Cartas desde La Laguna: Las ciudades hundidas bajo el narcotráfico

Carta desde La Laguna

Desde que los Zetas y el cártel de Sinaloa entraron en guerra, en 2005, las ciudades de Gómez Palacio, Durango y Torreón, Coahuila –que juntas forman en área conocida como La Laguna–, son un territorio en el que lo único que prospera es la muerte.

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Nunca has caminado por el Cerro de la Cruz, pero por la manera en que el guía llama al lugar, “la Pus de La Laguna”, sabes que inspira miedo el mero hecho de nombrarlo. Apenas subas, te darás cuenta de que, en vez de trepar hacia el cielo, bajarás hacia el infierno. Pronto verás que los barrios son casuchas apeñuscadas en las laderas del cerro, reproduciéndose obscenamente como las cucarachas. Y pronto, también, caminarás por callejuelas empinadas, gatearás escalinatas hechas sin ninguna planeación, no sabrás si hay más basureros que callejones sin salida, te toparás con teléfonos públicos destrozados, con perros vagabundos y observarás paredes pintarrajeadas y agujereadas que te harán entender que, por estos rumbos, la única que tiene paso libre es la muerte. Para que esto jamás lo dudes, el guía te llevará hasta donde están las jaurías de sicarios, tan jovencitos ellos, y tú supondrás que para ser matón sólo se necesita tener muchos güevos. En algún momento notarás que hay tantos chicos empistolados, culebreando arriba de las motos, y tantos vendedores de droga barata que jurarás que si este cerro no es la octava maravilla del mundo, poco le hace falta para serlo. Cuando mires de nuevo hacia las casas amontonadas o cuando te fijes que los militares saludan a los narquillos como si fueran viejos conocidos, comprenderás que Dios aquí no se siente y le preguntarás al guía qué carajos hacen ahí. Él, que suele ser frío como el hielo, te responderá que de estos barrios salen a diario la chispa y la leña que han mantenido encendido el matadero en Torreón y Gómez Palacio. En los últimos seis años, casi tres mil setecientas personas han sido asesinadas como si la gente estorbara. Entonces, el guía te hablará del cártel de Sinaloa y de los Zetas, dos bandos agarrados de los R-15 que tienen a La Laguna entera de espectadora.

Desde que me acuerdo, aquí en el cerro se matan. Mis papás me contaron que, en sus tiempos, la gente pasó de los machetes a los cuchillos y de los cuchillos brincaron a las balas. Yo nací por ese’ntonces, cuando el mero bueno de acá del poniente de Torreón, era el Chaqui, un viejón que sicareaba pa los ricos de la Laguna. Desde los setenta, el Chaqui controló todo el trasiego de coca y mota, hasta que lo mataron por ahí del noventa. Ese bato siempre jaló pa los sinaloenses, ¿sí me entiendes? O sea, el acta de nacimiento del Cerro de la Cruz está firmada por el cártel de Sinaloa. Por eso cuando los zetones apañaron el cerro nos la pasamos rebotando muertos por esta pinchi vida. Pero ya me estoy adelantando. Con el cártel de Sinaloa, te decía, la raza estaba bien contenta. Uno sabía que sólo se morían los abusones, los soplones, los hijos de la chingada, ¿sí me entiendes? Neta que aquellos sí fueron tiempos bien perros. Todavía por el año 2003, el Chapo Guzmán se daba sus vueltas por acá y toda su gente, el Chompe, el Toro Montoya, el Dany, el César, el Gitano, el Rambo y el Saico eran los reyes del cerro y, por qué no decírtelo, nosotros sus pinchis siervos, o como se diga. ¿Sabes cuándo empezó la bronca? Ai te va: fue en 2004, cuando el Diri le entró al negocio de la coca. El Diri había sido tránsito, por eso se ayudó de la policía municipal pa irse metiendo al cerro. Los chapitos le dieron chance al Diri porque no lo miraron como competencia. Pa mí ese fue el error, ¿sí me entiendes? Y te voy a decir por qué: en 2005 llegó Heriberto Lazcano a Torreón. Media Laguna lo supimos porque el bato mandó coronas de flores a las oficinas de la estatal. Ésa fue la presentación de los zetones. Me acuerdo de que por esos días, los chapitos pasaron casa por casa pa decirnos que no nos mortificáramos, que el Lazcano y el Diri no iban a agarrar mecha, que los zetones nunca se atreverían a subir el cerro. ¿Y, cuál? El Lazcano fue a apalabrarse con el que era alcalde, un bato del PAN, y todo se fue a chingar a su madre.
[Conozco al guía desde hace algunos años y sé que no me mentiría. Publicar su nombre sería contraproducente. Aquí a los informantes, según me ha advertido, los queman en una pira de llantas.]

