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Nadie mejor que Lynn Fainchtein para darle sentido musical a escenas emblemáticas del cine como en "Amores Perros" o "Roma". También para inspirar a una generación ochentera sumergida en lo contracultural. Sensible, oceánica e imperativa, el soundtrack del México contemporáneo no se explica sin su melomanía.
Escuchaba a Lynn Fainchtein en Rock 101 cuando yo era un adolescente: desde entonces aquella voz sobresalía del montón al irradiar profundidad e insolencia. Me latía más escucharla a ella y a Dominque Peralta que a Charo Fernández y Martha Debayle, las voces fresas de WFM. Era afín a la pandilla pacheca de Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, y todos los locos y locas que hacían radio desde Núcleo Radio Mil, en Insurgentes Sur. Después de años de consumir entretenimiento de Televisa, y una década y media de poder suave posterior a 1968 y 1971, que mantenía amansada a la juventud a través del poder blando de las telenovelas, baladas y grupos juveniles, escuchar Rock 101 era una puerta a la contracultura, al cuestionamiento y, de alguna manera, a un pensamiento izquierdoso. Las voces femeninas de la estación eran cantos de sirenas que me arrojaron del barco del mainstream, para sumergirme en un mundo prohibido… el del underground. Sus tonos eran persuasivos, liberales y, sobre todo, cuando hablaban de música sonaban elegantes y astutos. Si la adolescencia implica despertar al mundo, no solamente fui yo, sino toda una generación de escuchas que despertamos del letargo de la realidad, para amanecer en una estética diletante y compleja.
A Lynn, decía, la escuchaba por las tardes, cuando no estaba viendo MTV, claro. La memoria no me permite recordar una canción precisa que Lynn hubiera presentado al aire, pero en definitiva eran los tiempos de The Cure, Depeche Mode, R.E.M. y Sinéad O' Connor… Seguro que esas rolas “alternativas” pasaron desde el corazón hacia su boca, y de ahí al micrófono para subir al cielo smogueado del entonces Distrito Federal; bajaron a las radios de casas y carros ochenteros, que describiría el también rockcientúnico Jordi Soler en su ficción radiofónica Bocafloja.
Descelofanéando, programa conducido por Lynn, fue el mejor neologismo para describir aquel ritual de quitarle el plástico a un álbum, antes de ponerlo a rolar en el estéreo. Vivíamos la transición del vinilo al CD, cerca de la fecha de aquel eclipse total de sol, verano de 1991. Yo estaba por salir de la prepa y mis discos en CD de los Happy Mondays y los Red Hot Chili Peppers los compraba en Super Sound, junto al Teatro Ángela Peralta, en Polanco. Sí, ahí en ese foro donde un empresario vivaracho nos vendió el sueño húmedo que tocarían Peter Murphy junto a los Pixies (en una era estéril para los conciertos).
Lo que Lynn vendía eran placeres directos. Los sábados tocaban salsa en Rock 101. Y sí, ella era la artífice detrás de tal travesura, con Salsabadeando. Eso significaba romper con el canon rockero, el cual dividía a las castas chilangas. Crecí en el suburbio —Echegaray, por los rumbos de Ciudad Satélite—, y no en el barrio, así que mis primeros encuentros con la música tropical fueron por aquella FM. De alguna manera el zeitgeist permitía que una radio de rock se diera esas licencias: Mano Negra (de donde salió posteriormente Manu Chao) fermentaba esas fusiones entre el punk y lo afrocaribeño. David Byrne hacía el disco Rei Momo (1989), ¡con “Loco de Amor” junto a Celia Cruz! Y las bandas del Rock en tu Idioma, como La Maldita o Caifanes, también indagaban en sus raíces del México de antaño, entre cumbias, mambos, guarachas y chachachás. Se sabe que el primer lugar donde los judíos migrantes de Europa pusieron pie en nuestra nación fue el Puerto de Veracruz, y se me hace que ese destino marcó a Lynn, quien además era Piscis, así que el trópico lo traía en el karma.
Contracultura en la radio
Más tarde, en la década de los noventa, entré a trabajar a Radioactivo 98.5, invitado por Ricardo Zamora, y accedí a una comunidad muy talentosa y particular, junto a Rulo, Olallo Rubio, Ilana Sod, Fernanda Tapia, Francisco Alanís “Sopitas”, Lucila Zetina, Edgar David Aguilera, Erich Martino, Luis Roberto Márquez “El Boy”, Manuel Venegas “El Borla”... todos agrupados bajo la visión acuariana de Jose Álvarez. Si en los pasillos y cabinas pernoctabas lo suficiente, como en aquella película The Boat That Rocked (2009), podías toparte con el misterioso Jordi Soler haciendo su turno de medianoche, recitando poesía y narrativa, mientras presentaba aquellas clásicas de Rock 101. Para todos los cierres de programa, Soler ritualmente enviaba un satélite del amor que llevaba las plegarias de Lou Reed a la estratósfera. Ver a Jordi hacer radio, y sabiéndome contemporáneo profesional, fue sumamente influyente para mí.
Luego me darían un programa de medianoche los domingos, Después de todo. Haría lo mío, a mi manera, para ser al menos un poquito como Jordi, Lynn y aquellas voces surgidas de la llamada “Idea Musical” de Rock 101. Y bueno, de esa otra camada radioactivesca, Lynn obtendría algunas de sus amistades más perdurables sumando también a músicos que surgieron en la época como Julieta Venegas, los Tacvbos, o Camilo Lara, quien entonces trabajaba en EMI Music y años después crearía el Instituto Mexicano del Sonido. Una gran generación de comunicadores, periodistas musicales, disqueros, artistas y una legendaria supervisora musical.
Nunca en domingo
Un par de años después, en los albores del nuevo milenio, Jose Álvarez me puso a cargo de la programación de la recién fundada Imagen 90.5, estación de noticias y lifestyle que presentaba la improbable trifecta de Pedro Ferriz de Con, Carmen Aristegui y Javier Solórzano. Yo ponía la música en las horas libres, madrugadas y fines de semana: sorprendentemente logramos mezclar a Coldplay, Moby, el Buena Vista Social Club y discos Putumayo, en un concepto radiofónico sin precedentes para el adulto contemporáneo chilango. El proyecto llamó la atención del gran Martín Hernández (ex WFM), quien llegó a hacer su programa Lógica Pretzel y, claro, también al regreso de Lynn Fainchtein al micrófono, quien se inventó un programa de sábado a mediodía titulado irónicamente Nunca en Domingo: sí, como una afrenta al monopolio de Raúl Velasco, pero también como un guiño intelectual al tema y película Never On Sunday (1960), la cual inspiró a Velasco para bautizar su programa de televisión.
Fue en ese periodo de un año y cacho, entre 2001 y 2002, que pude atestiguar el genio de Lynn, su manera de trabajar, improvisar y de gozar la música y el micrófono. Recuerdo particularmente que estaba muy interesada por el Señor Coconut y sus covers tropicales a Kraftwerk. Le fascinaba la Mala Rodríguez y su lujo ibérico, sexoso e indomable. Entonces estaba de moda Röyksopp y Zero 7, con aquella mezcla de lounge, chill out y R&B. Pero recuerdo, ante todo, el auge del músico indobritánico Nitin Sawhney, que con su álbum Beyond Skin (1999) nos voló la cabeza a todos por su mezcla que traía lo ancestral de la India, en un modo similar a Nusrat Fateh Ali Khan, y la electrónica digna del drum'n'bass de Reino Unido. En aquel tiempo, no existía la ubicuidad del streaming y el tener la música te daba poder: Lynn llegaba a la radio con una cantidad inverosímil de los CD que habían salido ese mes, y nos ponía a correr al Borla, como productor-operador, y a mí, con órdenes sumamente imperativas, eso sí, ¡cual dama Bene Gesserit en Dune, usando La Voz de mando! Y con esa misma voz luego salía al aire exhalando una hipnótica sensualidad para romper tabúes, mentar madres, hablar indistintamente de sexo y de política en la misma intervención, para después lanzar música exquisita.
