al menos se hizo algo", pero no reducirán la devastación. Así como la pareja hubiera querido bomberos para apagar el incendio, el país requiere con urgencia de financiamiento para desastres, para previsión de estos eventos, y de órganos con capacidad federal para responder rápido. La respuesta para afrontar incendios existe, lo que falta es voluntad política que tenga como prioridad las zonas rurales, su biodiversidad y su gente. Al final de cuentas, son los que nos dan de comer.