¿Cómo el regreso del búfalo ayudó a recuperar un ecosistema?

El retorno del búfalo

Nathan Beacom
Ilustraciones de Fernanda Jiménez

En las Grandes Llanuras de Estados Unidos, científicos y granjeros a pequeña escala lograron recuperar la población de esa bestia mítica: el bisonte, una especie prácticamente extinta. Ayudarlo a sobrevivir, desde una crianza no invasiva, fortaleció al ecosistema.

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El sacerdote estaba sentado, listo para recibir el sacramento, mientras que el Jefe se lo ofrecía en un largo cucharón de madera. No era la eucaristía, sino un poco de carne de bisonte. El padre Jacques Marquette, envuelto en su larga capa de jesuita, se encontraba en lo que hoy es Iowa. Corría el año de 1673, y el padre fue el primer europeo en navegar río abajo hasta aquel lugar. Para la comunidad Peoria de aquella época, ofrecerle al visitante carne de bisonte era un ritual sagrado; una señal de bienvenida y comunión. Esta reunión fue una cortesía, aunque los encuentros subsecuentes entre colonos europeos y pueblos originarios estarían repletos de tensión y violencia. Pero en ese momento, el acto de compartir una pipa y la carne de bisonte establecía una relación de paz y amistad. Así, el padre Marquette registró por primera vez una descripción del bisonte americano, llamándolo “buey salvaje”.

Tal y como lo sugiere esta anécdota, de acuerdo con las tradiciones de los pueblos originarios, el bisonte ha ocupado un lugar especial en la espiritualidad de estas comunidades, pues han compartido el territorio desde hace siglos. Históricamente, el bisonte ha sido considerado como un recurso vital; una criatura que se sacrificaba para ofrecerle cada hueso y tendón al ser humano. Toda clase de objetos esenciales eran fabricados a partir del cuerpo del bisonte; comida, vestimenta, herramientas, hilos, agujas y tipis. Los colonos que llegaron después también admiraron al bisonte a su manera; en los estados de la zona de las praderas, muchos edificios gubernamentales están adornados con bisontes, que son símbolos de nobleza y sabiduría.

El bisonte americano está inmerso entre el mundo de los animales, las plantas y los seres humanos. Forma parte de un ecosistema integrado que incluye a las personas tanto como los girasoles, los gatos monteses o los pinzones. Si encontramos la manera correcta de relacionarnos con este mamífero, podríamos hallar una manera de sanar nuestra relación con la naturaleza.

Estamos en septiembre; la pradera cobra vida con el murmullo de los polinizadores. Las hojas amarillas de la planta de copa, la bergamota silvestre y el áster motean los cerros con sus colores dorado, blanco y púrpura. El viento crea olas entre el pasto, cuya altura alcanza mis hombros. Estoy en un mirador del Refugio Nacional para Fauna Silvestre Neal Smith, a las afueras de Prairie City, que pertenece al condado de Jasper en el estado de Iowa. En el lado opuesto de la ladera, un grupo de pequeñas y peludas bolas café se mueve a través del pasto. Se trata de las hembras bisonte acompañadas de sus crías. Durante la mayor parte del año los machos son excesivamente enérgicos, por lo que existe una separación estricta entre los sexos. En este momento, le corresponde a las madres nutrir y cuidar a sus crías.

“Me gusta ver a las madres y a sus crías, se hablan entre sí. La madre le hace algún sonido a su pequeño y él le responde”, dice Karen Viste-Sparkman, la bióloga empleada por el refugio. “Conforme los vas conociendo, te das cuenta que son individuos”, continúa, relatando algunas de sus anécdotas favoritas de los quince años en los que ha trabajado atendiendo a esta pradera y a sus animales. “Hubo un año en el que tuvimos a una hembra que murió poco después de parir. Estuve vigilando a esa cría y estaba en contacto con el veterinario de fauna silvestre para saber qué hacer, o cómo darme cuenta si la cría no lograría sobrevivir”. Mientras tanto, el pequeño tomó el asunto en sus propias pezuñas, pues “se acercó a todos los adultos bisontes que encontró, incluyendo a los machos, buscando ser amamantado”, nos cuenta Viste-Sparkman con una sonrisa. “Al final lo adoptó una hembra de poco más de un año que nunca había tenido una cría propia. Parecían madre e hijo, siempre estaban juntos.”