Creo que mi nerdez musical me concedió el respeto de Lynn: para algunos era como una tía, pero francamente, había algo en ella que me recordaba a mi bobe, mi abuela judía; el cabello de Lynn pasó de güero a blanco en sus tardíos treinta. Ahí es donde radicaba mi relación con ella: identificarnos solitarios, no plenamente judíos ni mexicanos. Quizá la mayoría de los lectores ignoran esa cualidad de Lynn: amaba México, lo latino. Desde el nombre era una alienígena. Y yo no podía más que establecer un vínculo con el Este de Europa, de donde habían migrado nuestras familias no hace muchas décadas. Tan me gané su respeto, que una tarde de sábado, al salir de Nunca en Domingo, me invitó a pasar a su hermoso departamento en los Edificios Condesa, antes de ir a una de las primeras ediciones del Vive Latino. Ahí estaba Gustavo Santaolalla —casual— y él nos aconsejaba tomar gingko biloba para la memoria, mientras Lynn encendía un gallo de mota junto a una Virgen de Guadalupe y adornitos kitsch de la Lagunilla. Me identifiqué aún más con una persona que se asumía como judía-guadalupana, y desde entonces adopté esa definición para mí mismo.
Fast forward al breve lapso de Nunca en Domingo en Imagen 90.5: ella era una mujer muy ocupada, viajaba mucho, y un programa de radio no era suficiente. Su alma ambicionaba más. Bien pronto, desde Amores Perros (2000) hasta Roma (2018), nos acostumbramos a verla en el limelight de producciones de Hollywood. Seguro la veremos en el segmento in memoriam de los venideros Oscar, y bien merecido estará ese crédito.
Lynn, la melómana oceánica
Después de aquel contacto cercano con Lynn en Imagen, coincidimos durante menos de un lustro en una misteriosa logia musical que se reunía cada mes, en la cual un anfitrión ofrecía un mixtape en CD y una cena, para después ser descuartizado en una tertulia de egos, erudición, soliloquios, absurdos y estados alterados. Un grupo muy poderoso e influyente que marcó una época, del cual no puedo revelar más información. En fin, así regresé a casa de Lynn y debo admitir que su decoración influyó muchísimo en cómo decoré mi hogar: en su espacio había retablitos, esferas de vidrio soplado, platitos de abuela, bellas cajitas para guardar marihuana, ediciones limitadas de pósters de clásicos del cine colgados de los muros blancos pero, ante todo, donde voltearas, había columnas y columnas de CD: en cualquier superficie, dentro de armarios, y detrás de cualquier puerta… discos y discos (algunos repetidos, que ella acababa por regalarme desenfadadamente). Es posible que en otra vida ella administrara la Biblioteca de Alejandría, y su alma heredó la intención de salvar en su arca toda la música habida y por haber, en un intento constante de recolectarla, clasificarla y archivarla, porque en cualquier instante alguna canción de su vasta fonoteca le podría servir para ilustrar alguna escena climática en un proyecto cinematográfico.
Más tarde, en los años 2000, ya en Ibero 90.9, hicimos un homenaje a Rock 101, por el 25 aniversario de su fundación, como una radio seminal que inspiró a las generaciones posteriores de radioastas. Y me encargué de hacer un documental con entrevistas de aquella generación dorada: Dominique Peralta, Julia Palacios, Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, Iñaki Manero, y claro, Lynn, quien en ese momento no mostraba nada de nostalgia por esos años mozos, porque estaba volcada a escribir su éxito en el presente. Y bueno, ¡incluso ganamos un premio de la Bienal Internacional de Radio, por lo bien que nos quedó! Este programa todavía se puede escuchar en archivo en línea y lo repiten a menudo al aire en Ibero 90.9.
Coincidí de forma intermitente con Lynn mientras estuve en Ibero. Siempre atendí sus dulces saludos por mensajito, acompañados por una daga pragmática que buscaba algún tipo de información, una recomendación muy particular para alguna supervisión musical, o conectarme con algún artista con el que estaba obsesionada. Hacia el final de la década de 2010 me moví a Spotify y los encuentros, aún más separados en el tiempo, continuaron siendo un honor, junto con algún tipo de comanda o consigna implacable: me presentó a Eliseo, el hijo de González Iñárritu, para que lo aconsejara en los inicios de su carrera; a su vez, Eliseo me presentó con la también cantante Bu Cuarón. Lynn moviendo los hilos a la distancia.
Siempre la entendí como un Piscis y por tanto, un alma sensible, melómana oceánica que le entraba a todos los géneros, colmada de imaginación neptuniana. Pero juro que tenía un algo en Capricornio o un Saturno en el Medio Cielo que la hacían implacable, y que la llevaron muy alto, muy lejos, a dejar una huella en el mundo que prevalecerá al tiempo, aunque esté registrada en film, y también en las ondas radiofónicas con su voz al micrófono, las cuales ya deben de andar por Andrómeda.
Descansa en paz, Lynn. Ya debes estar más allá del dolor, en una esfera de música y estética. Pude escucharte, conocer solo una breve parte de tu grandeza; aprendí de ti, me inspiraste muchísimo. También fui de utilidad siempre que lo necesitaste. Qué honor y qué gusto deben sentir todos los que te recuerdan ahora, incluso llorando. Tocaste a muchas almas.
Nadie mejor que Lynn Fainchtein para darle sentido musical a escenas emblemáticas del cine como en "Amores Perros" o "Roma". También para inspirar a una generación ochentera sumergida en lo contracultural. Sensible, oceánica e imperativa, el soundtrack del México contemporáneo no se explica sin su melomanía.
Escuchaba a Lynn Fainchtein en Rock 101 cuando yo era un adolescente: desde entonces aquella voz sobresalía del montón al irradiar profundidad e insolencia. Me latía más escucharla a ella y a Dominque Peralta que a Charo Fernández y Martha Debayle, las voces fresas de WFM. Era afín a la pandilla pacheca de Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, y todos los locos y locas que hacían radio desde Núcleo Radio Mil, en Insurgentes Sur. Después de años de consumir entretenimiento de Televisa, y una década y media de poder suave posterior a 1968 y 1971, que mantenía amansada a la juventud a través del poder blando de las telenovelas, baladas y grupos juveniles, escuchar Rock 101 era una puerta a la contracultura, al cuestionamiento y, de alguna manera, a un pensamiento izquierdoso. Las voces femeninas de la estación eran cantos de sirenas que me arrojaron del barco del mainstream, para sumergirme en un mundo prohibido… el del underground. Sus tonos eran persuasivos, liberales y, sobre todo, cuando hablaban de música sonaban elegantes y astutos. Si la adolescencia implica despertar al mundo, no solamente fui yo, sino toda una generación de escuchas que despertamos del letargo de la realidad, para amanecer en una estética diletante y compleja.
A Lynn, decía, la escuchaba por las tardes, cuando no estaba viendo MTV, claro. La memoria no me permite recordar una canción precisa que Lynn hubiera presentado al aire, pero en definitiva eran los tiempos de The Cure, Depeche Mode, R.E.M. y Sinéad O' Connor… Seguro que esas rolas “alternativas” pasaron desde el corazón hacia su boca, y de ahí al micrófono para subir al cielo smogueado del entonces Distrito Federal; bajaron a las radios de casas y carros ochenteros, que describiría el también rockcientúnico Jordi Soler en su ficción radiofónica Bocafloja.
Descelofanéando, programa conducido por Lynn, fue el mejor neologismo para describir aquel ritual de quitarle el plástico a un álbum, antes de ponerlo a rolar en el estéreo. Vivíamos la transición del vinilo al CD, cerca de la fecha de aquel eclipse total de sol, verano de 1991. Yo estaba por salir de la prepa y mis discos en CD de los Happy Mondays y los Red Hot Chili Peppers los compraba en Super Sound, junto al Teatro Ángela Peralta, en Polanco. Sí, ahí en ese foro donde un empresario vivaracho nos vendió el sueño húmedo que tocarían Peter Murphy junto a los Pixies (en una era estéril para los conciertos).
