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Los vecinos distantes de Oaxaca

Los vecinos distantes de Oaxaca

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En una ciudad caracterizada por la multiculturalidad, y en un estado con 27 743 extranjeros residentes —temporales y permanentes—, un conflicto ha comenzado a aflorar en los últimos meses. Las señales están en los muros. Miembros del colectivo Ocho Trueno, activistas en contra de la gentrificación, pegan un cartel en la primavera de este año.
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La capital del estado de Oaxaca, emblema de la potencia cultural del sur de México, se ha convertido en los últimos años en la “zona cero” de un fenómeno difícil de identificar, pero cuyos efectos han afectado de manera profunda la vida de miles de oaxaqueños, que ven cómo su ciudad ha dejado paulatinamente de pertenecerles. Hay dos caminos: asumir la responsabilidad colectiva y política de la gentrificación, o dejar que tras ese membrete se sigan ocultando las fuentes de la tensión social.

Una trama de desencuentros por debajo de la rabia social

En Oaxaca ya no se entiende lo que está pasando o ya pasó lo que se estaba entendiendo, como diría Carlos Monsiváis. Miles de oaxaqueños ahora mismo lidian con un coctel de emociones provocadas por una red de cambios acelerados. En lo que va del siglo, algo ha ocurrido en su ciudad que los desubica profundamente, sin haberse movido un centímetro.

La agitación del coctel se pudo leer en los muros de la ciudad y en las redes sociales durante meses, y estalló en enero pasado. “OAXACA PARA LOS OAXACOS”, se leía en la convocatoria a una “marcha calenda” que circuló en Instagram y grupos de WhatsApp. El eco enrevesado de la Doctrina Monroe y demás frases que lo acompañaron —“no gringos, no blankkkos”, “defendamos Oaxaca”, “restricciones a los extranjeros”— levantó cejas por los barrios.

Así es que el sábado 27 de enero, después de las cuatro de la tarde, un grupo de unas 50 personas se reunió en la plaza Cruz de Piedra y avanzó por el andador peatonal Macedonio Alcalá hasta el Zócalo de la ciudad. En el camino liberaron su rabia contenida: pintaron muros, rompieron vidrios y clausuraron negocios de manera simbólica.

Testimonios de los asistentes y testigos directos de la protesta, además de videos e imágenes en redes sociales y medios, me permitieron reconstruir parte de la jornada. En un salón en el que se celebraba una boda, golpearon con martillos la puerta de metal de la entrada. Cuando salió un encargado a encarar a los agresores, un manifestante le disparó pintura en aerosol a la cara, en medio de los gritos celebratorios de la multitud que protestaba. A dos cuadras de ahí, otro de los participantes de la marcha, aprovechando la confusión, roció pintura en el vestido de noche de una mujer que cruzaba el andador para asistir a una fiesta. En una calle cercana, vecinos indignados por las pintas lanzaron objetos a los manifestantes. Más adelante, sujetos con martillos destrozaron las ventanas de una tienda, oficinas y una sucursal bancaria. Golpe a golpe, el carácter festivo de la calenda desaparecía.

Al llegar al Zócalo, la rabia ya había robado protagonismo al posicionamiento político expresado por una parte del grupo que, por lo demás, mantuvo su actitud pacífica: “Oaxaca no es mercancía, no al despojo cultural y territorial”, arengaron. Los agentes de la policía estatal se presentaron minutos después y comenzaron las detenciones. Seis personas fueron puestas bajo custodia y permanecieron así tres días, antes de ser liberadas gracias a la intensa presión de organizaciones defensoras de derechos humanos. El gobernador de Oaxaca, Salomón Jara, tildó la marcha de “lucha racista”, y las consignas de “mensajes de odio” en contra de los extranjeros, lo cual solo endureció la respuesta de activistas y organizaciones aliadas.

Arriba: en la plaza frente al templo de Santo Domingo de Guzmán, uno de los mayores reclamos turísticos de la ciudad, van y vienen campamentos en protesta por la gentrificación. La Sectur local calcula que la derrama económica del turismo en Oaxaca de Juárez, el municipio central de la zona metropolitana, fue de 5 976 millones de pesos (2023). Abajo: una de las calles plácidas que conectan el andador peatonal Macedonio Alcalá con los restos del acueducto de la ciudad. Un perfil urbano que es imán del turismo y, al mismo tiempo, muy vulnerable a su masificación.

La protesta acaparó los titulares a lo largo del país. En Oaxaca fue la primera denuncia colectiva y pública —y no faltó quien la consideró la primera en México— de un fenómeno que, a falta de una referencia más inmediata, llamaré (como todos lo hacen) “gentrificación”.

“Ese día no tuvo mucho sentido el uso de la violencia, ni la coherencia del análisis de los manifestantes, ni los términos en que lo plantearon —me explica Alejandra García, urbanista y residente de la ciudad de Oaxaca que ha seguido la evolución del tema—. Pero es muy claro que esto fue un grito de rabia, de malestares que se venían callando, y eso es lo que importa. Como sociedad tenemos que discutir muy seriamente esta situación”.

La discusión podría partir, por ejemplo, de la brecha que se abre entre la ciudad que conocen y disfrutan los turistas y la ciudad cotidiana de los oaxaqueños. Sería factible hablar de abstracciones tan disímiles como la globalización, la migración, el turismo de masas, la digitalización, el trabajo remoto y la reciente pandemia. O de hechos tangibles como la escasez de agua potable, que este año ha afectado a 90% del área que cubre la red pública, según reporta la propia instancia que la opera; el estrés de las áreas verdes —65% de sus árboles tienen plaga—, y la ineficiencia de un transporte público basado en menos de 50 rutas de camiones, a menudo hacinados. Se trata de un área metropolitana de 23 municipios con poco más de 709 000 habitantes (Censo de Población y Vivienda del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Inegi, 2020), ahogada por el tráfico vehicular, una gestión deficiente de la basura —en un par de años se cerrará su único relleno sanitario— y la criminalidad —961 homicidios en 2023—. Una última foto instantánea: en Oaxaca el salario mensual promedio, de entre 7 000 y 11 438 pesos según el nivel de estudios, es uno de los más bajos del país, mientras las rentas y los precios no paran de subir, en medio de una inflación anual que en abril pasado se situó como la tercera mayor del país: 5.3%, tras Puebla y Yucatán.

Los anteriores son algunos de los múltiples factores que determinan el fenómeno, o bien, son sus manifestaciones. Tocarlo directamente —entender la gentrificación en Oaxaca— implica entrar en el argumento de una novela policiaca. Mientras se suele asumir la identidad de la víctima (¿la ciudad?), todos alrededor de ella se miran tratando de descubrir, con los lentes de la suspicacia y el prejuicio, quién es el asesino.

A diferencia de la novela, en que los sospechosos son meros individuos —el cartero, la mucama o el médico—, en la gentrificación se habla de actores colectivos: las inmobiliarias, los extranjeros, los caseros o los políticos. Pero la trama en Oaxaca es bastante más complicada. La única posibilidad de acercarse a saber qué pasó es escuchar uno a uno a los testigos, que en buena medida son también los sospechosos: turistas, inquilinos, caseros, funcionarios públicos, hoteleros, activistas, empresarios, entre otros. Eso es lo que me propongo en este reportaje. Arrancaré por mirar detenidamente la vida de una mujer que, como muchos, puede levantar la mano para decir: “Yo soy una víctima”.

La mayoría de los nombres de las personas aquí citadas son ficticios y algunos detalles fueron alterados para garantizar el anonimato.

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Paola nació y creció en Oaxaca, pero desde hace ya varios años se siente incómoda en su ciudad. Los hoteles boutique, restaurantes de autor y galerías de arte, y la avalancha de visitantes que estos nuevos espacios atraen cada año, le hacen sentir que algunos de los lugares en los que transcurrió su infancia y juventud ya no son para ella.

Paola no habla solo de sensaciones, de impresiones. Esta estudiante de posgrado de una universidad pública local piensa en las ocasiones en las que, por ejemplo, batalla para encontrar un lugar para comer en el centro por menos de 100 pesos, o simplemente un establecimiento donde comer consista en quitarse el hambre con un plato familiar y no en una experiencia gastronómica con alimentos desconocidos y tendencias exóticas. “Me gusta la ensalada de quinoa con aguacate que hacen ahí, pero con eso me como cinco tacos de cazuela”, ironiza mientras pasa frente a un restaurante vegano con menú en inglés en una calle que lleva al Zócalo.

Es miércoles por la mañana y Paola apura el paso para llegar a su escuela en el Centro Histórico. Mientras recorre las ocho calles desde la parada del camión, repite las cuentas en su cabeza: ocho pesos del pasaje de ida y ocho para la vuelta; una comida corrida de 90 y otros 30 para un café entre clases. Ciento cincuenta pesos es lo máximo que puede gastar al día si quiere pagar también la renta, la despensa, la pipa de agua, su terapia, y llegar a fin de mes con su beca estudiantil de 11 000 pesos.

Todo en esta oaxaqueña de 32 años habla de disciplina financiera en tiempos de inflación. Su cabello lacio y negro espera un nuevo corte que la ayude a mantenerse fresca ante el calor; su teléfono de pantalla rota espera una nueva, y su tatuaje de “Nos queremos vivas” en el antebrazo espera un retoque con flores moradas. Solo sus botas Dr. Martens, desgastadas paso a paso en estas calles de cantera verde, son viejas por voluntad.

Cuando era adolescente, durante la primera década del siglo XXI, la rutina de Paola dependía menos del dinero. Entre clases podía esperar en casas de familiares y amigos que vivían en vecindades y casas del centro. Ahí no solo mataba el tiempo, sino que también convivía con gente cercana y tenía una dinámica social que la arropaba. Los turistas eran aún una acotación a la vida cotidiana y abrumaban únicamente durante las fiestas de la Guelaguetza. No había trabajo remoto, nómadas digitales ni Airbnb.

Mientras se suele asumir la identidad de la víctima (¿la ciudad?), todos alrededor de ella se miran tratando de descubrir, con los lentes de la suspicacia y el prejuicio, quién es el asesino.

En 2010, después del bachillerato, Paola fue a la Ciudad de México a estudiar la licenciatura. A su regreso, cinco años después, encontró una Oaxaca distinta de la que dejó. Sus familiares y amigos en el centro vendieron sus casas y salieron de ahí. Los lugares que permanecen —la nevería tradicional, la cooperativa de café o la vieja librería— se volvieron ajenos a ella. “No es que nadie me haya corrido o discriminado en estos lugares —explica Paola antes de entrar a su clase—. Pero no hace falta, porque de por sí ya todo es impagable”.

En estos días, Paola viene al centro solo por trabajo o estudios. Su vida cotidiana transcurre alrededor de la casa que renta con gente de su edad en Santa Lucía del Camino o en los numerosos pueblos conurbados de la capital oaxaqueña —como Santa Cruz Xoxocotlán, el ejido Guadalupe Victoria o el valle de Etla—, donde vive ahora la mayor parte de su círculo social.

Mario, contemporáneo de Paola, es miembro del colectivo de artistas urbanos Ocho Trueno, que durante los últimos años se ha encargado de mantener la gentrificación —y otros temas políticamente incómodos— a la vista de todos: con pintura sobre los muros del Centro Histórico. Al igual que muchos de sus compañeros, Mario debe buena parte de su formación militante a su experiencia durante la revuelta de 2006 en la ciudad, la cual puso en escena a la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. Entonces era un adolescente que apoyaba en las barricadas del movimiento magisterial. “Acá los jóvenes tienen muy interiorizado que, si pasa algo, hay que marchar, como lo hicieron nuestros padres, madres y maestros”.

El colectivo al que pertenece Mario, claro está, fue uno de los convocantes a la marcha calenda de enero. Mientras reconoce los errores en su organización y desarrollo, insiste en enfocar el tema importante: el perfil de los manifestantes fue el mensaje en sí mismo. “En la marcha participaron sobre todo jóvenes porque son los que tienen los sueldos más indignos, no tienen derecho a la vivienda y ven la injusticia en eso. Hay una generación muy golpeada por el neoliberalismo”, asegura.

Paola coincide con el diagnóstico: su angustia es también la de su generación, y viene de ver cada vez más alejada la posibilidad de una vida digna, a pesar de estudiar y trabajar duro. La angustia aumentó en la pandemia, cuando desapareció la vecindad, en el centro, donde ella y varias de sus amigas llegaron a rentar departamentos por menos de 3 000 pesos mensuales. La dueña aprovechó el encierro para sacar a todos y convertir el espacio en alquileres de Airbnb. La escena se repitió por toda la ciudad. Hoy existen más de 5 100 viviendas en renta ofertadas en esta plataforma en línea, según el sitio de inteligencia para arrendamientos de corto plazo AirDNA. En 2022, esta cifra era de 2 955: un crecimiento de 72% en casi dos años.

Con 27.2 años en promedio, Oaxaca tiene la novena población más joven de México (Censo 2020). Casi la mitad de la población tiene menos de 30 años.

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En la narrativa de que Oaxaca se ha convertido en una mercancía, los turistas —se asume— son los compradores finales y, por lo tanto, los principales agentes de la gentrificación. Aunque frecuentemente se les perfila como extranjeros del norte global —“güeros”—, los turistas en Oaxaca deben ser entendidos a cabalidad. Antonio Aguilar, jefe del departamento de Información y Estadística de la Secretaría de Turismo (Sectur) del Estado de Oaxaca, lo disecciona en hojas de cálculo desde un cubículo diminuto. A través de una metodología y un sistema informático (Datatur) que facilita el Gobierno federal, este contador público y su equipo se encargan de calcular la cantidad de turistas que recibe Oaxaca y sus características: por dónde llegan, de dónde vienen, en qué establecimientos se alojan, cuánto tiempo se quedan.

“Consideramos turistas a quienes se hospeden en algún establecimiento, sin importar que sea hotel, hostal u hospedaje de plataforma en línea. A los que se hospedan en domicilios particulares no tenemos forma de contarlos”, puntualiza.

Para los extranjeros, además de pasar la noche en Oaxaca, el criterio es que no permanezcan más de 180 días, que es el periodo establecido por el Instituto Nacional de Migración para visitas temporales. De otra manera, serían residentes temporales o definitivos.

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Claudia, encargada de la tienda de productos orgánicos Xiguela, en el barrio de Jalatlaco. “No es que queramos venderles solo a güeros, porque eso no tiene sentido como estrategia de mercado, pero sí hemos notado que la gente de Europa y Norteamérica trae más el rollo del consumo local y del cuidado al medio ambiente”.

Un primer dato determinante: de 1 300 290 turistas que llegaron a Oaxaca en 2023, 88.95% fueron nacionales y 11.05%, extranjeros. La proporción es de prácticamente nueve mexicanos por cada extranjero.

A contrapelo de este dato, las pintas y comentarios en redes sociales —al menos una docena de grupos y perfiles en Instagram, TikTok, Twitter y Facebook, el más nutrido de ellos con más de 37000 seguidores, hablan de la gentrificación en Oaxaca— suelen presentar a los turistas como frívolos, ignorantes y explotadores. Una suerte de spring breakers sin playa. La Sectur estatal no lleva un registro de expats o de digital nomads, o de tendencias identificables de consumo, pero Carlos David Jacinto, director de Promoción Turística de la dependencia, tiene una caracterización precisa de este segmento: “A Oaxaca la gente viene principalmente interesada en conocer su cultura, sus tradiciones, su comida. […] Independientemente de si son nacionales o extranjeros, tenemos como prioridad recibir no necesariamente más gente, sino apostarle a un turismo responsable y con sentido, conocedor y respetuoso”.

Para Claudia, encargada de una tienda de productos orgánicos en el barrio de Jalatlaco, al este del centro, es evidente que la temporada fuerte de ventas está ligada a los snowbirds: los turistas de Estados Unidos y Canadá que llegan desde octubre a refugiarse del invierno y luego regresan a sus hogares en febrero o marzo. Por el contrario, nota que los turistas mexicanos casi no compran porque vienen “de pisa y corre”, típicamente en Semana Santa y fin de año.

“No es que queramos venderles solo a güeros, porque eso no tiene sentido como estrategia de mercado, pero sí hemos notado que la gente de Europa y Norteamérica trae más el rollo del consumo local y del cuidado al medio ambiente”, explica Claudia. La tienda abrió hace más de 20 años con la intención de ofrecer productos locales, pero los costos de producción y logística de los pequeños productores se traducen en precios finales que muchos oaxaqueños parecen no poder o no querer enfrentar. Sin embargo, la encargada asegura que incluso los habitantes de la ciudad son más propensos a consumir durante temporadas turísticas altas, cuando hay dinero en circulación.

Pocos temas tan polarizantes como el turismo en Oaxaca. Por un lado están quienes afirman que el turismo no es tan importante aquí como para tolerar sus consecuencias: “Oaxaca no vive del turismo, el turismo vive de Oaxaca” fue una sentencia común en redes tras la marcha calenda de enero pasado. Por otro, se reproduce el lugar común de que Oaxaca es un estado pobre y sin industrias, lo que en teoría justifica cualquier sacrificio individual y colectivo para alimentar al dios económico contemporáneo.

Las cifras, como de costumbre, pueden estirarse a modo hacia cada uno de los argumentos. Esto depende de las escalas geográficas y de tiempo que se miren. Si bien es cierto que, a nivel del estado, los 14 377 millones de pesos generados por el turismo en 2022 representaron solo 2.9% del producto interno bruto anual (Inegi) —muy por debajo de actividades líderes como las manufactureras (14.9%), la construcción (13.7%), el comercio al por menor (13.4%) y los servicios inmobiliarios y de alquiler (9%)—, la situación se percibe muy distinta a nivel ciudad capital, que es el principal destino turístico por número de visitantes en la entidad.

La Sectur calcula que la derrama económica del turismo en Oaxaca de Juárez fue de 5 976 millones de pesos (2023). Esto equivale a 3.8 veces el presupuesto de egresos del mismo año —1 563 467 041.52 pesos— para el municipio central de la zona metropolitana. En 2020, el último año del que se tienen las cuentas cerradas, el turismo contribuyó a su producto interno bruto en 18.24%: uno de cada cinco pesos intercambiados por bienes y servicios.

“No es que nadie me haya corrido o discriminado en estos lugares. Pero no hace falta, porque de por sí ya todo es impagable”.

Por otra parte, la Sectur estima que el turismo en la ciudad genera unos 10 800 empleos directos (relacionados con hospedaje, alimentos y bebidas), además de casi 29 000 indirectos, que incluyen al carnicero, el cerrajero, la lavandera, el mecánico y todas las actividades que venden algún servicio a la industria turística. Para dimensionar, estos casi 40 000 puestos darían trabajo a una cuarta parte de la población económicamente activa (alrededor de 162 500 personas) en Oaxaca de Juárez.

Aunque estas cifras abstractas ocultan la calidad de los empleos, en un momento en que la industria turística local acumula denuncias de abuso laboral —salarios raquíticos, horas extras no pagadas, falta de prestaciones y maltrato, entre otras—, el sector representa una de las pocas opciones económicas viables para varias de las personas que entrevisté. “Mientras la gente siga visitando Oaxaca, yo digo que busquemos la manera de cuidar lo que nos interesa, en lugar de estarnos peleando con la gente que viene a conocer lo que hacemos”, opina Jesús Castellanos, un comerciante de artesanías, en una de las calles principales del centro.

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Segundo sospechoso: los extranjeros. El discurso los boceta, sobre todo si provienen del norte global, como despojadores, colonialistas y gentrificadores, pero la vida cotidiana oaxaqueña se entreteje, disculpen la obviedad, con personas de carne y hueso, en toda su complejidad; con gente de todas partes del continente y el mundo que trata de hacer una vida en una ciudad diversa y multicultural.

Amanda es una jubilada de 70 años, originaria de Denver, Estados Unidos. Ha vivido aquí todo lo que va del siglo, y en este tiempo ha logrado hablar un español mexicano impecable y ser aceptada por los vecinos de la calle donde vive, en un rincón del Centro Histórico. Ahí asiste a las posadas cada diciembre, apoya en los gastos de mantenimiento comunes y cumple con sus responsabilidades cívicas, como acompañar las demandas al ayuntamiento para que reparara el drenaje tapado. El año pasado su esposo murió de un infarto fulminante en las puertas de su casa. Ella agradeció la cercanía y las condolencias de sus vecinos en un momento tan delicado.

La casa de Amanda transpira binacionalidad. Su librero está lleno de títulos en inglés y español. Sus muebles combinan estilos de Estados Unidos y México, y hasta sus dos perros son mestizos. Ella y su esposo adquirieron la casa a principios del siglo; se la compraron a un matrimonio de ancianos cuyos ocho hijos habían emigrado de Oaxaca y preferían tener liquidez para poder heredar su patrimonio. “Vendimos todo en Denver para pagar esta casa y ha sido un muy buen hogar, y yo también voy a morir en esta casa”, afirma Amanda entre sollozos por su difunto Matt, un eximpresor, traductor y profesor de inglés también apreciado en la comunidad.

Cuando escucha de las quejas contra los extranjeros por la gentrificación, Amanda entiende que se refieren a otras personas. “Tiene que ver con gente ruidosa que está acostumbrada a ser tratada como si estuviera en la playa y que piensa que la gente está ahí para su entretenimiento —dice—. Pero las comunidades no son monolíticas, hay gente ruin entre los gringos y entre los mexicanos”.

Amanda ha identificado varios comportamientos comunes hacia ella. Uno es el que llama “el impuesto gringo”, por el cual a veces los taxistas o los marchantes del mercado le cobran un poco más que a los oaxaqueños. “Es justo —acepta—. Ellos son discriminados de otras maneras y nosotros tenemos otros privilegios, así que no me quejo”. Más allá de estas situaciones, Amanda no encuentra muchas diferencias entre Oaxaca y su lugar de origen. En ambos casos, la clave es “no meterte en los asuntos de nadie y no decirle a nadie cómo vivir su vida”. Al igual que los vecinos de su calle, tiene que comprar agua porque no le llega suficiente de la red, batalla para deshacerse de la basura a causa de los horarios irregulares del camión recolector y tiene que soportar el ruido de la cantina cercana y de las construcciones contiguas. “Esto es parte de vivir en una ciudad y en México… Nunca esperamos que fuera callado y ya nos acostumbramos”, asegura.

Amanda es una jubilada de 70 años, originaria de Denver, Estados Unidos. Ha vivido en un rincón del Centro Histórico de Oaxaca todo lo que va del siglo. Cuando escucha de las quejas contra los extranjeros, entiende que se refieren a otras personas: “Tiene que ver con gente ruidosa que está acostumbrada a ser tratada como si estuviera en la playa y que piensa que la gente está ahí para su entretenimiento”.

Al otro lado de la ciudad, en un barrio popular en las laderas de un cerro, vive Ashley. Al igual que tantos oaxaqueños, duerme en una casa techada con láminas de asbesto y batalla para mantener fuera mosquitos, cucarachas y alacranes. Este año tiene el pendiente de comprar e instalar otro tinaco para aguantar los largos periodos sin agua de la red pública.

Pese a todo, esta joven originaria de Florida se siente afortunada por rentar una casa de una sola recámara y sin muebles. “En mi ciudad los precios están imposibles y hay muchísima gente en situación de calle durmiendo en casas de campaña, pero muchos aquí se sorprenden cuando cuento esto, porque asumen que allá es todo bonito, como en las películas”, explica en un español fluido.

A diferencia de Amanda, Ashley ronda los 30 años y no recibe ni espera recibir una pensión. Para enfrentar los gastos, combina el trabajo como traductora con un negocio al que le ha apostado una buena parte de su tiempo y capital: ella y sus amigas mexicanas administran una de las poquísimas pulquerías del centro de Oaxaca. Entre cafés, pizzerías, lugares de hamburguesas, alitas de pollo y demás monotonía, decidieron que valía la pena intentar algo nuevo: surtir pulque de Tlaxcala.

Como emprendedora, Ashley no tiene ninguna ventaja por ser extranjera, y sí ciertas incomodidades: cuando se inconforma a causa de complicaciones de la operación, no falta quien le asegure que los gringos se sienten superiores y quieren todo a su manera. “Tengo que cuidarme mucho en público sobre cómo me ven para no ser ese estereotipo o no aparentar que me siento con más derechos. Y es cansado”, explica.

Como en las pulquerías clásicas, la de Ashley y sus socias se ha convertido en un punto de encuentro de artistas, bohemios y activistas locales. Qué ironía: una estadounidense abre para los oaxaqueños una oportunidad de revalorizar una bebida que ya vio sus mejores años y que fue discriminada como insalubre y de bajo nivel social, explica Ashley, con una sonrisa de sorpresa.

“Si dejamos de ver las cosas en blanco y negro, descubrimos que tenemos mucho contexto. Hay gente privilegiada y no privilegiada en todo el mundo, y tenemos que empezar a separar para no poner todo en el mismo saco”, razona la emprendedora.

El Censo 2020 del Inegi registró 22 659 extranjeros en el estado de Oaxaca, cifra que equivale a 2% de todos los extranjeros en el país. Además, la proporción actual en el estado representa la mayor históricamente si se considera que en 1990 eran solo 0.05% de la población; en el año 2000, 0.13%, y en 2010, 0.45%, para llegar a 2020 —el último censo disponible— con 0.55%.

Según datos de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación publicados en enero de 2023, la cifra de extranjeros residentes —temporales y permanentes— en Oaxaca es 27743. Si consideramos que la población del estado es de 4 132 148 personas, habría una persona foránea por cada 148 oaxaqueños. Todos los entrevistados de este reportaje notaron un aumento de extranjeros a partir de la pandemia y de olas migratorias ocurridas en el mismo periodo desde el Caribe, Centro y Sudamérica.

La historiadora Mónica Palma Mora, quien ha estudiado la presencia de extranjeros en el estado a partir del siglo XX, identifica un factor peculiar en el aumento reciente de esta población: los hijos de migrantes oaxaqueños nacidos en Estados Unidos que han migrado a Oaxaca debido a políticas de retorno forzoso o deportación implementadas por el Gobierno estadounidense en los últimos años.

“La presencia de esta población estadounidense de ascendencia mexicana, sumada a la de otras latitudes (angloamericana propiamente, europea, latinoamericana), representa, desde una perspectiva estadística, una pequeña pero significativa aportación a la pluralidad étnica, lingüística y cultural de Oaxaca y de su capital”, argumenta Palma Mora en el artículo “Extranjeros en la ciudad de Oaxaca. Una semblanza en la segunda mitad del siglo xx”, de la revista Con-temporánea del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

“Si dejamos de ver las cosas en blanco y negro, descubrimos que tenemos mucho contexto. Hay gente privilegiada y no privilegiada en todo el mundo, y tenemos que empezar a separar para no poner todo en el mismo saco”.
Arriba: en la céntrica calle García Vigil, un inmueble es extensamente restaurado. Hoteles, hostales y viviendas en renta en plataformas como Airbnb, en Oaxaca deben pagar un impuesto al hospedaje de 3% por habitación por noche. La Sectur del estado intenta que los casi 100 millones de pesos obtenidos de ese rubro sean invertidos en promoción turística. Abajo: The Levi’s Tailor Shop Oaxaca en un vértice del emblemático Zócalo.

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Con el tercer sospechoso el asunto se vuelve más complejo. Son los caseros. Y es que el principal argumento de Rhonda Stevenson para dudar del sambenito de que los extranjeros son responsables de la gentrificación es que su casero y los de todos los extranjeros de su círculo cercano son oaxaqueños.

“Cuando hay enojo y necesidad de culpar a alguien, siempre es fácil señalar a los extranjeros —asegura esta canadiense, en sus 40 años, que renta desde 2023 un departamento al sur de la ciudad—. Pero tenemos que ver quién está subiendo arbitrariamente las rentas, quién se queda con ellas, quién está desalojando injustamente a sus inquilinos para subir el precio del alquiler y rentarles a extranjeros. Incluso puedes ver historias de gente mexicana siendo desplazada por la avaricia de gente mexicana que prefiere rentárselo a extranjeros”.

Las estadísticas sobre Airbnb parecen darle la razón a Stevenson. De una muestra de 289 alojamientos listados en esta plataforma en 2022, en 13 colonias, barrios y pueblos conurbados de la capital oaxaqueña —Centro, Jalatlaco, Xochimilco, Trinidad de las Huertas, San Felipe del Agua, Reforma, Volcanes, Candiani, Ex-Marquesado, Santa Rosa Panzacola, San Martín Mexicapan, San Juan Chapultepec, Xoxocotlán—, solo 97% eran propiedad de personas originarias de Oaxaca, según el análisis “En contexto: Airbnb y su regulación”, publicado por el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública (CESOP) del estado de Oaxaca.

Con datos preliminares que alimentan su investigación, obtenidos de agencias inmobiliarias, la geógrafa Mabel Yescas, estudiosa de temas urbanos y nativa del Centro Histórico de Oaxaca, estima que la inversión extranjera en vivienda en la ciudad no supera 10% del total, aunque, de nuevo, tiene indicios de que esto se ha acelerado desde la pandemia de covid-19. “Dar con el dato exacto implicaría una investigación enorme en el Registro Público de la Propiedad, y aun así sería difícil saber cuántos compran en pueblos conurbados, donde son ejidos o comunidades agrarias”, explica.

Dueña de una casa, un edificio de departamentos y un hotel en el centro, la oaxaqueña Olga Espinosa trabaja de tiempo completo asegurándose de que no les falte ningún servicio a sus inquilinos o huéspedes. Parte de su rutina habitual es recorrer la ciudad con refacciones o suministros para sistemas de agua, gas, internet, y tener llamadas constantes con el plomero, el cerrajero o el carpintero. “Esto es un trabajo como cualquier otro. Mucha gente piensa que el gobierno nos da más agua o nos perdona los impuestos [a los propietarios, como una forma de privilegio o tráfico de influencias], pero no es así. Al revés, tenemos que comprar un montón de pipas de agua y estar al corriente con pagos de licencias”, revira.

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Portales que rodean el Zócalo de la ciudad de Oaxaca. Este lugar, suma y síntesis de la sociedad oaxaqueña, ha simbolizado frecuentemente la resistencia a la mercantilización excesiva y la privatización del espacio público.

A menudo, el trabajo de esta ingeniera de 52 años implica contener los conflictos habituales en una ciudad diversa, como la noche en que, en plena pandemia, un puñado de adolescentes de la Ciudad de México hicieron una covid party en uno de sus departamentos. Su respuesta fue implacable: rescindió su contrato y los denunció a la policía. En otra ocasión, una pinta amaneció en el muro de la casa que le rentaba a un estadounidense. Decía “Gringo, go home”. El pensionado octogenario entró en pánico y trató de salir de Oaxaca, por lo que ella tuvo que explicarle que no era nada personal contra él, sino una de tantas expresiones de la tensión social en la ciudad.