Los zetones apañaron el cerro de un día pa otro. Los chapitos nomás se quedaron con la Polvorera y la Durangueña. Los que nos quedamos de este lado, en la Libertad, en Cerro Azul, en la Victoria, en la Buenos Aires, en la Independencia, en El Huarache, en la San Joaquín, vimos cómo los zetones comenzaron a extorsionar a los comerciantes del Mercado Alianza y a todo aquel que tenía un negocio en el centro. Donde está la antigua harinera, ahí por donde subimos, torturaban a los que se resistían. Dos patrullas siempre cerraban la calle de la harinera pa que nadie se acercara a ver el matadero de gente. Un día pasó por ahí el reportero ese de Multimedios y miró cuando los zetones mataban a un viejón, por eso lo levantaron… Ándale, Eliseo Barrón, ¿sí me entiendes? Se puso bien pesado. Todo el poniente, que en los hechos es el centro de Torreón, era zetón. A las putas las padrotearon y las que no se dejaban, las quemaron. A los niños los enviciaron con piedra, los reclutaron de sicarios, y a los federales que no tenían comprados los corrieron de su hotel, aquí a unas calles, a punta de balazos. Cuando se cansaron del poniente se fueron al oriente a robar carros, a secuestrar, a decapitar a quien se les atravesaba. Era bien común verlos en camionetonas, custodiados por los municipales, recorriendo las calles como si fueran tiburones con el hocico abierto. Con los zetones, todos en La Laguna comenzamos a tener las mismas posibilidades de ser secuestrados, desmembrados, tableteados o ser colgados de los puentes. Para ellos matar era como sacar al perro a miar. Lo único que hacían era coger, drogarse y asesinar. Muchos fuimos a hablar con los chapitos, les pedimos paro y nomás nos dijeron que, mientras los zetones no se metieran a la Durangueña, ellos no iban a hacer nada. Asuntos de negocios, supongo. Así pasamos 2006. Pero a mediados de 2007, a un zetón que le decían comandante Gabito se le ocurrió pararse a medio cerro y se puso a disparar hacia la Durangueña. Ese día comenzó la pinchi guerra.

Entre los pocos negocios que han salido ganando con la guerra de La Laguna están las funerarias. Apenas esta tarde en que le volaron medio cráneo a un joven sicario, empleados de unas diez funerarias se disputaron al muerto. “Somos buitres y buitrear es lo que hacemos”, me dijo uno que presumió a los familiares del matoncillo contar con el mejor reparador de cabezas. Otro trabajador ofreció el servicio de la cremación exprés, una buena oferta hoy en día en que los pistoleros a sueldo han agarrado la mala costumbre de ir al cementerio para dispararle a los vivos en pleno entierro. Había otro tipo, el de Puerta al Cielo, que pareció sugerirle a la hermana del difunto que todos los que se velaban en esa empresa terminaban cara a cara con Dios. Sólo alcancé a escuchar a uno que habló de la dignidad. Ninguno de los empleados, que yo recuerde, ocultó su necesidad por vivir de la muerte ajena. Al final, el cadáver del sicario fue a dar a los velatorios Del Pueblo. Ahí conocí a Xoili García, el encargado. Pero eso sucedió después de entrar al anfiteatro del Hospital Universitario.

