Wes Anderson llega al tope de su estilo en ‘Asteroid City’
Ya está en salas de cine la nueva película del estadounidense Wes Anderson, apenas unas semanas después de haber competido por la Palma de Oro en Cannes. Aunque aparenta sencillez con la historia de una familia varada en un pueblito desértico, sus numerosas referencias culturales y sus juegos metaficcionales demuestran que Anderson es un cineasta más radical de lo que se cree.
La filmografía de Wes Anderson ya es más entendida como meme que como cine. Desde hace unos años —y como lo muestra la interminable tendencia de grabar tiktoks imitando sus imágenes simétricas— el director se convirtió en una subcultura, lo cual me parece al mismo tiempo un éxito y un fracaso. Un éxito porque el público masivo ha obtenido consciencia del estilo cinematográfico, es decir, si normalmente un espectador se fija en las historias que cuentan las películas, el cine de Anderson lo ha hecho fijarse más en los planos y el montaje. El fracaso, por otro lado, resulta de ignorar la sofisticación que produce el tan imitado estilo. Quizá como respuesta, el director ha pasado los últimos años enfatizando esta complejidad para evitar ser encasillado como un cineasta complaciente, repetitivo o fácil. Al menos desde The Grand Budapest Hotel (2014) puede verse una radicalización que tiende cada vez más a interactuar con otros textos —novelas, películas, teatro—, a saturar los cuadros con detalles imperceptibles debido al ritmo desenfrenado del montaje, y a subrayar la artificialidad de la ficción con actuaciones más tiesas que nunca e interrupciones a la narrativa que insisten: una película es un juego que no pretende ni puede decir nada, solo representar algo que nunca pasó.
Asteroid City (2023), el largometraje más reciente de Wes Anderson, resume estas preocupaciones mediante la historia de una familia que llega a un pueblito desértico a mediados de los años cincuenta para que el hijo nerd participe en un concurso de ciencia organizado por el ejército. El encuentro cercano con un extraterrestre, que irrumpe en la premiación, provoca una cuarentena y esta deriva en el cuestionamiento existencial sobre el propósito de vivir. Descrita así, la trama suena sencilla, pero desde las primeras imágenes se plantea un mecanismo más enmarañado: un presentador de televisión interpretado por Bryan Cranston explica que veremos una escenificación televisiva de la obra Asteroid City, diseñada para complementar un documental sobre el dramaturgo ficticio Conrad Earp (Edward Norton). A partir de ahí la narración se divide entre la colorida puesta en escena y el documental en blanco y negro.
Con esto queda claro que la intención de Anderson no es un mero entretenimiento para el público más grande que pueda meter a la sala sino una continuación de las obsesiones presentes desde sus primeros largometrajes. En Rushmore (1998), por ejemplo, había un deseo de descomponer la ficción discretamente a partir de un imaginario cinéfilo que se apoderaba del escenario. Max (Jason Schwartzmann), un estudiante de secundaria insubordinado y precoz, monta hacia el desenlace una obra de teatro sobre la guerra de Vietnam. Una tabla de surf en el fondo alude a Apocalypse now (1979), y una francotiradora vietnamita a la que Max le propone matrimonio parodia el final de Full metal jacket (1987). Schwartzmann es sobrino de Francis Coppola, director de la primera, y Anderson tiende a la simetría visual de Kubrick, autor de la segunda. La inclusión de Seymour Cassel en el elenco habla de una admiración por John Cassavetes, con quien colaboró a menudo el actor haciendo también labores detrás de cámara.
Wes Anderson alude constantemente a la historia del cine, pero no para construir un significado concreto, sino para jugar con ella, un poco a la manera de Jean-Luc Godard, cuyos personajes recitaban los poemas que él estaba leyendo durante el rodaje. Las menciones de artistas o figuras políticas se complementaban en las películas con ráfagas de pinturas y fotografías pero no pretendían comentar algo sino darle relevancia al montaje y evitar que el público olvidara que estaban viendo un artificio. Sobre todo, Godard parecía firmar sus películas imprimiendo lo que ocupaba su consciencia. Anderson parte de lo último y comenzó a referirse a más cosas que el cine con The Grand Budapest Hotel, en la que juega con la idea del novelista Stefan Zweig, aunque en Isle of dogs (2018) estaba pensando claramente en el cine clásico japonés, y en The French Dispatch (2021) en la Nueva Ola Francesa. En Asteroid City las referencias culturales son más numerosas.