Espinosa llega al punto de defender la necesidad de subir continuamente los precios del alquiler, para ponerse al corriente con la economía, en general, y para cumplir con una especie de reivindicación: que Oaxaca no sea menos que otras ciudades de México e incluso otros países. “Me choca que lleguen visitantes pensando en rentar un departamento amueblado y equipado, con estacionamiento y terraza, por 5 000 pesos, que no es ni la mitad de lo que pagan en sus lugares de origen, y que asuman que acá cuesta menos solo porque es Oaxaca”. En la actualidad, el precio promedio de renta de sus alojamientos es de 12 000 pesos al mes, con servicios incluidos, por 60 metros cuadrados, que se distribuyen en dos recámaras, un baño, sala comedor, un cajón de estacionamiento y un patio de servicio.

Sin embargo, reconoce que eso tiene un impacto en los oaxaqueños. “Es cierto que muchos se van quedando fuera y que esto es injusto, pero Oaxaca va cambiando porque el mundo va cambiando, y nosotros no podemos quedarnos atrás. Todo está subiendo de precios”.

En la colonia Reforma, la primera contigua al Centro Histórico, por el norte —tradicionalmente de viviendas unifamiliares y comercios, y que comenzó a desarrollarse a mediados del siglo pasado—, la señora Magdalena Camacho no ha subido tanto los precios de los seis departamentos de su vecindad en los últimos años, pero a cambio hay algo que los inquilinos tienen que pagar: el edificio es viejo, y ella, a sus 86 años, no tiene ni la energía ni las ganas de restaurarlo. Es, en términos prácticos, su plan de jubilación y no piensa pasar sus últimos días complaciendo a inquilinos “que ni cuidan las cosas”.

“Yo rento como esté y, si no les gusta, nunca me falta alguien que sí quiera rentar”, explica la antigua maestra de primaria, que logró construir los departamentos en los años noventa con el patrimonio de su difunto marido, que era cirujano. La renta más baja es de 5 000 pesos.

Tanto Espinosa como Camacho reconocen que una mejor regulación del sector inmobiliario y del turismo vendría bien para mantener la seguridad y evitarles problemas tanto a ellos como a los inquilinos. Por ejemplo, reclaman que las plataformas como Airbnb faciliten que gente desconocida rente a gente desconocida sin posibilidad de saber qué pasa dentro de esos inmuebles.

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Por raro que parezca, también la comunidad artística está bajo sospecha. Cuando llegó al barrio de Jalatlaco en 2001, el mayor reto del artista Demetrio Barrita no era pagar la renta, sino encontrar dónde tomar un café decente no tan lejos de su barrio. Entonces pagaba 1 000 pesos por rentar una esquina en el principal crucero del barrio, casi frente a la iglesia de San Matías.

Más de dos décadas después, Jalatlaco alberga no menos de una docena de cafés y su encanto, a ojos de los visitantes, lo convirtió en 2023 en uno de los primeros “barrios mágicos” en México. Mal asunto: Barrita ha tenido que salir del barrio porque el inmueble que solía rentar cuesta hoy arriba de 20 000 pesos al mes, explica el artista sexagenario en su nuevo estudio, mientras percola café sobre una taza con un filtro de papel.

El acento de la obra de Barrita está en el reciclaje de recursos. Es capaz de transformar retazos de madera y un rin viejo de aluminio en una actualización de la icónica Rueda de bicicleta, de Marcel Duchamp (1913), sobre un taburete. No solo reutiliza materiales, sino que los intercambia: tiene un amigo productor de café de la sierra a quien le cambia kilos de su cosecha por piezas de arte.

En su viejo estudio, Barrita vivió a fondo el vendaval del movimiento magisterial y la crisis de 2006: apoyó a los maestros y convirtió su espacio en una especie de santuario para las distintas partes en el conflicto. En ese rincón de materiales e ideas circularon por igual las caguamas con los amigos, las peticiones de gente del barrio y compradores de arte de distintas partes del mundo.

Entonces, Barrita dejó el emblemático estudio en 2013, cuando pagaba 3 000 pesos de renta, casi 700% menos de lo que cuesta ahora. Fue tomado por medios y activistas locales como una víctima temprana del desplazamiento por gentrificación, pero él no está de acuerdo con esta caracterización. En su mirada acostumbrada a reasignar valor a las cosas, ni el dinero ni un sitio en un barrio de moda tienen una importancia determinante; por eso no entiende o no toma en serio muchos de los juicios alrededor de la gentrificación.

Según la Secretaría de Gobernación, la cifra de extranjeros residentes —temporales y permanentes— en Oaxaca es 27 743. Si consideramos que la población del estado es de 4132 148 personas, habría una persona foránea por cada 148 oaxaqueños.

“Me han querido poner como de ‘pobrecito, te corrieron’, ¡y yo no fui corrido! —subraya—. Sí pasó eso con la renta, pero yo también tenía otros proyectos y sentía que, para mí, ese espacio no daba para más”. El siguiente paso en la carrera de Barrita era armar un taller itinerante: una camioneta cargada con todas sus herramientas y materiales para ir a dar talleres de arte en comunidades remotas. Al final no se logró porque la camioneta que consiguió era vieja y no aguantaba los caminos de terracería oaxaqueños.

Tras la muerte de su madre, hace unos seis años, Barrita volvió a la casa materna, que ahora reconstruye poco a poco con su técnica artística de reciclaje, privilegiando el taller y el jardín. “Me siguen invitando para que vuelva a Jalatlaco a otros proyectos, pero ya no soporto los distintos niveles de contaminación (ruido, transporte y hasta contaminación cultural) que existen en el centro”.

Barrita no solo reniega de la explicación monolítica de la gentrificación, sino que recurre a la autocrítica para procurar entender el fenómeno. Durante una visita a Estados Unidos, le explicó lo sucedido en Jalatlaco a un amigo politólogo, quien no dudó en responderle: “¡Pero si tú provocaste todo eso!”. Y ahora recurre a esa frase para explicar que en distintas partes del mundo son los artistas quienes con su mera presencia han allanado el camino a la gentrificación: vuelven atractivos barrios y pueblos en los márgenes que luego reciben olas cada vez más grandes de consumidores.

“Alguien vio nuestro espacio [se refiere a su antiguo estudio], le gustó y lo replicó. Ahora hay un montón y así se contamina todo —sentencia Barrita, y alterna sorbos de café con carcajadas irónicas—. Todo esto lo veo como una apropiación, un paso más del capitalismo feroz por adueñarse de todos los bienes, no solo materiales, sino también culturales y naturales. A veces es hasta frustrante y quisieras tener un quehacer diferente: no quieres estar en una galería ni participar en proyectos”.

En el proceso de convertir su casa actual en su obra de vida, Barrita no rehúye de lo que pasa en la ciudad ni en el mundo del arte, pero pasa los días armando piezas, recibiendo amigos, intercambiando obras y cuidando sus hortalizas, acompañado de su perrita Frida (“por sufrida”, aclara), un gato y su familia. “Soy muy feliz aquí, me encanta estar haciendo esto que hago”, asegura.

Demetrio Barrita, artista visual, dejó su estudio en el barrio de Jalatlaco, que era un lugar de encuentro de la comunidad, en 2013, cuando pagaba 3 000 pesos de renta, casi 700% menos de lo que cuesta ahora.

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Durante dos meses solicité una entrevista con el alcalde de la ciudad, Francisco Martínez Neri. La negativa de su equipo —siempre con el argumento de falta de tiempo— bien puede representar su reticencia a abordar el tema de la gentrificación. El funcionario fue cuestionado en varias ocasiones en el último año, y su respuesta ha sido ambigua. Se ha pronunciado por “reglamentar, contener hasta donde sea posible a través de la concientización” y por “establecer una correlación entre el interés de la persona y el de la sociedad”, pero sin dar detalles ni delinear una estrategia, mucho menos enmarcar con justeza el problema. Sin diagnóstico claro que permita entender la situación, falta el primerísimo paso de un largo camino hacia una política pública que pueda dar una respuesta eficiente.

En un encuentro con vecinos en febrero pasado, mientras buscaba la candidatura de su partido (Morena) y la reelección en junio, dio a entender que cualquier estrategia de vivienda asequible para los jóvenes que la demandan tendría que ser coordinada con el gobierno estatal. A pesar de militar en el mismo partido en un estado que apenas hace dos años logró sacudirse al histórico Partido Revolucionario Institucional, los círculos del alcalde Martínez Neri y el gobernador Salomón Jara han protagonizado en este tiempo enfrentamientos políticos que hacen difícil pensar en una colaboración para un problema de este tipo. Para el gobernador, la gentrificación ni siquiera parece ser un problema que aparezca en su radar político. Apenas a mediados de marzo, tras la pregunta de una periodista en un acto público, Jara reconoció que “ha habido desplazamiento” de población originaria por los crecientes costos de la vivienda, pero descartó medidas específicas por parte de su gobierno para atender el problema.

“Cambian los usos de los locales [comerciales], hoy vemos cómo han crecido los hoteles boutique, los restaurantes; en fin, es el desarrollo propio de una sociedad”, dijo a los periodistas.

A nivel jurídico, los gobiernos locales y el Congreso del estado son los que tienen mayores facultades para atender el problema. Temas urbanos como el desarrollo de vivienda y los servicios públicos son responsabilidad municipal en México y en muchas partes del mundo.

En el reporte sobre Airbnb y su regulación, el CESOP del Congreso estatal hace un recuento de las medidas a nivel mundial contra esta plataforma y su potencial gentrificador: Ámsterdam solo permite que sus anfitriones renten espacios por un máximo de 60 días al año; Nueva York prohibió que los propietarios alquilen un alojamiento por menos de 30 días, a no ser que ellos se encuentren en la casa o renten solo una habitación; en Santa Mónica, California, el arrendatario solo puede alquilar una vivienda y debe convivir con los huéspedes en el proceso.

Si quisiera realmente enfrentar las consecuencias de plataformas como Airbnb —concluye el reporte—, el Congreso de Oaxaca podría considerar modificaciones a la Constitución estatal, así como a las leyes de Turismo, Ingresos y Protección Civil, además de crear por completo una ley de hospedaje mediante plataformas digitales, como la que existe desde 2020 en Guanajuato.

Además de regulaciones a Airbnb, queda un abanico enorme de posibilidades legales y administrativas para enfrentar el aumento desmedido en las rentas, la falta de vivienda asequible —estas dos contempladas recientemente bajo el concepto de “derecho a la vivienda”—, el alza generalizada de precios, la privatización de espacios públicos y el acaparamiento turístico.

Si los políticos logran evadir su responsabilidad en el tema de la gentrificación es, en parte, porque la presión social está mal colocada. Carla Escoffié, abogada especializada y activista por la vivienda digna en México, asegura: “Esto de creer que la gentrificación es que lleguen extranjeros lo que ha hecho es desviar el escrutinio que tendríamos que estar haciendo a las autoridades. […] La gentrificación empezó en México desde hace décadas de mexicanos a otros mexicanos porque el problema es la desigualdad, no es la inmigración en sí”.

Rubros concretos que pueden motivar la exigencia ciudadana no faltan. Hoteles, hostales y viviendas en renta en plataformas como Airbnb, en Oaxaca deben pagar un impuesto al hospedaje de 3% por habitación por noche. La Sectur del estado intenta que los casi 100 millones de pesos obtenidos de ese rubro sean invertidos en promoción turística para atraer más turismo al estado. Pero la urbanista Alejandra García tiene otra idea en mente: “Se podría etiquetar ese rubro para empezar a compensar a las y los oaxaqueños por los impactos sociales del turismo con inversión en vivienda social, apoyo a la población originaria y a organizaciones que trabajen en la materia”.

Alrededor de una placa de ubicación para invidentes, anuncio de talleres de grabado en madera. Bilingües, por supuesto.

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A diferencia de las novelas policiacas, al rastrear las huellas de la gentrificación no se llega a un único e inequívoco autor del crimen. La responsabilidad termina repartida entre una constelación de actores sociales. En estos meses he escuchado una consideración que aflora aquí y allá en conversaciones públicas: tal vez todos tenemos parte de la culpa. Todos somos gentrificadores. Lo sepamos o no, lo aceptemos o no.

Si las autoridades estatales y municipales no ofertaran la ciudad al turismo, tal vez no habría visitantes incómodos que perturbaran la vida de la ciudad. Si los oaxaqueños no abrieran sus establecimientos y casas al turismo, los visitantes no tendrían razones para venir o quedarse. Si los visitantes dejaran de gastar su dinero en la ciudad, no habría alza de precios en la economía local. Si Oaxaca no fuera parte del mundo…

Pero cada uno de estos supuestos implica necesariamente consecuencias del otro lado de la ecuación. Si las autoridades no ofertaran la ciudad, no habría una industria turística. Si los oaxaqueños no abrieran sus puertas, no tendrían acceso a esa derrama económica. Y si los visitantes eligieran no venir a Oaxaca, es probable que fueran a algún otro lado a pagar por servicios similares.

“Es fácil sentirnos enredados en un fenómeno complejo como este, pero concluir que todos somos gentrificadores también es una salida fácil —asegura Alejandra García—. Eso implica que, pensando que la turistificación y la gentrificación son responsabilidad de todos, debemos resignarnos y volver cada quien a lo nuestro, y esa es la vía más rápida para la apatía y para que siga todo igual”.

Esta especialista, originaria de la Ciudad de México, ha estudiado acciones colectivas contra la gentrificación en ciudades como Berlín, Barcelona o Venecia, pero recurre a la frase célebre en Spider-Man para explicar mejor la situación: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, afirma señalando el Palacio de Gobierno, mientras la entrevisto en una mesa de los portales del Zócalo. Con este gesto da a entender que los gobiernos, congresos y tribunales tienen una mayor carga en este problema público, seguidos de las empresas. Luego, afirma, siguen organizaciones sociales y actores individuales.

“Me choca que lleguen visitantes pensando en rentar un departamento amueblado y equipado, con estacionamiento y terraza, por 5000 pesos, que no es ni la mitad de lo que pagan en sus lugares de origen, y que asuman que acá cuesta menos solo porque es Oaxaca”.

Este escalafón de responsabilidades lo tienen claro los distintos oaxaqueños que consulté. “Los que hemos vivido aquí toda la vida sabemos quiénes son aquí los corruptos. Los políticos, los sindicatos, los empresarios y sus cómplices son los que han fomentado el turismo y acaparado las ganancias”, explica Roberto Marcelino, vecino de Jalatlaco, en referencia a un hotel de lujo que se ha convertido en una especie de símbolo ominoso y que la vox populi identifica como propiedad de los Murat, una familia de la que provienen dos exgobernadores del estado.

“Nosotros no podemos tocar un muro de adobe porque según el INAH es patrimonio de la humanidad, pero ellos pueden construir un monstruo de hotel, generar tráfico, consumir muchísima agua, y sin hacer absolutamente nada por el barrio”, reclama Marcelino.

Además de desviar la atención de las obligaciones gubernamentales, centrar la responsabilidad de la gentrificación en los extranjeros invisibiliza, de paso, fenómenos más oscuros. Uno de ellos, fuente de peculiares conflictos políticos en el estado en los últimos años, ha sido el despojo de inmuebles de gran valor por parte de una presunta mafia de funcionarios públicos coludidos con notarios públicos, conocida en medios como el “Cártel del Despojo”.

El gobernador Salomón Jara y su equipo jurídico se han empeñado en demostrar que se trata de una operación de Estado, originada en sexenios pasados. Pero acaso la mejor forma de abordarlo es atender el caso de Caleb Gómez Conzatti, abogado y uno de los primeros denunciantes del supuesto cártel. Él y sus tres hermanos descubrieron en 2021 que habían sido despojados de su identidad, cuando constataron que en el Registro Civil del estado sus actas de nacimiento de toda la vida de pronto eran consideradas falsas por la dependencia y, por lo tanto, ya no existían sus nombres. El robo de identidad fue acompañado de otro robo: el de dos inmuebles registrados bajo su nombre real.

Las denuncias de los hermanos Gómez Conzatti y de otros oaxaqueños en situaciones similares destaparon el escándalo, que llegó hasta la Presidencia de la República en 2022, cuando en una conferencia mañanera del presidente López Obrador, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana informó que entre marzo de 2021 y julio de 2022 se habían acumulado 1 467 carpetas de investigación por casos de presunto despojo en distintas partes de Oaxaca, de las cuales 213 estarían relacionadas con la falsificación de documentos notariales.

“Los políticos investigados en el caso del Cártel del Despojo tienen hoteles. Entonces, está claro que esta tipología de despojo luego recicla los inmuebles o la riqueza en la industria turística; entonces, esta impunidad y corrupción no es algo que quede por fuera de la gentrificación”, opina Gómez Conzatti.

Por el caso han sido detenidos, hasta el momento, el exdirector del Instituto Catastral del Estado de Oaxaca, dos notarios públicos y otros exfuncionarios del Registro Civil.

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Esto es un asunto urbano en el amplio sentido: la forma en que ordenamos nuestra vida social. Por ello, la estrategia contra la gentrificación pasa por instrumentos técnicos del urbanismo, como planeación, zonificación, manejo de los usos de suelo. Al menos esto resulta claro para María Concepción González, profesora en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. “Debe haber una estrategia de ordenamiento que logre un equilibrio entre las distintas necesidades sociales, como vivienda, turismo y actividad comercial, para dar cabida a la diversidad y frenar la expulsión de la población”, afirma la arquitecta, quien forma parte del Colegio de Urbanistas de Oaxaca. Esa institución ha presentado varias propuestas de acción al gobierno municipal, incluidos programas piloto para mejoramiento de las vecindades del centro, nuevas normas para frenar la especulación inmobiliaria y fomento de la inversión en los inmuebles históricos.

Sin embargo, a lo largo de los años, estas recomendaciones han caído en oídos sordos, afirma la especialista. “Ultimadamente, esto es una discusión política sobre adónde queremos dirigir nuestra ciudad, pero sin participación social no va a haber voluntad política”, agrega Edmundo Morales, presidente del Colegio de Urbanistas.

La conversación que sugiere el arquitecto se vuelve más urgente que nunca ante las megaobras de infraestructura que prometen cambiar el destino del estado de Oaxaca: la supercarretera que conecta la ciudad con la costa en menos de tres horas, inaugurada ya, y el corredor interoceánico —un entramado de vías férreas y carreteras que facilitarán el transporte de mercancías entre el Pacífico y el golfo de México a través del Istmo de Tehuantepec—.

El escritor Leonardo da Jandra, un enérgico pensador chiapaneco de nacimiento y oaxaqueño por más de medio siglo de vivir en el estado, es suspicaz al respecto. Cuando lleguen las empresas globales a trabajar al corredor interoceánico, explica, sus directivos no van a querer vivir en ciudades pequeñas como Salina Cruz o Matías Romero, sino que van a dirigirse a Oaxaca.

“Si no nos preparamos como oaxaqueños, van a ser otros los que van a decidir —explicó Da Jandra ante un auditorio reunido para escucharlo hablar sobre la gentrificación el 1 de marzo pasado—. Oaxaca es el corazón identitario de México y tiene todo para [alcanzar] un destino brillante, pero necesitamos asumir ese destino en nuestras manos”.

Este reportaje se realizó con el apoyo de Open Society Foundations

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Los vecinos distantes de Oaxaca

Los vecinos distantes de Oaxaca

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La capital del estado de Oaxaca, emblema de la potencia cultural del sur de México, se ha convertido en los últimos años en la “zona cero” de un fenómeno difícil de identificar, pero cuyos efectos han afectado de manera profunda la vida de miles de oaxaqueños, que ven cómo su ciudad ha dejado paulatinamente de pertenecerles. Hay dos caminos: asumir la responsabilidad colectiva y política de la gentrificación, o dejar que tras ese membrete se sigan ocultando las fuentes de la tensión social.

Una trama de desencuentros por debajo de la rabia social

En Oaxaca ya no se entiende lo que está pasando o ya pasó lo que se estaba entendiendo, como diría Carlos Monsiváis. Miles de oaxaqueños ahora mismo lidian con un coctel de emociones provocadas por una red de cambios acelerados. En lo que va del siglo, algo ha ocurrido en su ciudad que los desubica profundamente, sin haberse movido un centímetro.

La agitación del coctel se pudo leer en los muros de la ciudad y en las redes sociales durante meses, y estalló en enero pasado. “OAXACA PARA LOS OAXACOS”, se leía en la convocatoria a una “marcha calenda” que circuló en Instagram y grupos de WhatsApp. El eco enrevesado de la Doctrina Monroe y demás frases que lo acompañaron —“no gringos, no blankkkos”, “defendamos Oaxaca”, “restricciones a los extranjeros”— levantó cejas por los barrios.

Así es que el sábado 27 de enero, después de las cuatro de la tarde, un grupo de unas 50 personas se reunió en la plaza Cruz de Piedra y avanzó por el andador peatonal Macedonio Alcalá hasta el Zócalo de la ciudad. En el camino liberaron su rabia contenida: pintaron muros, rompieron vidrios y clausuraron negocios de manera simbólica.

Testimonios de los asistentes y testigos directos de la protesta, además de videos e imágenes en redes sociales y medios, me permitieron reconstruir parte de la jornada. En un salón en el que se celebraba una boda, golpearon con martillos la puerta de metal de la entrada. Cuando salió un encargado a encarar a los agresores, un manifestante le disparó pintura en aerosol a la cara, en medio de los gritos celebratorios de la multitud que protestaba. A dos cuadras de ahí, otro de los participantes de la marcha, aprovechando la confusión, roció pintura en el vestido de noche de una mujer que cruzaba el andador para asistir a una fiesta. En una calle cercana, vecinos indignados por las pintas lanzaron objetos a los manifestantes. Más adelante, sujetos con martillos destrozaron las ventanas de una tienda, oficinas y una sucursal bancaria. Golpe a golpe, el carácter festivo de la calenda desaparecía.

Al llegar al Zócalo, la rabia ya había robado protagonismo al posicionamiento político expresado por una parte del grupo que, por lo demás, mantuvo su actitud pacífica: “Oaxaca no es mercancía, no al despojo cultural y territorial”, arengaron. Los agentes de la policía estatal se presentaron minutos después y comenzaron las detenciones. Seis personas fueron puestas bajo custodia y permanecieron así tres días, antes de ser liberadas gracias a la intensa presión de organizaciones defensoras de derechos humanos. El gobernador de Oaxaca, Salomón Jara, tildó la marcha de “lucha racista”, y las consignas de “mensajes de odio” en contra de los extranjeros, lo cual solo endureció la respuesta de activistas y organizaciones aliadas.

Arriba: en la plaza frente al templo de Santo Domingo de Guzmán, uno de los mayores reclamos turísticos de la ciudad, van y vienen campamentos en protesta por la gentrificación. La Sectur local calcula que la derrama económica del turismo en Oaxaca de Juárez, el municipio central de la zona metropolitana, fue de 5 976 millones de pesos (2023). Abajo: una de las calles plácidas que conectan el andador peatonal Macedonio Alcalá con los restos del acueducto de la ciudad. Un perfil urbano que es imán del turismo y, al mismo tiempo, muy vulnerable a su masificación.

La protesta acaparó los titulares a lo largo del país. En Oaxaca fue la primera denuncia colectiva y pública —y no faltó quien la consideró la primera en México— de un fenómeno que, a falta de una referencia más inmediata, llamaré (como todos lo hacen) “gentrificación”.

“Ese día no tuvo mucho sentido el uso de la violencia, ni la coherencia del análisis de los manifestantes, ni los términos en que lo plantearon —me explica Alejandra García, urbanista y residente de la ciudad de Oaxaca que ha seguido la evolución del tema—. Pero es muy claro que esto fue un grito de rabia, de malestares que se venían callando, y eso es lo que importa. Como sociedad tenemos que discutir muy seriamente esta situación”.

La discusión podría partir, por ejemplo, de la brecha que se abre entre la ciudad que conocen y disfrutan los turistas y la ciudad cotidiana de los oaxaqueños. Sería factible hablar de abstracciones tan disímiles como la globalización, la migración, el turismo de masas, la digitalización, el trabajo remoto y la reciente pandemia. O de hechos tangibles como la escasez de agua potable, que este año ha afectado a 90% del área que cubre la red pública, según reporta la propia instancia que la opera; el estrés de las áreas verdes —65% de sus árboles tienen plaga—, y la ineficiencia de un transporte público basado en menos de 50 rutas de camiones, a menudo hacinados. Se trata de un área metropolitana de 23 municipios con poco más de 709 000 habitantes (Censo de Población y Vivienda del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Inegi, 2020), ahogada por el tráfico vehicular, una gestión deficiente de la basura —en un par de años se cerrará su único relleno sanitario— y la criminalidad —961 homicidios en 2023—. Una última foto instantánea: en Oaxaca el salario mensual promedio, de entre 7 000 y 11 438 pesos según el nivel de estudios, es uno de los más bajos del país, mientras las rentas y los precios no paran de subir, en medio de una inflación anual que en abril pasado se situó como la tercera mayor del país: 5.3%, tras Puebla y Yucatán.

Los anteriores son algunos de los múltiples factores que determinan el fenómeno, o bien, son sus manifestaciones. Tocarlo directamente —entender la gentrificación en Oaxaca— implica entrar en el argumento de una novela policiaca. Mientras se suele asumir la identidad de la víctima (¿la ciudad?), todos alrededor de ella se miran tratando de descubrir, con los lentes de la suspicacia y el prejuicio, quién es el asesino.

A diferencia de la novela, en que los sospechosos son meros individuos —el cartero, la mucama o el médico—, en la gentrificación se habla de actores colectivos: las inmobiliarias, los extranjeros, los caseros o los políticos. Pero la trama en Oaxaca es bastante más complicada. La única posibilidad de acercarse a saber qué pasó es escuchar uno a uno a los testigos, que en buena medida son también los sospechosos: turistas, inquilinos, caseros, funcionarios públicos, hoteleros, activistas, empresarios, entre otros. Eso es lo que me propongo en este reportaje. Arrancaré por mirar detenidamente la vida de una mujer que, como muchos, puede levantar la mano para decir: “Yo soy una víctima”.

La mayoría de los nombres de las personas aquí citadas son ficticios y algunos detalles fueron alterados para garantizar el anonimato.

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Paola nació y creció en Oaxaca, pero desde hace ya varios años se siente incómoda en su ciudad. Los hoteles boutique, restaurantes de autor y galerías de arte, y la avalancha de visitantes que estos nuevos espacios atraen cada año, le hacen sentir que algunos de los lugares en los que transcurrió su infancia y juventud ya no son para ella.

Paola no habla solo de sensaciones, de impresiones. Esta estudiante de posgrado de una universidad pública local piensa en las ocasiones en las que, por ejemplo, batalla para encontrar un lugar para comer en el centro por menos de 100 pesos, o simplemente un establecimiento donde comer consista en quitarse el hambre con un plato familiar y no en una experiencia gastronómica con alimentos desconocidos y tendencias exóticas. “Me gusta la ensalada de quinoa con aguacate que hacen ahí, pero con eso me como cinco tacos de cazuela”, ironiza mientras pasa frente a un restaurante vegano con menú en inglés en una calle que lleva al Zócalo.

Es miércoles por la mañana y Paola apura el paso para llegar a su escuela en el Centro Histórico. Mientras recorre las ocho calles desde la parada del camión, repite las cuentas en su cabeza: ocho pesos del pasaje de ida y ocho para la vuelta; una comida corrida de 90 y otros 30 para un café entre clases. Ciento cincuenta pesos es lo máximo que puede gastar al día si quiere pagar también la renta, la despensa, la pipa de agua, su terapia, y llegar a fin de mes con su beca estudiantil de 11 000 pesos.

Todo en esta oaxaqueña de 32 años habla de disciplina financiera en tiempos de inflación. Su cabello lacio y negro espera un nuevo corte que la ayude a mantenerse fresca ante el calor; su teléfono de pantalla rota espera una nueva, y su tatuaje de “Nos queremos vivas” en el antebrazo espera un retoque con flores moradas. Solo sus botas Dr. Martens, desgastadas paso a paso en estas calles de cantera verde, son viejas por voluntad.

Cuando era adolescente, durante la primera década del siglo XXI, la rutina de Paola dependía menos del dinero. Entre clases podía esperar en casas de familiares y amigos que vivían en vecindades y casas del centro. Ahí no solo mataba el tiempo, sino que también convivía con gente cercana y tenía una dinámica social que la arropaba. Los turistas eran aún una acotación a la vida cotidiana y abrumaban únicamente durante las fiestas de la Guelaguetza. No había trabajo remoto, nómadas digitales ni Airbnb.

Mientras se suele asumir la identidad de la víctima (¿la ciudad?), todos alrededor de ella se miran tratando de descubrir, con los lentes de la suspicacia y el prejuicio, quién es el asesino.

En 2010, después del bachillerato, Paola fue a la Ciudad de México a estudiar la licenciatura. A su regreso, cinco años después, encontró una Oaxaca distinta de la que dejó. Sus familiares y amigos en el centro vendieron sus casas y salieron de ahí. Los lugares que permanecen —la nevería tradicional, la cooperativa de café o la vieja librería— se volvieron ajenos a ella. “No es que nadie me haya corrido o discriminado en estos lugares —explica Paola antes de entrar a su clase—. Pero no hace falta, porque de por sí ya todo es impagable”.

En estos días, Paola viene al centro solo por trabajo o estudios. Su vida cotidiana transcurre alrededor de la casa que renta con gente de su edad en Santa Lucía del Camino o en los numerosos pueblos conurbados de la capital oaxaqueña —como Santa Cruz Xoxocotlán, el ejido Guadalupe Victoria o el valle de Etla—, donde vive ahora la mayor parte de su círculo social.

Mario, contemporáneo de Paola, es miembro del colectivo de artistas urbanos Ocho Trueno, que durante los últimos años se ha encargado de mantener la gentrificación —y otros temas políticamente incómodos— a la vista de todos: con pintura sobre los muros del Centro Histórico. Al igual que muchos de sus compañeros, Mario debe buena parte de su formación militante a su experiencia durante la revuelta de 2006 en la ciudad, la cual puso en escena a la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. Entonces era un adolescente que apoyaba en las barricadas del movimiento magisterial. “Acá los jóvenes tienen muy interiorizado que, si pasa algo, hay que marchar, como lo hicieron nuestros padres, madres y maestros”.

El colectivo al que pertenece Mario, claro está, fue uno de los convocantes a la marcha calenda de enero. Mientras reconoce los errores en su organización y desarrollo, insiste en enfocar el tema importante: el perfil de los manifestantes fue el mensaje en sí mismo. “En la marcha participaron sobre todo jóvenes porque son los que tienen los sueldos más indignos, no tienen derecho a la vivienda y ven la injusticia en eso. Hay una generación muy golpeada por el neoliberalismo”, asegura.

Paola coincide con el diagnóstico: su angustia es también la de su generación, y viene de ver cada vez más alejada la posibilidad de una vida digna, a pesar de estudiar y trabajar duro. La angustia aumentó en la pandemia, cuando desapareció la vecindad, en el centro, donde ella y varias de sus amigas llegaron a rentar departamentos por menos de 3 000 pesos mensuales. La dueña aprovechó el encierro para sacar a todos y convertir el espacio en alquileres de Airbnb. La escena se repitió por toda la ciudad. Hoy existen más de 5 100 viviendas en renta ofertadas en esta plataforma en línea, según el sitio de inteligencia para arrendamientos de corto plazo AirDNA. En 2022, esta cifra era de 2 955: un crecimiento de 72% en casi dos años.