Zetas, int1

“Todos los cárteles mexicanos son iguales: practican todos los sinónimos del verbo matar, sin sentimiento de culpa.”

En Torreón todo mundo sabe que si te matan terminarás en el sótano del Universitario. “A veces hemos tenido hasta treinta muertitos en un solo día”, me dijo Fernando Álvarez, un tipo dicharachero que se encarga de cuidar el hospital por las tardes. “Y como nomás tenemos cuatro camillas y espacio para seis en el congelador, a muchos hemos tenido que encaramarlos en el suelo; vieras cómo se mira esta madre: parece el pinchi rastro”. La carnicería de hoy tiene sólo en el mostrador unos brazos, una pierna y pocas vísceras de un chico que serrucharon anteayer. Nadie ha ido a reclamarlos. Fernando cree que en pocos días tendrán que tirarlos.

El anfiteatro apenas medirá unos veinte metros cuadrados, parece más un pequeño laboratorio de la clase de biología y, por más cloro que utilicen para desinfectarlo, aquí nunca deja de oler a carne podrida. Fernando me contó que los forenses se han vuelto expertos en abrir esternones y en coserlos. El punto flaco del hospital, sin embargo, es cuando los sicarios han ido a visitar al paciente con el único propósito de terminar su trabajo. “El otro día vino un güey a traerle flores a un herido, subió al cuarto como si nada, le aventó el ramo en la jeta y le disparó ocho veces a la cabeza; yo creo que el bato lo remató de esa manera para ver si también teníamos buenos neurocirujanos”, me dijo Fernando y yo no supe qué parte de la historia era broma.

—Tienen cámaras de vigilancia, ¿no? —le dije.
—Pero no sirven de mucho —contestó alzando los hombros—. Fíjate: la semana pasada vinieron dos sicarios por uno de sus compañeros que estaba herido. Traían unos riflones. ¿Tú crees que les iba yo a cobrar?
Salí del Universitario pensando que a Torreón le hacía mucha falta que alguien le engrapara el corazón.

Torreón es un nicho que ningún empresario de respeto dejaría fuera de su plan de negocios. Aquí la muerte tiene dinero, compra sicarios por cuatrocientos dólares al mes, usa horrorosas camisas Versace y quiere ser enterrada como Dios manda. No en balde, desde que empezaron las rachas de violencia, las seis funerarias que antes había ahora se pelean el mercado con otras veinte. “Gringos, chilangos, regios y poblanos han abierto funerarias a lo cabrón”, me dijo Xoili García, el encargado de funerales Del Pueblo.

La fachada de Del Pueblo bien puede ser la de un taller mecánico. De pronto hace pensar que por situaciones tan insalubres es que las almas de los muertos quedan en pena. Pero uno nunca debe dejarse llevar por las apariencias. Las finanzas de esta funeraria han mejorado porque la mayoría de los sicarios son pobres. “No te voy a mentir —me dijo Xoili—. Bendito Dios, nos llegan uno o dos muertitos al día”.

La funeraria Del Pueblo dista mucho de algunas otras que visité. Recuerdo que en una había ataúdes con los más variados ornamentos y colores: negros, grises, marrones, dorados y plateados; otros tenían molduras muy complejas, por no decir barrocas. Pero los mejores fueron aquellos que, en oro, se les había grabado en el lomo la silueta de un R-15. En otra funeraria vi el más variopinto muestrario de cruces. Con Xoili sólo había féretros tradicionales con herrajes de bronce y cristos hechos sin el menor cuidado.

