“Vivimos en un sistema [que] garantiza la impunidad de los mafiosos”: Ingrid Betancourt
La exrepresentante participará en la consulta de la Coalición Centro Esperanza. Su plataforma se enfoca en la lucha contra la corrupción y destaca el papel del centro para evitar, a su parecer, los “extremismos” de la derecha y la izquierda en el país.
En un auditorio del hotel Tequendama de Bogotá –el objeto más notorio fue la bandera del partido Oxígeno Verde, fundado hace más de veinte años y que, tras caer en el olvido político, revivió su personería jurídica el pasado octubre– la exsenadora Ingrid Betancourt anunció, este martes 18 de enero, su aspiración a ser la próxima presidenta de Colombia. La política, quien sobrevivió a su secuestro a manos de las FARC, participará en una consulta de la Coalición Centro Esperanza, junto a otros precandidatos de centro, como el exalcalde de Medellín, Sergio Fajardo, y el exministro de Salud y Protección Social, Alejandro Gaviria, que se votará el 13 de marzo, dos meses antes de las elecciones a la presidencia.
“Hoy estoy aquí para terminar lo que empecé”, dijo Ingrid Betancourt y la frase cobra enorme sentido. Hija de políticos colombianos, Betancourt nació en Bogotá en 1961 y recibió una educación francesa, primero en Colombia y luego en Francia, de donde es ciudadana. Al regresar al país empezó una carrera en el Partido Liberal: en 1994 fue elegida representante a la Cámara y en 1998 fue senadora, con la votación más alta del país en esa ocasión. En ambos cargos su trabajo se centró en la lucha contra la corrupción que sigue siendo su bandera política. Fue opositora del expresidente liberal Ernesto Samper (1994-1998), acusado de recibir dinero del narcotráfico para financiar su campaña. Ingrid Betancourt salió del Partido Liberal y fundó Oxígeno Verde, desde el que se lanzó a la presidencia en 2002. Ese año ocurrió su secuestro.
El 23 de febrero la candidata realizó un viaje a San Vicente del Caguán, un municipio en el departamento de Caquetá, al sur de Colombia, que en ese momento hacía parte de una área de 42,000 kilómetros cuadrados sin presencia militar, donde se intentó –sin éxito– llevar a cabo un proceso de paz entre el gobierno del presidente Andrés Pastrana (1998-2002) y las FARC. La llamada Zona de Distención fue abolida el 20 de febrero de 2002 y, tres días después, Ingrid Betancourt se dirigió allí junto a su fórmula vicepresidencial, Clara Rojas, y su equipo de seguridad. “Cuando aterrizamos en Florencia [capital de Caquetá], les llega la orden a mis escoltas de que no pueden acompañarme hasta San Vicente. La orden viene de Presidencia. Pero me dicen que yo sí puedo ir por carretera. […] En ese trayecto, entre Florencia y San Vicente, me secuestran las FARC”, recordó Betancourt en una entrevista reciente al diario El Espectador, en la que también dijo que, para lavarse las manos, el expresidente Pastrana aseguró que le habían prohibido hacer el viaje. “Obviamente, eso es falso. […] Si me hubieran dicho que corría un riesgo en tomar esa carretera, no lo hubiera hecho”.
Ingrid Betancourt permaneció seis años secuestrada por las FARC. Su liberación, junto a otras catorce personas, sucedió el 2 de julio de 2008 en la Operación Jaque, emprendida por las Fuerzas Armadas bajo el mando del ministro de Defensa Juan Manuel Santos. Una foto de ella, durante su cautiverio, le dio la vuelta al mundo. El escritor Antonio Caballero la definió como la “representación alegórica de la tragedia colombiana” y la describió así: “La luz de ceniza que difumina en una penumbra mate los verdes de la selva y baña de plata a la prisionera perfilando sus rasgos macilentos, apenas piel y huesos. El cuerpo inmóvil, las manos anudadas sobre las rodillas, los brazos delgados como cuerdas, el largo pelo crecido de Magdalena en el desierto, el párpado entornado por la melancolía bajo las altas cejas y la boca cerrada”. De aquellos seis años surgió un libro, No hay silencio que no termine (Aguilar, 2010), publicado en francés por la editorial Gallimard, que fue recibido como una referencia inaugural e imprescindible sobre el secuestro en Colombia.
Después Betancourt se alejó de la política nacional, vivió en Europa rodeada de su familia, estudió Teología en la Universidad de Oxford, escribió –ya era una autora conocida en Francia, donde su libro de 2001 La rage au coeur [La rabia en el corazón], una denuncia sobre la corrupción en Colombia, vendió trescientos mil ejemplares– e inició un proceso de sanación y perdón. Viajó a Colombia por primera vez desde su liberación en 2008. “¿Por qué no ha vuelto?”, le preguntaron años después en una entrevista de la revista Semana. “Era necesario adelantar ese proceso de sanar heridas”, respondió. “Uno no sale de la selva con la fuerza para meterse en una batalla política. Yo tuve que decir no a muchas propuestas para recuperar mi esencia y volver a construir la vida, la relación con mis hijos, la relación con mi mamá. Y para volver a creer en las personas”.
En 2010 Betancourt anunció que el Estado colombiano debería pagarle una indemnización de 6.8 millones de dólares por haber fallado en brindarle protección como ciudadana y no haber hecho lo suficiente para liberarla con prontitud. Su solicitud –aunque luego ella desistió– no fue bien recibida por el gobierno ni por parte de la población. “La petición de Ingrid Betancourt causa enojo”, se lee en un artículo del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad, Dejusticia. “Si bien el Estado tiene la obligación de proteger y garantizar los derechos de todos los ciudadanos, no se le puede exigir lo imposible. […] En este caso, como lo han anotado ya muchas personas, el riesgo era previsible y el Estado alertó a la entonces candidata sobre el mismo y le pidió a través de varios medios que lo evitara. La exsenadora desatendió deliberadamente las alertas”.
Más de una década después, en junio del año pasado, Ingrid Betancourt participó, junto a otras víctimas del secuestro, en un acto de reconocimiento organizado por la Comisión de la Verdad, surgida del Acuerdo de Paz entre el gobierno y las FARC, en el que también estuvieron algunos de los exjefes guerrilleros firmantes del acuerdo. En una intervención de media hora, con pausas largas y la voz en ocasiones quebradiza, ella dijo: “Acá estamos quienes cargamos nuestras heridas y nuestros muertos con la dificultad de mirarnos los unos a los otros a la cara; con el dolor de oírnos y con el pudor de nuestras emociones, pero con la decisión compartida de romper el círculo vicioso de la violencia. […] El valor de este encuentro reside en que quienes actuaron como señores de la guerra y quienes los padecimos nos levantemos al unísono para decirle al país que la guerra es un fracaso”.
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