Con 27.2 años en promedio, Oaxaca tiene la novena población más joven de México (Censo 2020). Casi la mitad de la población tiene menos de 30 años.

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En la narrativa de que Oaxaca se ha convertido en una mercancía, los turistas —se asume— son los compradores finales y, por lo tanto, los principales agentes de la gentrificación. Aunque frecuentemente se les perfila como extranjeros del norte global —“güeros”—, los turistas en Oaxaca deben ser entendidos a cabalidad. Antonio Aguilar, jefe del departamento de Información y Estadística de la Secretaría de Turismo (Sectur) del Estado de Oaxaca, lo disecciona en hojas de cálculo desde un cubículo diminuto. A través de una metodología y un sistema informático (Datatur) que facilita el Gobierno federal, este contador público y su equipo se encargan de calcular la cantidad de turistas que recibe Oaxaca y sus características: por dónde llegan, de dónde vienen, en qué establecimientos se alojan, cuánto tiempo se quedan.

“Consideramos turistas a quienes se hospeden en algún establecimiento, sin importar que sea hotel, hostal u hospedaje de plataforma en línea. A los que se hospedan en domicilios particulares no tenemos forma de contarlos”, puntualiza.

Para los extranjeros, además de pasar la noche en Oaxaca, el criterio es que no permanezcan más de 180 días, que es el periodo establecido por el Instituto Nacional de Migración para visitas temporales. De otra manera, serían residentes temporales o definitivos.

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Claudia, encargada de la tienda de productos orgánicos Xiguela, en el barrio de Jalatlaco. “No es que queramos venderles solo a güeros, porque eso no tiene sentido como estrategia de mercado, pero sí hemos notado que la gente de Europa y Norteamérica trae más el rollo del consumo local y del cuidado al medio ambiente”.

Un primer dato determinante: de 1 300 290 turistas que llegaron a Oaxaca en 2023, 88.95% fueron nacionales y 11.05%, extranjeros. La proporción es de prácticamente nueve mexicanos por cada extranjero.

A contrapelo de este dato, las pintas y comentarios en redes sociales —al menos una docena de grupos y perfiles en Instagram, TikTok, Twitter y Facebook, el más nutrido de ellos con más de 37000 seguidores, hablan de la gentrificación en Oaxaca— suelen presentar a los turistas como frívolos, ignorantes y explotadores. Una suerte de spring breakers sin playa. La Sectur estatal no lleva un registro de expats o de digital nomads, o de tendencias identificables de consumo, pero Carlos David Jacinto, director de Promoción Turística de la dependencia, tiene una caracterización precisa de este segmento: “A Oaxaca la gente viene principalmente interesada en conocer su cultura, sus tradiciones, su comida. […] Independientemente de si son nacionales o extranjeros, tenemos como prioridad recibir no necesariamente más gente, sino apostarle a un turismo responsable y con sentido, conocedor y respetuoso”.

Para Claudia, encargada de una tienda de productos orgánicos en el barrio de Jalatlaco, al este del centro, es evidente que la temporada fuerte de ventas está ligada a los snowbirds: los turistas de Estados Unidos y Canadá que llegan desde octubre a refugiarse del invierno y luego regresan a sus hogares en febrero o marzo. Por el contrario, nota que los turistas mexicanos casi no compran porque vienen “de pisa y corre”, típicamente en Semana Santa y fin de año.

“No es que queramos venderles solo a güeros, porque eso no tiene sentido como estrategia de mercado, pero sí hemos notado que la gente de Europa y Norteamérica trae más el rollo del consumo local y del cuidado al medio ambiente”, explica Claudia. La tienda abrió hace más de 20 años con la intención de ofrecer productos locales, pero los costos de producción y logística de los pequeños productores se traducen en precios finales que muchos oaxaqueños parecen no poder o no querer enfrentar. Sin embargo, la encargada asegura que incluso los habitantes de la ciudad son más propensos a consumir durante temporadas turísticas altas, cuando hay dinero en circulación.

Pocos temas tan polarizantes como el turismo en Oaxaca. Por un lado están quienes afirman que el turismo no es tan importante aquí como para tolerar sus consecuencias: “Oaxaca no vive del turismo, el turismo vive de Oaxaca” fue una sentencia común en redes tras la marcha calenda de enero pasado. Por otro, se reproduce el lugar común de que Oaxaca es un estado pobre y sin industrias, lo que en teoría justifica cualquier sacrificio individual y colectivo para alimentar al dios económico contemporáneo.

Las cifras, como de costumbre, pueden estirarse a modo hacia cada uno de los argumentos. Esto depende de las escalas geográficas y de tiempo que se miren. Si bien es cierto que, a nivel del estado, los 14 377 millones de pesos generados por el turismo en 2022 representaron solo 2.9% del producto interno bruto anual (Inegi) —muy por debajo de actividades líderes como las manufactureras (14.9%), la construcción (13.7%), el comercio al por menor (13.4%) y los servicios inmobiliarios y de alquiler (9%)—, la situación se percibe muy distinta a nivel ciudad capital, que es el principal destino turístico por número de visitantes en la entidad.

La Sectur calcula que la derrama económica del turismo en Oaxaca de Juárez fue de 5 976 millones de pesos (2023). Esto equivale a 3.8 veces el presupuesto de egresos del mismo año —1 563 467 041.52 pesos— para el municipio central de la zona metropolitana. En 2020, el último año del que se tienen las cuentas cerradas, el turismo contribuyó a su producto interno bruto en 18.24%: uno de cada cinco pesos intercambiados por bienes y servicios.

“No es que nadie me haya corrido o discriminado en estos lugares. Pero no hace falta, porque de por sí ya todo es impagable”.

Por otra parte, la Sectur estima que el turismo en la ciudad genera unos 10 800 empleos directos (relacionados con hospedaje, alimentos y bebidas), además de casi 29 000 indirectos, que incluyen al carnicero, el cerrajero, la lavandera, el mecánico y todas las actividades que venden algún servicio a la industria turística. Para dimensionar, estos casi 40 000 puestos darían trabajo a una cuarta parte de la población económicamente activa (alrededor de 162 500 personas) en Oaxaca de Juárez.

Aunque estas cifras abstractas ocultan la calidad de los empleos, en un momento en que la industria turística local acumula denuncias de abuso laboral —salarios raquíticos, horas extras no pagadas, falta de prestaciones y maltrato, entre otras—, el sector representa una de las pocas opciones económicas viables para varias de las personas que entrevisté. “Mientras la gente siga visitando Oaxaca, yo digo que busquemos la manera de cuidar lo que nos interesa, en lugar de estarnos peleando con la gente que viene a conocer lo que hacemos”, opina Jesús Castellanos, un comerciante de artesanías, en una de las calles principales del centro.

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Segundo sospechoso: los extranjeros. El discurso los boceta, sobre todo si provienen del norte global, como despojadores, colonialistas y gentrificadores, pero la vida cotidiana oaxaqueña se entreteje, disculpen la obviedad, con personas de carne y hueso, en toda su complejidad; con gente de todas partes del continente y el mundo que trata de hacer una vida en una ciudad diversa y multicultural.

Amanda es una jubilada de 70 años, originaria de Denver, Estados Unidos. Ha vivido aquí todo lo que va del siglo, y en este tiempo ha logrado hablar un español mexicano impecable y ser aceptada por los vecinos de la calle donde vive, en un rincón del Centro Histórico. Ahí asiste a las posadas cada diciembre, apoya en los gastos de mantenimiento comunes y cumple con sus responsabilidades cívicas, como acompañar las demandas al ayuntamiento para que reparara el drenaje tapado. El año pasado su esposo murió de un infarto fulminante en las puertas de su casa. Ella agradeció la cercanía y las condolencias de sus vecinos en un momento tan delicado.

La casa de Amanda transpira binacionalidad. Su librero está lleno de títulos en inglés y español. Sus muebles combinan estilos de Estados Unidos y México, y hasta sus dos perros son mestizos. Ella y su esposo adquirieron la casa a principios del siglo; se la compraron a un matrimonio de ancianos cuyos ocho hijos habían emigrado de Oaxaca y preferían tener liquidez para poder heredar su patrimonio. “Vendimos todo en Denver para pagar esta casa y ha sido un muy buen hogar, y yo también voy a morir en esta casa”, afirma Amanda entre sollozos por su difunto Matt, un eximpresor, traductor y profesor de inglés también apreciado en la comunidad.

Cuando escucha de las quejas contra los extranjeros por la gentrificación, Amanda entiende que se refieren a otras personas. “Tiene que ver con gente ruidosa que está acostumbrada a ser tratada como si estuviera en la playa y que piensa que la gente está ahí para su entretenimiento —dice—. Pero las comunidades no son monolíticas, hay gente ruin entre los gringos y entre los mexicanos”.

Amanda ha identificado varios comportamientos comunes hacia ella. Uno es el que llama “el impuesto gringo”, por el cual a veces los taxistas o los marchantes del mercado le cobran un poco más que a los oaxaqueños. “Es justo —acepta—. Ellos son discriminados de otras maneras y nosotros tenemos otros privilegios, así que no me quejo”. Más allá de estas situaciones, Amanda no encuentra muchas diferencias entre Oaxaca y su lugar de origen. En ambos casos, la clave es “no meterte en los asuntos de nadie y no decirle a nadie cómo vivir su vida”. Al igual que los vecinos de su calle, tiene que comprar agua porque no le llega suficiente de la red, batalla para deshacerse de la basura a causa de los horarios irregulares del camión recolector y tiene que soportar el ruido de la cantina cercana y de las construcciones contiguas. “Esto es parte de vivir en una ciudad y en México… Nunca esperamos que fuera callado y ya nos acostumbramos”, asegura.

Amanda es una jubilada de 70 años, originaria de Denver, Estados Unidos. Ha vivido en un rincón del Centro Histórico de Oaxaca todo lo que va del siglo. Cuando escucha de las quejas contra los extranjeros, entiende que se refieren a otras personas: “Tiene que ver con gente ruidosa que está acostumbrada a ser tratada como si estuviera en la playa y que piensa que la gente está ahí para su entretenimiento”.

Al otro lado de la ciudad, en un barrio popular en las laderas de un cerro, vive Ashley. Al igual que tantos oaxaqueños, duerme en una casa techada con láminas de asbesto y batalla para mantener fuera mosquitos, cucarachas y alacranes. Este año tiene el pendiente de comprar e instalar otro tinaco para aguantar los largos periodos sin agua de la red pública.

Pese a todo, esta joven originaria de Florida se siente afortunada por rentar una casa de una sola recámara y sin muebles. “En mi ciudad los precios están imposibles y hay muchísima gente en situación de calle durmiendo en casas de campaña, pero muchos aquí se sorprenden cuando cuento esto, porque asumen que allá es todo bonito, como en las películas”, explica en un español fluido.

A diferencia de Amanda, Ashley ronda los 30 años y no recibe ni espera recibir una pensión. Para enfrentar los gastos, combina el trabajo como traductora con un negocio al que le ha apostado una buena parte de su tiempo y capital: ella y sus amigas mexicanas administran una de las poquísimas pulquerías del centro de Oaxaca. Entre cafés, pizzerías, lugares de hamburguesas, alitas de pollo y demás monotonía, decidieron que valía la pena intentar algo nuevo: surtir pulque de Tlaxcala.

Como emprendedora, Ashley no tiene ninguna ventaja por ser extranjera, y sí ciertas incomodidades: cuando se inconforma a causa de complicaciones de la operación, no falta quien le asegure que los gringos se sienten superiores y quieren todo a su manera. “Tengo que cuidarme mucho en público sobre cómo me ven para no ser ese estereotipo o no aparentar que me siento con más derechos. Y es cansado”, explica.

Como en las pulquerías clásicas, la de Ashley y sus socias se ha convertido en un punto de encuentro de artistas, bohemios y activistas locales. Qué ironía: una estadounidense abre para los oaxaqueños una oportunidad de revalorizar una bebida que ya vio sus mejores años y que fue discriminada como insalubre y de bajo nivel social, explica Ashley, con una sonrisa de sorpresa.

“Si dejamos de ver las cosas en blanco y negro, descubrimos que tenemos mucho contexto. Hay gente privilegiada y no privilegiada en todo el mundo, y tenemos que empezar a separar para no poner todo en el mismo saco”, razona la emprendedora.

El Censo 2020 del Inegi registró 22 659 extranjeros en el estado de Oaxaca, cifra que equivale a 2% de todos los extranjeros en el país. Además, la proporción actual en el estado representa la mayor históricamente si se considera que en 1990 eran solo 0.05% de la población; en el año 2000, 0.13%, y en 2010, 0.45%, para llegar a 2020 —el último censo disponible— con 0.55%.

Según datos de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación publicados en enero de 2023, la cifra de extranjeros residentes —temporales y permanentes— en Oaxaca es 27743. Si consideramos que la población del estado es de 4 132 148 personas, habría una persona foránea por cada 148 oaxaqueños. Todos los entrevistados de este reportaje notaron un aumento de extranjeros a partir de la pandemia y de olas migratorias ocurridas en el mismo periodo desde el Caribe, Centro y Sudamérica.

La historiadora Mónica Palma Mora, quien ha estudiado la presencia de extranjeros en el estado a partir del siglo XX, identifica un factor peculiar en el aumento reciente de esta población: los hijos de migrantes oaxaqueños nacidos en Estados Unidos que han migrado a Oaxaca debido a políticas de retorno forzoso o deportación implementadas por el Gobierno estadounidense en los últimos años.

“La presencia de esta población estadounidense de ascendencia mexicana, sumada a la de otras latitudes (angloamericana propiamente, europea, latinoamericana), representa, desde una perspectiva estadística, una pequeña pero significativa aportación a la pluralidad étnica, lingüística y cultural de Oaxaca y de su capital”, argumenta Palma Mora en el artículo “Extranjeros en la ciudad de Oaxaca. Una semblanza en la segunda mitad del siglo xx”, de la revista Con-temporánea del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

“Si dejamos de ver las cosas en blanco y negro, descubrimos que tenemos mucho contexto. Hay gente privilegiada y no privilegiada en todo el mundo, y tenemos que empezar a separar para no poner todo en el mismo saco”.
Arriba: en la céntrica calle García Vigil, un inmueble es extensamente restaurado. Hoteles, hostales y viviendas en renta en plataformas como Airbnb, en Oaxaca deben pagar un impuesto al hospedaje de 3% por habitación por noche. La Sectur del estado intenta que los casi 100 millones de pesos obtenidos de ese rubro sean invertidos en promoción turística. Abajo: The Levi’s Tailor Shop Oaxaca en un vértice del emblemático Zócalo.

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Con el tercer sospechoso el asunto se vuelve más complejo. Son los caseros. Y es que el principal argumento de Rhonda Stevenson para dudar del sambenito de que los extranjeros son responsables de la gentrificación es que su casero y los de todos los extranjeros de su círculo cercano son oaxaqueños.

“Cuando hay enojo y necesidad de culpar a alguien, siempre es fácil señalar a los extranjeros —asegura esta canadiense, en sus 40 años, que renta desde 2023 un departamento al sur de la ciudad—. Pero tenemos que ver quién está subiendo arbitrariamente las rentas, quién se queda con ellas, quién está desalojando injustamente a sus inquilinos para subir el precio del alquiler y rentarles a extranjeros. Incluso puedes ver historias de gente mexicana siendo desplazada por la avaricia de gente mexicana que prefiere rentárselo a extranjeros”.

Las estadísticas sobre Airbnb parecen darle la razón a Stevenson. De una muestra de 289 alojamientos listados en esta plataforma en 2022, en 13 colonias, barrios y pueblos conurbados de la capital oaxaqueña —Centro, Jalatlaco, Xochimilco, Trinidad de las Huertas, San Felipe del Agua, Reforma, Volcanes, Candiani, Ex-Marquesado, Santa Rosa Panzacola, San Martín Mexicapan, San Juan Chapultepec, Xoxocotlán—, solo 97% eran propiedad de personas originarias de Oaxaca, según el análisis “En contexto: Airbnb y su regulación”, publicado por el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública (CESOP) del estado de Oaxaca.

Con datos preliminares que alimentan su investigación, obtenidos de agencias inmobiliarias, la geógrafa Mabel Yescas, estudiosa de temas urbanos y nativa del Centro Histórico de Oaxaca, estima que la inversión extranjera en vivienda en la ciudad no supera 10% del total, aunque, de nuevo, tiene indicios de que esto se ha acelerado desde la pandemia de covid-19. “Dar con el dato exacto implicaría una investigación enorme en el Registro Público de la Propiedad, y aun así sería difícil saber cuántos compran en pueblos conurbados, donde son ejidos o comunidades agrarias”, explica.

Dueña de una casa, un edificio de departamentos y un hotel en el centro, la oaxaqueña Olga Espinosa trabaja de tiempo completo asegurándose de que no les falte ningún servicio a sus inquilinos o huéspedes. Parte de su rutina habitual es recorrer la ciudad con refacciones o suministros para sistemas de agua, gas, internet, y tener llamadas constantes con el plomero, el cerrajero o el carpintero. “Esto es un trabajo como cualquier otro. Mucha gente piensa que el gobierno nos da más agua o nos perdona los impuestos [a los propietarios, como una forma de privilegio o tráfico de influencias], pero no es así. Al revés, tenemos que comprar un montón de pipas de agua y estar al corriente con pagos de licencias”, revira.

Te recomendamos el reportaje “Los sensacionales hermanos Cevallos“.

Portales que rodean el Zócalo de la ciudad de Oaxaca. Este lugar, suma y síntesis de la sociedad oaxaqueña, ha simbolizado frecuentemente la resistencia a la mercantilización excesiva y la privatización del espacio público.

A menudo, el trabajo de esta ingeniera de 52 años implica contener los conflictos habituales en una ciudad diversa, como la noche en que, en plena pandemia, un puñado de adolescentes de la Ciudad de México hicieron una covid party en uno de sus departamentos. Su respuesta fue implacable: rescindió su contrato y los denunció a la policía. En otra ocasión, una pinta amaneció en el muro de la casa que le rentaba a un estadounidense. Decía “Gringo, go home”. El pensionado octogenario entró en pánico y trató de salir de Oaxaca, por lo que ella tuvo que explicarle que no era nada personal contra él, sino una de tantas expresiones de la tensión social en la ciudad.

Espinosa llega al punto de defender la necesidad de subir continuamente los precios del alquiler, para ponerse al corriente con la economía, en general, y para cumplir con una especie de reivindicación: que Oaxaca no sea menos que otras ciudades de México e incluso otros países. “Me choca que lleguen visitantes pensando en rentar un departamento amueblado y equipado, con estacionamiento y terraza, por 5 000 pesos, que no es ni la mitad de lo que pagan en sus lugares de origen, y que asuman que acá cuesta menos solo porque es Oaxaca”. En la actualidad, el precio promedio de renta de sus alojamientos es de 12 000 pesos al mes, con servicios incluidos, por 60 metros cuadrados, que se distribuyen en dos recámaras, un baño, sala comedor, un cajón de estacionamiento y un patio de servicio.

Sin embargo, reconoce que eso tiene un impacto en los oaxaqueños. “Es cierto que muchos se van quedando fuera y que esto es injusto, pero Oaxaca va cambiando porque el mundo va cambiando, y nosotros no podemos quedarnos atrás. Todo está subiendo de precios”.

En la colonia Reforma, la primera contigua al Centro Histórico, por el norte —tradicionalmente de viviendas unifamiliares y comercios, y que comenzó a desarrollarse a mediados del siglo pasado—, la señora Magdalena Camacho no ha subido tanto los precios de los seis departamentos de su vecindad en los últimos años, pero a cambio hay algo que los inquilinos tienen que pagar: el edificio es viejo, y ella, a sus 86 años, no tiene ni la energía ni las ganas de restaurarlo. Es, en términos prácticos, su plan de jubilación y no piensa pasar sus últimos días complaciendo a inquilinos “que ni cuidan las cosas”.

“Yo rento como esté y, si no les gusta, nunca me falta alguien que sí quiera rentar”, explica la antigua maestra de primaria, que logró construir los departamentos en los años noventa con el patrimonio de su difunto marido, que era cirujano. La renta más baja es de 5 000 pesos.

Tanto Espinosa como Camacho reconocen que una mejor regulación del sector inmobiliario y del turismo vendría bien para mantener la seguridad y evitarles problemas tanto a ellos como a los inquilinos. Por ejemplo, reclaman que las plataformas como Airbnb faciliten que gente desconocida rente a gente desconocida sin posibilidad de saber qué pasa dentro de esos inmuebles.

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Por raro que parezca, también la comunidad artística está bajo sospecha. Cuando llegó al barrio de Jalatlaco en 2001, el mayor reto del artista Demetrio Barrita no era pagar la renta, sino encontrar dónde tomar un café decente no tan lejos de su barrio. Entonces pagaba 1 000 pesos por rentar una esquina en el principal crucero del barrio, casi frente a la iglesia de San Matías.

Más de dos décadas después, Jalatlaco alberga no menos de una docena de cafés y su encanto, a ojos de los visitantes, lo convirtió en 2023 en uno de los primeros “barrios mágicos” en México. Mal asunto: Barrita ha tenido que salir del barrio porque el inmueble que solía rentar cuesta hoy arriba de 20 000 pesos al mes, explica el artista sexagenario en su nuevo estudio, mientras percola café sobre una taza con un filtro de papel.

El acento de la obra de Barrita está en el reciclaje de recursos. Es capaz de transformar retazos de madera y un rin viejo de aluminio en una actualización de la icónica Rueda de bicicleta, de Marcel Duchamp (1913), sobre un taburete. No solo reutiliza materiales, sino que los intercambia: tiene un amigo productor de café de la sierra a quien le cambia kilos de su cosecha por piezas de arte.

En su viejo estudio, Barrita vivió a fondo el vendaval del movimiento magisterial y la crisis de 2006: apoyó a los maestros y convirtió su espacio en una especie de santuario para las distintas partes en el conflicto. En ese rincón de materiales e ideas circularon por igual las caguamas con los amigos, las peticiones de gente del barrio y compradores de arte de distintas partes del mundo.

Entonces, Barrita dejó el emblemático estudio en 2013, cuando pagaba 3 000 pesos de renta, casi 700% menos de lo que cuesta ahora. Fue tomado por medios y activistas locales como una víctima temprana del desplazamiento por gentrificación, pero él no está de acuerdo con esta caracterización. En su mirada acostumbrada a reasignar valor a las cosas, ni el dinero ni un sitio en un barrio de moda tienen una importancia determinante; por eso no entiende o no toma en serio muchos de los juicios alrededor de la gentrificación.

Según la Secretaría de Gobernación, la cifra de extranjeros residentes —temporales y permanentes— en Oaxaca es 27 743. Si consideramos que la población del estado es de 4132 148 personas, habría una persona foránea por cada 148 oaxaqueños.

“Me han querido poner como de ‘pobrecito, te corrieron’, ¡y yo no fui corrido! —subraya—. Sí pasó eso con la renta, pero yo también tenía otros proyectos y sentía que, para mí, ese espacio no daba para más”. El siguiente paso en la carrera de Barrita era armar un taller itinerante: una camioneta cargada con todas sus herramientas y materiales para ir a dar talleres de arte en comunidades remotas. Al final no se logró porque la camioneta que consiguió era vieja y no aguantaba los caminos de terracería oaxaqueños.

Tras la muerte de su madre, hace unos seis años, Barrita volvió a la casa materna, que ahora reconstruye poco a poco con su técnica artística de reciclaje, privilegiando el taller y el jardín. “Me siguen invitando para que vuelva a Jalatlaco a otros proyectos, pero ya no soporto los distintos niveles de contaminación (ruido, transporte y hasta contaminación cultural) que existen en el centro”.

Barrita no solo reniega de la explicación monolítica de la gentrificación, sino que recurre a la autocrítica para procurar entender el fenómeno. Durante una visita a Estados Unidos, le explicó lo sucedido en Jalatlaco a un amigo politólogo, quien no dudó en responderle: “¡Pero si tú provocaste todo eso!”. Y ahora recurre a esa frase para explicar que en distintas partes del mundo son los artistas quienes con su mera presencia han allanado el camino a la gentrificación: vuelven atractivos barrios y pueblos en los márgenes que luego reciben olas cada vez más grandes de consumidores.

“Alguien vio nuestro espacio [se refiere a su antiguo estudio], le gustó y lo replicó. Ahora hay un montón y así se contamina todo —sentencia Barrita, y alterna sorbos de café con carcajadas irónicas—. Todo esto lo veo como una apropiación, un paso más del capitalismo feroz por adueñarse de todos los bienes, no solo materiales, sino también culturales y naturales. A veces es hasta frustrante y quisieras tener un quehacer diferente: no quieres estar en una galería ni participar en proyectos”.

En el proceso de convertir su casa actual en su obra de vida, Barrita no rehúye de lo que pasa en la ciudad ni en el mundo del arte, pero pasa los días armando piezas, recibiendo amigos, intercambiando obras y cuidando sus hortalizas, acompañado de su perrita Frida (“por sufrida”, aclara), un gato y su familia. “Soy muy feliz aquí, me encanta estar haciendo esto que hago”, asegura.

Demetrio Barrita, artista visual, dejó su estudio en el barrio de Jalatlaco, que era un lugar de encuentro de la comunidad, en 2013, cuando pagaba 3 000 pesos de renta, casi 700% menos de lo que cuesta ahora.

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Durante dos meses solicité una entrevista con el alcalde de la ciudad, Francisco Martínez Neri. La negativa de su equipo —siempre con el argumento de falta de tiempo— bien puede representar su reticencia a abordar el tema de la gentrificación. El funcionario fue cuestionado en varias ocasiones en el último año, y su respuesta ha sido ambigua. Se ha pronunciado por “reglamentar, contener hasta donde sea posible a través de la concientización” y por “establecer una correlación entre el interés de la persona y el de la sociedad”, pero sin dar detalles ni delinear una estrategia, mucho menos enmarcar con justeza el problema. Sin diagnóstico claro que permita entender la situación, falta el primerísimo paso de un largo camino hacia una política pública que pueda dar una respuesta eficiente.

En un encuentro con vecinos en febrero pasado, mientras buscaba la candidatura de su partido (Morena) y la reelección en junio, dio a entender que cualquier estrategia de vivienda asequible para los jóvenes que la demandan tendría que ser coordinada con el gobierno estatal. A pesar de militar en el mismo partido en un estado que apenas hace dos años logró sacudirse al histórico Partido Revolucionario Institucional, los círculos del alcalde Martínez Neri y el gobernador Salomón Jara han protagonizado en este tiempo enfrentamientos políticos que hacen difícil pensar en una colaboración para un problema de este tipo. Para el gobernador, la gentrificación ni siquiera parece ser un problema que aparezca en su radar político. Apenas a mediados de marzo, tras la pregunta de una periodista en un acto público, Jara reconoció que “ha habido desplazamiento” de población originaria por los crecientes costos de la vivienda, pero descartó medidas específicas por parte de su gobierno para atender el problema.

“Cambian los usos de los locales [comerciales], hoy vemos cómo han crecido los hoteles boutique, los restaurantes; en fin, es el desarrollo propio de una sociedad”, dijo a los periodistas.

A nivel jurídico, los gobiernos locales y el Congreso del estado son los que tienen mayores facultades para atender el problema. Temas urbanos como el desarrollo de vivienda y los servicios públicos son responsabilidad municipal en México y en muchas partes del mundo.

En el reporte sobre Airbnb y su regulación, el CESOP del Congreso estatal hace un recuento de las medidas a nivel mundial contra esta plataforma y su potencial gentrificador: Ámsterdam solo permite que sus anfitriones renten espacios por un máximo de 60 días al año; Nueva York prohibió que los propietarios alquilen un alojamiento por menos de 30 días, a no ser que ellos se encuentren en la casa o renten solo una habitación; en Santa Mónica, California, el arrendatario solo puede alquilar una vivienda y debe convivir con los huéspedes en el proceso.

Si quisiera realmente enfrentar las consecuencias de plataformas como Airbnb —concluye el reporte—, el Congreso de Oaxaca podría considerar modificaciones a la Constitución estatal, así como a las leyes de Turismo, Ingresos y Protección Civil, además de crear por completo una ley de hospedaje mediante plataformas digitales, como la que existe desde 2020 en Guanajuato.

Además de regulaciones a Airbnb, queda un abanico enorme de posibilidades legales y administrativas para enfrentar el aumento desmedido en las rentas, la falta de vivienda asequible —estas dos contempladas recientemente bajo el concepto de “derecho a la vivienda”—, el alza generalizada de precios, la privatización de espacios públicos y el acaparamiento turístico.

Si los políticos logran evadir su responsabilidad en el tema de la gentrificación es, en parte, porque la presión social está mal colocada. Carla Escoffié, abogada especializada y activista por la vivienda digna en México, asegura: “Esto de creer que la gentrificación es que lleguen extranjeros lo que ha hecho es desviar el escrutinio que tendríamos que estar haciendo a las autoridades. […] La gentrificación empezó en México desde hace décadas de mexicanos a otros mexicanos porque el problema es la desigualdad, no es la inmigración en sí”.

Rubros concretos que pueden motivar la exigencia ciudadana no faltan. Hoteles, hostales y viviendas en renta en plataformas como Airbnb, en Oaxaca deben pagar un impuesto al hospedaje de 3% por habitación por noche. La Sectur del estado intenta que los casi 100 millones de pesos obtenidos de ese rubro sean invertidos en promoción turística para atraer más turismo al estado. Pero la urbanista Alejandra García tiene otra idea en mente: “Se podría etiquetar ese rubro para empezar a compensar a las y los oaxaqueños por los impactos sociales del turismo con inversión en vivienda social, apoyo a la población originaria y a organizaciones que trabajen en la materia”.

Alrededor de una placa de ubicación para invidentes, anuncio de talleres de grabado en madera. Bilingües, por supuesto.

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A diferencia de las novelas policiacas, al rastrear las huellas de la gentrificación no se llega a un único e inequívoco autor del crimen. La responsabilidad termina repartida entre una constelación de actores sociales. En estos meses he escuchado una consideración que aflora aquí y allá en conversaciones públicas: tal vez todos tenemos parte de la culpa. Todos somos gentrificadores. Lo sepamos o no, lo aceptemos o no.

Si las autoridades estatales y municipales no ofertaran la ciudad al turismo, tal vez no habría visitantes incómodos que perturbaran la vida de la ciudad. Si los oaxaqueños no abrieran sus establecimientos y casas al turismo, los visitantes no tendrían razones para venir o quedarse. Si los visitantes dejaran de gastar su dinero en la ciudad, no habría alza de precios en la economía local. Si Oaxaca no fuera parte del mundo…

Pero cada uno de estos supuestos implica necesariamente consecuencias del otro lado de la ecuación. Si las autoridades no ofertaran la ciudad, no habría una industria turística. Si los oaxaqueños no abrieran sus puertas, no tendrían acceso a esa derrama económica. Y si los visitantes eligieran no venir a Oaxaca, es probable que fueran a algún otro lado a pagar por servicios similares.

