El padre Gallo y el padre Morita vivieron las violencias del narco y el extractivismo que padecen los rarámuri: eso los coloca en el pueblo. Muchos lloran su pérdida y otros se preguntan si callar sobre todo lo que sucede en esas comunidades sirvió de algo o si ya es momento de decirlo todo.
José Noriel Portillo Gil fue bautizado por Javier Campos Morales, el Gallo, uno de los sacerdotes jesuitas a los que se le acusa de haber asesinado. También se le señala de matar, el lunes 20 de junio, al jesuita Joaquín César Mora Salazar y al empresario de turismo Pedro Eliodoro Palma Gutiérrez en el altar de la Misión San Francisco Javier, en Cerocahui, que forma parte del municipio de Urique y de la Sierra Tarahumara, donde viven los rarámuri.
Él nació en el pequeño poblado de San Juan de Dios, en el municipio de Batopilas, pero, desde que era chico, su familia se trasladó a Bahuichivo. El cártel de Juárez mató al padre de Noel Portillo cuando apenas tenía once años. Ese acontecimiento lo marcó y decidió vengarse. Las versiones de la gente de Bahuichivo y Cerocahui varían. Unos aseguran que, por el asesinato de su padre, se detonó una enfermedad psiquiátrica en él cuando aún era adolescente y otros, que con los años se convirtió en un adicto a las drogas. Pero ambos pueblos coinciden en que el cártel de Sinaloa aprovechó su vulnerabilidad y lo reclutó, como a cientos o miles de jóvenes en la Sierra Tarahumara.
Cuando tenía dieciocho años —es decir, hace doce— Noel Portillo se convirtió en líder de un grupo delictivo que pertenece a dicho cártel, uno que es responsable de que aumentara el número de comunidades indígenas desplazadas de forma violenta a partir de 2014 y 2015. En los últimos tres gobiernos se han documentado hechos violentos de forma sistemática en los municipios que él controla.
No es lo único en lo que se le ha implicado. Las autoridades de Desarrollo Rural del gobierno de Javier Corral Jurado (2016-2021) reconocieron que durante cuatro o cinco años no hubo desarrollo forestal porque Noriel, a quien apodan “el Chueco”, no lo permitió. Es de las pocas regiones donde no han devastado el bosque con la tala ilegal e irregular porque al líder criminal no le convenía. Apenas, hace poco menos de un año, él mismo levantó la “veda”.
La impunidad ha escalado tanto que también controla la venta de alcohol y otros negocios. El Chueco no permite que nadie más venda cerveza sin su consentimiento, lo confirmó el vicario de la diócesis de la Tarahumara, Héctor Fernando Martínez Espinoza.
Por si fuera poco, ha crecido otra preocupación general: la incursión del cártel Jalisco Nueva Generación en esta sierra. Desde junio del año pasado, una vez que ganó las elecciones la gobernadora María Eugenia Campos Galván, el nuevo grupo ingresó por el Triángulo Dorado y su enfrentamiento con el cártel de Sinaloa ha ocasionado el desplazamiento de decenas de comunidades indígenas y asesinatos. A lo largo de las carreteras de los municipios serranos aparecen pintadas en la señalética las siglas del nuevo cártel de la región.
Noriel Portillo también patrocina un equipo de béisbol de jóvenes. Unos días antes del triple asesinato, su equipo perdió y él no perdonó a los ganadores. La mañana del 20 de junio acudió a la humilde casa de dos hermanos que eran contrincantes de su equipo: Paul y Armando B. Le disparó a uno, pero se llevó a los dos y, antes de huir, incendió la casa de la familia. Hasta ahora no aparecen los cuerpos.
Con sigilo, la gente indica dónde se ubica la casa quemada. De los hermanos... prefieren no hablar mucho. Su casa blanca quedó ahumada y con el techo hundido. Un perro espera entre unas rocas y las gallinas van de un lado a otro. Los vecinos se han encargado de darles de comer.
Ese lunes, alrededor de mediodía, una camioneta del Chueco, atravesada en un costado de la calle del templo, se entendió como el anuncio de una tragedia que crecería en víctimas.