Lo que Lynn vendía eran placeres directos. Los sábados tocaban salsa en Rock 101. Y sí, ella era la artífice detrás de tal travesura, con Salsabadeando. Eso significaba romper con el canon rockero, el cual dividía a las castas chilangas. Crecí en el suburbio —Echegaray, por los rumbos de Ciudad Satélite—, y no en el barrio, así que mis primeros encuentros con la música tropical fueron por aquella FM. De alguna manera el zeitgeist permitía que una radio de rock se diera esas licencias: Mano Negra (de donde salió posteriormente Manu Chao) fermentaba esas fusiones entre el punk y lo afrocaribeño. David Byrne hacía el disco Rei Momo (1989), ¡con “Loco de Amor” junto a Celia Cruz! Y las bandas del Rock en tu Idioma, como La Maldita o Caifanes, también indagaban en sus raíces del México de antaño, entre cumbias, mambos, guarachas y chachachás. Se sabe que el primer lugar donde los judíos migrantes de Europa pusieron pie en nuestra nación fue el Puerto de Veracruz, y se me hace que ese destino marcó a Lynn, quien además era Piscis, así que el trópico lo traía en el karma.
Contracultura en la radio
Más tarde, en la década de los noventa, entré a trabajar a Radioactivo 98.5, invitado por Ricardo Zamora, y accedí a una comunidad muy talentosa y particular, junto a Rulo, Olallo Rubio, Ilana Sod, Fernanda Tapia, Francisco Alanís “Sopitas”, Lucila Zetina, Edgar David Aguilera, Erich Martino, Luis Roberto Márquez “El Boy”, Manuel Venegas “El Borla”... todos agrupados bajo la visión acuariana de Jose Álvarez. Si en los pasillos y cabinas pernoctabas lo suficiente, como en aquella película The Boat That Rocked (2009), podías toparte con el misterioso Jordi Soler haciendo su turno de medianoche, recitando poesía y narrativa, mientras presentaba aquellas clásicas de Rock 101. Para todos los cierres de programa, Soler ritualmente enviaba un satélite del amor que llevaba las plegarias de Lou Reed a la estratósfera. Ver a Jordi hacer radio, y sabiéndome contemporáneo profesional, fue sumamente influyente para mí.
Luego me darían un programa de medianoche los domingos, Después de todo. Haría lo mío, a mi manera, para ser al menos un poquito como Jordi, Lynn y aquellas voces surgidas de la llamada “Idea Musical” de Rock 101. Y bueno, de esa otra camada radioactivesca, Lynn obtendría algunas de sus amistades más perdurables sumando también a músicos que surgieron en la época como Julieta Venegas, los Tacvbos, o Camilo Lara, quien entonces trabajaba en EMI Music y años después crearía el Instituto Mexicano del Sonido. Una gran generación de comunicadores, periodistas musicales, disqueros, artistas y una legendaria supervisora musical.
Nunca en domingo
Un par de años después, en los albores del nuevo milenio, Jose Álvarez me puso a cargo de la programación de la recién fundada Imagen 90.5, estación de noticias y lifestyle que presentaba la improbable trifecta de Pedro Ferriz de Con, Carmen Aristegui y Javier Solórzano. Yo ponía la música en las horas libres, madrugadas y fines de semana: sorprendentemente logramos mezclar a Coldplay, Moby, el Buena Vista Social Club y discos Putumayo, en un concepto radiofónico sin precedentes para el adulto contemporáneo chilango. El proyecto llamó la atención del gran Martín Hernández (ex WFM), quien llegó a hacer su programa Lógica Pretzel y, claro, también al regreso de Lynn Fainchtein al micrófono, quien se inventó un programa de sábado a mediodía titulado irónicamente Nunca en Domingo: sí, como una afrenta al monopolio de Raúl Velasco, pero también como un guiño intelectual al tema y película Never On Sunday (1960), la cual inspiró a Velasco para bautizar su programa de televisión.
Fue en ese periodo de un año y cacho, entre 2001 y 2002, que pude atestiguar el genio de Lynn, su manera de trabajar, improvisar y de gozar la música y el micrófono. Recuerdo particularmente que estaba muy interesada por el Señor Coconut y sus covers tropicales a Kraftwerk. Le fascinaba la Mala Rodríguez y su lujo ibérico, sexoso e indomable. Entonces estaba de moda Röyksopp y Zero 7, con aquella mezcla de lounge, chill out y R&B. Pero recuerdo, ante todo, el auge del músico indobritánico Nitin Sawhney, que con su álbum Beyond Skin (1999) nos voló la cabeza a todos por su mezcla que traía lo ancestral de la India, en un modo similar a Nusrat Fateh Ali Khan, y la electrónica digna del drum'n'bass de Reino Unido. En aquel tiempo, no existía la ubicuidad del streaming y el tener la música te daba poder: Lynn llegaba a la radio con una cantidad inverosímil de los CD que habían salido ese mes, y nos ponía a correr al Borla, como productor-operador, y a mí, con órdenes sumamente imperativas, eso sí, ¡cual dama Bene Gesserit en Dune, usando La Voz de mando! Y con esa misma voz luego salía al aire exhalando una hipnótica sensualidad para romper tabúes, mentar madres, hablar indistintamente de sexo y de política en la misma intervención, para después lanzar música exquisita.
Creo que mi nerdez musical me concedió el respeto de Lynn: para algunos era como una tía, pero francamente, había algo en ella que me recordaba a mi bobe, mi abuela judía; el cabello de Lynn pasó de güero a blanco en sus tardíos treinta. Ahí es donde radicaba mi relación con ella: identificarnos solitarios, no plenamente judíos ni mexicanos. Quizá la mayoría de los lectores ignoran esa cualidad de Lynn: amaba México, lo latino. Desde el nombre era una alienígena. Y yo no podía más que establecer un vínculo con el Este de Europa, de donde habían migrado nuestras familias no hace muchas décadas. Tan me gané su respeto, que una tarde de sábado, al salir de Nunca en Domingo, me invitó a pasar a su hermoso departamento en los Edificios Condesa, antes de ir a una de las primeras ediciones del Vive Latino. Ahí estaba Gustavo Santaolalla —casual— y él nos aconsejaba tomar gingko biloba para la memoria, mientras Lynn encendía un gallo de mota junto a una Virgen de Guadalupe y adornitos kitsch de la Lagunilla. Me identifiqué aún más con una persona que se asumía como judía-guadalupana, y desde entonces adopté esa definición para mí mismo.
Fast forward al breve lapso de Nunca en Domingo en Imagen 90.5: ella era una mujer muy ocupada, viajaba mucho, y un programa de radio no era suficiente. Su alma ambicionaba más. Bien pronto, desde Amores Perros (2000) hasta Roma (2018), nos acostumbramos a verla en el limelight de producciones de Hollywood. Seguro la veremos en el segmento in memoriam de los venideros Oscar, y bien merecido estará ese crédito.
Lynn, la melómana oceánica
Después de aquel contacto cercano con Lynn en Imagen, coincidimos durante menos de un lustro en una misteriosa logia musical que se reunía cada mes, en la cual un anfitrión ofrecía un mixtape en CD y una cena, para después ser descuartizado en una tertulia de egos, erudición, soliloquios, absurdos y estados alterados. Un grupo muy poderoso e influyente que marcó una época, del cual no puedo revelar más información. En fin, así regresé a casa de Lynn y debo admitir que su decoración influyó muchísimo en cómo decoré mi hogar: en su espacio había retablitos, esferas de vidrio soplado, platitos de abuela, bellas cajitas para guardar marihuana, ediciones limitadas de pósters de clásicos del cine colgados de los muros blancos pero, ante todo, donde voltearas, había columnas y columnas de CD: en cualquier superficie, dentro de armarios, y detrás de cualquier puerta… discos y discos (algunos repetidos, que ella acababa por regalarme desenfadadamente). Es posible que en otra vida ella administrara la Biblioteca de Alejandría, y su alma heredó la intención de salvar en su arca toda la música habida y por haber, en un intento constante de recolectarla, clasificarla y archivarla, porque en cualquier instante alguna canción de su vasta fonoteca le podría servir para ilustrar alguna escena climática en un proyecto cinematográfico.
Más tarde, en los años 2000, ya en Ibero 90.9, hicimos un homenaje a Rock 101, por el 25 aniversario de su fundación, como una radio seminal que inspiró a las generaciones posteriores de radioastas. Y me encargué de hacer un documental con entrevistas de aquella generación dorada: Dominique Peralta, Julia Palacios, Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, Iñaki Manero, y claro, Lynn, quien en ese momento no mostraba nada de nostalgia por esos años mozos, porque estaba volcada a escribir su éxito en el presente. Y bueno, ¡incluso ganamos un premio de la Bienal Internacional de Radio, por lo bien que nos quedó! Este programa todavía se puede escuchar en archivo en línea y lo repiten a menudo al aire en Ibero 90.9.