“Es fácil sentirnos enredados en un fenómeno complejo como este, pero concluir que todos somos gentrificadores también es una salida fácil —asegura Alejandra García—. Eso implica que, pensando que la turistificación y la gentrificación son responsabilidad de todos, debemos resignarnos y volver cada quien a lo nuestro, y esa es la vía más rápida para la apatía y para que siga todo igual”.

Esta especialista, originaria de la Ciudad de México, ha estudiado acciones colectivas contra la gentrificación en ciudades como Berlín, Barcelona o Venecia, pero recurre a la frase célebre en Spider-Man para explicar mejor la situación: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, afirma señalando el Palacio de Gobierno, mientras la entrevisto en una mesa de los portales del Zócalo. Con este gesto da a entender que los gobiernos, congresos y tribunales tienen una mayor carga en este problema público, seguidos de las empresas. Luego, afirma, siguen organizaciones sociales y actores individuales.

“Me choca que lleguen visitantes pensando en rentar un departamento amueblado y equipado, con estacionamiento y terraza, por 5000 pesos, que no es ni la mitad de lo que pagan en sus lugares de origen, y que asuman que acá cuesta menos solo porque es Oaxaca”.

Este escalafón de responsabilidades lo tienen claro los distintos oaxaqueños que consulté. “Los que hemos vivido aquí toda la vida sabemos quiénes son aquí los corruptos. Los políticos, los sindicatos, los empresarios y sus cómplices son los que han fomentado el turismo y acaparado las ganancias”, explica Roberto Marcelino, vecino de Jalatlaco, en referencia a un hotel de lujo que se ha convertido en una especie de símbolo ominoso y que la vox populi identifica como propiedad de los Murat, una familia de la que provienen dos exgobernadores del estado.

“Nosotros no podemos tocar un muro de adobe porque según el INAH es patrimonio de la humanidad, pero ellos pueden construir un monstruo de hotel, generar tráfico, consumir muchísima agua, y sin hacer absolutamente nada por el barrio”, reclama Marcelino.

Además de desviar la atención de las obligaciones gubernamentales, centrar la responsabilidad de la gentrificación en los extranjeros invisibiliza, de paso, fenómenos más oscuros. Uno de ellos, fuente de peculiares conflictos políticos en el estado en los últimos años, ha sido el despojo de inmuebles de gran valor por parte de una presunta mafia de funcionarios públicos coludidos con notarios públicos, conocida en medios como el “Cártel del Despojo”.

El gobernador Salomón Jara y su equipo jurídico se han empeñado en demostrar que se trata de una operación de Estado, originada en sexenios pasados. Pero acaso la mejor forma de abordarlo es atender el caso de Caleb Gómez Conzatti, abogado y uno de los primeros denunciantes del supuesto cártel. Él y sus tres hermanos descubrieron en 2021 que habían sido despojados de su identidad, cuando constataron que en el Registro Civil del estado sus actas de nacimiento de toda la vida de pronto eran consideradas falsas por la dependencia y, por lo tanto, ya no existían sus nombres. El robo de identidad fue acompañado de otro robo: el de dos inmuebles registrados bajo su nombre real.

Las denuncias de los hermanos Gómez Conzatti y de otros oaxaqueños en situaciones similares destaparon el escándalo, que llegó hasta la Presidencia de la República en 2022, cuando en una conferencia mañanera del presidente López Obrador, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana informó que entre marzo de 2021 y julio de 2022 se habían acumulado 1 467 carpetas de investigación por casos de presunto despojo en distintas partes de Oaxaca, de las cuales 213 estarían relacionadas con la falsificación de documentos notariales.

“Los políticos investigados en el caso del Cártel del Despojo tienen hoteles. Entonces, está claro que esta tipología de despojo luego recicla los inmuebles o la riqueza en la industria turística; entonces, esta impunidad y corrupción no es algo que quede por fuera de la gentrificación”, opina Gómez Conzatti.

Por el caso han sido detenidos, hasta el momento, el exdirector del Instituto Catastral del Estado de Oaxaca, dos notarios públicos y otros exfuncionarios del Registro Civil.

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Esto es un asunto urbano en el amplio sentido: la forma en que ordenamos nuestra vida social. Por ello, la estrategia contra la gentrificación pasa por instrumentos técnicos del urbanismo, como planeación, zonificación, manejo de los usos de suelo. Al menos esto resulta claro para María Concepción González, profesora en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. “Debe haber una estrategia de ordenamiento que logre un equilibrio entre las distintas necesidades sociales, como vivienda, turismo y actividad comercial, para dar cabida a la diversidad y frenar la expulsión de la población”, afirma la arquitecta, quien forma parte del Colegio de Urbanistas de Oaxaca. Esa institución ha presentado varias propuestas de acción al gobierno municipal, incluidos programas piloto para mejoramiento de las vecindades del centro, nuevas normas para frenar la especulación inmobiliaria y fomento de la inversión en los inmuebles históricos.

Sin embargo, a lo largo de los años, estas recomendaciones han caído en oídos sordos, afirma la especialista. “Ultimadamente, esto es una discusión política sobre adónde queremos dirigir nuestra ciudad, pero sin participación social no va a haber voluntad política”, agrega Edmundo Morales, presidente del Colegio de Urbanistas.

La conversación que sugiere el arquitecto se vuelve más urgente que nunca ante las megaobras de infraestructura que prometen cambiar el destino del estado de Oaxaca: la supercarretera que conecta la ciudad con la costa en menos de tres horas, inaugurada ya, y el corredor interoceánico —un entramado de vías férreas y carreteras que facilitarán el transporte de mercancías entre el Pacífico y el golfo de México a través del Istmo de Tehuantepec—.

El escritor Leonardo da Jandra, un enérgico pensador chiapaneco de nacimiento y oaxaqueño por más de medio siglo de vivir en el estado, es suspicaz al respecto. Cuando lleguen las empresas globales a trabajar al corredor interoceánico, explica, sus directivos no van a querer vivir en ciudades pequeñas como Salina Cruz o Matías Romero, sino que van a dirigirse a Oaxaca.

“Si no nos preparamos como oaxaqueños, van a ser otros los que van a decidir —explicó Da Jandra ante un auditorio reunido para escucharlo hablar sobre la gentrificación el 1 de marzo pasado—. Oaxaca es el corazón identitario de México y tiene todo para [alcanzar] un destino brillante, pero necesitamos asumir ese destino en nuestras manos”.

Este reportaje se realizó con el apoyo de Open Society Foundations

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Los vecinos distantes de Oaxaca

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En una ciudad caracterizada por la multiculturalidad, y en un estado con 27 743 extranjeros residentes —temporales y permanentes—, un conflicto ha comenzado a aflorar en los últimos meses. Las señales están en los muros. Miembros del colectivo Ocho Trueno, activistas en contra de la gentrificación, pegan un cartel en la primavera de este año.
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La capital del estado de Oaxaca, emblema de la potencia cultural del sur de México, se ha convertido en los últimos años en la “zona cero” de un fenómeno difícil de identificar, pero cuyos efectos han afectado de manera profunda la vida de miles de oaxaqueños, que ven cómo su ciudad ha dejado paulatinamente de pertenecerles. Hay dos caminos: asumir la responsabilidad colectiva y política de la gentrificación, o dejar que tras ese membrete se sigan ocultando las fuentes de la tensión social.

Una trama de desencuentros por debajo de la rabia social

En Oaxaca ya no se entiende lo que está pasando o ya pasó lo que se estaba entendiendo, como diría Carlos Monsiváis. Miles de oaxaqueños ahora mismo lidian con un coctel de emociones provocadas por una red de cambios acelerados. En lo que va del siglo, algo ha ocurrido en su ciudad que los desubica profundamente, sin haberse movido un centímetro.

La agitación del coctel se pudo leer en los muros de la ciudad y en las redes sociales durante meses, y estalló en enero pasado. “OAXACA PARA LOS OAXACOS”, se leía en la convocatoria a una “marcha calenda” que circuló en Instagram y grupos de WhatsApp. El eco enrevesado de la Doctrina Monroe y demás frases que lo acompañaron —“no gringos, no blankkkos”, “defendamos Oaxaca”, “restricciones a los extranjeros”— levantó cejas por los barrios.

Así es que el sábado 27 de enero, después de las cuatro de la tarde, un grupo de unas 50 personas se reunió en la plaza Cruz de Piedra y avanzó por el andador peatonal Macedonio Alcalá hasta el Zócalo de la ciudad. En el camino liberaron su rabia contenida: pintaron muros, rompieron vidrios y clausuraron negocios de manera simbólica.

Testimonios de los asistentes y testigos directos de la protesta, además de videos e imágenes en redes sociales y medios, me permitieron reconstruir parte de la jornada. En un salón en el que se celebraba una boda, golpearon con martillos la puerta de metal de la entrada. Cuando salió un encargado a encarar a los agresores, un manifestante le disparó pintura en aerosol a la cara, en medio de los gritos celebratorios de la multitud que protestaba. A dos cuadras de ahí, otro de los participantes de la marcha, aprovechando la confusión, roció pintura en el vestido de noche de una mujer que cruzaba el andador para asistir a una fiesta. En una calle cercana, vecinos indignados por las pintas lanzaron objetos a los manifestantes. Más adelante, sujetos con martillos destrozaron las ventanas de una tienda, oficinas y una sucursal bancaria. Golpe a golpe, el carácter festivo de la calenda desaparecía.

Al llegar al Zócalo, la rabia ya había robado protagonismo al posicionamiento político expresado por una parte del grupo que, por lo demás, mantuvo su actitud pacífica: “Oaxaca no es mercancía, no al despojo cultural y territorial”, arengaron. Los agentes de la policía estatal se presentaron minutos después y comenzaron las detenciones. Seis personas fueron puestas bajo custodia y permanecieron así tres días, antes de ser liberadas gracias a la intensa presión de organizaciones defensoras de derechos humanos. El gobernador de Oaxaca, Salomón Jara, tildó la marcha de “lucha racista”, y las consignas de “mensajes de odio” en contra de los extranjeros, lo cual solo endureció la respuesta de activistas y organizaciones aliadas.

Arriba: en la plaza frente al templo de Santo Domingo de Guzmán, uno de los mayores reclamos turísticos de la ciudad, van y vienen campamentos en protesta por la gentrificación. La Sectur local calcula que la derrama económica del turismo en Oaxaca de Juárez, el municipio central de la zona metropolitana, fue de 5 976 millones de pesos (2023). Abajo: una de las calles plácidas que conectan el andador peatonal Macedonio Alcalá con los restos del acueducto de la ciudad. Un perfil urbano que es imán del turismo y, al mismo tiempo, muy vulnerable a su masificación.

La protesta acaparó los titulares a lo largo del país. En Oaxaca fue la primera denuncia colectiva y pública —y no faltó quien la consideró la primera en México— de un fenómeno que, a falta de una referencia más inmediata, llamaré (como todos lo hacen) “gentrificación”.

“Ese día no tuvo mucho sentido el uso de la violencia, ni la coherencia del análisis de los manifestantes, ni los términos en que lo plantearon —me explica Alejandra García, urbanista y residente de la ciudad de Oaxaca que ha seguido la evolución del tema—. Pero es muy claro que esto fue un grito de rabia, de malestares que se venían callando, y eso es lo que importa. Como sociedad tenemos que discutir muy seriamente esta situación”.

La discusión podría partir, por ejemplo, de la brecha que se abre entre la ciudad que conocen y disfrutan los turistas y la ciudad cotidiana de los oaxaqueños. Sería factible hablar de abstracciones tan disímiles como la globalización, la migración, el turismo de masas, la digitalización, el trabajo remoto y la reciente pandemia. O de hechos tangibles como la escasez de agua potable, que este año ha afectado a 90% del área que cubre la red pública, según reporta la propia instancia que la opera; el estrés de las áreas verdes —65% de sus árboles tienen plaga—, y la ineficiencia de un transporte público basado en menos de 50 rutas de camiones, a menudo hacinados. Se trata de un área metropolitana de 23 municipios con poco más de 709 000 habitantes (Censo de Población y Vivienda del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Inegi, 2020), ahogada por el tráfico vehicular, una gestión deficiente de la basura —en un par de años se cerrará su único relleno sanitario— y la criminalidad —961 homicidios en 2023—. Una última foto instantánea: en Oaxaca el salario mensual promedio, de entre 7 000 y 11 438 pesos según el nivel de estudios, es uno de los más bajos del país, mientras las rentas y los precios no paran de subir, en medio de una inflación anual que en abril pasado se situó como la tercera mayor del país: 5.3%, tras Puebla y Yucatán.

Los anteriores son algunos de los múltiples factores que determinan el fenómeno, o bien, son sus manifestaciones. Tocarlo directamente —entender la gentrificación en Oaxaca— implica entrar en el argumento de una novela policiaca. Mientras se suele asumir la identidad de la víctima (¿la ciudad?), todos alrededor de ella se miran tratando de descubrir, con los lentes de la suspicacia y el prejuicio, quién es el asesino.

A diferencia de la novela, en que los sospechosos son meros individuos —el cartero, la mucama o el médico—, en la gentrificación se habla de actores colectivos: las inmobiliarias, los extranjeros, los caseros o los políticos. Pero la trama en Oaxaca es bastante más complicada. La única posibilidad de acercarse a saber qué pasó es escuchar uno a uno a los testigos, que en buena medida son también los sospechosos: turistas, inquilinos, caseros, funcionarios públicos, hoteleros, activistas, empresarios, entre otros. Eso es lo que me propongo en este reportaje. Arrancaré por mirar detenidamente la vida de una mujer que, como muchos, puede levantar la mano para decir: “Yo soy una víctima”.

La mayoría de los nombres de las personas aquí citadas son ficticios y algunos detalles fueron alterados para garantizar el anonimato.

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Paola nació y creció en Oaxaca, pero desde hace ya varios años se siente incómoda en su ciudad. Los hoteles boutique, restaurantes de autor y galerías de arte, y la avalancha de visitantes que estos nuevos espacios atraen cada año, le hacen sentir que algunos de los lugares en los que transcurrió su infancia y juventud ya no son para ella.

Paola no habla solo de sensaciones, de impresiones. Esta estudiante de posgrado de una universidad pública local piensa en las ocasiones en las que, por ejemplo, batalla para encontrar un lugar para comer en el centro por menos de 100 pesos, o simplemente un establecimiento donde comer consista en quitarse el hambre con un plato familiar y no en una experiencia gastronómica con alimentos desconocidos y tendencias exóticas. “Me gusta la ensalada de quinoa con aguacate que hacen ahí, pero con eso me como cinco tacos de cazuela”, ironiza mientras pasa frente a un restaurante vegano con menú en inglés en una calle que lleva al Zócalo.

Es miércoles por la mañana y Paola apura el paso para llegar a su escuela en el Centro Histórico. Mientras recorre las ocho calles desde la parada del camión, repite las cuentas en su cabeza: ocho pesos del pasaje de ida y ocho para la vuelta; una comida corrida de 90 y otros 30 para un café entre clases. Ciento cincuenta pesos es lo máximo que puede gastar al día si quiere pagar también la renta, la despensa, la pipa de agua, su terapia, y llegar a fin de mes con su beca estudiantil de 11 000 pesos.

Todo en esta oaxaqueña de 32 años habla de disciplina financiera en tiempos de inflación. Su cabello lacio y negro espera un nuevo corte que la ayude a mantenerse fresca ante el calor; su teléfono de pantalla rota espera una nueva, y su tatuaje de “Nos queremos vivas” en el antebrazo espera un retoque con flores moradas. Solo sus botas Dr. Martens, desgastadas paso a paso en estas calles de cantera verde, son viejas por voluntad.

Cuando era adolescente, durante la primera década del siglo XXI, la rutina de Paola dependía menos del dinero. Entre clases podía esperar en casas de familiares y amigos que vivían en vecindades y casas del centro. Ahí no solo mataba el tiempo, sino que también convivía con gente cercana y tenía una dinámica social que la arropaba. Los turistas eran aún una acotación a la vida cotidiana y abrumaban únicamente durante las fiestas de la Guelaguetza. No había trabajo remoto, nómadas digitales ni Airbnb.

Mientras se suele asumir la identidad de la víctima (¿la ciudad?), todos alrededor de ella se miran tratando de descubrir, con los lentes de la suspicacia y el prejuicio, quién es el asesino.

En 2010, después del bachillerato, Paola fue a la Ciudad de México a estudiar la licenciatura. A su regreso, cinco años después, encontró una Oaxaca distinta de la que dejó. Sus familiares y amigos en el centro vendieron sus casas y salieron de ahí. Los lugares que permanecen —la nevería tradicional, la cooperativa de café o la vieja librería— se volvieron ajenos a ella. “No es que nadie me haya corrido o discriminado en estos lugares —explica Paola antes de entrar a su clase—. Pero no hace falta, porque de por sí ya todo es impagable”.

En estos días, Paola viene al centro solo por trabajo o estudios. Su vida cotidiana transcurre alrededor de la casa que renta con gente de su edad en Santa Lucía del Camino o en los numerosos pueblos conurbados de la capital oaxaqueña —como Santa Cruz Xoxocotlán, el ejido Guadalupe Victoria o el valle de Etla—, donde vive ahora la mayor parte de su círculo social.

Mario, contemporáneo de Paola, es miembro del colectivo de artistas urbanos Ocho Trueno, que durante los últimos años se ha encargado de mantener la gentrificación —y otros temas políticamente incómodos— a la vista de todos: con pintura sobre los muros del Centro Histórico. Al igual que muchos de sus compañeros, Mario debe buena parte de su formación militante a su experiencia durante la revuelta de 2006 en la ciudad, la cual puso en escena a la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. Entonces era un adolescente que apoyaba en las barricadas del movimiento magisterial. “Acá los jóvenes tienen muy interiorizado que, si pasa algo, hay que marchar, como lo hicieron nuestros padres, madres y maestros”.

El colectivo al que pertenece Mario, claro está, fue uno de los convocantes a la marcha calenda de enero. Mientras reconoce los errores en su organización y desarrollo, insiste en enfocar el tema importante: el perfil de los manifestantes fue el mensaje en sí mismo. “En la marcha participaron sobre todo jóvenes porque son los que tienen los sueldos más indignos, no tienen derecho a la vivienda y ven la injusticia en eso. Hay una generación muy golpeada por el neoliberalismo”, asegura.

Paola coincide con el diagnóstico: su angustia es también la de su generación, y viene de ver cada vez más alejada la posibilidad de una vida digna, a pesar de estudiar y trabajar duro. La angustia aumentó en la pandemia, cuando desapareció la vecindad, en el centro, donde ella y varias de sus amigas llegaron a rentar departamentos por menos de 3 000 pesos mensuales. La dueña aprovechó el encierro para sacar a todos y convertir el espacio en alquileres de Airbnb. La escena se repitió por toda la ciudad. Hoy existen más de 5 100 viviendas en renta ofertadas en esta plataforma en línea, según el sitio de inteligencia para arrendamientos de corto plazo AirDNA. En 2022, esta cifra era de 2 955: un crecimiento de 72% en casi dos años.

Con 27.2 años en promedio, Oaxaca tiene la novena población más joven de México (Censo 2020). Casi la mitad de la población tiene menos de 30 años.

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En la narrativa de que Oaxaca se ha convertido en una mercancía, los turistas —se asume— son los compradores finales y, por lo tanto, los principales agentes de la gentrificación. Aunque frecuentemente se les perfila como extranjeros del norte global —“güeros”—, los turistas en Oaxaca deben ser entendidos a cabalidad. Antonio Aguilar, jefe del departamento de Información y Estadística de la Secretaría de Turismo (Sectur) del Estado de Oaxaca, lo disecciona en hojas de cálculo desde un cubículo diminuto. A través de una metodología y un sistema informático (Datatur) que facilita el Gobierno federal, este contador público y su equipo se encargan de calcular la cantidad de turistas que recibe Oaxaca y sus características: por dónde llegan, de dónde vienen, en qué establecimientos se alojan, cuánto tiempo se quedan.

“Consideramos turistas a quienes se hospeden en algún establecimiento, sin importar que sea hotel, hostal u hospedaje de plataforma en línea. A los que se hospedan en domicilios particulares no tenemos forma de contarlos”, puntualiza.

Para los extranjeros, además de pasar la noche en Oaxaca, el criterio es que no permanezcan más de 180 días, que es el periodo establecido por el Instituto Nacional de Migración para visitas temporales. De otra manera, serían residentes temporales o definitivos.

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Claudia, encargada de la tienda de productos orgánicos Xiguela, en el barrio de Jalatlaco. “No es que queramos venderles solo a güeros, porque eso no tiene sentido como estrategia de mercado, pero sí hemos notado que la gente de Europa y Norteamérica trae más el rollo del consumo local y del cuidado al medio ambiente”.

Un primer dato determinante: de 1 300 290 turistas que llegaron a Oaxaca en 2023, 88.95% fueron nacionales y 11.05%, extranjeros. La proporción es de prácticamente nueve mexicanos por cada extranjero.

A contrapelo de este dato, las pintas y comentarios en redes sociales —al menos una docena de grupos y perfiles en Instagram, TikTok, Twitter y Facebook, el más nutrido de ellos con más de 37000 seguidores, hablan de la gentrificación en Oaxaca— suelen presentar a los turistas como frívolos, ignorantes y explotadores. Una suerte de spring breakers sin playa. La Sectur estatal no lleva un registro de expats o de digital nomads, o de tendencias identificables de consumo, pero Carlos David Jacinto, director de Promoción Turística de la dependencia, tiene una caracterización precisa de este segmento: “A Oaxaca la gente viene principalmente interesada en conocer su cultura, sus tradiciones, su comida. […] Independientemente de si son nacionales o extranjeros, tenemos como prioridad recibir no necesariamente más gente, sino apostarle a un turismo responsable y con sentido, conocedor y respetuoso”.

Para Claudia, encargada de una tienda de productos orgánicos en el barrio de Jalatlaco, al este del centro, es evidente que la temporada fuerte de ventas está ligada a los snowbirds: los turistas de Estados Unidos y Canadá que llegan desde octubre a refugiarse del invierno y luego regresan a sus hogares en febrero o marzo. Por el contrario, nota que los turistas mexicanos casi no compran porque vienen “de pisa y corre”, típicamente en Semana Santa y fin de año.

“No es que queramos venderles solo a güeros, porque eso no tiene sentido como estrategia de mercado, pero sí hemos notado que la gente de Europa y Norteamérica trae más el rollo del consumo local y del cuidado al medio ambiente”, explica Claudia. La tienda abrió hace más de 20 años con la intención de ofrecer productos locales, pero los costos de producción y logística de los pequeños productores se traducen en precios finales que muchos oaxaqueños parecen no poder o no querer enfrentar. Sin embargo, la encargada asegura que incluso los habitantes de la ciudad son más propensos a consumir durante temporadas turísticas altas, cuando hay dinero en circulación.

Pocos temas tan polarizantes como el turismo en Oaxaca. Por un lado están quienes afirman que el turismo no es tan importante aquí como para tolerar sus consecuencias: “Oaxaca no vive del turismo, el turismo vive de Oaxaca” fue una sentencia común en redes tras la marcha calenda de enero pasado. Por otro, se reproduce el lugar común de que Oaxaca es un estado pobre y sin industrias, lo que en teoría justifica cualquier sacrificio individual y colectivo para alimentar al dios económico contemporáneo.

Las cifras, como de costumbre, pueden estirarse a modo hacia cada uno de los argumentos. Esto depende de las escalas geográficas y de tiempo que se miren. Si bien es cierto que, a nivel del estado, los 14 377 millones de pesos generados por el turismo en 2022 representaron solo 2.9% del producto interno bruto anual (Inegi) —muy por debajo de actividades líderes como las manufactureras (14.9%), la construcción (13.7%), el comercio al por menor (13.4%) y los servicios inmobiliarios y de alquiler (9%)—, la situación se percibe muy distinta a nivel ciudad capital, que es el principal destino turístico por número de visitantes en la entidad.

La Sectur calcula que la derrama económica del turismo en Oaxaca de Juárez fue de 5 976 millones de pesos (2023). Esto equivale a 3.8 veces el presupuesto de egresos del mismo año —1 563 467 041.52 pesos— para el municipio central de la zona metropolitana. En 2020, el último año del que se tienen las cuentas cerradas, el turismo contribuyó a su producto interno bruto en 18.24%: uno de cada cinco pesos intercambiados por bienes y servicios.

“No es que nadie me haya corrido o discriminado en estos lugares. Pero no hace falta, porque de por sí ya todo es impagable”.

Por otra parte, la Sectur estima que el turismo en la ciudad genera unos 10 800 empleos directos (relacionados con hospedaje, alimentos y bebidas), además de casi 29 000 indirectos, que incluyen al carnicero, el cerrajero, la lavandera, el mecánico y todas las actividades que venden algún servicio a la industria turística. Para dimensionar, estos casi 40 000 puestos darían trabajo a una cuarta parte de la población económicamente activa (alrededor de 162 500 personas) en Oaxaca de Juárez.

Aunque estas cifras abstractas ocultan la calidad de los empleos, en un momento en que la industria turística local acumula denuncias de abuso laboral —salarios raquíticos, horas extras no pagadas, falta de prestaciones y maltrato, entre otras—, el sector representa una de las pocas opciones económicas viables para varias de las personas que entrevisté. “Mientras la gente siga visitando Oaxaca, yo digo que busquemos la manera de cuidar lo que nos interesa, en lugar de estarnos peleando con la gente que viene a conocer lo que hacemos”, opina Jesús Castellanos, un comerciante de artesanías, en una de las calles principales del centro.

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Segundo sospechoso: los extranjeros. El discurso los boceta, sobre todo si provienen del norte global, como despojadores, colonialistas y gentrificadores, pero la vida cotidiana oaxaqueña se entreteje, disculpen la obviedad, con personas de carne y hueso, en toda su complejidad; con gente de todas partes del continente y el mundo que trata de hacer una vida en una ciudad diversa y multicultural.

Amanda es una jubilada de 70 años, originaria de Denver, Estados Unidos. Ha vivido aquí todo lo que va del siglo, y en este tiempo ha logrado hablar un español mexicano impecable y ser aceptada por los vecinos de la calle donde vive, en un rincón del Centro Histórico. Ahí asiste a las posadas cada diciembre, apoya en los gastos de mantenimiento comunes y cumple con sus responsabilidades cívicas, como acompañar las demandas al ayuntamiento para que reparara el drenaje tapado. El año pasado su esposo murió de un infarto fulminante en las puertas de su casa. Ella agradeció la cercanía y las condolencias de sus vecinos en un momento tan delicado.

La casa de Amanda transpira binacionalidad. Su librero está lleno de títulos en inglés y español. Sus muebles combinan estilos de Estados Unidos y México, y hasta sus dos perros son mestizos. Ella y su esposo adquirieron la casa a principios del siglo; se la compraron a un matrimonio de ancianos cuyos ocho hijos habían emigrado de Oaxaca y preferían tener liquidez para poder heredar su patrimonio. “Vendimos todo en Denver para pagar esta casa y ha sido un muy buen hogar, y yo también voy a morir en esta casa”, afirma Amanda entre sollozos por su difunto Matt, un eximpresor, traductor y profesor de inglés también apreciado en la comunidad.

Cuando escucha de las quejas contra los extranjeros por la gentrificación, Amanda entiende que se refieren a otras personas. “Tiene que ver con gente ruidosa que está acostumbrada a ser tratada como si estuviera en la playa y que piensa que la gente está ahí para su entretenimiento —dice—. Pero las comunidades no son monolíticas, hay gente ruin entre los gringos y entre los mexicanos”.

Amanda ha identificado varios comportamientos comunes hacia ella. Uno es el que llama “el impuesto gringo”, por el cual a veces los taxistas o los marchantes del mercado le cobran un poco más que a los oaxaqueños. “Es justo —acepta—. Ellos son discriminados de otras maneras y nosotros tenemos otros privilegios, así que no me quejo”. Más allá de estas situaciones, Amanda no encuentra muchas diferencias entre Oaxaca y su lugar de origen. En ambos casos, la clave es “no meterte en los asuntos de nadie y no decirle a nadie cómo vivir su vida”. Al igual que los vecinos de su calle, tiene que comprar agua porque no le llega suficiente de la red, batalla para deshacerse de la basura a causa de los horarios irregulares del camión recolector y tiene que soportar el ruido de la cantina cercana y de las construcciones contiguas. “Esto es parte de vivir en una ciudad y en México… Nunca esperamos que fuera callado y ya nos acostumbramos”, asegura.

Amanda es una jubilada de 70 años, originaria de Denver, Estados Unidos. Ha vivido en un rincón del Centro Histórico de Oaxaca todo lo que va del siglo. Cuando escucha de las quejas contra los extranjeros, entiende que se refieren a otras personas: “Tiene que ver con gente ruidosa que está acostumbrada a ser tratada como si estuviera en la playa y que piensa que la gente está ahí para su entretenimiento”.

Al otro lado de la ciudad, en un barrio popular en las laderas de un cerro, vive Ashley. Al igual que tantos oaxaqueños, duerme en una casa techada con láminas de asbesto y batalla para mantener fuera mosquitos, cucarachas y alacranes. Este año tiene el pendiente de comprar e instalar otro tinaco para aguantar los largos periodos sin agua de la red pública.

Pese a todo, esta joven originaria de Florida se siente afortunada por rentar una casa de una sola recámara y sin muebles. “En mi ciudad los precios están imposibles y hay muchísima gente en situación de calle durmiendo en casas de campaña, pero muchos aquí se sorprenden cuando cuento esto, porque asumen que allá es todo bonito, como en las películas”, explica en un español fluido.

A diferencia de Amanda, Ashley ronda los 30 años y no recibe ni espera recibir una pensión. Para enfrentar los gastos, combina el trabajo como traductora con un negocio al que le ha apostado una buena parte de su tiempo y capital: ella y sus amigas mexicanas administran una de las poquísimas pulquerías del centro de Oaxaca. Entre cafés, pizzerías, lugares de hamburguesas, alitas de pollo y demás monotonía, decidieron que valía la pena intentar algo nuevo: surtir pulque de Tlaxcala.

Como emprendedora, Ashley no tiene ninguna ventaja por ser extranjera, y sí ciertas incomodidades: cuando se inconforma a causa de complicaciones de la operación, no falta quien le asegure que los gringos se sienten superiores y quieren todo a su manera. “Tengo que cuidarme mucho en público sobre cómo me ven para no ser ese estereotipo o no aparentar que me siento con más derechos. Y es cansado”, explica.

Como en las pulquerías clásicas, la de Ashley y sus socias se ha convertido en un punto de encuentro de artistas, bohemios y activistas locales. Qué ironía: una estadounidense abre para los oaxaqueños una oportunidad de revalorizar una bebida que ya vio sus mejores años y que fue discriminada como insalubre y de bajo nivel social, explica Ashley, con una sonrisa de sorpresa.

“Si dejamos de ver las cosas en blanco y negro, descubrimos que tenemos mucho contexto. Hay gente privilegiada y no privilegiada en todo el mundo, y tenemos que empezar a separar para no poner todo en el mismo saco”, razona la emprendedora.