Primero Noriel Portillo estuvo con Pedro Palma en el hotel Misión de Cerocahui. Las versiones de ese encuentro también varían: “No le quiso pagar por pasar por un camino” o “le pedía cuota”, pero nadie sabe con certeza de qué hablaron. El Chueco se lo llevó de manera violenta, lo golpeó hasta dejarlo moribundo. Y luego regresó con él para meterlo al templo.
Recorrió el pasillo del atrio, donde se encuentra una cruz de cemento, a los lados el césped verde realza su belleza. El Chueco aventó a Pedro Palma adentro del templo. Primero salió el padre Joaquín para intentar disuadirlo de disparar e intentó —en vano— darle los santos óleos para reconfortarlo. Noriel Portillo se dejó ir también contra el jesuita. La versión la contó en entrevista el provincial de la Compañía de Jesús en México, Luis Gerardo Moro Madrid, quien acudió a Cerocahui a reconstruir los hechos con dos sacerdotes jesuitas sobrevivientes y un diácono.
El padre Joaquín Mora habría intentado huir del Chueco y se refugió en la sacristía, pero él lo sacó del cabello. Esto se sabe porque la puerta de la sacristía estaba vencida. Posteriormente, Noel Portillo le disparó. Después el padre Gallo intentó calmarlo, pero también disparó contra él.
“El tercero está viendo todo y se queda helado. El agresor, en un momento, como que cae en la cuenta y pide perdón al padre y le dice que quiere confesarse. Hay un momento largo en el que conversa con el padre. Uno de los que sobrevive reconoce que otro de los padres es sacado de la sacristía de los cabellos hasta el altar y ahí es donde sucede el resto. Estamos entendiendo que le quiere dar la absolución, el otro [sacerdote] intenta huir, el agresor va por él y lo jala de los cabellos y le dispara. Muere en el altar y el otro sacerdote también”, agrega el provincial Moro.
Noriel Portillo se llevó los tres cadáveres del templo. Aparecieron hasta el miércoles en un lugar conocido como Pitorreal, a unas dos horas de Cerocahui —es también una zona turística—. El provincial reconoció los cuerpos en el Servicio Médico Forense. Al reclamar sus pertenencias, confirmó la austeridad de los dos sacerdotes jesuitas: del padre Gallo le entregaron su navaja y del padre Joaquín Mora, su cartera.
El domingo regresaron a la tierra donde querían morir. Después de casi siete horas de recorrido desde Creel, llegaron acompañados con bailes rarámuri de matachín y pascol, de purificaciones que les hicieron a lo largo de la carretera en medio de un fuerte dispositivo de seguridad de la policía estatal, militares y la Guardia Nacional.
Los rarámuri lloraron
El impacto de verlos llegar en ataúdes se reflejó en lágrimas rarámuri —algo poco común de ver— y en gritos que pedían justicia y decían adiós a quienes se convirtieron en parte de ellos. Ambos sacerdotes jesuitas hablaban rarámuri, entendían las culturas indígenas de la Sierra Tarahumara y la amaron, la vivieron.
“Nosotros no vemos la muerte como la ven ustedes, pero ahora lo que está doliendo es la forma”, dice con ojos llorosos Guillermo Palma, rarámuri e integrante de la fundación Construcción de Mundos Alternativos Ronco Robles (Comunarr), entrevistado en Creel después de la misa de cuerpo presente de los dos jesuitas. Él es un hombre que impulsa con energía su cultura desde los espacios de incidencia en los que trabaja.
A partir del sepelio, que fue el lunes 27 de junio, el pueblo rarámuri realizará tres nutemas, una cada año. Se trata de fiestas para acompañar a cada sacerdote a llegar a su destino, donde continuarán sus vidas.
Palma explica que el rarámuri vino a este mundo a estar bien y en comunidad: a danzar, hacer fiesta, hablar la lengua, ser buen rarámuri, buena persona. Es primordial recordar la historia para que no se les olvide: la fiesta de nutema es para darle fuerza a Onorúame-Eyerúame (dios padre y madre de los rarámuri).
“Tiene que ver con cómo vemos la vida y la muerte. Si en algún momento dejamos de existir, es porque Onorúame así lo quiso. Que se mueran los que tengamos que morir, pero hay que hacer la fiesta para que esté bien el mundo, hay que hacer lo que nos toca hacer. Para nosotros no existe aferrarse a una vida, aunque estés agonizando”, añade con la convicción que le caracteriza.