Le pregunté a Xoili cómo había cambiado la muerte en Torreón, y sus ojos adquirieron ese aspecto distante, típico de los que hablan de cosas ocurridas mucho tiempo atrás. “Antes, de cada diez muertos había un jovencito; hoy, de cada diez hay once morros y otro viene en camino”, me dijo con su humor involuntario que a mí me hacía reír. Xoili también me contó que a las familias ya no les gusta ni velar ni enterrar a su difunto. La moda ahora es la cremación. “Los familiares tienen miedo de que los sicarios los ubiquen y la agarren contra ellos, pero yo les digo que no sean gachos, que despidan al muertito; lo hago porque es bien triste llevárnoslo en una cobija y echarlo al fuego sin que nadie le llore, pero también provoco el funeral porque así le damos trabajo al embalsamador, al de las flores, al del café, al del estacionamiento; todos ocupamos dinero”, me dijo y enseguida hizo las cuentas: en una cremación gana dos mil quinientos y mil más por cada funeral.

Xoili no quiso despedirse sin contarme algo que sabrá Dios desde cuándo le estaría quemando la lengua: la corrupción de la muerte. “Buitreamos porque los del Ministerio Público están bien apalabrados con la funeraria Flores. A ellos les dan preferencia. No sé si eso haya tenido qué ver con el asesinato de Santos Flores. Él era el dueño y lo mataron ahí mismo en la funeraria. Lo que quiero decirte es que nosotros nomás queremos un negocio parejo, porque sí está de la fregada eso de buitrear”.

EXTERIOR

Lentamente descubrimos un paisaje construido contra la gente. Son barrios cuesta arriba igual que la vida misma. El sol encandila en Gómez Palacio, pero se mira nítido. No hay sangre, no hay esmog; el aire que azotó por la mañana se los ha llevado a lugares más lejanos. Un perro orina la tanqueta estacionada de los militares y, justo ahí, se escucha a Carlos Santana con “Oye cómo va”. Entonces las imágenes en color sepia empiezan a encimarse:

Ora vemos a un par de chicos, flacos y secos como una rama, tumbados sobre la banqueta: han inhalado tanta piedra que desde hace tiempo viven en el olvido. Ora una gasolinera está en llamas. Ora un carro explota. Ora una turba de chicos saquea los negocios. Ora en pleno basurero apreciamos a un joven sicario al que no sólo lo cosieron a balazos, también le arrancaron toda la piel del rostro. Ora un centenar de policías municipales son desarmados violentamente por un batallón de soldados; tarde o temprano alguien iba a acusarlos de estar en la nómina de los Zetas. Ora se observa una manta en la que, a pesar de las faltas de ortografía, se lee que los soldados cuidan las espaldas del cártel de Sinaloa. Ora cinco comandos roban igual número de bancos con una sincronía de relojero. Ora truenan los cuernos y en el patio de una primaria los niños se tiran al suelo. Ora unos encapuchados asaltan una camioneta de valores y todavía, con parsimonia, se dan el lujo de contar ahí mismo el dinero. Ora a un sicario le estallan la cabeza cuando sale del casino; uno de los paramédicos pensará que el tipo parece un doberman con lesión cerebral. Ora en uno de los laberintos, aquellos de calles ciegas, violan a una niña que apenas tendrá siete años. Ora unos narcos secuestran a dos periodistas que en su vida han cubierto la nota roja.

NARCO

(Está encapuchado y trae un R-15 en bandolera; los periodistas permanecen atados de las manos sudan como si hubieran corrido un maratón.)

O cubren lo que está ocurriendo o pa la próxima los matamos.
Ora ocurre un motín en la cárcel; vemos a los presos armados, alzando los puños como si hubieran vencido; enseguida, sin embargo, aparece un puñado de militares disparándoles como si estuvieran en la feria y jugaran tiro al blanco. Ora una mujer y su bebé mueren en medio de una balacera. Ora nos muestran negocios cerrados, escuelas vacías y decenas de casas a la venta. Ora los soldados desmantelan puestos ambulantes, donde los Zetas venden piratería, ropa y dulces. Ora un grupo de prostitutas se manifiesta porque se ha acabado la vida nocturna. Ora la foto del Feroz aparece frente a nosotros y, quienes lo conocieron, se acuerdan que él fue el primero en desafiar a los narcos de la casa. Ora la gente se organiza en los barrios para enrejar calles. Ora los empresarios se largan de la ciudad y la industria se cae. Ora una señora que vende gorditas en el centro les paga doscientos pesos a unos chicos que van en motocicleta; es la cuota semanal para que no la maten. Ora vemos fotografías de unos veinte trabajadores de la fiscalía de Durango que han sido asesinados. Ora la fiscal, Sonia de la Garza, aparece sonriente, rodeada de sus escoltas mal encarados. Y ora una manta señala a De la Garza y a los federales como los protectores de los Zetas.