Coincidí de forma intermitente con Lynn mientras estuve en Ibero. Siempre atendí sus dulces saludos por mensajito, acompañados por una daga pragmática que buscaba algún tipo de información, una recomendación muy particular para alguna supervisión musical, o conectarme con algún artista con el que estaba obsesionada. Hacia el final de la década de 2010 me moví a Spotify y los encuentros, aún más separados en el tiempo, continuaron siendo un honor, junto con algún tipo de comanda o consigna implacable: me presentó a Eliseo, el hijo de González Iñárritu, para que lo aconsejara en los inicios de su carrera; a su vez, Eliseo me presentó con la también cantante Bu Cuarón. Lynn moviendo los hilos a la distancia.
Siempre la entendí como un Piscis y por tanto, un alma sensible, melómana oceánica que le entraba a todos los géneros, colmada de imaginación neptuniana. Pero juro que tenía un algo en Capricornio o un Saturno en el Medio Cielo que la hacían implacable, y que la llevaron muy alto, muy lejos, a dejar una huella en el mundo que prevalecerá al tiempo, aunque esté registrada en film, y también en las ondas radiofónicas con su voz al micrófono, las cuales ya deben de andar por Andrómeda.
Descansa en paz, Lynn. Ya debes estar más allá del dolor, en una esfera de música y estética. Pude escucharte, conocer solo una breve parte de tu grandeza; aprendí de ti, me inspiraste muchísimo. También fui de utilidad siempre que lo necesitaste. Qué honor y qué gusto deben sentir todos los que te recuerdan ahora, incluso llorando. Tocaste a muchas almas.
Nadie mejor que Lynn Fainchtein para darle sentido musical a escenas emblemáticas del cine como en "Amores Perros" o "Roma". También para inspirar a una generación ochentera sumergida en lo contracultural. Sensible, oceánica e imperativa, el soundtrack del México contemporáneo no se explica sin su melomanía.
Escuchaba a Lynn Fainchtein en Rock 101 cuando yo era un adolescente: desde entonces aquella voz sobresalía del montón al irradiar profundidad e insolencia. Me latía más escucharla a ella y a Dominque Peralta que a Charo Fernández y Martha Debayle, las voces fresas de WFM. Era afín a la pandilla pacheca de Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, y todos los locos y locas que hacían radio desde Núcleo Radio Mil, en Insurgentes Sur. Después de años de consumir entretenimiento de Televisa, y una década y media de poder suave posterior a 1968 y 1971, que mantenía amansada a la juventud a través del poder blando de las telenovelas, baladas y grupos juveniles, escuchar Rock 101 era una puerta a la contracultura, al cuestionamiento y, de alguna manera, a un pensamiento izquierdoso. Las voces femeninas de la estación eran cantos de sirenas que me arrojaron del barco del mainstream, para sumergirme en un mundo prohibido… el del underground. Sus tonos eran persuasivos, liberales y, sobre todo, cuando hablaban de música sonaban elegantes y astutos. Si la adolescencia implica despertar al mundo, no solamente fui yo, sino toda una generación de escuchas que despertamos del letargo de la realidad, para amanecer en una estética diletante y compleja.
A Lynn, decía, la escuchaba por las tardes, cuando no estaba viendo MTV, claro. La memoria no me permite recordar una canción precisa que Lynn hubiera presentado al aire, pero en definitiva eran los tiempos de The Cure, Depeche Mode, R.E.M. y Sinéad O' Connor… Seguro que esas rolas “alternativas” pasaron desde el corazón hacia su boca, y de ahí al micrófono para subir al cielo smogueado del entonces Distrito Federal; bajaron a las radios de casas y carros ochenteros, que describiría el también rockcientúnico Jordi Soler en su ficción radiofónica Bocafloja.
Descelofanéando, programa conducido por Lynn, fue el mejor neologismo para describir aquel ritual de quitarle el plástico a un álbum, antes de ponerlo a rolar en el estéreo. Vivíamos la transición del vinilo al CD, cerca de la fecha de aquel eclipse total de sol, verano de 1991. Yo estaba por salir de la prepa y mis discos en CD de los Happy Mondays y los Red Hot Chili Peppers los compraba en Super Sound, junto al Teatro Ángela Peralta, en Polanco. Sí, ahí en ese foro donde un empresario vivaracho nos vendió el sueño húmedo que tocarían Peter Murphy junto a los Pixies (en una era estéril para los conciertos).
Lo que Lynn vendía eran placeres directos. Los sábados tocaban salsa en Rock 101. Y sí, ella era la artífice detrás de tal travesura, con Salsabadeando. Eso significaba romper con el canon rockero, el cual dividía a las castas chilangas. Crecí en el suburbio —Echegaray, por los rumbos de Ciudad Satélite—, y no en el barrio, así que mis primeros encuentros con la música tropical fueron por aquella FM. De alguna manera el zeitgeist permitía que una radio de rock se diera esas licencias: Mano Negra (de donde salió posteriormente Manu Chao) fermentaba esas fusiones entre el punk y lo afrocaribeño. David Byrne hacía el disco Rei Momo (1989), ¡con “Loco de Amor” junto a Celia Cruz! Y las bandas del Rock en tu Idioma, como La Maldita o Caifanes, también indagaban en sus raíces del México de antaño, entre cumbias, mambos, guarachas y chachachás. Se sabe que el primer lugar donde los judíos migrantes de Europa pusieron pie en nuestra nación fue el Puerto de Veracruz, y se me hace que ese destino marcó a Lynn, quien además era Piscis, así que el trópico lo traía en el karma.
Contracultura en la radio
Más tarde, en la década de los noventa, entré a trabajar a Radioactivo 98.5, invitado por Ricardo Zamora, y accedí a una comunidad muy talentosa y particular, junto a Rulo, Olallo Rubio, Ilana Sod, Fernanda Tapia, Francisco Alanís “Sopitas”, Lucila Zetina, Edgar David Aguilera, Erich Martino, Luis Roberto Márquez “El Boy”, Manuel Venegas “El Borla”... todos agrupados bajo la visión acuariana de Jose Álvarez. Si en los pasillos y cabinas pernoctabas lo suficiente, como en aquella película The Boat That Rocked (2009), podías toparte con el misterioso Jordi Soler haciendo su turno de medianoche, recitando poesía y narrativa, mientras presentaba aquellas clásicas de Rock 101. Para todos los cierres de programa, Soler ritualmente enviaba un satélite del amor que llevaba las plegarias de Lou Reed a la estratósfera. Ver a Jordi hacer radio, y sabiéndome contemporáneo profesional, fue sumamente influyente para mí.
Luego me darían un programa de medianoche los domingos, Después de todo. Haría lo mío, a mi manera, para ser al menos un poquito como Jordi, Lynn y aquellas voces surgidas de la llamada “Idea Musical” de Rock 101. Y bueno, de esa otra camada radioactivesca, Lynn obtendría algunas de sus amistades más perdurables sumando también a músicos que surgieron en la época como Julieta Venegas, los Tacvbos, o Camilo Lara, quien entonces trabajaba en EMI Music y años después crearía el Instituto Mexicano del Sonido. Una gran generación de comunicadores, periodistas musicales, disqueros, artistas y una legendaria supervisora musical.
Nunca en domingo
Un par de años después, en los albores del nuevo milenio, Jose Álvarez me puso a cargo de la programación de la recién fundada Imagen 90.5, estación de noticias y lifestyle que presentaba la improbable trifecta de Pedro Ferriz de Con, Carmen Aristegui y Javier Solórzano. Yo ponía la música en las horas libres, madrugadas y fines de semana: sorprendentemente logramos mezclar a Coldplay, Moby, el Buena Vista Social Club y discos Putumayo, en un concepto radiofónico sin precedentes para el adulto contemporáneo chilango. El proyecto llamó la atención del gran Martín Hernández (ex WFM), quien llegó a hacer su programa Lógica Pretzel y, claro, también al regreso de Lynn Fainchtein al micrófono, quien se inventó un programa de sábado a mediodía titulado irónicamente Nunca en Domingo: sí, como una afrenta al monopolio de Raúl Velasco, pero también como un guiño intelectual al tema y película Never On Sunday (1960), la cual inspiró a Velasco para bautizar su programa de televisión.