Para el pueblo rarámuri, también la muerte es comunitaria. Ellos creen que, en realidad, el ser humano no muere, va a otro lugar y la comunidad acompaña a cada muerto. “El Ronco Robles”, un sacerdote jesuita que fue ícono en la Sierra Tarahumara, “decía que en el mundo rarámuri hasta la muerte es buena porque congrega a la comunidad y hace fuerza en torno al difunto”, detalla.
Al respecto, el sacerdote diocesano Gabriel Parga Terrazas, coordinador de la Pastoral Indígena de la diócesis de la Tarahumara, está convencido de que en su apostolado debe dar constantes pasos atrás porque no se trata de evangelizar a los pueblos indígenas, de imponerles la fe, sino de acompañarles. Recuerda a los sacerdotes jesuitas asesinados como hombres cultos, amables y, en los últimos años, faltos de salud.
El Gallo preparaba sus bodas de oro
A Javier Campos le decían el Gallo porque imitaba perfectamente a esas aves. Cuando llegaba o se iba de las reuniones, saludaba con un cacareo que enamoró a niñas, niños y adultos. Usualmente vestía botas, camisas vaqueras, pantalón de mezclilla. Su personalidad era segura y muy sociable. Fue padrino de bautismo de un sinnúmero de niñas y niños en la Sierra Tarahumara. Era de carácter fuerte.
Hace 79 años nació en la Ciudad de México, pero su niñez la pasó en Monterrey, Nuevo León. Cursó estudios en una escuela marista y en el Instituto de Ciencias de Guadalajara. Ingresó a los dieciséis años a la Compañía de Jesús y en 1973 llegó a la Tarahumara para nunca irse. Este mes cumplió cincuenta años de ser sacerdote jesuita y la diócesis preparaba sus bodas de oro para septiembre.
El padre Gallo también fue encargado de la Pastoral Indígena. “Javier era de la escuela de jesuitas de los setenta, esa escuela sobre la encarnación y la inculturación, de aprender la lengua, aprender a ver los valores de Dios ahí en los pueblos indígenas y acrecentar su proyecto. Que ellos son los pueblos, no una religión colonizadora: son de esa propuesta”, detalla el padre Gabriel Parga desde Baborigame, la parroquia ubicada en el municipio de Guadalupe y Calvo, en el Triángulo Dorado, y donde cohabitan indígenas rarámuri y ódami. Es un hombre de tez blanca y vestir sencillo, con huaraches de material de llanta y baqueta, como los usan las cuatro etnias indígenas. Recuerda que fue compañero del Gallo desde el año 1983 aproximadamente, “con Ricardo Robles, el Ronco, Carlos Vallejo, [...] fueron jesuitas de ese corte”.
Carlos Vallejo dejó el sacerdocio hace más de tres décadas, pero decidió quedarse en la Sierra Tarahumara. Es uno de los teóricos e impulsores de la lengua y la cultura rarámuri, así como de la “teología india”. Se casó años después con Matiana García, una mujer rarámuri. Cuando tuvieron a su primer hijo, hace 36 años, el Gallo lo bautizó.
Esta vez Matiana llegó a Cerocahui para darle el último adiós a su compadre y al otro sacerdote, Joaquín Mora. De ambos tiene grandes recuerdos y ahora, mucho dolor. Retoma el padre Gabo Parga: “Hay miles de anécdotas de los dos. Del Gallo es inolvidable cómo llegaba a las fiestas de las comunidades, tomaba tesgüino, amaneciendo, con su cigarrillo. Muchas noches de amanecidas acompañando a la gente”.
El padre Gallo recorría todos los días, de noche o con luz, la Tarahumara. Parga recuerda riendo: “Iba a confirmaciones, cenaba, acompañaba los amaneceres. Era increíble, quería servir a todo mundo. Una vez su provincial le dijo: ‘Gallo, a las diez de la noche, donde andes, apaga la camioneta’. Y le hizo caso. A las diez de la noche, en la carretera o donde anduviera, apagaba la camioneta, esperaba unos minutos y la prendía. Seguía pero obedecía”.