El Censo 2020 del Inegi registró 22 659 extranjeros en el estado de Oaxaca, cifra que equivale a 2% de todos los extranjeros en el país. Además, la proporción actual en el estado representa la mayor históricamente si se considera que en 1990 eran solo 0.05% de la población; en el año 2000, 0.13%, y en 2010, 0.45%, para llegar a 2020 —el último censo disponible— con 0.55%.

Según datos de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación publicados en enero de 2023, la cifra de extranjeros residentes —temporales y permanentes— en Oaxaca es 27743. Si consideramos que la población del estado es de 4 132 148 personas, habría una persona foránea por cada 148 oaxaqueños. Todos los entrevistados de este reportaje notaron un aumento de extranjeros a partir de la pandemia y de olas migratorias ocurridas en el mismo periodo desde el Caribe, Centro y Sudamérica.

La historiadora Mónica Palma Mora, quien ha estudiado la presencia de extranjeros en el estado a partir del siglo XX, identifica un factor peculiar en el aumento reciente de esta población: los hijos de migrantes oaxaqueños nacidos en Estados Unidos que han migrado a Oaxaca debido a políticas de retorno forzoso o deportación implementadas por el Gobierno estadounidense en los últimos años.

“La presencia de esta población estadounidense de ascendencia mexicana, sumada a la de otras latitudes (angloamericana propiamente, europea, latinoamericana), representa, desde una perspectiva estadística, una pequeña pero significativa aportación a la pluralidad étnica, lingüística y cultural de Oaxaca y de su capital”, argumenta Palma Mora en el artículo “Extranjeros en la ciudad de Oaxaca. Una semblanza en la segunda mitad del siglo xx”, de la revista Con-temporánea del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

“Si dejamos de ver las cosas en blanco y negro, descubrimos que tenemos mucho contexto. Hay gente privilegiada y no privilegiada en todo el mundo, y tenemos que empezar a separar para no poner todo en el mismo saco”.
Arriba: en la céntrica calle García Vigil, un inmueble es extensamente restaurado. Hoteles, hostales y viviendas en renta en plataformas como Airbnb, en Oaxaca deben pagar un impuesto al hospedaje de 3% por habitación por noche. La Sectur del estado intenta que los casi 100 millones de pesos obtenidos de ese rubro sean invertidos en promoción turística. Abajo: The Levi’s Tailor Shop Oaxaca en un vértice del emblemático Zócalo.

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Con el tercer sospechoso el asunto se vuelve más complejo. Son los caseros. Y es que el principal argumento de Rhonda Stevenson para dudar del sambenito de que los extranjeros son responsables de la gentrificación es que su casero y los de todos los extranjeros de su círculo cercano son oaxaqueños.

“Cuando hay enojo y necesidad de culpar a alguien, siempre es fácil señalar a los extranjeros —asegura esta canadiense, en sus 40 años, que renta desde 2023 un departamento al sur de la ciudad—. Pero tenemos que ver quién está subiendo arbitrariamente las rentas, quién se queda con ellas, quién está desalojando injustamente a sus inquilinos para subir el precio del alquiler y rentarles a extranjeros. Incluso puedes ver historias de gente mexicana siendo desplazada por la avaricia de gente mexicana que prefiere rentárselo a extranjeros”.

Las estadísticas sobre Airbnb parecen darle la razón a Stevenson. De una muestra de 289 alojamientos listados en esta plataforma en 2022, en 13 colonias, barrios y pueblos conurbados de la capital oaxaqueña —Centro, Jalatlaco, Xochimilco, Trinidad de las Huertas, San Felipe del Agua, Reforma, Volcanes, Candiani, Ex-Marquesado, Santa Rosa Panzacola, San Martín Mexicapan, San Juan Chapultepec, Xoxocotlán—, solo 97% eran propiedad de personas originarias de Oaxaca, según el análisis “En contexto: Airbnb y su regulación”, publicado por el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública (CESOP) del estado de Oaxaca.

Con datos preliminares que alimentan su investigación, obtenidos de agencias inmobiliarias, la geógrafa Mabel Yescas, estudiosa de temas urbanos y nativa del Centro Histórico de Oaxaca, estima que la inversión extranjera en vivienda en la ciudad no supera 10% del total, aunque, de nuevo, tiene indicios de que esto se ha acelerado desde la pandemia de covid-19. “Dar con el dato exacto implicaría una investigación enorme en el Registro Público de la Propiedad, y aun así sería difícil saber cuántos compran en pueblos conurbados, donde son ejidos o comunidades agrarias”, explica.

Dueña de una casa, un edificio de departamentos y un hotel en el centro, la oaxaqueña Olga Espinosa trabaja de tiempo completo asegurándose de que no les falte ningún servicio a sus inquilinos o huéspedes. Parte de su rutina habitual es recorrer la ciudad con refacciones o suministros para sistemas de agua, gas, internet, y tener llamadas constantes con el plomero, el cerrajero o el carpintero. “Esto es un trabajo como cualquier otro. Mucha gente piensa que el gobierno nos da más agua o nos perdona los impuestos [a los propietarios, como una forma de privilegio o tráfico de influencias], pero no es así. Al revés, tenemos que comprar un montón de pipas de agua y estar al corriente con pagos de licencias”, revira.

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Portales que rodean el Zócalo de la ciudad de Oaxaca. Este lugar, suma y síntesis de la sociedad oaxaqueña, ha simbolizado frecuentemente la resistencia a la mercantilización excesiva y la privatización del espacio público.

A menudo, el trabajo de esta ingeniera de 52 años implica contener los conflictos habituales en una ciudad diversa, como la noche en que, en plena pandemia, un puñado de adolescentes de la Ciudad de México hicieron una covid party en uno de sus departamentos. Su respuesta fue implacable: rescindió su contrato y los denunció a la policía. En otra ocasión, una pinta amaneció en el muro de la casa que le rentaba a un estadounidense. Decía “Gringo, go home”. El pensionado octogenario entró en pánico y trató de salir de Oaxaca, por lo que ella tuvo que explicarle que no era nada personal contra él, sino una de tantas expresiones de la tensión social en la ciudad.

Espinosa llega al punto de defender la necesidad de subir continuamente los precios del alquiler, para ponerse al corriente con la economía, en general, y para cumplir con una especie de reivindicación: que Oaxaca no sea menos que otras ciudades de México e incluso otros países. “Me choca que lleguen visitantes pensando en rentar un departamento amueblado y equipado, con estacionamiento y terraza, por 5 000 pesos, que no es ni la mitad de lo que pagan en sus lugares de origen, y que asuman que acá cuesta menos solo porque es Oaxaca”. En la actualidad, el precio promedio de renta de sus alojamientos es de 12 000 pesos al mes, con servicios incluidos, por 60 metros cuadrados, que se distribuyen en dos recámaras, un baño, sala comedor, un cajón de estacionamiento y un patio de servicio.

Sin embargo, reconoce que eso tiene un impacto en los oaxaqueños. “Es cierto que muchos se van quedando fuera y que esto es injusto, pero Oaxaca va cambiando porque el mundo va cambiando, y nosotros no podemos quedarnos atrás. Todo está subiendo de precios”.

En la colonia Reforma, la primera contigua al Centro Histórico, por el norte —tradicionalmente de viviendas unifamiliares y comercios, y que comenzó a desarrollarse a mediados del siglo pasado—, la señora Magdalena Camacho no ha subido tanto los precios de los seis departamentos de su vecindad en los últimos años, pero a cambio hay algo que los inquilinos tienen que pagar: el edificio es viejo, y ella, a sus 86 años, no tiene ni la energía ni las ganas de restaurarlo. Es, en términos prácticos, su plan de jubilación y no piensa pasar sus últimos días complaciendo a inquilinos “que ni cuidan las cosas”.

“Yo rento como esté y, si no les gusta, nunca me falta alguien que sí quiera rentar”, explica la antigua maestra de primaria, que logró construir los departamentos en los años noventa con el patrimonio de su difunto marido, que era cirujano. La renta más baja es de 5 000 pesos.

Tanto Espinosa como Camacho reconocen que una mejor regulación del sector inmobiliario y del turismo vendría bien para mantener la seguridad y evitarles problemas tanto a ellos como a los inquilinos. Por ejemplo, reclaman que las plataformas como Airbnb faciliten que gente desconocida rente a gente desconocida sin posibilidad de saber qué pasa dentro de esos inmuebles.

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Por raro que parezca, también la comunidad artística está bajo sospecha. Cuando llegó al barrio de Jalatlaco en 2001, el mayor reto del artista Demetrio Barrita no era pagar la renta, sino encontrar dónde tomar un café decente no tan lejos de su barrio. Entonces pagaba 1 000 pesos por rentar una esquina en el principal crucero del barrio, casi frente a la iglesia de San Matías.

Más de dos décadas después, Jalatlaco alberga no menos de una docena de cafés y su encanto, a ojos de los visitantes, lo convirtió en 2023 en uno de los primeros “barrios mágicos” en México. Mal asunto: Barrita ha tenido que salir del barrio porque el inmueble que solía rentar cuesta hoy arriba de 20 000 pesos al mes, explica el artista sexagenario en su nuevo estudio, mientras percola café sobre una taza con un filtro de papel.

El acento de la obra de Barrita está en el reciclaje de recursos. Es capaz de transformar retazos de madera y un rin viejo de aluminio en una actualización de la icónica Rueda de bicicleta, de Marcel Duchamp (1913), sobre un taburete. No solo reutiliza materiales, sino que los intercambia: tiene un amigo productor de café de la sierra a quien le cambia kilos de su cosecha por piezas de arte.

En su viejo estudio, Barrita vivió a fondo el vendaval del movimiento magisterial y la crisis de 2006: apoyó a los maestros y convirtió su espacio en una especie de santuario para las distintas partes en el conflicto. En ese rincón de materiales e ideas circularon por igual las caguamas con los amigos, las peticiones de gente del barrio y compradores de arte de distintas partes del mundo.

Entonces, Barrita dejó el emblemático estudio en 2013, cuando pagaba 3 000 pesos de renta, casi 700% menos de lo que cuesta ahora. Fue tomado por medios y activistas locales como una víctima temprana del desplazamiento por gentrificación, pero él no está de acuerdo con esta caracterización. En su mirada acostumbrada a reasignar valor a las cosas, ni el dinero ni un sitio en un barrio de moda tienen una importancia determinante; por eso no entiende o no toma en serio muchos de los juicios alrededor de la gentrificación.

Según la Secretaría de Gobernación, la cifra de extranjeros residentes —temporales y permanentes— en Oaxaca es 27 743. Si consideramos que la población del estado es de 4132 148 personas, habría una persona foránea por cada 148 oaxaqueños.

“Me han querido poner como de ‘pobrecito, te corrieron’, ¡y yo no fui corrido! —subraya—. Sí pasó eso con la renta, pero yo también tenía otros proyectos y sentía que, para mí, ese espacio no daba para más”. El siguiente paso en la carrera de Barrita era armar un taller itinerante: una camioneta cargada con todas sus herramientas y materiales para ir a dar talleres de arte en comunidades remotas. Al final no se logró porque la camioneta que consiguió era vieja y no aguantaba los caminos de terracería oaxaqueños.

Tras la muerte de su madre, hace unos seis años, Barrita volvió a la casa materna, que ahora reconstruye poco a poco con su técnica artística de reciclaje, privilegiando el taller y el jardín. “Me siguen invitando para que vuelva a Jalatlaco a otros proyectos, pero ya no soporto los distintos niveles de contaminación (ruido, transporte y hasta contaminación cultural) que existen en el centro”.

Barrita no solo reniega de la explicación monolítica de la gentrificación, sino que recurre a la autocrítica para procurar entender el fenómeno. Durante una visita a Estados Unidos, le explicó lo sucedido en Jalatlaco a un amigo politólogo, quien no dudó en responderle: “¡Pero si tú provocaste todo eso!”. Y ahora recurre a esa frase para explicar que en distintas partes del mundo son los artistas quienes con su mera presencia han allanado el camino a la gentrificación: vuelven atractivos barrios y pueblos en los márgenes que luego reciben olas cada vez más grandes de consumidores.

“Alguien vio nuestro espacio [se refiere a su antiguo estudio], le gustó y lo replicó. Ahora hay un montón y así se contamina todo —sentencia Barrita, y alterna sorbos de café con carcajadas irónicas—. Todo esto lo veo como una apropiación, un paso más del capitalismo feroz por adueñarse de todos los bienes, no solo materiales, sino también culturales y naturales. A veces es hasta frustrante y quisieras tener un quehacer diferente: no quieres estar en una galería ni participar en proyectos”.

En el proceso de convertir su casa actual en su obra de vida, Barrita no rehúye de lo que pasa en la ciudad ni en el mundo del arte, pero pasa los días armando piezas, recibiendo amigos, intercambiando obras y cuidando sus hortalizas, acompañado de su perrita Frida (“por sufrida”, aclara), un gato y su familia. “Soy muy feliz aquí, me encanta estar haciendo esto que hago”, asegura.

Demetrio Barrita, artista visual, dejó su estudio en el barrio de Jalatlaco, que era un lugar de encuentro de la comunidad, en 2013, cuando pagaba 3 000 pesos de renta, casi 700% menos de lo que cuesta ahora.

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Durante dos meses solicité una entrevista con el alcalde de la ciudad, Francisco Martínez Neri. La negativa de su equipo —siempre con el argumento de falta de tiempo— bien puede representar su reticencia a abordar el tema de la gentrificación. El funcionario fue cuestionado en varias ocasiones en el último año, y su respuesta ha sido ambigua. Se ha pronunciado por “reglamentar, contener hasta donde sea posible a través de la concientización” y por “establecer una correlación entre el interés de la persona y el de la sociedad”, pero sin dar detalles ni delinear una estrategia, mucho menos enmarcar con justeza el problema. Sin diagnóstico claro que permita entender la situación, falta el primerísimo paso de un largo camino hacia una política pública que pueda dar una respuesta eficiente.

En un encuentro con vecinos en febrero pasado, mientras buscaba la candidatura de su partido (Morena) y la reelección en junio, dio a entender que cualquier estrategia de vivienda asequible para los jóvenes que la demandan tendría que ser coordinada con el gobierno estatal. A pesar de militar en el mismo partido en un estado que apenas hace dos años logró sacudirse al histórico Partido Revolucionario Institucional, los círculos del alcalde Martínez Neri y el gobernador Salomón Jara han protagonizado en este tiempo enfrentamientos políticos que hacen difícil pensar en una colaboración para un problema de este tipo. Para el gobernador, la gentrificación ni siquiera parece ser un problema que aparezca en su radar político. Apenas a mediados de marzo, tras la pregunta de una periodista en un acto público, Jara reconoció que “ha habido desplazamiento” de población originaria por los crecientes costos de la vivienda, pero descartó medidas específicas por parte de su gobierno para atender el problema.

“Cambian los usos de los locales [comerciales], hoy vemos cómo han crecido los hoteles boutique, los restaurantes; en fin, es el desarrollo propio de una sociedad”, dijo a los periodistas.

A nivel jurídico, los gobiernos locales y el Congreso del estado son los que tienen mayores facultades para atender el problema. Temas urbanos como el desarrollo de vivienda y los servicios públicos son responsabilidad municipal en México y en muchas partes del mundo.

En el reporte sobre Airbnb y su regulación, el CESOP del Congreso estatal hace un recuento de las medidas a nivel mundial contra esta plataforma y su potencial gentrificador: Ámsterdam solo permite que sus anfitriones renten espacios por un máximo de 60 días al año; Nueva York prohibió que los propietarios alquilen un alojamiento por menos de 30 días, a no ser que ellos se encuentren en la casa o renten solo una habitación; en Santa Mónica, California, el arrendatario solo puede alquilar una vivienda y debe convivir con los huéspedes en el proceso.

Si quisiera realmente enfrentar las consecuencias de plataformas como Airbnb —concluye el reporte—, el Congreso de Oaxaca podría considerar modificaciones a la Constitución estatal, así como a las leyes de Turismo, Ingresos y Protección Civil, además de crear por completo una ley de hospedaje mediante plataformas digitales, como la que existe desde 2020 en Guanajuato.

Además de regulaciones a Airbnb, queda un abanico enorme de posibilidades legales y administrativas para enfrentar el aumento desmedido en las rentas, la falta de vivienda asequible —estas dos contempladas recientemente bajo el concepto de “derecho a la vivienda”—, el alza generalizada de precios, la privatización de espacios públicos y el acaparamiento turístico.

Si los políticos logran evadir su responsabilidad en el tema de la gentrificación es, en parte, porque la presión social está mal colocada. Carla Escoffié, abogada especializada y activista por la vivienda digna en México, asegura: “Esto de creer que la gentrificación es que lleguen extranjeros lo que ha hecho es desviar el escrutinio que tendríamos que estar haciendo a las autoridades. […] La gentrificación empezó en México desde hace décadas de mexicanos a otros mexicanos porque el problema es la desigualdad, no es la inmigración en sí”.

Rubros concretos que pueden motivar la exigencia ciudadana no faltan. Hoteles, hostales y viviendas en renta en plataformas como Airbnb, en Oaxaca deben pagar un impuesto al hospedaje de 3% por habitación por noche. La Sectur del estado intenta que los casi 100 millones de pesos obtenidos de ese rubro sean invertidos en promoción turística para atraer más turismo al estado. Pero la urbanista Alejandra García tiene otra idea en mente: “Se podría etiquetar ese rubro para empezar a compensar a las y los oaxaqueños por los impactos sociales del turismo con inversión en vivienda social, apoyo a la población originaria y a organizaciones que trabajen en la materia”.

Alrededor de una placa de ubicación para invidentes, anuncio de talleres de grabado en madera. Bilingües, por supuesto.

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A diferencia de las novelas policiacas, al rastrear las huellas de la gentrificación no se llega a un único e inequívoco autor del crimen. La responsabilidad termina repartida entre una constelación de actores sociales. En estos meses he escuchado una consideración que aflora aquí y allá en conversaciones públicas: tal vez todos tenemos parte de la culpa. Todos somos gentrificadores. Lo sepamos o no, lo aceptemos o no.

Si las autoridades estatales y municipales no ofertaran la ciudad al turismo, tal vez no habría visitantes incómodos que perturbaran la vida de la ciudad. Si los oaxaqueños no abrieran sus establecimientos y casas al turismo, los visitantes no tendrían razones para venir o quedarse. Si los visitantes dejaran de gastar su dinero en la ciudad, no habría alza de precios en la economía local. Si Oaxaca no fuera parte del mundo…

Pero cada uno de estos supuestos implica necesariamente consecuencias del otro lado de la ecuación. Si las autoridades no ofertaran la ciudad, no habría una industria turística. Si los oaxaqueños no abrieran sus puertas, no tendrían acceso a esa derrama económica. Y si los visitantes eligieran no venir a Oaxaca, es probable que fueran a algún otro lado a pagar por servicios similares.

“Es fácil sentirnos enredados en un fenómeno complejo como este, pero concluir que todos somos gentrificadores también es una salida fácil —asegura Alejandra García—. Eso implica que, pensando que la turistificación y la gentrificación son responsabilidad de todos, debemos resignarnos y volver cada quien a lo nuestro, y esa es la vía más rápida para la apatía y para que siga todo igual”.

Esta especialista, originaria de la Ciudad de México, ha estudiado acciones colectivas contra la gentrificación en ciudades como Berlín, Barcelona o Venecia, pero recurre a la frase célebre en Spider-Man para explicar mejor la situación: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, afirma señalando el Palacio de Gobierno, mientras la entrevisto en una mesa de los portales del Zócalo. Con este gesto da a entender que los gobiernos, congresos y tribunales tienen una mayor carga en este problema público, seguidos de las empresas. Luego, afirma, siguen organizaciones sociales y actores individuales.

“Me choca que lleguen visitantes pensando en rentar un departamento amueblado y equipado, con estacionamiento y terraza, por 5000 pesos, que no es ni la mitad de lo que pagan en sus lugares de origen, y que asuman que acá cuesta menos solo porque es Oaxaca”.

Este escalafón de responsabilidades lo tienen claro los distintos oaxaqueños que consulté. “Los que hemos vivido aquí toda la vida sabemos quiénes son aquí los corruptos. Los políticos, los sindicatos, los empresarios y sus cómplices son los que han fomentado el turismo y acaparado las ganancias”, explica Roberto Marcelino, vecino de Jalatlaco, en referencia a un hotel de lujo que se ha convertido en una especie de símbolo ominoso y que la vox populi identifica como propiedad de los Murat, una familia de la que provienen dos exgobernadores del estado.

“Nosotros no podemos tocar un muro de adobe porque según el INAH es patrimonio de la humanidad, pero ellos pueden construir un monstruo de hotel, generar tráfico, consumir muchísima agua, y sin hacer absolutamente nada por el barrio”, reclama Marcelino.

Además de desviar la atención de las obligaciones gubernamentales, centrar la responsabilidad de la gentrificación en los extranjeros invisibiliza, de paso, fenómenos más oscuros. Uno de ellos, fuente de peculiares conflictos políticos en el estado en los últimos años, ha sido el despojo de inmuebles de gran valor por parte de una presunta mafia de funcionarios públicos coludidos con notarios públicos, conocida en medios como el “Cártel del Despojo”.

El gobernador Salomón Jara y su equipo jurídico se han empeñado en demostrar que se trata de una operación de Estado, originada en sexenios pasados. Pero acaso la mejor forma de abordarlo es atender el caso de Caleb Gómez Conzatti, abogado y uno de los primeros denunciantes del supuesto cártel. Él y sus tres hermanos descubrieron en 2021 que habían sido despojados de su identidad, cuando constataron que en el Registro Civil del estado sus actas de nacimiento de toda la vida de pronto eran consideradas falsas por la dependencia y, por lo tanto, ya no existían sus nombres. El robo de identidad fue acompañado de otro robo: el de dos inmuebles registrados bajo su nombre real.

Las denuncias de los hermanos Gómez Conzatti y de otros oaxaqueños en situaciones similares destaparon el escándalo, que llegó hasta la Presidencia de la República en 2022, cuando en una conferencia mañanera del presidente López Obrador, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana informó que entre marzo de 2021 y julio de 2022 se habían acumulado 1 467 carpetas de investigación por casos de presunto despojo en distintas partes de Oaxaca, de las cuales 213 estarían relacionadas con la falsificación de documentos notariales.

“Los políticos investigados en el caso del Cártel del Despojo tienen hoteles. Entonces, está claro que esta tipología de despojo luego recicla los inmuebles o la riqueza en la industria turística; entonces, esta impunidad y corrupción no es algo que quede por fuera de la gentrificación”, opina Gómez Conzatti.

Por el caso han sido detenidos, hasta el momento, el exdirector del Instituto Catastral del Estado de Oaxaca, dos notarios públicos y otros exfuncionarios del Registro Civil.

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Esto es un asunto urbano en el amplio sentido: la forma en que ordenamos nuestra vida social. Por ello, la estrategia contra la gentrificación pasa por instrumentos técnicos del urbanismo, como planeación, zonificación, manejo de los usos de suelo. Al menos esto resulta claro para María Concepción González, profesora en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. “Debe haber una estrategia de ordenamiento que logre un equilibrio entre las distintas necesidades sociales, como vivienda, turismo y actividad comercial, para dar cabida a la diversidad y frenar la expulsión de la población”, afirma la arquitecta, quien forma parte del Colegio de Urbanistas de Oaxaca. Esa institución ha presentado varias propuestas de acción al gobierno municipal, incluidos programas piloto para mejoramiento de las vecindades del centro, nuevas normas para frenar la especulación inmobiliaria y fomento de la inversión en los inmuebles históricos.

Sin embargo, a lo largo de los años, estas recomendaciones han caído en oídos sordos, afirma la especialista. “Ultimadamente, esto es una discusión política sobre adónde queremos dirigir nuestra ciudad, pero sin participación social no va a haber voluntad política”, agrega Edmundo Morales, presidente del Colegio de Urbanistas.

La conversación que sugiere el arquitecto se vuelve más urgente que nunca ante las megaobras de infraestructura que prometen cambiar el destino del estado de Oaxaca: la supercarretera que conecta la ciudad con la costa en menos de tres horas, inaugurada ya, y el corredor interoceánico —un entramado de vías férreas y carreteras que facilitarán el transporte de mercancías entre el Pacífico y el golfo de México a través del Istmo de Tehuantepec—.

El escritor Leonardo da Jandra, un enérgico pensador chiapaneco de nacimiento y oaxaqueño por más de medio siglo de vivir en el estado, es suspicaz al respecto. Cuando lleguen las empresas globales a trabajar al corredor interoceánico, explica, sus directivos no van a querer vivir en ciudades pequeñas como Salina Cruz o Matías Romero, sino que van a dirigirse a Oaxaca.

“Si no nos preparamos como oaxaqueños, van a ser otros los que van a decidir —explicó Da Jandra ante un auditorio reunido para escucharlo hablar sobre la gentrificación el 1 de marzo pasado—. Oaxaca es el corazón identitario de México y tiene todo para [alcanzar] un destino brillante, pero necesitamos asumir ese destino en nuestras manos”.

Este reportaje se realizó con el apoyo de Open Society Foundations

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Los vecinos distantes de Oaxaca

Los vecinos distantes de Oaxaca

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2024
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La capital del estado de Oaxaca, emblema de la potencia cultural del sur de México, se ha convertido en los últimos años en la “zona cero” de un fenómeno difícil de identificar, pero cuyos efectos han afectado de manera profunda la vida de miles de oaxaqueños, que ven cómo su ciudad ha dejado paulatinamente de pertenecerles. Hay dos caminos: asumir la responsabilidad colectiva y política de la gentrificación, o dejar que tras ese membrete se sigan ocultando las fuentes de la tensión social.

Una trama de desencuentros por debajo de la rabia social

En Oaxaca ya no se entiende lo que está pasando o ya pasó lo que se estaba entendiendo, como diría Carlos Monsiváis. Miles de oaxaqueños ahora mismo lidian con un coctel de emociones provocadas por una red de cambios acelerados. En lo que va del siglo, algo ha ocurrido en su ciudad que los desubica profundamente, sin haberse movido un centímetro.

La agitación del coctel se pudo leer en los muros de la ciudad y en las redes sociales durante meses, y estalló en enero pasado. “OAXACA PARA LOS OAXACOS”, se leía en la convocatoria a una “marcha calenda” que circuló en Instagram y grupos de WhatsApp. El eco enrevesado de la Doctrina Monroe y demás frases que lo acompañaron —“no gringos, no blankkkos”, “defendamos Oaxaca”, “restricciones a los extranjeros”— levantó cejas por los barrios.

Así es que el sábado 27 de enero, después de las cuatro de la tarde, un grupo de unas 50 personas se reunió en la plaza Cruz de Piedra y avanzó por el andador peatonal Macedonio Alcalá hasta el Zócalo de la ciudad. En el camino liberaron su rabia contenida: pintaron muros, rompieron vidrios y clausuraron negocios de manera simbólica.

Testimonios de los asistentes y testigos directos de la protesta, además de videos e imágenes en redes sociales y medios, me permitieron reconstruir parte de la jornada. En un salón en el que se celebraba una boda, golpearon con martillos la puerta de metal de la entrada. Cuando salió un encargado a encarar a los agresores, un manifestante le disparó pintura en aerosol a la cara, en medio de los gritos celebratorios de la multitud que protestaba. A dos cuadras de ahí, otro de los participantes de la marcha, aprovechando la confusión, roció pintura en el vestido de noche de una mujer que cruzaba el andador para asistir a una fiesta. En una calle cercana, vecinos indignados por las pintas lanzaron objetos a los manifestantes. Más adelante, sujetos con martillos destrozaron las ventanas de una tienda, oficinas y una sucursal bancaria. Golpe a golpe, el carácter festivo de la calenda desaparecía.

Al llegar al Zócalo, la rabia ya había robado protagonismo al posicionamiento político expresado por una parte del grupo que, por lo demás, mantuvo su actitud pacífica: “Oaxaca no es mercancía, no al despojo cultural y territorial”, arengaron. Los agentes de la policía estatal se presentaron minutos después y comenzaron las detenciones. Seis personas fueron puestas bajo custodia y permanecieron así tres días, antes de ser liberadas gracias a la intensa presión de organizaciones defensoras de derechos humanos. El gobernador de Oaxaca, Salomón Jara, tildó la marcha de “lucha racista”, y las consignas de “mensajes de odio” en contra de los extranjeros, lo cual solo endureció la respuesta de activistas y organizaciones aliadas.

Arriba: en la plaza frente al templo de Santo Domingo de Guzmán, uno de los mayores reclamos turísticos de la ciudad, van y vienen campamentos en protesta por la gentrificación. La Sectur local calcula que la derrama económica del turismo en Oaxaca de Juárez, el municipio central de la zona metropolitana, fue de 5 976 millones de pesos (2023). Abajo: una de las calles plácidas que conectan el andador peatonal Macedonio Alcalá con los restos del acueducto de la ciudad. Un perfil urbano que es imán del turismo y, al mismo tiempo, muy vulnerable a su masificación.

La protesta acaparó los titulares a lo largo del país. En Oaxaca fue la primera denuncia colectiva y pública —y no faltó quien la consideró la primera en México— de un fenómeno que, a falta de una referencia más inmediata, llamaré (como todos lo hacen) “gentrificación”.

“Ese día no tuvo mucho sentido el uso de la violencia, ni la coherencia del análisis de los manifestantes, ni los términos en que lo plantearon —me explica Alejandra García, urbanista y residente de la ciudad de Oaxaca que ha seguido la evolución del tema—. Pero es muy claro que esto fue un grito de rabia, de malestares que se venían callando, y eso es lo que importa. Como sociedad tenemos que discutir muy seriamente esta situación”.

La discusión podría partir, por ejemplo, de la brecha que se abre entre la ciudad que conocen y disfrutan los turistas y la ciudad cotidiana de los oaxaqueños. Sería factible hablar de abstracciones tan disímiles como la globalización, la migración, el turismo de masas, la digitalización, el trabajo remoto y la reciente pandemia. O de hechos tangibles como la escasez de agua potable, que este año ha afectado a 90% del área que cubre la red pública, según reporta la propia instancia que la opera; el estrés de las áreas verdes —65% de sus árboles tienen plaga—, y la ineficiencia de un transporte público basado en menos de 50 rutas de camiones, a menudo hacinados. Se trata de un área metropolitana de 23 municipios con poco más de 709 000 habitantes (Censo de Población y Vivienda del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Inegi, 2020), ahogada por el tráfico vehicular, una gestión deficiente de la basura —en un par de años se cerrará su único relleno sanitario— y la criminalidad —961 homicidios en 2023—. Una última foto instantánea: en Oaxaca el salario mensual promedio, de entre 7 000 y 11 438 pesos según el nivel de estudios, es uno de los más bajos del país, mientras las rentas y los precios no paran de subir, en medio de una inflación anual que en abril pasado se situó como la tercera mayor del país: 5.3%, tras Puebla y Yucatán.

Los anteriores son algunos de los múltiples factores que determinan el fenómeno, o bien, son sus manifestaciones. Tocarlo directamente —entender la gentrificación en Oaxaca— implica entrar en el argumento de una novela policiaca. Mientras se suele asumir la identidad de la víctima (¿la ciudad?), todos alrededor de ella se miran tratando de descubrir, con los lentes de la suspicacia y el prejuicio, quién es el asesino.