Fue en ese periodo de un año y cacho, entre 2001 y 2002, que pude atestiguar el genio de Lynn, su manera de trabajar, improvisar y de gozar la música y el micrófono. Recuerdo particularmente que estaba muy interesada por el Señor Coconut y sus covers tropicales a Kraftwerk. Le fascinaba la Mala Rodríguez y su lujo ibérico, sexoso e indomable. Entonces estaba de moda Röyksopp y Zero 7, con aquella mezcla de lounge, chill out y R&B. Pero recuerdo, ante todo, el auge del músico indobritánico Nitin Sawhney, que con su álbum Beyond Skin (1999) nos voló la cabeza a todos por su mezcla que traía lo ancestral de la India, en un modo similar a Nusrat Fateh Ali Khan, y la electrónica digna del drum'n'bass de Reino Unido. En aquel tiempo, no existía la ubicuidad del streaming y el tener la música te daba poder: Lynn llegaba a la radio con una cantidad inverosímil de los CD que habían salido ese mes, y nos ponía a correr al Borla, como productor-operador, y a mí, con órdenes sumamente imperativas, eso sí, ¡cual dama Bene Gesserit en Dune, usando La Voz de mando! Y con esa misma voz luego salía al aire exhalando una hipnótica sensualidad para romper tabúes, mentar madres, hablar indistintamente de sexo y de política en la misma intervención, para después lanzar música exquisita.
Creo que mi nerdez musical me concedió el respeto de Lynn: para algunos era como una tía, pero francamente, había algo en ella que me recordaba a mi bobe, mi abuela judía; el cabello de Lynn pasó de güero a blanco en sus tardíos treinta. Ahí es donde radicaba mi relación con ella: identificarnos solitarios, no plenamente judíos ni mexicanos. Quizá la mayoría de los lectores ignoran esa cualidad de Lynn: amaba México, lo latino. Desde el nombre era una alienígena. Y yo no podía más que establecer un vínculo con el Este de Europa, de donde habían migrado nuestras familias no hace muchas décadas. Tan me gané su respeto, que una tarde de sábado, al salir de Nunca en Domingo, me invitó a pasar a su hermoso departamento en los Edificios Condesa, antes de ir a una de las primeras ediciones del Vive Latino. Ahí estaba Gustavo Santaolalla —casual— y él nos aconsejaba tomar gingko biloba para la memoria, mientras Lynn encendía un gallo de mota junto a una Virgen de Guadalupe y adornitos kitsch de la Lagunilla. Me identifiqué aún más con una persona que se asumía como judía-guadalupana, y desde entonces adopté esa definición para mí mismo.
Fast forward al breve lapso de Nunca en Domingo en Imagen 90.5: ella era una mujer muy ocupada, viajaba mucho, y un programa de radio no era suficiente. Su alma ambicionaba más. Bien pronto, desde Amores Perros (2000) hasta Roma (2018), nos acostumbramos a verla en el limelight de producciones de Hollywood. Seguro la veremos en el segmento in memoriam de los venideros Oscar, y bien merecido estará ese crédito.
Lynn, la melómana oceánica
Después de aquel contacto cercano con Lynn en Imagen, coincidimos durante menos de un lustro en una misteriosa logia musical que se reunía cada mes, en la cual un anfitrión ofrecía un mixtape en CD y una cena, para después ser descuartizado en una tertulia de egos, erudición, soliloquios, absurdos y estados alterados. Un grupo muy poderoso e influyente que marcó una época, del cual no puedo revelar más información. En fin, así regresé a casa de Lynn y debo admitir que su decoración influyó muchísimo en cómo decoré mi hogar: en su espacio había retablitos, esferas de vidrio soplado, platitos de abuela, bellas cajitas para guardar marihuana, ediciones limitadas de pósters de clásicos del cine colgados de los muros blancos pero, ante todo, donde voltearas, había columnas y columnas de CD: en cualquier superficie, dentro de armarios, y detrás de cualquier puerta… discos y discos (algunos repetidos, que ella acababa por regalarme desenfadadamente). Es posible que en otra vida ella administrara la Biblioteca de Alejandría, y su alma heredó la intención de salvar en su arca toda la música habida y por haber, en un intento constante de recolectarla, clasificarla y archivarla, porque en cualquier instante alguna canción de su vasta fonoteca le podría servir para ilustrar alguna escena climática en un proyecto cinematográfico.
Más tarde, en los años 2000, ya en Ibero 90.9, hicimos un homenaje a Rock 101, por el 25 aniversario de su fundación, como una radio seminal que inspiró a las generaciones posteriores de radioastas. Y me encargué de hacer un documental con entrevistas de aquella generación dorada: Dominique Peralta, Julia Palacios, Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, Iñaki Manero, y claro, Lynn, quien en ese momento no mostraba nada de nostalgia por esos años mozos, porque estaba volcada a escribir su éxito en el presente. Y bueno, ¡incluso ganamos un premio de la Bienal Internacional de Radio, por lo bien que nos quedó! Este programa todavía se puede escuchar en archivo en línea y lo repiten a menudo al aire en Ibero 90.9.
Coincidí de forma intermitente con Lynn mientras estuve en Ibero. Siempre atendí sus dulces saludos por mensajito, acompañados por una daga pragmática que buscaba algún tipo de información, una recomendación muy particular para alguna supervisión musical, o conectarme con algún artista con el que estaba obsesionada. Hacia el final de la década de 2010 me moví a Spotify y los encuentros, aún más separados en el tiempo, continuaron siendo un honor, junto con algún tipo de comanda o consigna implacable: me presentó a Eliseo, el hijo de González Iñárritu, para que lo aconsejara en los inicios de su carrera; a su vez, Eliseo me presentó con la también cantante Bu Cuarón. Lynn moviendo los hilos a la distancia.
Siempre la entendí como un Piscis y por tanto, un alma sensible, melómana oceánica que le entraba a todos los géneros, colmada de imaginación neptuniana. Pero juro que tenía un algo en Capricornio o un Saturno en el Medio Cielo que la hacían implacable, y que la llevaron muy alto, muy lejos, a dejar una huella en el mundo que prevalecerá al tiempo, aunque esté registrada en film, y también en las ondas radiofónicas con su voz al micrófono, las cuales ya deben de andar por Andrómeda.
Descansa en paz, Lynn. Ya debes estar más allá del dolor, en una esfera de música y estética. Pude escucharte, conocer solo una breve parte de tu grandeza; aprendí de ti, me inspiraste muchísimo. También fui de utilidad siempre que lo necesitaste. Qué honor y qué gusto deben sentir todos los que te recuerdan ahora, incluso llorando. Tocaste a muchas almas.
Nadie mejor que Lynn Fainchtein para darle sentido musical a escenas emblemáticas del cine como en "Amores Perros" o "Roma". También para inspirar a una generación ochentera sumergida en lo contracultural. Sensible, oceánica e imperativa, el soundtrack del México contemporáneo no se explica sin su melomanía.
Escuchaba a Lynn Fainchtein en Rock 101 cuando yo era un adolescente: desde entonces aquella voz sobresalía del montón al irradiar profundidad e insolencia. Me latía más escucharla a ella y a Dominque Peralta que a Charo Fernández y Martha Debayle, las voces fresas de WFM. Era afín a la pandilla pacheca de Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, y todos los locos y locas que hacían radio desde Núcleo Radio Mil, en Insurgentes Sur. Después de años de consumir entretenimiento de Televisa, y una década y media de poder suave posterior a 1968 y 1971, que mantenía amansada a la juventud a través del poder blando de las telenovelas, baladas y grupos juveniles, escuchar Rock 101 era una puerta a la contracultura, al cuestionamiento y, de alguna manera, a un pensamiento izquierdoso. Las voces femeninas de la estación eran cantos de sirenas que me arrojaron del barco del mainstream, para sumergirme en un mundo prohibido… el del underground. Sus tonos eran persuasivos, liberales y, sobre todo, cuando hablaban de música sonaban elegantes y astutos. Si la adolescencia implica despertar al mundo, no solamente fui yo, sino toda una generación de escuchas que despertamos del letargo de la realidad, para amanecer en una estética diletante y compleja.