Para la Pastoral Indígena y para la diócesis, se trata de dos pérdidas muy dolorosas, de un par de hombres buenos. A quienes son parte de la Pastoral Indígena les duele la muerte de ambos sacerdotes jesuitas, pero “a las comunidades indígenas les duele de otra manera. Siento que les duele, pero tienen más claridad de que la vida no se acaba, se transforma. Hablan con el muerto, le reclaman, le lloran porque saben que está viviendo de otra manera. Para ellos es más natural, no hay ruptura con la vida terrestre. La vida sigue, por eso hacen nutema”, añade Gabo Parga.
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Con el padre Gallo y otros sacerdotes, Mariano Quintana y Rosario Zapién pertenecieron a las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) a finales de los setenta, en el municipio de Guachochi. Son un matrimonio apasionado de los procesos comunitarios y la justicia social. A principios de la siguiente década, acudieron al llamado de apoyo de compañeros de ese proyecto en Nicaragua. Formaron parte de la guerrilla en aquel país centroamericano y allá nacieron dos de sus hijas. La mayor de ellas, Citlali Quintana, es una joven abogada, activista y directora del Centro de Capacitación y Defensa de los Derechos Humanos e Indígenas (Cecaddhi). “Cuando regresamos de Nicaragua, llegamos a Cerocahui. Ahí estudié la primaria, la secundaria y la prepa”, recuerda ella en entrevista.
Sobre el Gallo, asegura que conocía bien aquel territorio, lo bueno y lo malo, también la criminalidad. “La última vez que estuve en la asamblea con el Gallo, fui a Urique. Anduvimos en Mesa de Arturo, por Cieneguita. Allá, la verdad, el bosque, a diferencia de San Juanito [un municipio de Bocoyna] y de otras partes, estaba superrecuperado a como yo lo recordaba, cuando llevaba el mismo destino de ir perdiendo vegetación. Aquella zona estaba superbonita. Yo venía de ver Guachochi, Cusárare, Bocoyna”.
Citlali se le comentó al Gallo y él respondió: “¿Sabes por qué está bonito el bosque? Porque el Chueco le dijo a la gente que iba a quemar sus casas si talaban”.
“El Gallo, para mí, es un hombre contradictorio. Era cabrón también. Tiene sus gallofans, un grupo de mujeres religiosas y laicas que lo quieren mucho. Hay una familia que lo quiere porque tenían una hija con la columna desviada; ya falleció, pero la llevó a Monterrey a atenderse. También tiene sus detractores. Son seres humanos con sus propias manías. Si te ofrecía raid y no estabas a tiempo, se iba. Era alegre y dicharachero. Pero también hablaba fuerte de repente, a diferencia del padre Joaquín. En sus sermones era bastante fuerte con el tema del narco, no al grado de ponerse en riesgo, por ejemplo, decía que la gente andaba mal, que destruía la paz y cosas así”, agrega Citlali Quintana.
Al Gallo le frustraba un poco que en las parroquias ya no promovieran las CEB y en los últimos años él las impulsó aún más. En la Tarahumara se conocen como Comunidades Artesanas por la Paz, dice el vicario de la diócesis, Héctor Martínez. El jesuita era el asesor de las CEB de la región 9, incluidas las diócesis de Coahuila y Nuevo León, de donde llegaron hasta Cerocacui, para despedirlo, Guadalupe Rivalcaba y Magdalena Martínez.
“El padre Gallo fue muy conocido en la diócesis. También muy querida, allá vive parte de su familia. Nos enteramos con sorpresa y dolor, nos sentimos huérfanas”, dice Magdalena Martínez, quien llegó de Monterrey.
Ambas detallan que impulsar las CEB ha sido una lucha constante desde hace más de cincuenta años. “El padre Gallo es de los pioneros. No es otra cosa que trabajar de forma horizontal con la gente más pobre. Sí, es la oración, pero también es la acción”.
Guadalupe y Magdalena llegaron con la caravana que acompañó a los dos sacerdotes jesuitas desde Chihuahua. Presenciaron el cariño de la comunidad una vez que llegaron a las tierras de la Tarahumara: danzantes rarámuri y mestizos, familias completas salieron a despedirlos. Cuando cruzaron el túnel que da la bienvenida con letras de colores a Cerocahui, se desató una tormenta. “Les escribí en un grupo de comunidad y les dije: ‘El cielo está llorando y su comunidad también, muy desconsoladamente’”, compartió la regiomontana.