A diferencia de la novela, en que los sospechosos son meros individuos —el cartero, la mucama o el médico—, en la gentrificación se habla de actores colectivos: las inmobiliarias, los extranjeros, los caseros o los políticos. Pero la trama en Oaxaca es bastante más complicada. La única posibilidad de acercarse a saber qué pasó es escuchar uno a uno a los testigos, que en buena medida son también los sospechosos: turistas, inquilinos, caseros, funcionarios públicos, hoteleros, activistas, empresarios, entre otros. Eso es lo que me propongo en este reportaje. Arrancaré por mirar detenidamente la vida de una mujer que, como muchos, puede levantar la mano para decir: “Yo soy una víctima”.

La mayoría de los nombres de las personas aquí citadas son ficticios y algunos detalles fueron alterados para garantizar el anonimato.

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Paola nació y creció en Oaxaca, pero desde hace ya varios años se siente incómoda en su ciudad. Los hoteles boutique, restaurantes de autor y galerías de arte, y la avalancha de visitantes que estos nuevos espacios atraen cada año, le hacen sentir que algunos de los lugares en los que transcurrió su infancia y juventud ya no son para ella.

Paola no habla solo de sensaciones, de impresiones. Esta estudiante de posgrado de una universidad pública local piensa en las ocasiones en las que, por ejemplo, batalla para encontrar un lugar para comer en el centro por menos de 100 pesos, o simplemente un establecimiento donde comer consista en quitarse el hambre con un plato familiar y no en una experiencia gastronómica con alimentos desconocidos y tendencias exóticas. “Me gusta la ensalada de quinoa con aguacate que hacen ahí, pero con eso me como cinco tacos de cazuela”, ironiza mientras pasa frente a un restaurante vegano con menú en inglés en una calle que lleva al Zócalo.

Es miércoles por la mañana y Paola apura el paso para llegar a su escuela en el Centro Histórico. Mientras recorre las ocho calles desde la parada del camión, repite las cuentas en su cabeza: ocho pesos del pasaje de ida y ocho para la vuelta; una comida corrida de 90 y otros 30 para un café entre clases. Ciento cincuenta pesos es lo máximo que puede gastar al día si quiere pagar también la renta, la despensa, la pipa de agua, su terapia, y llegar a fin de mes con su beca estudiantil de 11 000 pesos.

Todo en esta oaxaqueña de 32 años habla de disciplina financiera en tiempos de inflación. Su cabello lacio y negro espera un nuevo corte que la ayude a mantenerse fresca ante el calor; su teléfono de pantalla rota espera una nueva, y su tatuaje de “Nos queremos vivas” en el antebrazo espera un retoque con flores moradas. Solo sus botas Dr. Martens, desgastadas paso a paso en estas calles de cantera verde, son viejas por voluntad.

Cuando era adolescente, durante la primera década del siglo XXI, la rutina de Paola dependía menos del dinero. Entre clases podía esperar en casas de familiares y amigos que vivían en vecindades y casas del centro. Ahí no solo mataba el tiempo, sino que también convivía con gente cercana y tenía una dinámica social que la arropaba. Los turistas eran aún una acotación a la vida cotidiana y abrumaban únicamente durante las fiestas de la Guelaguetza. No había trabajo remoto, nómadas digitales ni Airbnb.

Mientras se suele asumir la identidad de la víctima (¿la ciudad?), todos alrededor de ella se miran tratando de descubrir, con los lentes de la suspicacia y el prejuicio, quién es el asesino.

En 2010, después del bachillerato, Paola fue a la Ciudad de México a estudiar la licenciatura. A su regreso, cinco años después, encontró una Oaxaca distinta de la que dejó. Sus familiares y amigos en el centro vendieron sus casas y salieron de ahí. Los lugares que permanecen —la nevería tradicional, la cooperativa de café o la vieja librería— se volvieron ajenos a ella. “No es que nadie me haya corrido o discriminado en estos lugares —explica Paola antes de entrar a su clase—. Pero no hace falta, porque de por sí ya todo es impagable”.

En estos días, Paola viene al centro solo por trabajo o estudios. Su vida cotidiana transcurre alrededor de la casa que renta con gente de su edad en Santa Lucía del Camino o en los numerosos pueblos conurbados de la capital oaxaqueña —como Santa Cruz Xoxocotlán, el ejido Guadalupe Victoria o el valle de Etla—, donde vive ahora la mayor parte de su círculo social.

Mario, contemporáneo de Paola, es miembro del colectivo de artistas urbanos Ocho Trueno, que durante los últimos años se ha encargado de mantener la gentrificación —y otros temas políticamente incómodos— a la vista de todos: con pintura sobre los muros del Centro Histórico. Al igual que muchos de sus compañeros, Mario debe buena parte de su formación militante a su experiencia durante la revuelta de 2006 en la ciudad, la cual puso en escena a la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. Entonces era un adolescente que apoyaba en las barricadas del movimiento magisterial. “Acá los jóvenes tienen muy interiorizado que, si pasa algo, hay que marchar, como lo hicieron nuestros padres, madres y maestros”.

El colectivo al que pertenece Mario, claro está, fue uno de los convocantes a la marcha calenda de enero. Mientras reconoce los errores en su organización y desarrollo, insiste en enfocar el tema importante: el perfil de los manifestantes fue el mensaje en sí mismo. “En la marcha participaron sobre todo jóvenes porque son los que tienen los sueldos más indignos, no tienen derecho a la vivienda y ven la injusticia en eso. Hay una generación muy golpeada por el neoliberalismo”, asegura.

Paola coincide con el diagnóstico: su angustia es también la de su generación, y viene de ver cada vez más alejada la posibilidad de una vida digna, a pesar de estudiar y trabajar duro. La angustia aumentó en la pandemia, cuando desapareció la vecindad, en el centro, donde ella y varias de sus amigas llegaron a rentar departamentos por menos de 3 000 pesos mensuales. La dueña aprovechó el encierro para sacar a todos y convertir el espacio en alquileres de Airbnb. La escena se repitió por toda la ciudad. Hoy existen más de 5 100 viviendas en renta ofertadas en esta plataforma en línea, según el sitio de inteligencia para arrendamientos de corto plazo AirDNA. En 2022, esta cifra era de 2 955: un crecimiento de 72% en casi dos años.

Con 27.2 años en promedio, Oaxaca tiene la novena población más joven de México (Censo 2020). Casi la mitad de la población tiene menos de 30 años.

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En la narrativa de que Oaxaca se ha convertido en una mercancía, los turistas —se asume— son los compradores finales y, por lo tanto, los principales agentes de la gentrificación. Aunque frecuentemente se les perfila como extranjeros del norte global —“güeros”—, los turistas en Oaxaca deben ser entendidos a cabalidad. Antonio Aguilar, jefe del departamento de Información y Estadística de la Secretaría de Turismo (Sectur) del Estado de Oaxaca, lo disecciona en hojas de cálculo desde un cubículo diminuto. A través de una metodología y un sistema informático (Datatur) que facilita el Gobierno federal, este contador público y su equipo se encargan de calcular la cantidad de turistas que recibe Oaxaca y sus características: por dónde llegan, de dónde vienen, en qué establecimientos se alojan, cuánto tiempo se quedan.

“Consideramos turistas a quienes se hospeden en algún establecimiento, sin importar que sea hotel, hostal u hospedaje de plataforma en línea. A los que se hospedan en domicilios particulares no tenemos forma de contarlos”, puntualiza.

Para los extranjeros, además de pasar la noche en Oaxaca, el criterio es que no permanezcan más de 180 días, que es el periodo establecido por el Instituto Nacional de Migración para visitas temporales. De otra manera, serían residentes temporales o definitivos.

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Claudia, encargada de la tienda de productos orgánicos Xiguela, en el barrio de Jalatlaco. “No es que queramos venderles solo a güeros, porque eso no tiene sentido como estrategia de mercado, pero sí hemos notado que la gente de Europa y Norteamérica trae más el rollo del consumo local y del cuidado al medio ambiente”.

Un primer dato determinante: de 1 300 290 turistas que llegaron a Oaxaca en 2023, 88.95% fueron nacionales y 11.05%, extranjeros. La proporción es de prácticamente nueve mexicanos por cada extranjero.

A contrapelo de este dato, las pintas y comentarios en redes sociales —al menos una docena de grupos y perfiles en Instagram, TikTok, Twitter y Facebook, el más nutrido de ellos con más de 37000 seguidores, hablan de la gentrificación en Oaxaca— suelen presentar a los turistas como frívolos, ignorantes y explotadores. Una suerte de spring breakers sin playa. La Sectur estatal no lleva un registro de expats o de digital nomads, o de tendencias identificables de consumo, pero Carlos David Jacinto, director de Promoción Turística de la dependencia, tiene una caracterización precisa de este segmento: “A Oaxaca la gente viene principalmente interesada en conocer su cultura, sus tradiciones, su comida. […] Independientemente de si son nacionales o extranjeros, tenemos como prioridad recibir no necesariamente más gente, sino apostarle a un turismo responsable y con sentido, conocedor y respetuoso”.

Para Claudia, encargada de una tienda de productos orgánicos en el barrio de Jalatlaco, al este del centro, es evidente que la temporada fuerte de ventas está ligada a los snowbirds: los turistas de Estados Unidos y Canadá que llegan desde octubre a refugiarse del invierno y luego regresan a sus hogares en febrero o marzo. Por el contrario, nota que los turistas mexicanos casi no compran porque vienen “de pisa y corre”, típicamente en Semana Santa y fin de año.

“No es que queramos venderles solo a güeros, porque eso no tiene sentido como estrategia de mercado, pero sí hemos notado que la gente de Europa y Norteamérica trae más el rollo del consumo local y del cuidado al medio ambiente”, explica Claudia. La tienda abrió hace más de 20 años con la intención de ofrecer productos locales, pero los costos de producción y logística de los pequeños productores se traducen en precios finales que muchos oaxaqueños parecen no poder o no querer enfrentar. Sin embargo, la encargada asegura que incluso los habitantes de la ciudad son más propensos a consumir durante temporadas turísticas altas, cuando hay dinero en circulación.

Pocos temas tan polarizantes como el turismo en Oaxaca. Por un lado están quienes afirman que el turismo no es tan importante aquí como para tolerar sus consecuencias: “Oaxaca no vive del turismo, el turismo vive de Oaxaca” fue una sentencia común en redes tras la marcha calenda de enero pasado. Por otro, se reproduce el lugar común de que Oaxaca es un estado pobre y sin industrias, lo que en teoría justifica cualquier sacrificio individual y colectivo para alimentar al dios económico contemporáneo.

Las cifras, como de costumbre, pueden estirarse a modo hacia cada uno de los argumentos. Esto depende de las escalas geográficas y de tiempo que se miren. Si bien es cierto que, a nivel del estado, los 14 377 millones de pesos generados por el turismo en 2022 representaron solo 2.9% del producto interno bruto anual (Inegi) —muy por debajo de actividades líderes como las manufactureras (14.9%), la construcción (13.7%), el comercio al por menor (13.4%) y los servicios inmobiliarios y de alquiler (9%)—, la situación se percibe muy distinta a nivel ciudad capital, que es el principal destino turístico por número de visitantes en la entidad.

La Sectur calcula que la derrama económica del turismo en Oaxaca de Juárez fue de 5 976 millones de pesos (2023). Esto equivale a 3.8 veces el presupuesto de egresos del mismo año —1 563 467 041.52 pesos— para el municipio central de la zona metropolitana. En 2020, el último año del que se tienen las cuentas cerradas, el turismo contribuyó a su producto interno bruto en 18.24%: uno de cada cinco pesos intercambiados por bienes y servicios.

“No es que nadie me haya corrido o discriminado en estos lugares. Pero no hace falta, porque de por sí ya todo es impagable”.

Por otra parte, la Sectur estima que el turismo en la ciudad genera unos 10 800 empleos directos (relacionados con hospedaje, alimentos y bebidas), además de casi 29 000 indirectos, que incluyen al carnicero, el cerrajero, la lavandera, el mecánico y todas las actividades que venden algún servicio a la industria turística. Para dimensionar, estos casi 40 000 puestos darían trabajo a una cuarta parte de la población económicamente activa (alrededor de 162 500 personas) en Oaxaca de Juárez.

Aunque estas cifras abstractas ocultan la calidad de los empleos, en un momento en que la industria turística local acumula denuncias de abuso laboral —salarios raquíticos, horas extras no pagadas, falta de prestaciones y maltrato, entre otras—, el sector representa una de las pocas opciones económicas viables para varias de las personas que entrevisté. “Mientras la gente siga visitando Oaxaca, yo digo que busquemos la manera de cuidar lo que nos interesa, en lugar de estarnos peleando con la gente que viene a conocer lo que hacemos”, opina Jesús Castellanos, un comerciante de artesanías, en una de las calles principales del centro.

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Segundo sospechoso: los extranjeros. El discurso los boceta, sobre todo si provienen del norte global, como despojadores, colonialistas y gentrificadores, pero la vida cotidiana oaxaqueña se entreteje, disculpen la obviedad, con personas de carne y hueso, en toda su complejidad; con gente de todas partes del continente y el mundo que trata de hacer una vida en una ciudad diversa y multicultural.

Amanda es una jubilada de 70 años, originaria de Denver, Estados Unidos. Ha vivido aquí todo lo que va del siglo, y en este tiempo ha logrado hablar un español mexicano impecable y ser aceptada por los vecinos de la calle donde vive, en un rincón del Centro Histórico. Ahí asiste a las posadas cada diciembre, apoya en los gastos de mantenimiento comunes y cumple con sus responsabilidades cívicas, como acompañar las demandas al ayuntamiento para que reparara el drenaje tapado. El año pasado su esposo murió de un infarto fulminante en las puertas de su casa. Ella agradeció la cercanía y las condolencias de sus vecinos en un momento tan delicado.

La casa de Amanda transpira binacionalidad. Su librero está lleno de títulos en inglés y español. Sus muebles combinan estilos de Estados Unidos y México, y hasta sus dos perros son mestizos. Ella y su esposo adquirieron la casa a principios del siglo; se la compraron a un matrimonio de ancianos cuyos ocho hijos habían emigrado de Oaxaca y preferían tener liquidez para poder heredar su patrimonio. “Vendimos todo en Denver para pagar esta casa y ha sido un muy buen hogar, y yo también voy a morir en esta casa”, afirma Amanda entre sollozos por su difunto Matt, un eximpresor, traductor y profesor de inglés también apreciado en la comunidad.

Cuando escucha de las quejas contra los extranjeros por la gentrificación, Amanda entiende que se refieren a otras personas. “Tiene que ver con gente ruidosa que está acostumbrada a ser tratada como si estuviera en la playa y que piensa que la gente está ahí para su entretenimiento —dice—. Pero las comunidades no son monolíticas, hay gente ruin entre los gringos y entre los mexicanos”.

Amanda ha identificado varios comportamientos comunes hacia ella. Uno es el que llama “el impuesto gringo”, por el cual a veces los taxistas o los marchantes del mercado le cobran un poco más que a los oaxaqueños. “Es justo —acepta—. Ellos son discriminados de otras maneras y nosotros tenemos otros privilegios, así que no me quejo”. Más allá de estas situaciones, Amanda no encuentra muchas diferencias entre Oaxaca y su lugar de origen. En ambos casos, la clave es “no meterte en los asuntos de nadie y no decirle a nadie cómo vivir su vida”. Al igual que los vecinos de su calle, tiene que comprar agua porque no le llega suficiente de la red, batalla para deshacerse de la basura a causa de los horarios irregulares del camión recolector y tiene que soportar el ruido de la cantina cercana y de las construcciones contiguas. “Esto es parte de vivir en una ciudad y en México… Nunca esperamos que fuera callado y ya nos acostumbramos”, asegura.

Amanda es una jubilada de 70 años, originaria de Denver, Estados Unidos. Ha vivido en un rincón del Centro Histórico de Oaxaca todo lo que va del siglo. Cuando escucha de las quejas contra los extranjeros, entiende que se refieren a otras personas: “Tiene que ver con gente ruidosa que está acostumbrada a ser tratada como si estuviera en la playa y que piensa que la gente está ahí para su entretenimiento”.

Al otro lado de la ciudad, en un barrio popular en las laderas de un cerro, vive Ashley. Al igual que tantos oaxaqueños, duerme en una casa techada con láminas de asbesto y batalla para mantener fuera mosquitos, cucarachas y alacranes. Este año tiene el pendiente de comprar e instalar otro tinaco para aguantar los largos periodos sin agua de la red pública.

Pese a todo, esta joven originaria de Florida se siente afortunada por rentar una casa de una sola recámara y sin muebles. “En mi ciudad los precios están imposibles y hay muchísima gente en situación de calle durmiendo en casas de campaña, pero muchos aquí se sorprenden cuando cuento esto, porque asumen que allá es todo bonito, como en las películas”, explica en un español fluido.

A diferencia de Amanda, Ashley ronda los 30 años y no recibe ni espera recibir una pensión. Para enfrentar los gastos, combina el trabajo como traductora con un negocio al que le ha apostado una buena parte de su tiempo y capital: ella y sus amigas mexicanas administran una de las poquísimas pulquerías del centro de Oaxaca. Entre cafés, pizzerías, lugares de hamburguesas, alitas de pollo y demás monotonía, decidieron que valía la pena intentar algo nuevo: surtir pulque de Tlaxcala.

Como emprendedora, Ashley no tiene ninguna ventaja por ser extranjera, y sí ciertas incomodidades: cuando se inconforma a causa de complicaciones de la operación, no falta quien le asegure que los gringos se sienten superiores y quieren todo a su manera. “Tengo que cuidarme mucho en público sobre cómo me ven para no ser ese estereotipo o no aparentar que me siento con más derechos. Y es cansado”, explica.

Como en las pulquerías clásicas, la de Ashley y sus socias se ha convertido en un punto de encuentro de artistas, bohemios y activistas locales. Qué ironía: una estadounidense abre para los oaxaqueños una oportunidad de revalorizar una bebida que ya vio sus mejores años y que fue discriminada como insalubre y de bajo nivel social, explica Ashley, con una sonrisa de sorpresa.

“Si dejamos de ver las cosas en blanco y negro, descubrimos que tenemos mucho contexto. Hay gente privilegiada y no privilegiada en todo el mundo, y tenemos que empezar a separar para no poner todo en el mismo saco”, razona la emprendedora.

El Censo 2020 del Inegi registró 22 659 extranjeros en el estado de Oaxaca, cifra que equivale a 2% de todos los extranjeros en el país. Además, la proporción actual en el estado representa la mayor históricamente si se considera que en 1990 eran solo 0.05% de la población; en el año 2000, 0.13%, y en 2010, 0.45%, para llegar a 2020 —el último censo disponible— con 0.55%.

Según datos de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación publicados en enero de 2023, la cifra de extranjeros residentes —temporales y permanentes— en Oaxaca es 27743. Si consideramos que la población del estado es de 4 132 148 personas, habría una persona foránea por cada 148 oaxaqueños. Todos los entrevistados de este reportaje notaron un aumento de extranjeros a partir de la pandemia y de olas migratorias ocurridas en el mismo periodo desde el Caribe, Centro y Sudamérica.

La historiadora Mónica Palma Mora, quien ha estudiado la presencia de extranjeros en el estado a partir del siglo XX, identifica un factor peculiar en el aumento reciente de esta población: los hijos de migrantes oaxaqueños nacidos en Estados Unidos que han migrado a Oaxaca debido a políticas de retorno forzoso o deportación implementadas por el Gobierno estadounidense en los últimos años.

“La presencia de esta población estadounidense de ascendencia mexicana, sumada a la de otras latitudes (angloamericana propiamente, europea, latinoamericana), representa, desde una perspectiva estadística, una pequeña pero significativa aportación a la pluralidad étnica, lingüística y cultural de Oaxaca y de su capital”, argumenta Palma Mora en el artículo “Extranjeros en la ciudad de Oaxaca. Una semblanza en la segunda mitad del siglo xx”, de la revista Con-temporánea del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

“Si dejamos de ver las cosas en blanco y negro, descubrimos que tenemos mucho contexto. Hay gente privilegiada y no privilegiada en todo el mundo, y tenemos que empezar a separar para no poner todo en el mismo saco”.
Arriba: en la céntrica calle García Vigil, un inmueble es extensamente restaurado. Hoteles, hostales y viviendas en renta en plataformas como Airbnb, en Oaxaca deben pagar un impuesto al hospedaje de 3% por habitación por noche. La Sectur del estado intenta que los casi 100 millones de pesos obtenidos de ese rubro sean invertidos en promoción turística. Abajo: The Levi’s Tailor Shop Oaxaca en un vértice del emblemático Zócalo.

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Con el tercer sospechoso el asunto se vuelve más complejo. Son los caseros. Y es que el principal argumento de Rhonda Stevenson para dudar del sambenito de que los extranjeros son responsables de la gentrificación es que su casero y los de todos los extranjeros de su círculo cercano son oaxaqueños.

“Cuando hay enojo y necesidad de culpar a alguien, siempre es fácil señalar a los extranjeros —asegura esta canadiense, en sus 40 años, que renta desde 2023 un departamento al sur de la ciudad—. Pero tenemos que ver quién está subiendo arbitrariamente las rentas, quién se queda con ellas, quién está desalojando injustamente a sus inquilinos para subir el precio del alquiler y rentarles a extranjeros. Incluso puedes ver historias de gente mexicana siendo desplazada por la avaricia de gente mexicana que prefiere rentárselo a extranjeros”.

Las estadísticas sobre Airbnb parecen darle la razón a Stevenson. De una muestra de 289 alojamientos listados en esta plataforma en 2022, en 13 colonias, barrios y pueblos conurbados de la capital oaxaqueña —Centro, Jalatlaco, Xochimilco, Trinidad de las Huertas, San Felipe del Agua, Reforma, Volcanes, Candiani, Ex-Marquesado, Santa Rosa Panzacola, San Martín Mexicapan, San Juan Chapultepec, Xoxocotlán—, solo 97% eran propiedad de personas originarias de Oaxaca, según el análisis “En contexto: Airbnb y su regulación”, publicado por el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública (CESOP) del estado de Oaxaca.

Con datos preliminares que alimentan su investigación, obtenidos de agencias inmobiliarias, la geógrafa Mabel Yescas, estudiosa de temas urbanos y nativa del Centro Histórico de Oaxaca, estima que la inversión extranjera en vivienda en la ciudad no supera 10% del total, aunque, de nuevo, tiene indicios de que esto se ha acelerado desde la pandemia de covid-19. “Dar con el dato exacto implicaría una investigación enorme en el Registro Público de la Propiedad, y aun así sería difícil saber cuántos compran en pueblos conurbados, donde son ejidos o comunidades agrarias”, explica.

Dueña de una casa, un edificio de departamentos y un hotel en el centro, la oaxaqueña Olga Espinosa trabaja de tiempo completo asegurándose de que no les falte ningún servicio a sus inquilinos o huéspedes. Parte de su rutina habitual es recorrer la ciudad con refacciones o suministros para sistemas de agua, gas, internet, y tener llamadas constantes con el plomero, el cerrajero o el carpintero. “Esto es un trabajo como cualquier otro. Mucha gente piensa que el gobierno nos da más agua o nos perdona los impuestos [a los propietarios, como una forma de privilegio o tráfico de influencias], pero no es así. Al revés, tenemos que comprar un montón de pipas de agua y estar al corriente con pagos de licencias”, revira.

Te recomendamos el reportaje “Los sensacionales hermanos Cevallos“.

Portales que rodean el Zócalo de la ciudad de Oaxaca. Este lugar, suma y síntesis de la sociedad oaxaqueña, ha simbolizado frecuentemente la resistencia a la mercantilización excesiva y la privatización del espacio público.

A menudo, el trabajo de esta ingeniera de 52 años implica contener los conflictos habituales en una ciudad diversa, como la noche en que, en plena pandemia, un puñado de adolescentes de la Ciudad de México hicieron una covid party en uno de sus departamentos. Su respuesta fue implacable: rescindió su contrato y los denunció a la policía. En otra ocasión, una pinta amaneció en el muro de la casa que le rentaba a un estadounidense. Decía “Gringo, go home”. El pensionado octogenario entró en pánico y trató de salir de Oaxaca, por lo que ella tuvo que explicarle que no era nada personal contra él, sino una de tantas expresiones de la tensión social en la ciudad.

Espinosa llega al punto de defender la necesidad de subir continuamente los precios del alquiler, para ponerse al corriente con la economía, en general, y para cumplir con una especie de reivindicación: que Oaxaca no sea menos que otras ciudades de México e incluso otros países. “Me choca que lleguen visitantes pensando en rentar un departamento amueblado y equipado, con estacionamiento y terraza, por 5 000 pesos, que no es ni la mitad de lo que pagan en sus lugares de origen, y que asuman que acá cuesta menos solo porque es Oaxaca”. En la actualidad, el precio promedio de renta de sus alojamientos es de 12 000 pesos al mes, con servicios incluidos, por 60 metros cuadrados, que se distribuyen en dos recámaras, un baño, sala comedor, un cajón de estacionamiento y un patio de servicio.

Sin embargo, reconoce que eso tiene un impacto en los oaxaqueños. “Es cierto que muchos se van quedando fuera y que esto es injusto, pero Oaxaca va cambiando porque el mundo va cambiando, y nosotros no podemos quedarnos atrás. Todo está subiendo de precios”.

En la colonia Reforma, la primera contigua al Centro Histórico, por el norte —tradicionalmente de viviendas unifamiliares y comercios, y que comenzó a desarrollarse a mediados del siglo pasado—, la señora Magdalena Camacho no ha subido tanto los precios de los seis departamentos de su vecindad en los últimos años, pero a cambio hay algo que los inquilinos tienen que pagar: el edificio es viejo, y ella, a sus 86 años, no tiene ni la energía ni las ganas de restaurarlo. Es, en términos prácticos, su plan de jubilación y no piensa pasar sus últimos días complaciendo a inquilinos “que ni cuidan las cosas”.

“Yo rento como esté y, si no les gusta, nunca me falta alguien que sí quiera rentar”, explica la antigua maestra de primaria, que logró construir los departamentos en los años noventa con el patrimonio de su difunto marido, que era cirujano. La renta más baja es de 5 000 pesos.

Tanto Espinosa como Camacho reconocen que una mejor regulación del sector inmobiliario y del turismo vendría bien para mantener la seguridad y evitarles problemas tanto a ellos como a los inquilinos. Por ejemplo, reclaman que las plataformas como Airbnb faciliten que gente desconocida rente a gente desconocida sin posibilidad de saber qué pasa dentro de esos inmuebles.

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Por raro que parezca, también la comunidad artística está bajo sospecha. Cuando llegó al barrio de Jalatlaco en 2001, el mayor reto del artista Demetrio Barrita no era pagar la renta, sino encontrar dónde tomar un café decente no tan lejos de su barrio. Entonces pagaba 1 000 pesos por rentar una esquina en el principal crucero del barrio, casi frente a la iglesia de San Matías.

Más de dos décadas después, Jalatlaco alberga no menos de una docena de cafés y su encanto, a ojos de los visitantes, lo convirtió en 2023 en uno de los primeros “barrios mágicos” en México. Mal asunto: Barrita ha tenido que salir del barrio porque el inmueble que solía rentar cuesta hoy arriba de 20 000 pesos al mes, explica el artista sexagenario en su nuevo estudio, mientras percola café sobre una taza con un filtro de papel.

El acento de la obra de Barrita está en el reciclaje de recursos. Es capaz de transformar retazos de madera y un rin viejo de aluminio en una actualización de la icónica Rueda de bicicleta, de Marcel Duchamp (1913), sobre un taburete. No solo reutiliza materiales, sino que los intercambia: tiene un amigo productor de café de la sierra a quien le cambia kilos de su cosecha por piezas de arte.

En su viejo estudio, Barrita vivió a fondo el vendaval del movimiento magisterial y la crisis de 2006: apoyó a los maestros y convirtió su espacio en una especie de santuario para las distintas partes en el conflicto. En ese rincón de materiales e ideas circularon por igual las caguamas con los amigos, las peticiones de gente del barrio y compradores de arte de distintas partes del mundo.

Entonces, Barrita dejó el emblemático estudio en 2013, cuando pagaba 3 000 pesos de renta, casi 700% menos de lo que cuesta ahora. Fue tomado por medios y activistas locales como una víctima temprana del desplazamiento por gentrificación, pero él no está de acuerdo con esta caracterización. En su mirada acostumbrada a reasignar valor a las cosas, ni el dinero ni un sitio en un barrio de moda tienen una importancia determinante; por eso no entiende o no toma en serio muchos de los juicios alrededor de la gentrificación.

Según la Secretaría de Gobernación, la cifra de extranjeros residentes —temporales y permanentes— en Oaxaca es 27 743. Si consideramos que la población del estado es de 4132 148 personas, habría una persona foránea por cada 148 oaxaqueños.

“Me han querido poner como de ‘pobrecito, te corrieron’, ¡y yo no fui corrido! —subraya—. Sí pasó eso con la renta, pero yo también tenía otros proyectos y sentía que, para mí, ese espacio no daba para más”. El siguiente paso en la carrera de Barrita era armar un taller itinerante: una camioneta cargada con todas sus herramientas y materiales para ir a dar talleres de arte en comunidades remotas. Al final no se logró porque la camioneta que consiguió era vieja y no aguantaba los caminos de terracería oaxaqueños.

Tras la muerte de su madre, hace unos seis años, Barrita volvió a la casa materna, que ahora reconstruye poco a poco con su técnica artística de reciclaje, privilegiando el taller y el jardín. “Me siguen invitando para que vuelva a Jalatlaco a otros proyectos, pero ya no soporto los distintos niveles de contaminación (ruido, transporte y hasta contaminación cultural) que existen en el centro”.

Barrita no solo reniega de la explicación monolítica de la gentrificación, sino que recurre a la autocrítica para procurar entender el fenómeno. Durante una visita a Estados Unidos, le explicó lo sucedido en Jalatlaco a un amigo politólogo, quien no dudó en responderle: “¡Pero si tú provocaste todo eso!”. Y ahora recurre a esa frase para explicar que en distintas partes del mundo son los artistas quienes con su mera presencia han allanado el camino a la gentrificación: vuelven atractivos barrios y pueblos en los márgenes que luego reciben olas cada vez más grandes de consumidores.

“Alguien vio nuestro espacio [se refiere a su antiguo estudio], le gustó y lo replicó. Ahora hay un montón y así se contamina todo —sentencia Barrita, y alterna sorbos de café con carcajadas irónicas—. Todo esto lo veo como una apropiación, un paso más del capitalismo feroz por adueñarse de todos los bienes, no solo materiales, sino también culturales y naturales. A veces es hasta frustrante y quisieras tener un quehacer diferente: no quieres estar en una galería ni participar en proyectos”.

En el proceso de convertir su casa actual en su obra de vida, Barrita no rehúye de lo que pasa en la ciudad ni en el mundo del arte, pero pasa los días armando piezas, recibiendo amigos, intercambiando obras y cuidando sus hortalizas, acompañado de su perrita Frida (“por sufrida”, aclara), un gato y su familia. “Soy muy feliz aquí, me encanta estar haciendo esto que hago”, asegura.