Otro par que conmovió a la bióloga fue una combinación en la que los roles de cuidados se habían invertido; una cría cuidaba de una hembra mayor. La madre tenía tres años y padecía ceguera en un ojo, al año siguiente perdió la visión por completo. Ya no podía seguir el paso del rebaño. Sin embargo, la cría se aseguró de que su madre nunca se quedara atrás, guiando y animándola a seguir. 

Este rebaño de bisontes fue traído en 1996 para sentar las bases del esfuerzo de restauración de la pradera. Antes de la llegada de los europeos, se cree que el estado estaba compuesto en un 80% por praderas de hierbas altas. Actualmente la pradera es rara, pues sólo permanece el 0.1% de la pradera original. 

En la década de 1920, las personas comenzaron a notar que este ecosistema, que solía cubrir grandes extensiones el oeste en Estados Unidos, había desaparecido casi por completo. Únicamente permanecía en las regiones difíciles de cultivar y junto a las vías de tren. Aldo Leopold, el conservacionista legendario, escribió en la década de 1940 acerca del futuro de la pradera y sus residentes más grandes: “Preguntarnos cómo se verían mil acres de Silphium [planta brújula] cuando rozaban las barrigas de los búfalos es una pregunta que nunca más podremos responder, o quizás ni siquiera preguntar”. Afortunadamente, Leopoldo estaba equivocado, lo que destaca la magnitud de los logros del refugio Neal Smith, pues hoy día, es posible ver a los búfalo deambulando a lo largo de miles de acres de pradera de hierbas altas, a poca distancia de la ciudad de Des Moines.

El acto de compartir una pipa y la carne de bisonte establecía una relación de paz y amistad. Así, el padre Marquette registró por primera vez una descripción del bisonte americano, llamándolo “buey salvaje”.

Los bisontes fueron una parte integral de este proyecto masivo, nunca antes visto, de restauración de la pradera. Esto es verdad por dos motivos fundamentales, me informa Viste-Sparkman. Primero, gracias a las condiciones de salud de la pradera en sí: el bisonte pastorea libremente, disfrutando de las abundantes hierbas secas de las Grandes Planicies, que son bajas en nutrición e indigestibles para muchos otros animales, además de consumir las hierbas más ricas de la pradera. Sus hábitos de pastoreo enriquecen la diversidad de la pradera, dispensando semillas a lo largo del ecosistema gracias a su pelaje y sus excrementos, abriendo espacio para que crezcan nuevas plantas y que estas encuentren agua. Los revolcaderos de los bisontes, espacios lodosos y húmedos que cavan en el verano, son un recurso importante para las aves y son terreno fértil para la reproducción de insectos. Traer de vuelta a la pradera también ha significado traer de vuelta a otras especies. El chingolo de Henslow, que prácticamente había desaparecido en Iowa antes del florecimiento de la restauración de la pradera en la década de 1990.

Por otra parte, el bisonte es el mejor embajador para representar la grandeza de este ecosistema. “Los bisontes están aquí para el beneficio de la pradera, pero también nos sirven para educar”, dice Viste-Sparkman. Aunque el entorno es de gran belleza, por lo general las personas vienen a ver a los bisontes. 