ALCALDESA ROCÍO REBOLLO

(Está sentada en la mesa de juntas. Enciende un cigarrillo.)

¿Miedo? No, no, no. Yo tengo que demostrarle a la gente que en nuestra ciudad se puede vivir tranquilo.
En la siguiente escena vemos a la alcaldesa temblando: han baleado su casa.

FONDO NEGRO

Gómez Palacio, también conocido por el alias de “Gómez Balazos”, es la capital del odio. En sus casi mil kilómetros cuadrados uno puede comprar armas por menos de cien dólares y a un policía por lo doble. Los Zetas se adueñaron de casi toda la municipalidad en 2007, pero el 11 de enero pasado se les acabó el corrido: 159 municipales fueron detenidos por el Ejército. Los Zetas no fueron los únicos que abrieron la cartera. El cártel de Sinaloa compró el Cereso. Eso evitó, durante un tiempo, que sus sicarios que eran arrestados en La Laguna fueran llevados a cárceles de Coahuila, donde los Zetas deciden quién es enviado a la inmensidad del infierno. Hoy, ese Cereso ha sido cerrado por los federales, los mismos que trabajan para los Zetas.

Yo no venía pensando en todo eso, pero el colega que me trajo a Gómez hablaba de los Zetas y de los Chapos como Santana hablaría de las guitarras. Por mi colega supe que la tasa de crecimiento poblacional en Gómez se ha controlado así: 1.6 muertos al día por 1.3 nacimientos, de modo que durante algún tiempo la ciudad no rebasará los trescientos cincuenta mil habitantes. Supe, también, que cuando los municipales fueron desarmados por el ejército, los Zetas se lanzaron a robar bancos para presionar a los militares. Entendí que Torreón y Gómez son dos ciudades que los gobiernos de Coahuila y de Durango siempre las han visto como el trasero de sus estados. Y me enteré, además, de que el cártel de los tal Cabrera habían llegado a La Laguna y eso complicaba más la guerra.

Cuando bajé del auto del colega, lo primero que vi fueron tres tanquetas del Ejército estacionadas frente a la presidencia municipal. Un regidor, que pidió no poner su nombre, me contaría luego que, durante la sesión de cabildo, un militar había irrumpido para decirles que un comando atacaría la alcaldía. Por eso, aquella mañana, había más soldados en las oficinas que gente tratando de hacer un trámite. La única que parecía no estar alterada por la amenaza era el tercer miembro de la familia Rebollo que ha gobernado este municipio: Rocío.

“Tengo un hijo de diez años y gobierno esta ciudad, ¿tú crees que debo tener miedo? —me dijo la alcaldesa mientras encendió un cigarro con cierto estilo—. Me han amenazado dos veces, pero para mí que esas llamadas fueron puro cuento”. Rocío también me presumió que todas las noches se trepaba en su Suburban sin blindar y recorría los barrios de Gómez. “Trato de generar confianza, decirle a mi gente que todavía se puede vivir con tranquilidad; créeme: yo no me voy a mover de aquí”. La alcaldesa no le dio mucha importancia al arresto de sus policías o tal vez no quiso hablar del asunto. Para ella lo importante fue contarme de los cadetes que pronto saldrán de la academia, que los policías con ella ganan ochocientos cincuenta dólares mensuales y que les consiguió un seguro de vida por casi noventa mil. No se lo dije, pero en La Laguna todos los policías tienen un precio.