Demetrio Barrita, artista visual, dejó su estudio en el barrio de Jalatlaco, que era un lugar de encuentro de la comunidad, en 2013, cuando pagaba 3 000 pesos de renta, casi 700% menos de lo que cuesta ahora.

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Durante dos meses solicité una entrevista con el alcalde de la ciudad, Francisco Martínez Neri. La negativa de su equipo —siempre con el argumento de falta de tiempo— bien puede representar su reticencia a abordar el tema de la gentrificación. El funcionario fue cuestionado en varias ocasiones en el último año, y su respuesta ha sido ambigua. Se ha pronunciado por “reglamentar, contener hasta donde sea posible a través de la concientización” y por “establecer una correlación entre el interés de la persona y el de la sociedad”, pero sin dar detalles ni delinear una estrategia, mucho menos enmarcar con justeza el problema. Sin diagnóstico claro que permita entender la situación, falta el primerísimo paso de un largo camino hacia una política pública que pueda dar una respuesta eficiente.

En un encuentro con vecinos en febrero pasado, mientras buscaba la candidatura de su partido (Morena) y la reelección en junio, dio a entender que cualquier estrategia de vivienda asequible para los jóvenes que la demandan tendría que ser coordinada con el gobierno estatal. A pesar de militar en el mismo partido en un estado que apenas hace dos años logró sacudirse al histórico Partido Revolucionario Institucional, los círculos del alcalde Martínez Neri y el gobernador Salomón Jara han protagonizado en este tiempo enfrentamientos políticos que hacen difícil pensar en una colaboración para un problema de este tipo. Para el gobernador, la gentrificación ni siquiera parece ser un problema que aparezca en su radar político. Apenas a mediados de marzo, tras la pregunta de una periodista en un acto público, Jara reconoció que “ha habido desplazamiento” de población originaria por los crecientes costos de la vivienda, pero descartó medidas específicas por parte de su gobierno para atender el problema.

“Cambian los usos de los locales [comerciales], hoy vemos cómo han crecido los hoteles boutique, los restaurantes; en fin, es el desarrollo propio de una sociedad”, dijo a los periodistas.

A nivel jurídico, los gobiernos locales y el Congreso del estado son los que tienen mayores facultades para atender el problema. Temas urbanos como el desarrollo de vivienda y los servicios públicos son responsabilidad municipal en México y en muchas partes del mundo.

En el reporte sobre Airbnb y su regulación, el CESOP del Congreso estatal hace un recuento de las medidas a nivel mundial contra esta plataforma y su potencial gentrificador: Ámsterdam solo permite que sus anfitriones renten espacios por un máximo de 60 días al año; Nueva York prohibió que los propietarios alquilen un alojamiento por menos de 30 días, a no ser que ellos se encuentren en la casa o renten solo una habitación; en Santa Mónica, California, el arrendatario solo puede alquilar una vivienda y debe convivir con los huéspedes en el proceso.

Si quisiera realmente enfrentar las consecuencias de plataformas como Airbnb —concluye el reporte—, el Congreso de Oaxaca podría considerar modificaciones a la Constitución estatal, así como a las leyes de Turismo, Ingresos y Protección Civil, además de crear por completo una ley de hospedaje mediante plataformas digitales, como la que existe desde 2020 en Guanajuato.

Además de regulaciones a Airbnb, queda un abanico enorme de posibilidades legales y administrativas para enfrentar el aumento desmedido en las rentas, la falta de vivienda asequible —estas dos contempladas recientemente bajo el concepto de “derecho a la vivienda”—, el alza generalizada de precios, la privatización de espacios públicos y el acaparamiento turístico.

Si los políticos logran evadir su responsabilidad en el tema de la gentrificación es, en parte, porque la presión social está mal colocada. Carla Escoffié, abogada especializada y activista por la vivienda digna en México, asegura: “Esto de creer que la gentrificación es que lleguen extranjeros lo que ha hecho es desviar el escrutinio que tendríamos que estar haciendo a las autoridades. […] La gentrificación empezó en México desde hace décadas de mexicanos a otros mexicanos porque el problema es la desigualdad, no es la inmigración en sí”.

Rubros concretos que pueden motivar la exigencia ciudadana no faltan. Hoteles, hostales y viviendas en renta en plataformas como Airbnb, en Oaxaca deben pagar un impuesto al hospedaje de 3% por habitación por noche. La Sectur del estado intenta que los casi 100 millones de pesos obtenidos de ese rubro sean invertidos en promoción turística para atraer más turismo al estado. Pero la urbanista Alejandra García tiene otra idea en mente: “Se podría etiquetar ese rubro para empezar a compensar a las y los oaxaqueños por los impactos sociales del turismo con inversión en vivienda social, apoyo a la población originaria y a organizaciones que trabajen en la materia”.

Alrededor de una placa de ubicación para invidentes, anuncio de talleres de grabado en madera. Bilingües, por supuesto.

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A diferencia de las novelas policiacas, al rastrear las huellas de la gentrificación no se llega a un único e inequívoco autor del crimen. La responsabilidad termina repartida entre una constelación de actores sociales. En estos meses he escuchado una consideración que aflora aquí y allá en conversaciones públicas: tal vez todos tenemos parte de la culpa. Todos somos gentrificadores. Lo sepamos o no, lo aceptemos o no.

Si las autoridades estatales y municipales no ofertaran la ciudad al turismo, tal vez no habría visitantes incómodos que perturbaran la vida de la ciudad. Si los oaxaqueños no abrieran sus establecimientos y casas al turismo, los visitantes no tendrían razones para venir o quedarse. Si los visitantes dejaran de gastar su dinero en la ciudad, no habría alza de precios en la economía local. Si Oaxaca no fuera parte del mundo…

Pero cada uno de estos supuestos implica necesariamente consecuencias del otro lado de la ecuación. Si las autoridades no ofertaran la ciudad, no habría una industria turística. Si los oaxaqueños no abrieran sus puertas, no tendrían acceso a esa derrama económica. Y si los visitantes eligieran no venir a Oaxaca, es probable que fueran a algún otro lado a pagar por servicios similares.

“Es fácil sentirnos enredados en un fenómeno complejo como este, pero concluir que todos somos gentrificadores también es una salida fácil —asegura Alejandra García—. Eso implica que, pensando que la turistificación y la gentrificación son responsabilidad de todos, debemos resignarnos y volver cada quien a lo nuestro, y esa es la vía más rápida para la apatía y para que siga todo igual”.

Esta especialista, originaria de la Ciudad de México, ha estudiado acciones colectivas contra la gentrificación en ciudades como Berlín, Barcelona o Venecia, pero recurre a la frase célebre en Spider-Man para explicar mejor la situación: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, afirma señalando el Palacio de Gobierno, mientras la entrevisto en una mesa de los portales del Zócalo. Con este gesto da a entender que los gobiernos, congresos y tribunales tienen una mayor carga en este problema público, seguidos de las empresas. Luego, afirma, siguen organizaciones sociales y actores individuales.

“Me choca que lleguen visitantes pensando en rentar un departamento amueblado y equipado, con estacionamiento y terraza, por 5000 pesos, que no es ni la mitad de lo que pagan en sus lugares de origen, y que asuman que acá cuesta menos solo porque es Oaxaca”.

Este escalafón de responsabilidades lo tienen claro los distintos oaxaqueños que consulté. “Los que hemos vivido aquí toda la vida sabemos quiénes son aquí los corruptos. Los políticos, los sindicatos, los empresarios y sus cómplices son los que han fomentado el turismo y acaparado las ganancias”, explica Roberto Marcelino, vecino de Jalatlaco, en referencia a un hotel de lujo que se ha convertido en una especie de símbolo ominoso y que la vox populi identifica como propiedad de los Murat, una familia de la que provienen dos exgobernadores del estado.

“Nosotros no podemos tocar un muro de adobe porque según el INAH es patrimonio de la humanidad, pero ellos pueden construir un monstruo de hotel, generar tráfico, consumir muchísima agua, y sin hacer absolutamente nada por el barrio”, reclama Marcelino.

Además de desviar la atención de las obligaciones gubernamentales, centrar la responsabilidad de la gentrificación en los extranjeros invisibiliza, de paso, fenómenos más oscuros. Uno de ellos, fuente de peculiares conflictos políticos en el estado en los últimos años, ha sido el despojo de inmuebles de gran valor por parte de una presunta mafia de funcionarios públicos coludidos con notarios públicos, conocida en medios como el “Cártel del Despojo”.

El gobernador Salomón Jara y su equipo jurídico se han empeñado en demostrar que se trata de una operación de Estado, originada en sexenios pasados. Pero acaso la mejor forma de abordarlo es atender el caso de Caleb Gómez Conzatti, abogado y uno de los primeros denunciantes del supuesto cártel. Él y sus tres hermanos descubrieron en 2021 que habían sido despojados de su identidad, cuando constataron que en el Registro Civil del estado sus actas de nacimiento de toda la vida de pronto eran consideradas falsas por la dependencia y, por lo tanto, ya no existían sus nombres. El robo de identidad fue acompañado de otro robo: el de dos inmuebles registrados bajo su nombre real.

Las denuncias de los hermanos Gómez Conzatti y de otros oaxaqueños en situaciones similares destaparon el escándalo, que llegó hasta la Presidencia de la República en 2022, cuando en una conferencia mañanera del presidente López Obrador, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana informó que entre marzo de 2021 y julio de 2022 se habían acumulado 1 467 carpetas de investigación por casos de presunto despojo en distintas partes de Oaxaca, de las cuales 213 estarían relacionadas con la falsificación de documentos notariales.

“Los políticos investigados en el caso del Cártel del Despojo tienen hoteles. Entonces, está claro que esta tipología de despojo luego recicla los inmuebles o la riqueza en la industria turística; entonces, esta impunidad y corrupción no es algo que quede por fuera de la gentrificación”, opina Gómez Conzatti.

Por el caso han sido detenidos, hasta el momento, el exdirector del Instituto Catastral del Estado de Oaxaca, dos notarios públicos y otros exfuncionarios del Registro Civil.

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Esto es un asunto urbano en el amplio sentido: la forma en que ordenamos nuestra vida social. Por ello, la estrategia contra la gentrificación pasa por instrumentos técnicos del urbanismo, como planeación, zonificación, manejo de los usos de suelo. Al menos esto resulta claro para María Concepción González, profesora en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. “Debe haber una estrategia de ordenamiento que logre un equilibrio entre las distintas necesidades sociales, como vivienda, turismo y actividad comercial, para dar cabida a la diversidad y frenar la expulsión de la población”, afirma la arquitecta, quien forma parte del Colegio de Urbanistas de Oaxaca. Esa institución ha presentado varias propuestas de acción al gobierno municipal, incluidos programas piloto para mejoramiento de las vecindades del centro, nuevas normas para frenar la especulación inmobiliaria y fomento de la inversión en los inmuebles históricos.

Sin embargo, a lo largo de los años, estas recomendaciones han caído en oídos sordos, afirma la especialista. “Ultimadamente, esto es una discusión política sobre adónde queremos dirigir nuestra ciudad, pero sin participación social no va a haber voluntad política”, agrega Edmundo Morales, presidente del Colegio de Urbanistas.

La conversación que sugiere el arquitecto se vuelve más urgente que nunca ante las megaobras de infraestructura que prometen cambiar el destino del estado de Oaxaca: la supercarretera que conecta la ciudad con la costa en menos de tres horas, inaugurada ya, y el corredor interoceánico —un entramado de vías férreas y carreteras que facilitarán el transporte de mercancías entre el Pacífico y el golfo de México a través del Istmo de Tehuantepec—.

El escritor Leonardo da Jandra, un enérgico pensador chiapaneco de nacimiento y oaxaqueño por más de medio siglo de vivir en el estado, es suspicaz al respecto. Cuando lleguen las empresas globales a trabajar al corredor interoceánico, explica, sus directivos no van a querer vivir en ciudades pequeñas como Salina Cruz o Matías Romero, sino que van a dirigirse a Oaxaca.

“Si no nos preparamos como oaxaqueños, van a ser otros los que van a decidir —explicó Da Jandra ante un auditorio reunido para escucharlo hablar sobre la gentrificación el 1 de marzo pasado—. Oaxaca es el corazón identitario de México y tiene todo para [alcanzar] un destino brillante, pero necesitamos asumir ese destino en nuestras manos”.

Este reportaje se realizó con el apoyo de Open Society Foundations

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En una ciudad caracterizada por la multiculturalidad, y en un estado con 27 743 extranjeros residentes —temporales y permanentes—, un conflicto ha comenzado a aflorar en los últimos meses. Las señales están en los muros. Miembros del colectivo Ocho Trueno, activistas en contra de la gentrificación, pegan un cartel en la primavera de este año.

Los vecinos distantes de Oaxaca

Los vecinos distantes de Oaxaca

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La capital del estado de Oaxaca, emblema de la potencia cultural del sur de México, se ha convertido en los últimos años en la “zona cero” de un fenómeno difícil de identificar, pero cuyos efectos han afectado de manera profunda la vida de miles de oaxaqueños, que ven cómo su ciudad ha dejado paulatinamente de pertenecerles. Hay dos caminos: asumir la responsabilidad colectiva y política de la gentrificación, o dejar que tras ese membrete se sigan ocultando las fuentes de la tensión social.

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Una trama de desencuentros por debajo de la rabia social

En Oaxaca ya no se entiende lo que está pasando o ya pasó lo que se estaba entendiendo, como diría Carlos Monsiváis. Miles de oaxaqueños ahora mismo lidian con un coctel de emociones provocadas por una red de cambios acelerados. En lo que va del siglo, algo ha ocurrido en su ciudad que los desubica profundamente, sin haberse movido un centímetro.

La agitación del coctel se pudo leer en los muros de la ciudad y en las redes sociales durante meses, y estalló en enero pasado. “OAXACA PARA LOS OAXACOS”, se leía en la convocatoria a una “marcha calenda” que circuló en Instagram y grupos de WhatsApp. El eco enrevesado de la Doctrina Monroe y demás frases que lo acompañaron —“no gringos, no blankkkos”, “defendamos Oaxaca”, “restricciones a los extranjeros”— levantó cejas por los barrios.

Así es que el sábado 27 de enero, después de las cuatro de la tarde, un grupo de unas 50 personas se reunió en la plaza Cruz de Piedra y avanzó por el andador peatonal Macedonio Alcalá hasta el Zócalo de la ciudad. En el camino liberaron su rabia contenida: pintaron muros, rompieron vidrios y clausuraron negocios de manera simbólica.

Testimonios de los asistentes y testigos directos de la protesta, además de videos e imágenes en redes sociales y medios, me permitieron reconstruir parte de la jornada. En un salón en el que se celebraba una boda, golpearon con martillos la puerta de metal de la entrada. Cuando salió un encargado a encarar a los agresores, un manifestante le disparó pintura en aerosol a la cara, en medio de los gritos celebratorios de la multitud que protestaba. A dos cuadras de ahí, otro de los participantes de la marcha, aprovechando la confusión, roció pintura en el vestido de noche de una mujer que cruzaba el andador para asistir a una fiesta. En una calle cercana, vecinos indignados por las pintas lanzaron objetos a los manifestantes. Más adelante, sujetos con martillos destrozaron las ventanas de una tienda, oficinas y una sucursal bancaria. Golpe a golpe, el carácter festivo de la calenda desaparecía.

Al llegar al Zócalo, la rabia ya había robado protagonismo al posicionamiento político expresado por una parte del grupo que, por lo demás, mantuvo su actitud pacífica: “Oaxaca no es mercancía, no al despojo cultural y territorial”, arengaron. Los agentes de la policía estatal se presentaron minutos después y comenzaron las detenciones. Seis personas fueron puestas bajo custodia y permanecieron así tres días, antes de ser liberadas gracias a la intensa presión de organizaciones defensoras de derechos humanos. El gobernador de Oaxaca, Salomón Jara, tildó la marcha de “lucha racista”, y las consignas de “mensajes de odio” en contra de los extranjeros, lo cual solo endureció la respuesta de activistas y organizaciones aliadas.

Arriba: en la plaza frente al templo de Santo Domingo de Guzmán, uno de los mayores reclamos turísticos de la ciudad, van y vienen campamentos en protesta por la gentrificación. La Sectur local calcula que la derrama económica del turismo en Oaxaca de Juárez, el municipio central de la zona metropolitana, fue de 5 976 millones de pesos (2023). Abajo: una de las calles plácidas que conectan el andador peatonal Macedonio Alcalá con los restos del acueducto de la ciudad. Un perfil urbano que es imán del turismo y, al mismo tiempo, muy vulnerable a su masificación.

La protesta acaparó los titulares a lo largo del país. En Oaxaca fue la primera denuncia colectiva y pública —y no faltó quien la consideró la primera en México— de un fenómeno que, a falta de una referencia más inmediata, llamaré (como todos lo hacen) “gentrificación”.

“Ese día no tuvo mucho sentido el uso de la violencia, ni la coherencia del análisis de los manifestantes, ni los términos en que lo plantearon —me explica Alejandra García, urbanista y residente de la ciudad de Oaxaca que ha seguido la evolución del tema—. Pero es muy claro que esto fue un grito de rabia, de malestares que se venían callando, y eso es lo que importa. Como sociedad tenemos que discutir muy seriamente esta situación”.

La discusión podría partir, por ejemplo, de la brecha que se abre entre la ciudad que conocen y disfrutan los turistas y la ciudad cotidiana de los oaxaqueños. Sería factible hablar de abstracciones tan disímiles como la globalización, la migración, el turismo de masas, la digitalización, el trabajo remoto y la reciente pandemia. O de hechos tangibles como la escasez de agua potable, que este año ha afectado a 90% del área que cubre la red pública, según reporta la propia instancia que la opera; el estrés de las áreas verdes —65% de sus árboles tienen plaga—, y la ineficiencia de un transporte público basado en menos de 50 rutas de camiones, a menudo hacinados. Se trata de un área metropolitana de 23 municipios con poco más de 709 000 habitantes (Censo de Población y Vivienda del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Inegi, 2020), ahogada por el tráfico vehicular, una gestión deficiente de la basura —en un par de años se cerrará su único relleno sanitario— y la criminalidad —961 homicidios en 2023—. Una última foto instantánea: en Oaxaca el salario mensual promedio, de entre 7 000 y 11 438 pesos según el nivel de estudios, es uno de los más bajos del país, mientras las rentas y los precios no paran de subir, en medio de una inflación anual que en abril pasado se situó como la tercera mayor del país: 5.3%, tras Puebla y Yucatán.

Los anteriores son algunos de los múltiples factores que determinan el fenómeno, o bien, son sus manifestaciones. Tocarlo directamente —entender la gentrificación en Oaxaca— implica entrar en el argumento de una novela policiaca. Mientras se suele asumir la identidad de la víctima (¿la ciudad?), todos alrededor de ella se miran tratando de descubrir, con los lentes de la suspicacia y el prejuicio, quién es el asesino.

A diferencia de la novela, en que los sospechosos son meros individuos —el cartero, la mucama o el médico—, en la gentrificación se habla de actores colectivos: las inmobiliarias, los extranjeros, los caseros o los políticos. Pero la trama en Oaxaca es bastante más complicada. La única posibilidad de acercarse a saber qué pasó es escuchar uno a uno a los testigos, que en buena medida son también los sospechosos: turistas, inquilinos, caseros, funcionarios públicos, hoteleros, activistas, empresarios, entre otros. Eso es lo que me propongo en este reportaje. Arrancaré por mirar detenidamente la vida de una mujer que, como muchos, puede levantar la mano para decir: “Yo soy una víctima”.

La mayoría de los nombres de las personas aquí citadas son ficticios y algunos detalles fueron alterados para garantizar el anonimato.

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Paola nació y creció en Oaxaca, pero desde hace ya varios años se siente incómoda en su ciudad. Los hoteles boutique, restaurantes de autor y galerías de arte, y la avalancha de visitantes que estos nuevos espacios atraen cada año, le hacen sentir que algunos de los lugares en los que transcurrió su infancia y juventud ya no son para ella.

Paola no habla solo de sensaciones, de impresiones. Esta estudiante de posgrado de una universidad pública local piensa en las ocasiones en las que, por ejemplo, batalla para encontrar un lugar para comer en el centro por menos de 100 pesos, o simplemente un establecimiento donde comer consista en quitarse el hambre con un plato familiar y no en una experiencia gastronómica con alimentos desconocidos y tendencias exóticas. “Me gusta la ensalada de quinoa con aguacate que hacen ahí, pero con eso me como cinco tacos de cazuela”, ironiza mientras pasa frente a un restaurante vegano con menú en inglés en una calle que lleva al Zócalo.

Es miércoles por la mañana y Paola apura el paso para llegar a su escuela en el Centro Histórico. Mientras recorre las ocho calles desde la parada del camión, repite las cuentas en su cabeza: ocho pesos del pasaje de ida y ocho para la vuelta; una comida corrida de 90 y otros 30 para un café entre clases. Ciento cincuenta pesos es lo máximo que puede gastar al día si quiere pagar también la renta, la despensa, la pipa de agua, su terapia, y llegar a fin de mes con su beca estudiantil de 11 000 pesos.

Todo en esta oaxaqueña de 32 años habla de disciplina financiera en tiempos de inflación. Su cabello lacio y negro espera un nuevo corte que la ayude a mantenerse fresca ante el calor; su teléfono de pantalla rota espera una nueva, y su tatuaje de “Nos queremos vivas” en el antebrazo espera un retoque con flores moradas. Solo sus botas Dr. Martens, desgastadas paso a paso en estas calles de cantera verde, son viejas por voluntad.

Cuando era adolescente, durante la primera década del siglo XXI, la rutina de Paola dependía menos del dinero. Entre clases podía esperar en casas de familiares y amigos que vivían en vecindades y casas del centro. Ahí no solo mataba el tiempo, sino que también convivía con gente cercana y tenía una dinámica social que la arropaba. Los turistas eran aún una acotación a la vida cotidiana y abrumaban únicamente durante las fiestas de la Guelaguetza. No había trabajo remoto, nómadas digitales ni Airbnb.

Mientras se suele asumir la identidad de la víctima (¿la ciudad?), todos alrededor de ella se miran tratando de descubrir, con los lentes de la suspicacia y el prejuicio, quién es el asesino.

En 2010, después del bachillerato, Paola fue a la Ciudad de México a estudiar la licenciatura. A su regreso, cinco años después, encontró una Oaxaca distinta de la que dejó. Sus familiares y amigos en el centro vendieron sus casas y salieron de ahí. Los lugares que permanecen —la nevería tradicional, la cooperativa de café o la vieja librería— se volvieron ajenos a ella. “No es que nadie me haya corrido o discriminado en estos lugares —explica Paola antes de entrar a su clase—. Pero no hace falta, porque de por sí ya todo es impagable”.

En estos días, Paola viene al centro solo por trabajo o estudios. Su vida cotidiana transcurre alrededor de la casa que renta con gente de su edad en Santa Lucía del Camino o en los numerosos pueblos conurbados de la capital oaxaqueña —como Santa Cruz Xoxocotlán, el ejido Guadalupe Victoria o el valle de Etla—, donde vive ahora la mayor parte de su círculo social.

Mario, contemporáneo de Paola, es miembro del colectivo de artistas urbanos Ocho Trueno, que durante los últimos años se ha encargado de mantener la gentrificación —y otros temas políticamente incómodos— a la vista de todos: con pintura sobre los muros del Centro Histórico. Al igual que muchos de sus compañeros, Mario debe buena parte de su formación militante a su experiencia durante la revuelta de 2006 en la ciudad, la cual puso en escena a la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. Entonces era un adolescente que apoyaba en las barricadas del movimiento magisterial. “Acá los jóvenes tienen muy interiorizado que, si pasa algo, hay que marchar, como lo hicieron nuestros padres, madres y maestros”.

El colectivo al que pertenece Mario, claro está, fue uno de los convocantes a la marcha calenda de enero. Mientras reconoce los errores en su organización y desarrollo, insiste en enfocar el tema importante: el perfil de los manifestantes fue el mensaje en sí mismo. “En la marcha participaron sobre todo jóvenes porque son los que tienen los sueldos más indignos, no tienen derecho a la vivienda y ven la injusticia en eso. Hay una generación muy golpeada por el neoliberalismo”, asegura.

Paola coincide con el diagnóstico: su angustia es también la de su generación, y viene de ver cada vez más alejada la posibilidad de una vida digna, a pesar de estudiar y trabajar duro. La angustia aumentó en la pandemia, cuando desapareció la vecindad, en el centro, donde ella y varias de sus amigas llegaron a rentar departamentos por menos de 3 000 pesos mensuales. La dueña aprovechó el encierro para sacar a todos y convertir el espacio en alquileres de Airbnb. La escena se repitió por toda la ciudad. Hoy existen más de 5 100 viviendas en renta ofertadas en esta plataforma en línea, según el sitio de inteligencia para arrendamientos de corto plazo AirDNA. En 2022, esta cifra era de 2 955: un crecimiento de 72% en casi dos años.

Con 27.2 años en promedio, Oaxaca tiene la novena población más joven de México (Censo 2020). Casi la mitad de la población tiene menos de 30 años.

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En la narrativa de que Oaxaca se ha convertido en una mercancía, los turistas —se asume— son los compradores finales y, por lo tanto, los principales agentes de la gentrificación. Aunque frecuentemente se les perfila como extranjeros del norte global —“güeros”—, los turistas en Oaxaca deben ser entendidos a cabalidad. Antonio Aguilar, jefe del departamento de Información y Estadística de la Secretaría de Turismo (Sectur) del Estado de Oaxaca, lo disecciona en hojas de cálculo desde un cubículo diminuto. A través de una metodología y un sistema informático (Datatur) que facilita el Gobierno federal, este contador público y su equipo se encargan de calcular la cantidad de turistas que recibe Oaxaca y sus características: por dónde llegan, de dónde vienen, en qué establecimientos se alojan, cuánto tiempo se quedan.

“Consideramos turistas a quienes se hospeden en algún establecimiento, sin importar que sea hotel, hostal u hospedaje de plataforma en línea. A los que se hospedan en domicilios particulares no tenemos forma de contarlos”, puntualiza.

Para los extranjeros, además de pasar la noche en Oaxaca, el criterio es que no permanezcan más de 180 días, que es el periodo establecido por el Instituto Nacional de Migración para visitas temporales. De otra manera, serían residentes temporales o definitivos.

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Claudia, encargada de la tienda de productos orgánicos Xiguela, en el barrio de Jalatlaco. “No es que queramos venderles solo a güeros, porque eso no tiene sentido como estrategia de mercado, pero sí hemos notado que la gente de Europa y Norteamérica trae más el rollo del consumo local y del cuidado al medio ambiente”.

Un primer dato determinante: de 1 300 290 turistas que llegaron a Oaxaca en 2023, 88.95% fueron nacionales y 11.05%, extranjeros. La proporción es de prácticamente nueve mexicanos por cada extranjero.

A contrapelo de este dato, las pintas y comentarios en redes sociales —al menos una docena de grupos y perfiles en Instagram, TikTok, Twitter y Facebook, el más nutrido de ellos con más de 37000 seguidores, hablan de la gentrificación en Oaxaca— suelen presentar a los turistas como frívolos, ignorantes y explotadores. Una suerte de spring breakers sin playa. La Sectur estatal no lleva un registro de expats o de digital nomads, o de tendencias identificables de consumo, pero Carlos David Jacinto, director de Promoción Turística de la dependencia, tiene una caracterización precisa de este segmento: “A Oaxaca la gente viene principalmente interesada en conocer su cultura, sus tradiciones, su comida. […] Independientemente de si son nacionales o extranjeros, tenemos como prioridad recibir no necesariamente más gente, sino apostarle a un turismo responsable y con sentido, conocedor y respetuoso”.

Para Claudia, encargada de una tienda de productos orgánicos en el barrio de Jalatlaco, al este del centro, es evidente que la temporada fuerte de ventas está ligada a los snowbirds: los turistas de Estados Unidos y Canadá que llegan desde octubre a refugiarse del invierno y luego regresan a sus hogares en febrero o marzo. Por el contrario, nota que los turistas mexicanos casi no compran porque vienen “de pisa y corre”, típicamente en Semana Santa y fin de año.

“No es que queramos venderles solo a güeros, porque eso no tiene sentido como estrategia de mercado, pero sí hemos notado que la gente de Europa y Norteamérica trae más el rollo del consumo local y del cuidado al medio ambiente”, explica Claudia. La tienda abrió hace más de 20 años con la intención de ofrecer productos locales, pero los costos de producción y logística de los pequeños productores se traducen en precios finales que muchos oaxaqueños parecen no poder o no querer enfrentar. Sin embargo, la encargada asegura que incluso los habitantes de la ciudad son más propensos a consumir durante temporadas turísticas altas, cuando hay dinero en circulación.

Pocos temas tan polarizantes como el turismo en Oaxaca. Por un lado están quienes afirman que el turismo no es tan importante aquí como para tolerar sus consecuencias: “Oaxaca no vive del turismo, el turismo vive de Oaxaca” fue una sentencia común en redes tras la marcha calenda de enero pasado. Por otro, se reproduce el lugar común de que Oaxaca es un estado pobre y sin industrias, lo que en teoría justifica cualquier sacrificio individual y colectivo para alimentar al dios económico contemporáneo.

Las cifras, como de costumbre, pueden estirarse a modo hacia cada uno de los argumentos. Esto depende de las escalas geográficas y de tiempo que se miren. Si bien es cierto que, a nivel del estado, los 14 377 millones de pesos generados por el turismo en 2022 representaron solo 2.9% del producto interno bruto anual (Inegi) —muy por debajo de actividades líderes como las manufactureras (14.9%), la construcción (13.7%), el comercio al por menor (13.4%) y los servicios inmobiliarios y de alquiler (9%)—, la situación se percibe muy distinta a nivel ciudad capital, que es el principal destino turístico por número de visitantes en la entidad.

La Sectur calcula que la derrama económica del turismo en Oaxaca de Juárez fue de 5 976 millones de pesos (2023). Esto equivale a 3.8 veces el presupuesto de egresos del mismo año —1 563 467 041.52 pesos— para el municipio central de la zona metropolitana. En 2020, el último año del que se tienen las cuentas cerradas, el turismo contribuyó a su producto interno bruto en 18.24%: uno de cada cinco pesos intercambiados por bienes y servicios.

“No es que nadie me haya corrido o discriminado en estos lugares. Pero no hace falta, porque de por sí ya todo es impagable”.

Por otra parte, la Sectur estima que el turismo en la ciudad genera unos 10 800 empleos directos (relacionados con hospedaje, alimentos y bebidas), además de casi 29 000 indirectos, que incluyen al carnicero, el cerrajero, la lavandera, el mecánico y todas las actividades que venden algún servicio a la industria turística. Para dimensionar, estos casi 40 000 puestos darían trabajo a una cuarta parte de la población económicamente activa (alrededor de 162 500 personas) en Oaxaca de Juárez.