A Lynn, decía, la escuchaba por las tardes, cuando no estaba viendo MTV, claro. La memoria no me permite recordar una canción precisa que Lynn hubiera presentado al aire, pero en definitiva eran los tiempos de The Cure, Depeche Mode, R.E.M. y Sinéad O' Connor… Seguro que esas rolas “alternativas” pasaron desde el corazón hacia su boca, y de ahí al micrófono para subir al cielo smogueado del entonces Distrito Federal; bajaron a las radios de casas y carros ochenteros, que describiría el también rockcientúnico Jordi Soler en su ficción radiofónica Bocafloja.
Descelofanéando, programa conducido por Lynn, fue el mejor neologismo para describir aquel ritual de quitarle el plástico a un álbum, antes de ponerlo a rolar en el estéreo. Vivíamos la transición del vinilo al CD, cerca de la fecha de aquel eclipse total de sol, verano de 1991. Yo estaba por salir de la prepa y mis discos en CD de los Happy Mondays y los Red Hot Chili Peppers los compraba en Super Sound, junto al Teatro Ángela Peralta, en Polanco. Sí, ahí en ese foro donde un empresario vivaracho nos vendió el sueño húmedo que tocarían Peter Murphy junto a los Pixies (en una era estéril para los conciertos).
Lo que Lynn vendía eran placeres directos. Los sábados tocaban salsa en Rock 101. Y sí, ella era la artífice detrás de tal travesura, con Salsabadeando. Eso significaba romper con el canon rockero, el cual dividía a las castas chilangas. Crecí en el suburbio —Echegaray, por los rumbos de Ciudad Satélite—, y no en el barrio, así que mis primeros encuentros con la música tropical fueron por aquella FM. De alguna manera el zeitgeist permitía que una radio de rock se diera esas licencias: Mano Negra (de donde salió posteriormente Manu Chao) fermentaba esas fusiones entre el punk y lo afrocaribeño. David Byrne hacía el disco Rei Momo (1989), ¡con “Loco de Amor” junto a Celia Cruz! Y las bandas del Rock en tu Idioma, como La Maldita o Caifanes, también indagaban en sus raíces del México de antaño, entre cumbias, mambos, guarachas y chachachás. Se sabe que el primer lugar donde los judíos migrantes de Europa pusieron pie en nuestra nación fue el Puerto de Veracruz, y se me hace que ese destino marcó a Lynn, quien además era Piscis, así que el trópico lo traía en el karma.
Contracultura en la radio
Más tarde, en la década de los noventa, entré a trabajar a Radioactivo 98.5, invitado por Ricardo Zamora, y accedí a una comunidad muy talentosa y particular, junto a Rulo, Olallo Rubio, Ilana Sod, Fernanda Tapia, Francisco Alanís “Sopitas”, Lucila Zetina, Edgar David Aguilera, Erich Martino, Luis Roberto Márquez “El Boy”, Manuel Venegas “El Borla”... todos agrupados bajo la visión acuariana de Jose Álvarez. Si en los pasillos y cabinas pernoctabas lo suficiente, como en aquella película The Boat That Rocked (2009), podías toparte con el misterioso Jordi Soler haciendo su turno de medianoche, recitando poesía y narrativa, mientras presentaba aquellas clásicas de Rock 101. Para todos los cierres de programa, Soler ritualmente enviaba un satélite del amor que llevaba las plegarias de Lou Reed a la estratósfera. Ver a Jordi hacer radio, y sabiéndome contemporáneo profesional, fue sumamente influyente para mí.
Luego me darían un programa de medianoche los domingos, Después de todo. Haría lo mío, a mi manera, para ser al menos un poquito como Jordi, Lynn y aquellas voces surgidas de la llamada “Idea Musical” de Rock 101. Y bueno, de esa otra camada radioactivesca, Lynn obtendría algunas de sus amistades más perdurables sumando también a músicos que surgieron en la época como Julieta Venegas, los Tacvbos, o Camilo Lara, quien entonces trabajaba en EMI Music y años después crearía el Instituto Mexicano del Sonido. Una gran generación de comunicadores, periodistas musicales, disqueros, artistas y una legendaria supervisora musical.
Nunca en domingo
Un par de años después, en los albores del nuevo milenio, Jose Álvarez me puso a cargo de la programación de la recién fundada Imagen 90.5, estación de noticias y lifestyle que presentaba la improbable trifecta de Pedro Ferriz de Con, Carmen Aristegui y Javier Solórzano. Yo ponía la música en las horas libres, madrugadas y fines de semana: sorprendentemente logramos mezclar a Coldplay, Moby, el Buena Vista Social Club y discos Putumayo, en un concepto radiofónico sin precedentes para el adulto contemporáneo chilango. El proyecto llamó la atención del gran Martín Hernández (ex WFM), quien llegó a hacer su programa Lógica Pretzel y, claro, también al regreso de Lynn Fainchtein al micrófono, quien se inventó un programa de sábado a mediodía titulado irónicamente Nunca en Domingo: sí, como una afrenta al monopolio de Raúl Velasco, pero también como un guiño intelectual al tema y película Never On Sunday (1960), la cual inspiró a Velasco para bautizar su programa de televisión.
Fue en ese periodo de un año y cacho, entre 2001 y 2002, que pude atestiguar el genio de Lynn, su manera de trabajar, improvisar y de gozar la música y el micrófono. Recuerdo particularmente que estaba muy interesada por el Señor Coconut y sus covers tropicales a Kraftwerk. Le fascinaba la Mala Rodríguez y su lujo ibérico, sexoso e indomable. Entonces estaba de moda Röyksopp y Zero 7, con aquella mezcla de lounge, chill out y R&B. Pero recuerdo, ante todo, el auge del músico indobritánico Nitin Sawhney, que con su álbum Beyond Skin (1999) nos voló la cabeza a todos por su mezcla que traía lo ancestral de la India, en un modo similar a Nusrat Fateh Ali Khan, y la electrónica digna del drum'n'bass de Reino Unido. En aquel tiempo, no existía la ubicuidad del streaming y el tener la música te daba poder: Lynn llegaba a la radio con una cantidad inverosímil de los CD que habían salido ese mes, y nos ponía a correr al Borla, como productor-operador, y a mí, con órdenes sumamente imperativas, eso sí, ¡cual dama Bene Gesserit en Dune, usando La Voz de mando! Y con esa misma voz luego salía al aire exhalando una hipnótica sensualidad para romper tabúes, mentar madres, hablar indistintamente de sexo y de política en la misma intervención, para después lanzar música exquisita.
Creo que mi nerdez musical me concedió el respeto de Lynn: para algunos era como una tía, pero francamente, había algo en ella que me recordaba a mi bobe, mi abuela judía; el cabello de Lynn pasó de güero a blanco en sus tardíos treinta. Ahí es donde radicaba mi relación con ella: identificarnos solitarios, no plenamente judíos ni mexicanos. Quizá la mayoría de los lectores ignoran esa cualidad de Lynn: amaba México, lo latino. Desde el nombre era una alienígena. Y yo no podía más que establecer un vínculo con el Este de Europa, de donde habían migrado nuestras familias no hace muchas décadas. Tan me gané su respeto, que una tarde de sábado, al salir de Nunca en Domingo, me invitó a pasar a su hermoso departamento en los Edificios Condesa, antes de ir a una de las primeras ediciones del Vive Latino. Ahí estaba Gustavo Santaolalla —casual— y él nos aconsejaba tomar gingko biloba para la memoria, mientras Lynn encendía un gallo de mota junto a una Virgen de Guadalupe y adornitos kitsch de la Lagunilla. Me identifiqué aún más con una persona que se asumía como judía-guadalupana, y desde entonces adopté esa definición para mí mismo.
Fast forward al breve lapso de Nunca en Domingo en Imagen 90.5: ella era una mujer muy ocupada, viajaba mucho, y un programa de radio no era suficiente. Su alma ambicionaba más. Bien pronto, desde Amores Perros (2000) hasta Roma (2018), nos acostumbramos a verla en el limelight de producciones de Hollywood. Seguro la veremos en el segmento in memoriam de los venideros Oscar, y bien merecido estará ese crédito.