En mi experiencia, en las partes más remotas de Dakota del Sur, el encuentro con estos animales es conmovedor. Te encuentras cara a cara con el bisonte en esta pradera remota, revuelta por los vientos, bajo un cielo inmenso, rodeado de tierras cuyos horizontes parecen no tener fin. La criatura cabecea, parpadeando lentamente con esos ojos enormes y reflexivos, no hay indicio de civilización humana a tu alrededor. Y aunque el bisonte parece disfrutar su serenidad, si llegara a levantarse a golpear el suelo con sus patas, el poder de sus dimensiones inmensas se hace evidente.

El bisonte es enorme; su cabeza es más grande que el torso de un hombre y su pelaje es diez veces más grueso que el del ganado doméstico, sin contar el subpelo grueso y lanudo que posee. Tienen la temperatura crítica más baja de cualquier especie bovina, superando a los yak de Mongolia y a las vacas de las tierras altas de Escocia, pues disminuyen la velocidad de su metabolismo para sobrevivir con eficiencia en temperaturas heladas, varias decenas por debajo de los cero grados.

En estas condiciones, el cuerpo del bisonte consume una cantidad tan limitada de energía que puede sobrevivir a periodos de frío intenso y la hambruna. En las terribles tormentas de nieve en la parte norte de las Grandes Llanuras, el bisonte se acuesta a plena intemperie confiando en el aislamiento térmico de su grueso pelaje. Sin embargo, el bisonte también sobrevive perfectamente en las temperaturas del verano; previo a la colonización extensiva recorrían buena parte del continente, con excepción de los desiertos y las costas. Aunque son felices pastando las ricas hierbas de las laderas soleadas, los bisontes también tienen la habilidad de usar su cabeza inmensa para cavar en la nieve y buscar comida en pleno invierno.  

Cuando el ranchero o naturalista llega a trabajar con un rebaño de bisontes, el proceso es mucho más complejo que con cualquier otro tipo de ganado doméstico. El bisonte entra en pánico si se le separa de su rebaño; comienza a corcovear y a correr descontrolado. A pesar de que el bisonte retiene su naturaleza salvaje bajo el manejo del ser humano, es errado pensar que estos animales existían en un estado prístino, absolutamente silvestre previo a la llegada de los colonos europeos; los bisontes siempre se relacionaron con las personas que habitaron este continente. Los pueblos originarios manejaron los rebaños (guiando, haciendo selección y separación, utilizando fuegos controlados para dirigir su camino) a lo largo de varios siglos antes de la llegada de Marquette por el río.

La historia de cómo se fracturó esta relación equilibrada no es novedad; los estadounidenses y europeos se trasladaron hacia el oeste persiguiendo oportunidades económicas. Buscaban oro, construyeron vías de ferrocarril y revolucionaron la agricultura. “La avaricia del hombre blanco”, como le llamaba el presidente Grant, resultaba en constantes incursiones en las tierras de los pueblos originarios, generando violencia en la región. Posiblemente el caso más conocido fue la búsqueda de oro en Black Hills, que llevó a los Estados Unidos a eludir las obligaciones establecidas en su tratado con el pueblo Lakota, causando así el conflicto sangriento de Little Bighorn y sus respectivas consecuencias.

Los líderes del ejército estadounidense, como William T. Sherman y Philip Sheridan, quienes fueron generales legendarios de la Guerra de Secesión, se dieron a la tarea de retirar a los indígenas de las colonias estadounidenses emergentes así como de las vías ferroviarias, confinándolos así a reservas designadas. Sin embargo, mientras los búfalo se extendieran a lo largo del oeste, les seguirían los cazadores indígenas. Por ende, si se buscaba expulsar a los indígenas, era necesario acabar con los bisontes que eran centrales a sus tradiciones y forma de vida.

El ejército instó a cazadores a viajar al oeste y acabar con la mayor cantidad de búfalo que pudieran. En aquel momento parecía que los animales eran interminables. Se estima qua la población en el oeste superaba los treinta millones. Sin embargo, un rebaño de búfalo en medio de la pradera no era amenaza para cazadores con rifles de larga distancia, por lo que, para finales del siglo diecinueve, estos animales estaban prácticamente extintos. La industria privada tuvo un papel más importante que el ejército en la realización de este proceso.