Aunque estas cifras abstractas ocultan la calidad de los empleos, en un momento en que la industria turística local acumula denuncias de abuso laboral —salarios raquíticos, horas extras no pagadas, falta de prestaciones y maltrato, entre otras—, el sector representa una de las pocas opciones económicas viables para varias de las personas que entrevisté. “Mientras la gente siga visitando Oaxaca, yo digo que busquemos la manera de cuidar lo que nos interesa, en lugar de estarnos peleando con la gente que viene a conocer lo que hacemos”, opina Jesús Castellanos, un comerciante de artesanías, en una de las calles principales del centro.

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Segundo sospechoso: los extranjeros. El discurso los boceta, sobre todo si provienen del norte global, como despojadores, colonialistas y gentrificadores, pero la vida cotidiana oaxaqueña se entreteje, disculpen la obviedad, con personas de carne y hueso, en toda su complejidad; con gente de todas partes del continente y el mundo que trata de hacer una vida en una ciudad diversa y multicultural.

Amanda es una jubilada de 70 años, originaria de Denver, Estados Unidos. Ha vivido aquí todo lo que va del siglo, y en este tiempo ha logrado hablar un español mexicano impecable y ser aceptada por los vecinos de la calle donde vive, en un rincón del Centro Histórico. Ahí asiste a las posadas cada diciembre, apoya en los gastos de mantenimiento comunes y cumple con sus responsabilidades cívicas, como acompañar las demandas al ayuntamiento para que reparara el drenaje tapado. El año pasado su esposo murió de un infarto fulminante en las puertas de su casa. Ella agradeció la cercanía y las condolencias de sus vecinos en un momento tan delicado.

La casa de Amanda transpira binacionalidad. Su librero está lleno de títulos en inglés y español. Sus muebles combinan estilos de Estados Unidos y México, y hasta sus dos perros son mestizos. Ella y su esposo adquirieron la casa a principios del siglo; se la compraron a un matrimonio de ancianos cuyos ocho hijos habían emigrado de Oaxaca y preferían tener liquidez para poder heredar su patrimonio. “Vendimos todo en Denver para pagar esta casa y ha sido un muy buen hogar, y yo también voy a morir en esta casa”, afirma Amanda entre sollozos por su difunto Matt, un eximpresor, traductor y profesor de inglés también apreciado en la comunidad.

Cuando escucha de las quejas contra los extranjeros por la gentrificación, Amanda entiende que se refieren a otras personas. “Tiene que ver con gente ruidosa que está acostumbrada a ser tratada como si estuviera en la playa y que piensa que la gente está ahí para su entretenimiento —dice—. Pero las comunidades no son monolíticas, hay gente ruin entre los gringos y entre los mexicanos”.

Amanda ha identificado varios comportamientos comunes hacia ella. Uno es el que llama “el impuesto gringo”, por el cual a veces los taxistas o los marchantes del mercado le cobran un poco más que a los oaxaqueños. “Es justo —acepta—. Ellos son discriminados de otras maneras y nosotros tenemos otros privilegios, así que no me quejo”. Más allá de estas situaciones, Amanda no encuentra muchas diferencias entre Oaxaca y su lugar de origen. En ambos casos, la clave es “no meterte en los asuntos de nadie y no decirle a nadie cómo vivir su vida”. Al igual que los vecinos de su calle, tiene que comprar agua porque no le llega suficiente de la red, batalla para deshacerse de la basura a causa de los horarios irregulares del camión recolector y tiene que soportar el ruido de la cantina cercana y de las construcciones contiguas. “Esto es parte de vivir en una ciudad y en México… Nunca esperamos que fuera callado y ya nos acostumbramos”, asegura.

Amanda es una jubilada de 70 años, originaria de Denver, Estados Unidos. Ha vivido en un rincón del Centro Histórico de Oaxaca todo lo que va del siglo. Cuando escucha de las quejas contra los extranjeros, entiende que se refieren a otras personas: “Tiene que ver con gente ruidosa que está acostumbrada a ser tratada como si estuviera en la playa y que piensa que la gente está ahí para su entretenimiento”.

Al otro lado de la ciudad, en un barrio popular en las laderas de un cerro, vive Ashley. Al igual que tantos oaxaqueños, duerme en una casa techada con láminas de asbesto y batalla para mantener fuera mosquitos, cucarachas y alacranes. Este año tiene el pendiente de comprar e instalar otro tinaco para aguantar los largos periodos sin agua de la red pública.

Pese a todo, esta joven originaria de Florida se siente afortunada por rentar una casa de una sola recámara y sin muebles. “En mi ciudad los precios están imposibles y hay muchísima gente en situación de calle durmiendo en casas de campaña, pero muchos aquí se sorprenden cuando cuento esto, porque asumen que allá es todo bonito, como en las películas”, explica en un español fluido.

A diferencia de Amanda, Ashley ronda los 30 años y no recibe ni espera recibir una pensión. Para enfrentar los gastos, combina el trabajo como traductora con un negocio al que le ha apostado una buena parte de su tiempo y capital: ella y sus amigas mexicanas administran una de las poquísimas pulquerías del centro de Oaxaca. Entre cafés, pizzerías, lugares de hamburguesas, alitas de pollo y demás monotonía, decidieron que valía la pena intentar algo nuevo: surtir pulque de Tlaxcala.

Como emprendedora, Ashley no tiene ninguna ventaja por ser extranjera, y sí ciertas incomodidades: cuando se inconforma a causa de complicaciones de la operación, no falta quien le asegure que los gringos se sienten superiores y quieren todo a su manera. “Tengo que cuidarme mucho en público sobre cómo me ven para no ser ese estereotipo o no aparentar que me siento con más derechos. Y es cansado”, explica.

Como en las pulquerías clásicas, la de Ashley y sus socias se ha convertido en un punto de encuentro de artistas, bohemios y activistas locales. Qué ironía: una estadounidense abre para los oaxaqueños una oportunidad de revalorizar una bebida que ya vio sus mejores años y que fue discriminada como insalubre y de bajo nivel social, explica Ashley, con una sonrisa de sorpresa.

“Si dejamos de ver las cosas en blanco y negro, descubrimos que tenemos mucho contexto. Hay gente privilegiada y no privilegiada en todo el mundo, y tenemos que empezar a separar para no poner todo en el mismo saco”, razona la emprendedora.

El Censo 2020 del Inegi registró 22 659 extranjeros en el estado de Oaxaca, cifra que equivale a 2% de todos los extranjeros en el país. Además, la proporción actual en el estado representa la mayor históricamente si se considera que en 1990 eran solo 0.05% de la población; en el año 2000, 0.13%, y en 2010, 0.45%, para llegar a 2020 —el último censo disponible— con 0.55%.

Según datos de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación publicados en enero de 2023, la cifra de extranjeros residentes —temporales y permanentes— en Oaxaca es 27743. Si consideramos que la población del estado es de 4 132 148 personas, habría una persona foránea por cada 148 oaxaqueños. Todos los entrevistados de este reportaje notaron un aumento de extranjeros a partir de la pandemia y de olas migratorias ocurridas en el mismo periodo desde el Caribe, Centro y Sudamérica.

La historiadora Mónica Palma Mora, quien ha estudiado la presencia de extranjeros en el estado a partir del siglo XX, identifica un factor peculiar en el aumento reciente de esta población: los hijos de migrantes oaxaqueños nacidos en Estados Unidos que han migrado a Oaxaca debido a políticas de retorno forzoso o deportación implementadas por el Gobierno estadounidense en los últimos años.

“La presencia de esta población estadounidense de ascendencia mexicana, sumada a la de otras latitudes (angloamericana propiamente, europea, latinoamericana), representa, desde una perspectiva estadística, una pequeña pero significativa aportación a la pluralidad étnica, lingüística y cultural de Oaxaca y de su capital”, argumenta Palma Mora en el artículo “Extranjeros en la ciudad de Oaxaca. Una semblanza en la segunda mitad del siglo xx”, de la revista Con-temporánea del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

“Si dejamos de ver las cosas en blanco y negro, descubrimos que tenemos mucho contexto. Hay gente privilegiada y no privilegiada en todo el mundo, y tenemos que empezar a separar para no poner todo en el mismo saco”.
Arriba: en la céntrica calle García Vigil, un inmueble es extensamente restaurado. Hoteles, hostales y viviendas en renta en plataformas como Airbnb, en Oaxaca deben pagar un impuesto al hospedaje de 3% por habitación por noche. La Sectur del estado intenta que los casi 100 millones de pesos obtenidos de ese rubro sean invertidos en promoción turística. Abajo: The Levi’s Tailor Shop Oaxaca en un vértice del emblemático Zócalo.

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Con el tercer sospechoso el asunto se vuelve más complejo. Son los caseros. Y es que el principal argumento de Rhonda Stevenson para dudar del sambenito de que los extranjeros son responsables de la gentrificación es que su casero y los de todos los extranjeros de su círculo cercano son oaxaqueños.

“Cuando hay enojo y necesidad de culpar a alguien, siempre es fácil señalar a los extranjeros —asegura esta canadiense, en sus 40 años, que renta desde 2023 un departamento al sur de la ciudad—. Pero tenemos que ver quién está subiendo arbitrariamente las rentas, quién se queda con ellas, quién está desalojando injustamente a sus inquilinos para subir el precio del alquiler y rentarles a extranjeros. Incluso puedes ver historias de gente mexicana siendo desplazada por la avaricia de gente mexicana que prefiere rentárselo a extranjeros”.

Las estadísticas sobre Airbnb parecen darle la razón a Stevenson. De una muestra de 289 alojamientos listados en esta plataforma en 2022, en 13 colonias, barrios y pueblos conurbados de la capital oaxaqueña —Centro, Jalatlaco, Xochimilco, Trinidad de las Huertas, San Felipe del Agua, Reforma, Volcanes, Candiani, Ex-Marquesado, Santa Rosa Panzacola, San Martín Mexicapan, San Juan Chapultepec, Xoxocotlán—, solo 97% eran propiedad de personas originarias de Oaxaca, según el análisis “En contexto: Airbnb y su regulación”, publicado por el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública (CESOP) del estado de Oaxaca.

Con datos preliminares que alimentan su investigación, obtenidos de agencias inmobiliarias, la geógrafa Mabel Yescas, estudiosa de temas urbanos y nativa del Centro Histórico de Oaxaca, estima que la inversión extranjera en vivienda en la ciudad no supera 10% del total, aunque, de nuevo, tiene indicios de que esto se ha acelerado desde la pandemia de covid-19. “Dar con el dato exacto implicaría una investigación enorme en el Registro Público de la Propiedad, y aun así sería difícil saber cuántos compran en pueblos conurbados, donde son ejidos o comunidades agrarias”, explica.

Dueña de una casa, un edificio de departamentos y un hotel en el centro, la oaxaqueña Olga Espinosa trabaja de tiempo completo asegurándose de que no les falte ningún servicio a sus inquilinos o huéspedes. Parte de su rutina habitual es recorrer la ciudad con refacciones o suministros para sistemas de agua, gas, internet, y tener llamadas constantes con el plomero, el cerrajero o el carpintero. “Esto es un trabajo como cualquier otro. Mucha gente piensa que el gobierno nos da más agua o nos perdona los impuestos [a los propietarios, como una forma de privilegio o tráfico de influencias], pero no es así. Al revés, tenemos que comprar un montón de pipas de agua y estar al corriente con pagos de licencias”, revira.

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Portales que rodean el Zócalo de la ciudad de Oaxaca. Este lugar, suma y síntesis de la sociedad oaxaqueña, ha simbolizado frecuentemente la resistencia a la mercantilización excesiva y la privatización del espacio público.

A menudo, el trabajo de esta ingeniera de 52 años implica contener los conflictos habituales en una ciudad diversa, como la noche en que, en plena pandemia, un puñado de adolescentes de la Ciudad de México hicieron una covid party en uno de sus departamentos. Su respuesta fue implacable: rescindió su contrato y los denunció a la policía. En otra ocasión, una pinta amaneció en el muro de la casa que le rentaba a un estadounidense. Decía “Gringo, go home”. El pensionado octogenario entró en pánico y trató de salir de Oaxaca, por lo que ella tuvo que explicarle que no era nada personal contra él, sino una de tantas expresiones de la tensión social en la ciudad.

Espinosa llega al punto de defender la necesidad de subir continuamente los precios del alquiler, para ponerse al corriente con la economía, en general, y para cumplir con una especie de reivindicación: que Oaxaca no sea menos que otras ciudades de México e incluso otros países. “Me choca que lleguen visitantes pensando en rentar un departamento amueblado y equipado, con estacionamiento y terraza, por 5 000 pesos, que no es ni la mitad de lo que pagan en sus lugares de origen, y que asuman que acá cuesta menos solo porque es Oaxaca”. En la actualidad, el precio promedio de renta de sus alojamientos es de 12 000 pesos al mes, con servicios incluidos, por 60 metros cuadrados, que se distribuyen en dos recámaras, un baño, sala comedor, un cajón de estacionamiento y un patio de servicio.

Sin embargo, reconoce que eso tiene un impacto en los oaxaqueños. “Es cierto que muchos se van quedando fuera y que esto es injusto, pero Oaxaca va cambiando porque el mundo va cambiando, y nosotros no podemos quedarnos atrás. Todo está subiendo de precios”.

En la colonia Reforma, la primera contigua al Centro Histórico, por el norte —tradicionalmente de viviendas unifamiliares y comercios, y que comenzó a desarrollarse a mediados del siglo pasado—, la señora Magdalena Camacho no ha subido tanto los precios de los seis departamentos de su vecindad en los últimos años, pero a cambio hay algo que los inquilinos tienen que pagar: el edificio es viejo, y ella, a sus 86 años, no tiene ni la energía ni las ganas de restaurarlo. Es, en términos prácticos, su plan de jubilación y no piensa pasar sus últimos días complaciendo a inquilinos “que ni cuidan las cosas”.

“Yo rento como esté y, si no les gusta, nunca me falta alguien que sí quiera rentar”, explica la antigua maestra de primaria, que logró construir los departamentos en los años noventa con el patrimonio de su difunto marido, que era cirujano. La renta más baja es de 5 000 pesos.

Tanto Espinosa como Camacho reconocen que una mejor regulación del sector inmobiliario y del turismo vendría bien para mantener la seguridad y evitarles problemas tanto a ellos como a los inquilinos. Por ejemplo, reclaman que las plataformas como Airbnb faciliten que gente desconocida rente a gente desconocida sin posibilidad de saber qué pasa dentro de esos inmuebles.

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Por raro que parezca, también la comunidad artística está bajo sospecha. Cuando llegó al barrio de Jalatlaco en 2001, el mayor reto del artista Demetrio Barrita no era pagar la renta, sino encontrar dónde tomar un café decente no tan lejos de su barrio. Entonces pagaba 1 000 pesos por rentar una esquina en el principal crucero del barrio, casi frente a la iglesia de San Matías.

Más de dos décadas después, Jalatlaco alberga no menos de una docena de cafés y su encanto, a ojos de los visitantes, lo convirtió en 2023 en uno de los primeros “barrios mágicos” en México. Mal asunto: Barrita ha tenido que salir del barrio porque el inmueble que solía rentar cuesta hoy arriba de 20 000 pesos al mes, explica el artista sexagenario en su nuevo estudio, mientras percola café sobre una taza con un filtro de papel.

El acento de la obra de Barrita está en el reciclaje de recursos. Es capaz de transformar retazos de madera y un rin viejo de aluminio en una actualización de la icónica Rueda de bicicleta, de Marcel Duchamp (1913), sobre un taburete. No solo reutiliza materiales, sino que los intercambia: tiene un amigo productor de café de la sierra a quien le cambia kilos de su cosecha por piezas de arte.

En su viejo estudio, Barrita vivió a fondo el vendaval del movimiento magisterial y la crisis de 2006: apoyó a los maestros y convirtió su espacio en una especie de santuario para las distintas partes en el conflicto. En ese rincón de materiales e ideas circularon por igual las caguamas con los amigos, las peticiones de gente del barrio y compradores de arte de distintas partes del mundo.

Entonces, Barrita dejó el emblemático estudio en 2013, cuando pagaba 3 000 pesos de renta, casi 700% menos de lo que cuesta ahora. Fue tomado por medios y activistas locales como una víctima temprana del desplazamiento por gentrificación, pero él no está de acuerdo con esta caracterización. En su mirada acostumbrada a reasignar valor a las cosas, ni el dinero ni un sitio en un barrio de moda tienen una importancia determinante; por eso no entiende o no toma en serio muchos de los juicios alrededor de la gentrificación.

Según la Secretaría de Gobernación, la cifra de extranjeros residentes —temporales y permanentes— en Oaxaca es 27 743. Si consideramos que la población del estado es de 4132 148 personas, habría una persona foránea por cada 148 oaxaqueños.

“Me han querido poner como de ‘pobrecito, te corrieron’, ¡y yo no fui corrido! —subraya—. Sí pasó eso con la renta, pero yo también tenía otros proyectos y sentía que, para mí, ese espacio no daba para más”. El siguiente paso en la carrera de Barrita era armar un taller itinerante: una camioneta cargada con todas sus herramientas y materiales para ir a dar talleres de arte en comunidades remotas. Al final no se logró porque la camioneta que consiguió era vieja y no aguantaba los caminos de terracería oaxaqueños.

Tras la muerte de su madre, hace unos seis años, Barrita volvió a la casa materna, que ahora reconstruye poco a poco con su técnica artística de reciclaje, privilegiando el taller y el jardín. “Me siguen invitando para que vuelva a Jalatlaco a otros proyectos, pero ya no soporto los distintos niveles de contaminación (ruido, transporte y hasta contaminación cultural) que existen en el centro”.

Barrita no solo reniega de la explicación monolítica de la gentrificación, sino que recurre a la autocrítica para procurar entender el fenómeno. Durante una visita a Estados Unidos, le explicó lo sucedido en Jalatlaco a un amigo politólogo, quien no dudó en responderle: “¡Pero si tú provocaste todo eso!”. Y ahora recurre a esa frase para explicar que en distintas partes del mundo son los artistas quienes con su mera presencia han allanado el camino a la gentrificación: vuelven atractivos barrios y pueblos en los márgenes que luego reciben olas cada vez más grandes de consumidores.

“Alguien vio nuestro espacio [se refiere a su antiguo estudio], le gustó y lo replicó. Ahora hay un montón y así se contamina todo —sentencia Barrita, y alterna sorbos de café con carcajadas irónicas—. Todo esto lo veo como una apropiación, un paso más del capitalismo feroz por adueñarse de todos los bienes, no solo materiales, sino también culturales y naturales. A veces es hasta frustrante y quisieras tener un quehacer diferente: no quieres estar en una galería ni participar en proyectos”.

En el proceso de convertir su casa actual en su obra de vida, Barrita no rehúye de lo que pasa en la ciudad ni en el mundo del arte, pero pasa los días armando piezas, recibiendo amigos, intercambiando obras y cuidando sus hortalizas, acompañado de su perrita Frida (“por sufrida”, aclara), un gato y su familia. “Soy muy feliz aquí, me encanta estar haciendo esto que hago”, asegura.

Demetrio Barrita, artista visual, dejó su estudio en el barrio de Jalatlaco, que era un lugar de encuentro de la comunidad, en 2013, cuando pagaba 3 000 pesos de renta, casi 700% menos de lo que cuesta ahora.

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Durante dos meses solicité una entrevista con el alcalde de la ciudad, Francisco Martínez Neri. La negativa de su equipo —siempre con el argumento de falta de tiempo— bien puede representar su reticencia a abordar el tema de la gentrificación. El funcionario fue cuestionado en varias ocasiones en el último año, y su respuesta ha sido ambigua. Se ha pronunciado por “reglamentar, contener hasta donde sea posible a través de la concientización” y por “establecer una correlación entre el interés de la persona y el de la sociedad”, pero sin dar detalles ni delinear una estrategia, mucho menos enmarcar con justeza el problema. Sin diagnóstico claro que permita entender la situación, falta el primerísimo paso de un largo camino hacia una política pública que pueda dar una respuesta eficiente.

En un encuentro con vecinos en febrero pasado, mientras buscaba la candidatura de su partido (Morena) y la reelección en junio, dio a entender que cualquier estrategia de vivienda asequible para los jóvenes que la demandan tendría que ser coordinada con el gobierno estatal. A pesar de militar en el mismo partido en un estado que apenas hace dos años logró sacudirse al histórico Partido Revolucionario Institucional, los círculos del alcalde Martínez Neri y el gobernador Salomón Jara han protagonizado en este tiempo enfrentamientos políticos que hacen difícil pensar en una colaboración para un problema de este tipo. Para el gobernador, la gentrificación ni siquiera parece ser un problema que aparezca en su radar político. Apenas a mediados de marzo, tras la pregunta de una periodista en un acto público, Jara reconoció que “ha habido desplazamiento” de población originaria por los crecientes costos de la vivienda, pero descartó medidas específicas por parte de su gobierno para atender el problema.

“Cambian los usos de los locales [comerciales], hoy vemos cómo han crecido los hoteles boutique, los restaurantes; en fin, es el desarrollo propio de una sociedad”, dijo a los periodistas.

A nivel jurídico, los gobiernos locales y el Congreso del estado son los que tienen mayores facultades para atender el problema. Temas urbanos como el desarrollo de vivienda y los servicios públicos son responsabilidad municipal en México y en muchas partes del mundo.

En el reporte sobre Airbnb y su regulación, el CESOP del Congreso estatal hace un recuento de las medidas a nivel mundial contra esta plataforma y su potencial gentrificador: Ámsterdam solo permite que sus anfitriones renten espacios por un máximo de 60 días al año; Nueva York prohibió que los propietarios alquilen un alojamiento por menos de 30 días, a no ser que ellos se encuentren en la casa o renten solo una habitación; en Santa Mónica, California, el arrendatario solo puede alquilar una vivienda y debe convivir con los huéspedes en el proceso.

Si quisiera realmente enfrentar las consecuencias de plataformas como Airbnb —concluye el reporte—, el Congreso de Oaxaca podría considerar modificaciones a la Constitución estatal, así como a las leyes de Turismo, Ingresos y Protección Civil, además de crear por completo una ley de hospedaje mediante plataformas digitales, como la que existe desde 2020 en Guanajuato.

Además de regulaciones a Airbnb, queda un abanico enorme de posibilidades legales y administrativas para enfrentar el aumento desmedido en las rentas, la falta de vivienda asequible —estas dos contempladas recientemente bajo el concepto de “derecho a la vivienda”—, el alza generalizada de precios, la privatización de espacios públicos y el acaparamiento turístico.

Si los políticos logran evadir su responsabilidad en el tema de la gentrificación es, en parte, porque la presión social está mal colocada. Carla Escoffié, abogada especializada y activista por la vivienda digna en México, asegura: “Esto de creer que la gentrificación es que lleguen extranjeros lo que ha hecho es desviar el escrutinio que tendríamos que estar haciendo a las autoridades. […] La gentrificación empezó en México desde hace décadas de mexicanos a otros mexicanos porque el problema es la desigualdad, no es la inmigración en sí”.

Rubros concretos que pueden motivar la exigencia ciudadana no faltan. Hoteles, hostales y viviendas en renta en plataformas como Airbnb, en Oaxaca deben pagar un impuesto al hospedaje de 3% por habitación por noche. La Sectur del estado intenta que los casi 100 millones de pesos obtenidos de ese rubro sean invertidos en promoción turística para atraer más turismo al estado. Pero la urbanista Alejandra García tiene otra idea en mente: “Se podría etiquetar ese rubro para empezar a compensar a las y los oaxaqueños por los impactos sociales del turismo con inversión en vivienda social, apoyo a la población originaria y a organizaciones que trabajen en la materia”.

Alrededor de una placa de ubicación para invidentes, anuncio de talleres de grabado en madera. Bilingües, por supuesto.

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A diferencia de las novelas policiacas, al rastrear las huellas de la gentrificación no se llega a un único e inequívoco autor del crimen. La responsabilidad termina repartida entre una constelación de actores sociales. En estos meses he escuchado una consideración que aflora aquí y allá en conversaciones públicas: tal vez todos tenemos parte de la culpa. Todos somos gentrificadores. Lo sepamos o no, lo aceptemos o no.

Si las autoridades estatales y municipales no ofertaran la ciudad al turismo, tal vez no habría visitantes incómodos que perturbaran la vida de la ciudad. Si los oaxaqueños no abrieran sus establecimientos y casas al turismo, los visitantes no tendrían razones para venir o quedarse. Si los visitantes dejaran de gastar su dinero en la ciudad, no habría alza de precios en la economía local. Si Oaxaca no fuera parte del mundo…

Pero cada uno de estos supuestos implica necesariamente consecuencias del otro lado de la ecuación. Si las autoridades no ofertaran la ciudad, no habría una industria turística. Si los oaxaqueños no abrieran sus puertas, no tendrían acceso a esa derrama económica. Y si los visitantes eligieran no venir a Oaxaca, es probable que fueran a algún otro lado a pagar por servicios similares.

“Es fácil sentirnos enredados en un fenómeno complejo como este, pero concluir que todos somos gentrificadores también es una salida fácil —asegura Alejandra García—. Eso implica que, pensando que la turistificación y la gentrificación son responsabilidad de todos, debemos resignarnos y volver cada quien a lo nuestro, y esa es la vía más rápida para la apatía y para que siga todo igual”.

Esta especialista, originaria de la Ciudad de México, ha estudiado acciones colectivas contra la gentrificación en ciudades como Berlín, Barcelona o Venecia, pero recurre a la frase célebre en Spider-Man para explicar mejor la situación: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, afirma señalando el Palacio de Gobierno, mientras la entrevisto en una mesa de los portales del Zócalo. Con este gesto da a entender que los gobiernos, congresos y tribunales tienen una mayor carga en este problema público, seguidos de las empresas. Luego, afirma, siguen organizaciones sociales y actores individuales.

“Me choca que lleguen visitantes pensando en rentar un departamento amueblado y equipado, con estacionamiento y terraza, por 5000 pesos, que no es ni la mitad de lo que pagan en sus lugares de origen, y que asuman que acá cuesta menos solo porque es Oaxaca”.

Este escalafón de responsabilidades lo tienen claro los distintos oaxaqueños que consulté. “Los que hemos vivido aquí toda la vida sabemos quiénes son aquí los corruptos. Los políticos, los sindicatos, los empresarios y sus cómplices son los que han fomentado el turismo y acaparado las ganancias”, explica Roberto Marcelino, vecino de Jalatlaco, en referencia a un hotel de lujo que se ha convertido en una especie de símbolo ominoso y que la vox populi identifica como propiedad de los Murat, una familia de la que provienen dos exgobernadores del estado.

“Nosotros no podemos tocar un muro de adobe porque según el INAH es patrimonio de la humanidad, pero ellos pueden construir un monstruo de hotel, generar tráfico, consumir muchísima agua, y sin hacer absolutamente nada por el barrio”, reclama Marcelino.

Además de desviar la atención de las obligaciones gubernamentales, centrar la responsabilidad de la gentrificación en los extranjeros invisibiliza, de paso, fenómenos más oscuros. Uno de ellos, fuente de peculiares conflictos políticos en el estado en los últimos años, ha sido el despojo de inmuebles de gran valor por parte de una presunta mafia de funcionarios públicos coludidos con notarios públicos, conocida en medios como el “Cártel del Despojo”.

El gobernador Salomón Jara y su equipo jurídico se han empeñado en demostrar que se trata de una operación de Estado, originada en sexenios pasados. Pero acaso la mejor forma de abordarlo es atender el caso de Caleb Gómez Conzatti, abogado y uno de los primeros denunciantes del supuesto cártel. Él y sus tres hermanos descubrieron en 2021 que habían sido despojados de su identidad, cuando constataron que en el Registro Civil del estado sus actas de nacimiento de toda la vida de pronto eran consideradas falsas por la dependencia y, por lo tanto, ya no existían sus nombres. El robo de identidad fue acompañado de otro robo: el de dos inmuebles registrados bajo su nombre real.

Las denuncias de los hermanos Gómez Conzatti y de otros oaxaqueños en situaciones similares destaparon el escándalo, que llegó hasta la Presidencia de la República en 2022, cuando en una conferencia mañanera del presidente López Obrador, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana informó que entre marzo de 2021 y julio de 2022 se habían acumulado 1 467 carpetas de investigación por casos de presunto despojo en distintas partes de Oaxaca, de las cuales 213 estarían relacionadas con la falsificación de documentos notariales.

“Los políticos investigados en el caso del Cártel del Despojo tienen hoteles. Entonces, está claro que esta tipología de despojo luego recicla los inmuebles o la riqueza en la industria turística; entonces, esta impunidad y corrupción no es algo que quede por fuera de la gentrificación”, opina Gómez Conzatti.

Por el caso han sido detenidos, hasta el momento, el exdirector del Instituto Catastral del Estado de Oaxaca, dos notarios públicos y otros exfuncionarios del Registro Civil.

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Esto es un asunto urbano en el amplio sentido: la forma en que ordenamos nuestra vida social. Por ello, la estrategia contra la gentrificación pasa por instrumentos técnicos del urbanismo, como planeación, zonificación, manejo de los usos de suelo. Al menos esto resulta claro para María Concepción González, profesora en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca. “Debe haber una estrategia de ordenamiento que logre un equilibrio entre las distintas necesidades sociales, como vivienda, turismo y actividad comercial, para dar cabida a la diversidad y frenar la expulsión de la población”, afirma la arquitecta, quien forma parte del Colegio de Urbanistas de Oaxaca. Esa institución ha presentado varias propuestas de acción al gobierno municipal, incluidos programas piloto para mejoramiento de las vecindades del centro, nuevas normas para frenar la especulación inmobiliaria y fomento de la inversión en los inmuebles históricos.

Sin embargo, a lo largo de los años, estas recomendaciones han caído en oídos sordos, afirma la especialista. “Ultimadamente, esto es una discusión política sobre adónde queremos dirigir nuestra ciudad, pero sin participación social no va a haber voluntad política”, agrega Edmundo Morales, presidente del Colegio de Urbanistas.

La conversación que sugiere el arquitecto se vuelve más urgente que nunca ante las megaobras de infraestructura que prometen cambiar el destino del estado de Oaxaca: la supercarretera que conecta la ciudad con la costa en menos de tres horas, inaugurada ya, y el corredor interoceánico —un entramado de vías férreas y carreteras que facilitarán el transporte de mercancías entre el Pacífico y el golfo de México a través del Istmo de Tehuantepec—.

El escritor Leonardo da Jandra, un enérgico pensador chiapaneco de nacimiento y oaxaqueño por más de medio siglo de vivir en el estado, es suspicaz al respecto. Cuando lleguen las empresas globales a trabajar al corredor interoceánico, explica, sus directivos no van a querer vivir en ciudades pequeñas como Salina Cruz o Matías Romero, sino que van a dirigirse a Oaxaca.

“Si no nos preparamos como oaxaqueños, van a ser otros los que van a decidir —explicó Da Jandra ante un auditorio reunido para escucharlo hablar sobre la gentrificación el 1 de marzo pasado—. Oaxaca es el corazón identitario de México y tiene todo para [alcanzar] un destino brillante, pero necesitamos asumir ese destino en nuestras manos”.

Este reportaje se realizó con el apoyo de Open Society Foundations

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