Después de sus aclamadas The Lighthouse y The Witch, Robert Eggers está de regreso con su tercer largometraje. Una cinta que podría revelar la madurez de un creador que antes quiso abarcar demasiado y ahora sus imágenes comunican una claridad que cae en la simpleza. The Northman, que sigue los pasos clásicos del héroe épico, llega a las salas de cine este fin de semana.
Cuando se estrenó The Lighthouse (2019) en la Quincena de Realizadores de Cannes, la prensa estadounidense comenzó a tuitear que el segundo largometraje de Robert Eggers era, en mayúsculas, cine. El discurso apocalíptico sobre qué califica o no como tal se apodera a veces de los críticos angloparlantes cuando se les atraviesa un fenómeno en habla inglesa —porque los subtítulos cansan—, protagonizado por estrellas —ni que estuviéramos en el auge neorrealista— y lo suficientemente excéntrico para disfrazar su convencionalismo y evitar así el extendido síndrome de las siestas en funciones de prensa.
The Northman (2022), la nueva película de Eggers que se estrena el 14 de abril en cines, suscitó reacciones similares en un contexto donde cualquier superproducción que exhiba gestos mínimos de originalidad es celebrada como la salvación del cine. Quizá se deba a una combinación entre la escasez de estrenos provocada por la pandemia y la renuencia de la crítica a voltear a los márgenes pero sobre todo parece un síntoma de la imparable crisis en la industria hollywoodense. Aunque los estudios hegemónicos siempre han temido fallarle al público masivo, hoy frente a la amenaza del streaming, se percibe una desesperación por acaparar con una sola película a todo tipo de espectadores: si en los setenta se le permitió a Francis Coppola hacer el proyecto que él quisiera tras un éxito de taquilla, hoy se recluta a cineastas independientes para que marginalmente le impriman su estilo a producciones que en realidad dirige el estudio.
Percibo esta tendencia en The Northman, que cuenta la leyenda de Amleth (Alexander Skarsgård), un príncipe vikingo dedicado a la venganza tras atestiguar en la niñez el asesinato de su padre y el secuestro de su madre a manos de su tío. Quizá la trama suene conocida porque es la inspiración de Hamlet, de William Shakespeare; sin embargo Eggers, más interesado en el folklore y la mitología, evade toda referencia al gran dramaturgo y su obra. De hecho el director parece rehusarse a influencias aprobadas por la alta cultura al pasar de una película como The Lighthouse, inspirada por Jean Grémillon, Jean Epstein y Béla Tarr, a una épica que evoca a Arnold Schwarzenegger y al Darren Aronofsky de The Fountain (2006).
Por supuesto que unas influencias más comerciales no habrían de producir una película deficiente; sin embargo en The Northman hay una tensión palpable entre los deseos del director, que se implantan en las imágenes más grotescas, y los de la producción ejecutiva, que logran una trama concisa y más directa que las marañas de referencias en los largometrajes anteriores de Eggers. Aunque esto podría sugerir la madurez de un cineasta que antes quiso abarcar demasiado, las imágenes comunican, más bien, el deseo de una claridad que cae en la simpleza. Como si se tratara de una película de franquicia, The Northman sigue los pasos clásicos en el viaje del héroe, desde su llamado a la aventura y los consejos de videntes, hasta la restauración del orden tras una batalla final que sugiere el fin de la masculinidad.
De hecho la asociación entre lo masculino y lo bestial es el aspecto temático más relevante, si no es que el único, dado que a Eggers le interesa más la reconstrucción material del mundo vikingo que su examen. El joven Amleth, por ejemplo, es conducido por su padre, el rey Aurvandill (Ethan Hawke), a una ceremonia donde ambos actúan como lobos. El tono extravagante de las actuaciones, la iluminación dramática al estilo de Rembrandt y los primeros planos de rostros desconcertantes son la primera aparición clara del estilo de Eggers durante las primeras escenas, y captura con una ternura bruta, animal, el amor entre padre e hijo que motivará el resto de la trama; sin embargo, aunque hay imágenes de la violencia en que culminan estas convicciones, Eggers no ofrece mucho más que moralizaciones sencillas y a veces contradictorias.
Al crecer, Amleth, ya convertido en una musculatura que mata, aúlla y apenas si habla, tolera las atrocidades del grupo que lo acogió: desde el asesinato espontáneo de un par de hombres en un bote hasta el asalto a un pueblo donde su grupo incendia a los habitantes encerrados en un edificio, como en la escena más recordada de Idi i smotri (1985), de Elem Klímov. La distancia entre ambos cineastas es insondable: el director soviético hizo una escena —muchas, en realidad— que pretendían afectar al espectador como si estuviera presente; el suyo no fue un acto de mera condena sino de empatía radical y hasta cruel: ver su película es un tormento. En cambio, Eggers describe el sadismo con precaución. Amleth no participa directamente en la masacre de inocentes y las violaciones, que a veces pasan fuera de cuadro para no alterar a la audiencia.
La carnicería que sí lleva a cabo el protagonista está justificada por la venganza: los miembros clavados en paredes y los intestinos convertidos en cuerda son apenas visibles, porque lo importante en una película de noventa millones de dólares no es la fidelidad genuina al universo brutal de los vikingos sino vislumbrarla con cuidado para recuperar la inversión. Esta es la lógica del espectáculo a la que se adhiere a menudo The Northman, cuyas intenciones parecen definidas por el mero deseo de impactar sin realmente desconsolar; de complacer ese antojo de matar que supuestamente desafía al sugerir que la ternura cura el odio.
Cualquier sospecha al respecto se convierte en certeza cuando vemos planos trasplantados de National Geographic a la película: lugares comunes que enfatizan la dimensión enana de los protagonistas en un espacio interminable. En otro momento avanzamos tras de Amleth, que se ubica al lado izquierdo del cuadro cuando se mueve hacia un enemigo, como si estuviéramos jugando un videojuego. Ya sea que le achaquemos estas decisiones a Eggers o a los productores, a menudo nos encontramos con un lenguaje que remite a un imaginario adolescente. Cierta condescendencia del estudio permite que regresen imágenes de The Witch (2015), como una Anya Taylor-Joy haciendo una invocación a la cámara o aquelarres en el corazón del bosque pero, en lo demás, The Northman es una película de Mel Gibson y un tropiezo que el propio Eggers reconoció al decirle a New Yorker que no volvería a trabajar con un presupuesto tan grande. El apretón del diablo quema el espíritu.