Los colores del pueblito y sus alrededores remiten al Correcaminos de Looney Tunes, que aparece a cuadro, aunque en forma de marioneta más o menos realista. Un grupo de vaqueros en el elenco representa al western, género fundamental de los cincuenta que aportó numerosos clásicos de Ford, Ray, Hawks, Mann y Zinnemann. La estrella escrita por Earp, Midge Campbell (Scarlett Johansson), se parece a Elizabeth Taylor, y la camiseta blanca del director teatral Schubert Green (Adrien Brody) evoca al Marlon Brando de A Streetcar named desire (1951). Earp, el dramaturgo gay, probablemente está inspirado en el autor de aquella obra clásica, Tennessee Williams. Cuando Johansson posa como en la pintura La mort de Marat queda claro el deseo de Anderson de firmar su obra a partir de su imaginario, aunque con una peculiaridad: lo oculta con desviaciones humorísticas. Brando era actor, no director, como el personaje de Asteroid City, y Williams no escribió jamás sobre extraterrestres.
En medio de la fiebre popular que ha desatado, Wes Anderson parece rescatarse como un cineasta que se derrama en su filmografía a partir de pequeños secretos que, una vez descubiertos, revelan su profundidad y su nostalgia por tiempos que no vivió. Hay un riesgo en ello: pocos espectadores van a captar las referencias a un cine que casi nadie ve, a un teatro que ya no se monta, y pocos también van a ligar estas parodias con una idea posmoderna de la creación, es decir, la de vencer con artificialidad la ilusión de algo real.
Asteroid City es probablemente la más acartonada de las películas de Anderson, pero si eso y las interrupciones de Bryan Cranston no bastaran, hay momentos en que el presentador se mete a la obra de teatro y se da cuenta de que no pertenece ahí. La ficción se va descomponiendo en un acto muy deliberado de autosabotaje que encuentra una rima en la forma en que se trivializa al elenco atascado de estrellas. Tom Hanks, Jeff Goldblum, Tilda Swinton, Steve Carell, Matt Dillon, Willem Dafoe, Maya Hawke, Jeffrey Wright, Jarvis Cocker y Seu Jorge —estos dos últimos filmados de forma que ni podemos reconocerlos— aparecen por instantes tan breves, en planos tan similares a los de cualquier otra figura que, al contrario del cine clásico de Hollywood, pierden su estrellato. Solo Margot Robbie es tratada como icono en un breve y conmovedor papel pero Anderson se aferra a una negación tan intensa que usa esta escena para celebrar la insignificancia de todas las cosas.
El humor del director entra también en el sabotaje al intentar distraernos de los temas serios, como la condena al aparato militar estadounidense que se apropia de los inventos de los niños genio, y el luto, que conlleva la pregunta de por qué vivimos, más cercana a la idea fundamental de Asteroid City: la irrelevancia del significado como base de la creación. Al Wes Anderson más reciente se le acusa de anecdótico y excesivo —yo mismo lo he hecho—, y Asteroid City parece responder a ello con la preocupación del padre de la familia protagónica, un fotógrafo interpretado por Schwartzmann que, ya sea en este papel o en el del actor de la obra encargado de ese papel, parece obsesionado por entender las cosas: ¿por qué murió su esposa? ¿por qué interpretar este rol? La imagen de Jeff Goldblum elaborando teorías exageradas sobre el simbolismo del extraterrestre se burla de estas preguntas, y un extraño segmento en un taller de actuación de Earp nos da algo de claridad: “No puedes despertar si no te duermes”, gritan los personajes, como si el propio Wes Anderson nos estuviera aclarando que uno sale de la sala de cine porque primero se sentó en ella a atestiguar un sueño de alguien más. Y eso es todo: la ficción ajena se queda en la sala y nosotros nos vamos a vivir la nuestra afuera, donde creemos que todo lo que se toca es real pero no es más que una ilusión provocada por los sentidos. Ningún meme dice tanto.
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