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Durante la mitad del siglo comenzó a incrementarse el comercio de pieles de bisonte. En lugar de usar al animal completo, como hacían los pueblos originarios, los cazadores occidentales únicamente removían la piel y dejaban que el resto del cuerpo se pudriera. Las pieles abrumaron el mercado y su comercio eventualmente se estancó. Sin embargo, para este momento la caza excesiva había provocado una disminución casi irreversible de la población de bisontes. William Cody, el afamado vaquero conocido como “Buffalo Bill” se jactaba de haber terminado con cuatro mil bisontes en tan sólo dieciocho meses. No obstante, hacia el final de su vida escribía con desasosiego, lamentando el daño que habían hecho él y otros cazadores. 

En términos ecológicos, la pérdida del bisonte coincidió con la pérdida de la pradera. Para los seres humanos, supuso estar al borde de la pérdida de culturas nativas y sus formas de vida, lo que contribuyó a la creación de desventajas económicas y sociales para quienes crecieron en las reservas de las Grandes Llanuras. Así como fue el camino de los bisontes, fue el camino del oeste. 

“Para proteger a estos animales tenemos que darles un uso. Tienen que tener un propósito o se van a extinguir”, comenta Gail Griffin, que pertenece al movimiento de crianza de bisontes para consumo. “El búfalo forma parte de la trama de este país desde hace miles de años, y si no protegemos a la especie, los vamos a perder”.

Hace treinta años, cuando Gail, junto con su esposo, David, se mudaron a una vieja granja abandonada, nunca imaginaron que se convertiría en el negocio que es actualmente; Rockie Hill Bison. “El lugar era prácticamente inhabitable la primera vez que vinimos”, dice Gail desde la  mesa de su cocina. “Cuando llegamos a ver el lugar le dije ‘no te fijes en la casa'”, cuenta David, riendo. Es un hombre alto que usa overoles, tiene una pequeña barba blanca, y un rostro que parece severo hasta que una carcajada o una buena anécdota enciende la chispa en su mirada.

“Los bisontes están aquí para el beneficio de la pradera, pero también nos sirven para educar”, Karen Viste-Sparkman, bióloga.

Estamos en la frontera oriente de Minnesota, cerca de la ciudad de Winona, sobre los bellos acantilados que delimitan esta porción del país, a las orillas del río Mississippi. Es febrero y aunque el día es soleado, la temperatura permanece bajo cero. La luz diáfana resplandece sobre la nieve y a la distancia resoplan los bisontes, emitiendo suaves nubes de vapor, aparentemente indiferentes ante el frío.

“Tenías que haberlo visto. El sótano estaba lleno de basura. Detrás de una cortina de baño había cientos de botellas de champú y detergente, era muchísima basura allá abajo”, cuenta Gail. David agrega que “afuera estaba exactamente igual. A este tipo le pagaba la gente para venir a aventar su basura por los barrancos de la propiedad, así que había montículos de electrodomésticos viejos, refrigeradores, lavadoras, ese tipo de cosas. Nos tomó dos meses hacer que el interior de la casa fuera habitable”.

El dueño anterior había tratado el terreno de la misma manera que su hogar y las vías de agua; la tierra estaba degradada y llena de químicos. “La persona a la que le compramos la propiedad había llenado todo de cultivos. Sólo frijoles y maíz. Nada más. Metimos algunas franjas y vías de agua y limpiamos todo”. Por fortuna, David solía ser dueño de una compañía de excavación, por lo que tenía a su disposición las máquinas necesarias para remover toda la basura de la tierra y comenzar así a regenerarla. La pareja asegura que, de no contar con estos recursos, habría sido demasiado caro rentar las máquinas y despejar la tierra.