Rocío se despidió diciéndome que la próxima vez que nos viéramos en Gómez todo iba a estar mejor. Cuatro días después, el martes 5 de febrero, un colega me escribió: “Balearon la casa de la alcaldesa, no hay lesionados”. Desde entonces he pensado que Rocío tomará la oferta que hace poco le hizo el gobernador Jorge Herrera: renunciar a la presidencia municipal e irse de diputada local.

Ten por seguro que orita ya saben de ti, te dice el guía cuando caminan por la Durangueña y tú imaginas lo peor: ves cómo te rodean los sicarios, sientes cómo te levantan, pides que te maten de un solo tiro y te dejas llevar con la esperanza de que tiren tu cadáver para que tu familia tenga qué enterrar. Sales de tus cavilaciones cuando el guía te dice que están en San Joaquín, pero de santo no tiene nada el barrio. “Los sicarios que dejaban salir del Cereso de Gómez, llegaron aquí y de aquí salieron a rafaguear los antros, ¿sí me entiendes?”, te cuenta y tú recuerdas las matanzas del Ferry, las Juanas y la Quinta. Entre las tres se habla de sesenta y nueve muertos, pero el guía te dice que esa cantidad apenas fue la de uno. Cierto o no, no hay un número para corroborarlo. “La idea fue pegarle a los bares de los zetones, pero los Chapos mandaron a puro loco y mataron a mucha raza inocente”, se queja el guía y enseguida te remarca que la balacera en el bar Tornado, una que apenas sucedió el 5 de enero pasado, fue hecha por los Zetas, pues el antro ya era del cártel de Sinaloa. Cuando termine de hablar, pensarás que todos los cárteles mexicanos son iguales: practican todos los sinónimos del verbo matar, sin sentimiento de culpa. A seguir caminando. Ahora el guía te dice que mires discretamente hacia la punta del cerro. “Hay dos águilas”, susurra. Las águilas, por si no sabes, son adolescentes que tienen la imperiosa necesidad de ganarse unos dólares. Si un solo vehículo, persona, animal o cosa entra al cerro y ellos no lo reportan, les darán sus tablazos. Volver a caminar. “En aquella casa es donde torturan a los zetones”, dice el guía mientras sus dedos apuntan a un lugar indescifrable. “Ahí mismo los destazan con sierra eléctrica o les aplican el torniquete, ¿sí me entiendes?”. Y el torniquete, por si tampoco lo sabes, es un filoso alambre que, amarrado a dos tubos, te arranca el pescuezo. Más tarde, cuando rodees el panteón, verás a cuatro chicos armados, chicos que muy seguro no conocerán la vejez. Los saludarás y ellos, aunque nunca los hayas visto en tu vida, te regresarán el saludo con cierta familiaridad. En algún momento le preguntarás al guía qué tan cierto es un informe militar que se ha publicado. Como él no sabrá a qué te refieres, les contarás: según el Dany ha roto con el Chapo, el Cerro de la Cruz ya no es del cártel de Sinaloa y los Zetas están aprovechando la ruptura para recuperar fuerzas. El guía se reirá y te dirá, primero, que ni el Dany ni otro trabajador del Chapo se han salido del carril; te contará que el poniente es cien por ciento de los chapitos y que a los Zetas cada vez los repliegan más hacia el oriente de Torreón. “¿Entonces qué desmadre se traen en Gómez?”, le preguntarás y él te dirá que todo se debe a que los policías federales y gente de la fiscalía de Durango quieren que los Zetas regresen. Todo eso, claro, lo sabrás cuando acabes de rodear el cementerio. Ahorita, apenas el guía te está contando que cuando el comandante Gabito disparó hacia la Durangueña, los chapitos limpiaron el cerro a punta de cuernos y R-15. “Los zetones ni las manos metieron”, te dice y describe muertes que a cualquiera le darían pesadillas. Una quedará en tu mente: la de aquella yonqui que, sólo por comprarle piedra a los Zetas, fue fusilada frente a un sacerdote.