Lynn, la melómana oceánica
Después de aquel contacto cercano con Lynn en Imagen, coincidimos durante menos de un lustro en una misteriosa logia musical que se reunía cada mes, en la cual un anfitrión ofrecía un mixtape en CD y una cena, para después ser descuartizado en una tertulia de egos, erudición, soliloquios, absurdos y estados alterados. Un grupo muy poderoso e influyente que marcó una época, del cual no puedo revelar más información. En fin, así regresé a casa de Lynn y debo admitir que su decoración influyó muchísimo en cómo decoré mi hogar: en su espacio había retablitos, esferas de vidrio soplado, platitos de abuela, bellas cajitas para guardar marihuana, ediciones limitadas de pósters de clásicos del cine colgados de los muros blancos pero, ante todo, donde voltearas, había columnas y columnas de CD: en cualquier superficie, dentro de armarios, y detrás de cualquier puerta… discos y discos (algunos repetidos, que ella acababa por regalarme desenfadadamente). Es posible que en otra vida ella administrara la Biblioteca de Alejandría, y su alma heredó la intención de salvar en su arca toda la música habida y por haber, en un intento constante de recolectarla, clasificarla y archivarla, porque en cualquier instante alguna canción de su vasta fonoteca le podría servir para ilustrar alguna escena climática en un proyecto cinematográfico.
Más tarde, en los años 2000, ya en Ibero 90.9, hicimos un homenaje a Rock 101, por el 25 aniversario de su fundación, como una radio seminal que inspiró a las generaciones posteriores de radioastas. Y me encargué de hacer un documental con entrevistas de aquella generación dorada: Dominique Peralta, Julia Palacios, Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, Iñaki Manero, y claro, Lynn, quien en ese momento no mostraba nada de nostalgia por esos años mozos, porque estaba volcada a escribir su éxito en el presente. Y bueno, ¡incluso ganamos un premio de la Bienal Internacional de Radio, por lo bien que nos quedó! Este programa todavía se puede escuchar en archivo en línea y lo repiten a menudo al aire en Ibero 90.9.
Coincidí de forma intermitente con Lynn mientras estuve en Ibero. Siempre atendí sus dulces saludos por mensajito, acompañados por una daga pragmática que buscaba algún tipo de información, una recomendación muy particular para alguna supervisión musical, o conectarme con algún artista con el que estaba obsesionada. Hacia el final de la década de 2010 me moví a Spotify y los encuentros, aún más separados en el tiempo, continuaron siendo un honor, junto con algún tipo de comanda o consigna implacable: me presentó a Eliseo, el hijo de González Iñárritu, para que lo aconsejara en los inicios de su carrera; a su vez, Eliseo me presentó con la también cantante Bu Cuarón. Lynn moviendo los hilos a la distancia.
Siempre la entendí como un Piscis y por tanto, un alma sensible, melómana oceánica que le entraba a todos los géneros, colmada de imaginación neptuniana. Pero juro que tenía un algo en Capricornio o un Saturno en el Medio Cielo que la hacían implacable, y que la llevaron muy alto, muy lejos, a dejar una huella en el mundo que prevalecerá al tiempo, aunque esté registrada en film, y también en las ondas radiofónicas con su voz al micrófono, las cuales ya deben de andar por Andrómeda.
Descansa en paz, Lynn. Ya debes estar más allá del dolor, en una esfera de música y estética. Pude escucharte, conocer solo una breve parte de tu grandeza; aprendí de ti, me inspiraste muchísimo. También fui de utilidad siempre que lo necesitaste. Qué honor y qué gusto deben sentir todos los que te recuerdan ahora, incluso llorando. Tocaste a muchas almas.
Nadie mejor que Lynn Fainchtein para darle sentido musical a escenas emblemáticas del cine como en "Amores Perros" o "Roma". También para inspirar a una generación ochentera sumergida en lo contracultural. Sensible, oceánica e imperativa, el soundtrack del México contemporáneo no se explica sin su melomanía.
Escuchaba a Lynn Fainchtein en Rock 101 cuando yo era un adolescente: desde entonces aquella voz sobresalía del montón al irradiar profundidad e insolencia. Me latía más escucharla a ella y a Dominque Peralta que a Charo Fernández y Martha Debayle, las voces fresas de WFM. Era afín a la pandilla pacheca de Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, y todos los locos y locas que hacían radio desde Núcleo Radio Mil, en Insurgentes Sur. Después de años de consumir entretenimiento de Televisa, y una década y media de poder suave posterior a 1968 y 1971, que mantenía amansada a la juventud a través del poder blando de las telenovelas, baladas y grupos juveniles, escuchar Rock 101 era una puerta a la contracultura, al cuestionamiento y, de alguna manera, a un pensamiento izquierdoso. Las voces femeninas de la estación eran cantos de sirenas que me arrojaron del barco del mainstream, para sumergirme en un mundo prohibido… el del underground. Sus tonos eran persuasivos, liberales y, sobre todo, cuando hablaban de música sonaban elegantes y astutos. Si la adolescencia implica despertar al mundo, no solamente fui yo, sino toda una generación de escuchas que despertamos del letargo de la realidad, para amanecer en una estética diletante y compleja.
A Lynn, decía, la escuchaba por las tardes, cuando no estaba viendo MTV, claro. La memoria no me permite recordar una canción precisa que Lynn hubiera presentado al aire, pero en definitiva eran los tiempos de The Cure, Depeche Mode, R.E.M. y Sinéad O' Connor… Seguro que esas rolas “alternativas” pasaron desde el corazón hacia su boca, y de ahí al micrófono para subir al cielo smogueado del entonces Distrito Federal; bajaron a las radios de casas y carros ochenteros, que describiría el también rockcientúnico Jordi Soler en su ficción radiofónica Bocafloja.
Descelofanéando, programa conducido por Lynn, fue el mejor neologismo para describir aquel ritual de quitarle el plástico a un álbum, antes de ponerlo a rolar en el estéreo. Vivíamos la transición del vinilo al CD, cerca de la fecha de aquel eclipse total de sol, verano de 1991. Yo estaba por salir de la prepa y mis discos en CD de los Happy Mondays y los Red Hot Chili Peppers los compraba en Super Sound, junto al Teatro Ángela Peralta, en Polanco. Sí, ahí en ese foro donde un empresario vivaracho nos vendió el sueño húmedo que tocarían Peter Murphy junto a los Pixies (en una era estéril para los conciertos).
Lo que Lynn vendía eran placeres directos. Los sábados tocaban salsa en Rock 101. Y sí, ella era la artífice detrás de tal travesura, con Salsabadeando. Eso significaba romper con el canon rockero, el cual dividía a las castas chilangas. Crecí en el suburbio —Echegaray, por los rumbos de Ciudad Satélite—, y no en el barrio, así que mis primeros encuentros con la música tropical fueron por aquella FM. De alguna manera el zeitgeist permitía que una radio de rock se diera esas licencias: Mano Negra (de donde salió posteriormente Manu Chao) fermentaba esas fusiones entre el punk y lo afrocaribeño. David Byrne hacía el disco Rei Momo (1989), ¡con “Loco de Amor” junto a Celia Cruz! Y las bandas del Rock en tu Idioma, como La Maldita o Caifanes, también indagaban en sus raíces del México de antaño, entre cumbias, mambos, guarachas y chachachás. Se sabe que el primer lugar donde los judíos migrantes de Europa pusieron pie en nuestra nación fue el Puerto de Veracruz, y se me hace que ese destino marcó a Lynn, quien además era Piscis, así que el trópico lo traía en el karma.
Contracultura en la radio
Más tarde, en la década de los noventa, entré a trabajar a Radioactivo 98.5, invitado por Ricardo Zamora, y accedí a una comunidad muy talentosa y particular, junto a Rulo, Olallo Rubio, Ilana Sod, Fernanda Tapia, Francisco Alanís “Sopitas”, Lucila Zetina, Edgar David Aguilera, Erich Martino, Luis Roberto Márquez “El Boy”, Manuel Venegas “El Borla”... todos agrupados bajo la visión acuariana de Jose Álvarez. Si en los pasillos y cabinas pernoctabas lo suficiente, como en aquella película The Boat That Rocked (2009), podías toparte con el misterioso Jordi Soler haciendo su turno de medianoche, recitando poesía y narrativa, mientras presentaba aquellas clásicas de Rock 101. Para todos los cierres de programa, Soler ritualmente enviaba un satélite del amor que llevaba las plegarias de Lou Reed a la estratósfera. Ver a Jordi hacer radio, y sabiéndome contemporáneo profesional, fue sumamente influyente para mí.