Finalmente, para poder restaurar debidamente la tierra, debían ubicar bisontes en ella nuevamente. Aunque esa no fue la inspiración original que les hizo buscar a los animales. “Había un tipo que era dueño de una compañía de concreto en Winona. Un día se me acercó y me dijo que todos los contratistas debían tener búfalos. Lo miré y dije ‘Perfecto'”. David hace un gesto escéptico. “’¿Por qué? ¿Tienes algunos?’, y él me comentó que acababa de ganar unos en un juego de póker en Iowa. Los tenía por allá por la carretera 61, al norte de la ciudad y me dijo que me los enseñaría. Les eché un vistazo y en ese rato compré tres crías”. En la década de 1990, aparentemente hubo un incremento en quienes tenían como pasatiempo criar bisontes. David estaba embelesado, sólo debía convencer a Gail (quien llegaría a ser presidenta de la Asociación Nacional de Bisontes). Hasta ese momento, habían estado alimentando a toros jóvenes para el padre de David, pero consumía demasiado tiempo, mientras que los bisontes requieren menos cuidados.

Con el tiempo creció su rebaño, y se vieron en la necesidad de desarrollar lo que entonces era un mercado prácticamente inexistente para la venta de carne de bisonte. Actualmente, envían a sus animales a ser procesados a una planta local y los venden a supermercados y restaurantes. También le venden al sistema escolar local, y Gail, que tiene una formación como nutricionista hospitalaria, le enseña a los niños acerca de la alimentación sana y la ganadería local. En la década de 1990, las personas adineradas sólo querían tener a los animales pero no sabían qué hacer con ellos. Le pregunté a la pareja si la crianza de bisontes ha crecido constantemente desde que ellos comenzaron. La respuesta es sí y no. Alrededor del año 2000, con muchos rebaños creados como pasatiempo, rancheros sin experiencia y ninguna demanda por la carne, disminuyeron drásticamente los rancheros de bisontes. Para los productores serios, surgió una necesidad de saber vender su producto y que las personas lo conocieran. “Servíamos pollo en nuestras propias conferencias de la Asociación Nacional de Bisontes”, recuerda David. Desde entonces, la demanda por la carne ha crecido tremendamente, y con ella, la cantidad de rebaños de bisontes que recorren laderas como estas.

La carne de bisonte es ideal para el presente, en el que tanto consumidores como productores somos más conscientes de los efectos negativos que tiene la ganadería convencional en el medio ambiente y el bienestar animal. Muchos clientes aprecian lo nutritiva que es la carne de bisonte, pues además, contiene muy poca grasa. Por lo general, una vaca para consumo humano es alimentada con maíz en un corral de engorda centralizado, de ahí es enviada al matadero que pertenece a una de las cuatro grandes compañías de carne. Asimismo, un puerco pasa prácticamente toda su vida en un corral al interior de un edificio. Los desperdicios animales que producen estas granjas industrializadas son dañinos para las vías de agua, por ende, no existe una relación ecológica recíproca entre los animales, la flora y la tierra. En contraste, los bisontes andan libres y se alimentan de una combinación compleja de hierbas nativas.

De manera simultánea, la existencia de estos animales, al menos a gran escala, depende en parte de su producción para consumo. “No es viable tenerlos sólo porque sí, o porque son buenos para el medio ambiente”, dice Gail. “Tienes que promover la carne para promover al animal”.

Mientras tanto, “nos ha hecho investigar mucho sobre lo que estaba aquí antes, y hemos agregado más de ochenta y siete especies de plantas nativas a nuestra pradera actual”, nos informa Gail. “Hemos pasado mucho tiempo aprendiendo sobre lo que estaba en estas tierras. Nos hemos convertidos en granjeros de hierbas que ocasionalmente cosechan esas hierbas junto con los bisontes”. Le pregunté a los Griffin qué les inspiró a tomar un pedazo de tierra enferma y pasar casi treinta años restaurando su salud. “Fue un reto”, dice David con un guiño. “Soy bastante terco”.