El vicario de la Tarahumara, Héctor Martínez, recuerda que el Gallo hablaba muy bien el rarámuri de la Baja Tarahumara e incluso tradujo el Nuevo Testamento a esa lengua. Dejó textos para aprender el idioma rarómari (no rarámuri). “Es el sacerdote que ha pasado por más parroquias de la Tarahumara. Es uno de los inspiradores de las Comunidades Eclesiales de Base, las fundó en la Tarahumara en Guachochi. Sufrió mucho porque iban desapareciendo, ya no tenían tanta actividad. Amaba a monseñor Romero”. Se refiere a Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo de San Salvador, quien luchó por la defensa de los derechos humanos en el contexto de violencia y represión militar de su país; fue asesinado el 24 de marzo de 1980 y canonizado en 2018.
Joaquín Mora: un hombre espiritual y más tranquilo
El padre Joaquín Mora era conocido como Morita. Era un hombre más introvertido y espiritual que el Gallo. Iba a cumplir 81 años en agosto —en tan solo dos meses—. Él nació en Monterrey y también se ordenó a los dieciséis. Llegó a la Sierra Tarahumara en 1976 y desde 2006 fue vicario cooperador en Cerocahui.
“En 2014, más o menos, nos invitó y nos llevó en camioneta a las comunidades que visitaba. Le tocaban Bahuichivo y otras. Platicando, nos iba diciendo en el camino por dónde pasaba el gasoducto. Eran cosas muy sencillas aparentemente, como que la gente se quejaba de que una vaca se quebró una pata porque el gasoducto estaba quebrando todo, desbarataban todo, y él las hacía valer”. Es decir, él validaba su lucha y sus afectaciones. Lo que para los chabochis (como nos dicen a los mestizos) puede ser trivial, para las comunidades indígenas son daños graves: afectar caminos naturales, pastizales o un aguaje. Al padre Mora le interesaba que se hiciera visible esa situación porque las autoridades no consultaron a las comunidades sobre el trazo, donde ya construían el gasoducto. Cuando hicieron el recorrido en las tierras por donde este pasaba, el padre Mora ofició misa de manera muy sencilla y sus sermones eran conciliadores para llamar a la gente a la unidad.
“Me acuerdo que andaba con rodilla cucha [cojeaba] y no lo querían dejar manejar o que anduviera en carretera, pero él ahí andaba, de un lado a otro. A diferencia del padre Gallo, que era más extrovertido, el padre Joaquín era como un hombre santo: la inocencia, la permanencia, el silencio, el escuchar, el estar, el compadecerse, el rezar, y así es como considero que era el padre Joaquín, más espiritual”, recuerda la joven activista Citlali Quintana. Fue de los últimos hombres en saber cómo están ordenados el cielo y sus constelaciones: “Puedo escucharlo: ‘Ese es el avión que viene de no sé de dónde’”.
Cecaddhi se convirtió en una de las principales organizaciones que defendieron a las comunidades indígenas de la voracidad de la construcción del gasoducto El Encino-Topolobampo, que llega hasta Sinaloa.
“Les tocó, como dicen ellos, la suerte del pueblo, estar desplazados, retenidos, y eso los coloca en el pueblo”, termina Citlali Quintana. “Yo espero que también les haga ver que no hay que callar, porque mucho tiempo, como diócesis, callamos […] para permanecer, la estrategia de no decir nada. Solo en contados lugares y espacios, como cuando hicieron el pronunciamiento contra la tala del bosque, y se lo delegan a unos cuantos, como al Pato [otro de los sacerdotes jesuitas, Javier Ávila]. Por supuesto, es estrategia y un chingo de miedo, pero la gente que anda en el territorio no quiere decir nada. Hay violencias no solo por narco, sino también por extractivismo, desplazamiento, desaparecidos. Estos tampoco fueron asesinatos producto de la lucha social, es por estar en la sierra […] Ojalá que nos diéramos cuenta de que no sirvió de nada callar”.
Este texto fue posible gracias al apoyo de la Fundación Ford.