Luego me darían un programa de medianoche los domingos, Después de todo. Haría lo mío, a mi manera, para ser al menos un poquito como Jordi, Lynn y aquellas voces surgidas de la llamada “Idea Musical” de Rock 101. Y bueno, de esa otra camada radioactivesca, Lynn obtendría algunas de sus amistades más perdurables sumando también a músicos que surgieron en la época como Julieta Venegas, los Tacvbos, o Camilo Lara, quien entonces trabajaba en EMI Music y años después crearía el Instituto Mexicano del Sonido. Una gran generación de comunicadores, periodistas musicales, disqueros, artistas y una legendaria supervisora musical.
Nunca en domingo
Un par de años después, en los albores del nuevo milenio, Jose Álvarez me puso a cargo de la programación de la recién fundada Imagen 90.5, estación de noticias y lifestyle que presentaba la improbable trifecta de Pedro Ferriz de Con, Carmen Aristegui y Javier Solórzano. Yo ponía la música en las horas libres, madrugadas y fines de semana: sorprendentemente logramos mezclar a Coldplay, Moby, el Buena Vista Social Club y discos Putumayo, en un concepto radiofónico sin precedentes para el adulto contemporáneo chilango. El proyecto llamó la atención del gran Martín Hernández (ex WFM), quien llegó a hacer su programa Lógica Pretzel y, claro, también al regreso de Lynn Fainchtein al micrófono, quien se inventó un programa de sábado a mediodía titulado irónicamente Nunca en Domingo: sí, como una afrenta al monopolio de Raúl Velasco, pero también como un guiño intelectual al tema y película Never On Sunday (1960), la cual inspiró a Velasco para bautizar su programa de televisión.
Fue en ese periodo de un año y cacho, entre 2001 y 2002, que pude atestiguar el genio de Lynn, su manera de trabajar, improvisar y de gozar la música y el micrófono. Recuerdo particularmente que estaba muy interesada por el Señor Coconut y sus covers tropicales a Kraftwerk. Le fascinaba la Mala Rodríguez y su lujo ibérico, sexoso e indomable. Entonces estaba de moda Röyksopp y Zero 7, con aquella mezcla de lounge, chill out y R&B. Pero recuerdo, ante todo, el auge del músico indobritánico Nitin Sawhney, que con su álbum Beyond Skin (1999) nos voló la cabeza a todos por su mezcla que traía lo ancestral de la India, en un modo similar a Nusrat Fateh Ali Khan, y la electrónica digna del drum'n'bass de Reino Unido. En aquel tiempo, no existía la ubicuidad del streaming y el tener la música te daba poder: Lynn llegaba a la radio con una cantidad inverosímil de los CD que habían salido ese mes, y nos ponía a correr al Borla, como productor-operador, y a mí, con órdenes sumamente imperativas, eso sí, ¡cual dama Bene Gesserit en Dune, usando La Voz de mando! Y con esa misma voz luego salía al aire exhalando una hipnótica sensualidad para romper tabúes, mentar madres, hablar indistintamente de sexo y de política en la misma intervención, para después lanzar música exquisita.
Creo que mi nerdez musical me concedió el respeto de Lynn: para algunos era como una tía, pero francamente, había algo en ella que me recordaba a mi bobe, mi abuela judía; el cabello de Lynn pasó de güero a blanco en sus tardíos treinta. Ahí es donde radicaba mi relación con ella: identificarnos solitarios, no plenamente judíos ni mexicanos. Quizá la mayoría de los lectores ignoran esa cualidad de Lynn: amaba México, lo latino. Desde el nombre era una alienígena. Y yo no podía más que establecer un vínculo con el Este de Europa, de donde habían migrado nuestras familias no hace muchas décadas. Tan me gané su respeto, que una tarde de sábado, al salir de Nunca en Domingo, me invitó a pasar a su hermoso departamento en los Edificios Condesa, antes de ir a una de las primeras ediciones del Vive Latino. Ahí estaba Gustavo Santaolalla —casual— y él nos aconsejaba tomar gingko biloba para la memoria, mientras Lynn encendía un gallo de mota junto a una Virgen de Guadalupe y adornitos kitsch de la Lagunilla. Me identifiqué aún más con una persona que se asumía como judía-guadalupana, y desde entonces adopté esa definición para mí mismo.
Fast forward al breve lapso de Nunca en Domingo en Imagen 90.5: ella era una mujer muy ocupada, viajaba mucho, y un programa de radio no era suficiente. Su alma ambicionaba más. Bien pronto, desde Amores Perros (2000) hasta Roma (2018), nos acostumbramos a verla en el limelight de producciones de Hollywood. Seguro la veremos en el segmento in memoriam de los venideros Oscar, y bien merecido estará ese crédito.
Lynn, la melómana oceánica
Después de aquel contacto cercano con Lynn en Imagen, coincidimos durante menos de un lustro en una misteriosa logia musical que se reunía cada mes, en la cual un anfitrión ofrecía un mixtape en CD y una cena, para después ser descuartizado en una tertulia de egos, erudición, soliloquios, absurdos y estados alterados. Un grupo muy poderoso e influyente que marcó una época, del cual no puedo revelar más información. En fin, así regresé a casa de Lynn y debo admitir que su decoración influyó muchísimo en cómo decoré mi hogar: en su espacio había retablitos, esferas de vidrio soplado, platitos de abuela, bellas cajitas para guardar marihuana, ediciones limitadas de pósters de clásicos del cine colgados de los muros blancos pero, ante todo, donde voltearas, había columnas y columnas de CD: en cualquier superficie, dentro de armarios, y detrás de cualquier puerta… discos y discos (algunos repetidos, que ella acababa por regalarme desenfadadamente). Es posible que en otra vida ella administrara la Biblioteca de Alejandría, y su alma heredó la intención de salvar en su arca toda la música habida y por haber, en un intento constante de recolectarla, clasificarla y archivarla, porque en cualquier instante alguna canción de su vasta fonoteca le podría servir para ilustrar alguna escena climática en un proyecto cinematográfico.
Más tarde, en los años 2000, ya en Ibero 90.9, hicimos un homenaje a Rock 101, por el 25 aniversario de su fundación, como una radio seminal que inspiró a las generaciones posteriores de radioastas. Y me encargué de hacer un documental con entrevistas de aquella generación dorada: Dominique Peralta, Julia Palacios, Luis Gerardo Salas, Jaime Pontones, Iñaki Manero, y claro, Lynn, quien en ese momento no mostraba nada de nostalgia por esos años mozos, porque estaba volcada a escribir su éxito en el presente. Y bueno, ¡incluso ganamos un premio de la Bienal Internacional de Radio, por lo bien que nos quedó! Este programa todavía se puede escuchar en archivo en línea y lo repiten a menudo al aire en Ibero 90.9.
Coincidí de forma intermitente con Lynn mientras estuve en Ibero. Siempre atendí sus dulces saludos por mensajito, acompañados por una daga pragmática que buscaba algún tipo de información, una recomendación muy particular para alguna supervisión musical, o conectarme con algún artista con el que estaba obsesionada. Hacia el final de la década de 2010 me moví a Spotify y los encuentros, aún más separados en el tiempo, continuaron siendo un honor, junto con algún tipo de comanda o consigna implacable: me presentó a Eliseo, el hijo de González Iñárritu, para que lo aconsejara en los inicios de su carrera; a su vez, Eliseo me presentó con la también cantante Bu Cuarón. Lynn moviendo los hilos a la distancia.
Siempre la entendí como un Piscis y por tanto, un alma sensible, melómana oceánica que le entraba a todos los géneros, colmada de imaginación neptuniana. Pero juro que tenía un algo en Capricornio o un Saturno en el Medio Cielo que la hacían implacable, y que la llevaron muy alto, muy lejos, a dejar una huella en el mundo que prevalecerá al tiempo, aunque esté registrada en film, y también en las ondas radiofónicas con su voz al micrófono, las cuales ya deben de andar por Andrómeda.
Descansa en paz, Lynn. Ya debes estar más allá del dolor, en una esfera de música y estética. Pude escucharte, conocer solo una breve parte de tu grandeza; aprendí de ti, me inspiraste muchísimo. También fui de utilidad siempre que lo necesitaste. Qué honor y qué gusto deben sentir todos los que te recuerdan ahora, incluso llorando. Tocaste a muchas almas.
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