Al enfrentarse a este reto, han tomado un terreno que tenía tierra degradada, un serio problema de erosión, baja diversidad y un cerro de basura para convertirlo en un ecosistema que está floreciendo. Con el regreso de los bisontes y las hierbas también han regresado los insectos, así como las aves, además de la tierra vegetal. “Cuando nos acabábamos de mudar acá, en 1993, vinieron de Audubon y contaron veintiséis especies de aves, vinieron de nuevo hace diez años y contaron noventa y siete”, dice Gail. “Ahora tenemos grullas grises. De pronto ves que llega un nuevo tipo de ave. Tangaras. Nunca había visto una tangara y en el lado oriente de nuestro bosque hay una población bastante numerosa. Así que también me emociono por estas pequeñas victorias”, cuenta Gail entre risas.

“El búfalo forma parte de la trama de este país desde hace miles de años, y si no protegemos a la especie, los vamos a perder”, Gail Griffin, criadora de bisontes. 

Están colaborando con sus vecinos para restaurar las tierras. Un sólo terrateniente no puede controlar a las especies invasoras o la contaminación por químicos. “Te obliga a hablarle a los demás, en lugar de decir ‘uy, quién sabe qué están haciendo por allá’”, dice Gail. “Somos conocidos por trabajar y aprender juntos”. Este proyecto es intergeneracional: “nuestro nieto ha estado interesado en los bisontes desde que era muy pequeño, ahora tiene diecinueve años y quiere seguir el camino de sus abuelos”. Gail especula sobre los resultados de sus esfuerzos dentro de cincuenta o cien años. “Estas serán las cosas que seguirán cuando nosotros ya no estemos”.

Salimos al frío helado de Minnesota para ver a los bisontes. Mientras caminamos, algunos de ellos desvían la mirada, y otros se levantan firmes, pateando el suelo con sus patas. Aún en pleno invierno, este entorno es precioso, puedo ver los árboles que sembraron Gail y David a las orillas de las crestas y los valles. Miro los grandes ojos color obsidiana del bisonte y pienso que fue gracias a unas pocas crías que se produjo esto; ha revivido una comunidad interconectada de animales, plantas y seres humanos.

Los Lakota dicen “Mitákuye Oyás’iŋ”: es decir, que todos estamos conectados. Que las hierbas y los búfalo son parte de nuestra familia extendida, y nosotros formamos parte de la suya. Los seres humanos no debemos sentirnos extranjeros en la naturaleza a menos que actuemos de forma dañina. Si actuamos como si el resto del mundo sólo fuera material en bruto que existe para saciar nuestros deseos humanos, estamos corrompiendo y abusando del equilibro y las leyes naturales que nosotros no creamos, y que no podemos realmente modificar. Pero si tratamos a las propias formas, patrones y leyes del mundo natural con respeto, aún cuando los utilicemos para apoyar las necesidades humanas, podremos ser parte de la gran familia.

Esto es lo que hacen los Griffin, y lo que hacen las reservas de indígenas de la pradera con sus rebaños regenerados de bisontes. Podemos hallar formas de obtener los recursos que necesitamos de la tierra al tiempo que seamos sus cuidadores, teniendo en mente que la belleza y el valor de un lugar va mucho más allá de su capacidad para ofrecer ganancias.

Nuestro maestro, el bisonte, nos muestra una manera de relacionarnos con el mundo natural del cual formamos parte, un mundo en el que cada parte está conectada y todas las cosas se encuentran en equilibrio. Este antiguo embajador de nuestro continente nos recuerda de nuestro vínculo y nuestra responsabilidad con las tierras que habitamos. Necesitamos al bisonte y el bisonte nos necesita a nosotros.

Este reportaje se publicó originalmente en Plough.

 


NATHAN BEACOM es un escritor de Chicago, Illinois. Sus trabajos sobre agricultura y medio ambiente, entre otros temas, han aparecido en Civil Eats, America Magazine, Front Porch Republic y otros.


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