Cuando supimos que habían llegado los Zetas a La Laguna, muchos dijimos: ‘Por fin habrá acción’. Qué pendejos, nunca comprendimos que nos iba a ir tan mal”, me dice un colega en Torreón, y yo recuerdo todo lo que me han contado otros reporteros de La Laguna durante estos días. Los de Gómez Palacio, por ejemplo, me hablaron del secuestro que hace poco sufrieron dos de ellos, todo porque los narcos quieren que se publiquen las mantas que cuelgan en los puentes. Otro me platicó del día en que un comando fue a visitarlo a su casa; desde entonces dejó el periodismo. Unos de Torreón fueron citados por los Zetas a mediados de 2008; les dijeron que ellos determinarían qué publicar; sobra apuntar que, si no lo hacían, los matarían. A Eliseo Barrón, de Milenio Laguna, lo levantaron el 29 de mayo de 2009 y a una chica que vendía publicidad para el mismo diario la secuestraron tiempo después. Al Siglo de Torreón le han ido a disparar dos veces y, hace cosa de un año, unos sicarios que después de la balacera abandonaron más de diez cuernos de chivo —como para que nadie dudara de que su arsenal no tiene fondo— buscaron a ciertos periodistas para reclamarles que ellos no habían huido del lugar como decían sus notas, que ellos no eran ningunos cobardes.

“Los medios de toda La Laguna sólo reportamos los hechos”, me dijo un editor de las noticias locales. “Preferimos no investigar más, porque aquí los narcos no se andan con medias tintas”. El último gran susto fue el que ocurrió el pasado jueves 7 de febrero: cinco trabajadores del Siglo de Torreón fueron secuestrados durante algunas horas. Los colegas de La Laguna creen que los del Siglo no serán los últimos.

1) Drug Dealer pasa por mí al hotel. Basta verle el brillo paranoico que hay en sus ojos para asegurar que viene manejando hasta las cejas de cocaína.

2) Drug Dealer no habla español, sino argot. Aprendo nuevas palabras de viejos conceptos: los patrones son los soldados, los pandas son los federales, los perritos son los municipales, el dragón es el convoy de los militares, la pintura verde es la mota, el maguito es una cápsula de color amarillo donde viene la coca y la fresita es una dosis más pequeña.

3) Drug Dealer dice que la mariguana no sólo es para los maleantes. “El brus li, la yanis, el morrison y el jendrix la fumaban”.

4) Drug Dealer me explica que la ciudad nunca sube al Cerro de la Cruz, pero de arriba bajan a toda hora. Nosotros vamos de subida. Venimos a comprar droga.

5) Drug Dealer me da indicaciones: “Si te preguntan qué rollo contigo, les dices que eres mi camarada, que no sólo eres vicioso sino también desconfiado y por eso me acompañaste; y ojo: no se te ocurra decir algo de los zetones porque de aquí no salimos”. Si alguien se me acerca como me dice, seguro cantaré como un canario.

6) Drug Dealer cree que, para los últimos dos gobiernos panistas de Torreón, los Zetas y los municipales fueron su mayor pasión.

7) Drug Dealer tiene algo qué decir antes de llegar a la Polvorera: el Chapo es dios y yo pienso que gente como él necesita de mitos y mentiras para vivir.

8) Drug Dealer se estaciona y baja a comprar la droga. En el lugar hay jóvenes y portentosas máquinas de matar. Usan gorras Ed Hardy, visten playeras Polo o Lacoste (seguramente made in China), traen jeans y calzan tenis de la pantera enfurecida. Salvo por la gorra, estoy a tono con ellos. “Por donde cagan estos morros nadie pasa, así que ojalá hayas wachado bien cómo está el rollo”, me dice Drug Dealer apenas regresa.

9) Drug Dealer cree tener la capacidad de ver la violencia que lo rodea sin que le afecte. “Así somos los norteños: cerramos los ojos, los oídos y somos muy felices”.

10) Drug Dealer me deja en el hotel. Le digo que se quede con la droga y, antes de irse, le pregunto qué espera de esta vida. Se queda callado. No soy psiquiatra pero creo que muy pronto no quedará nada en su cerebro.

Vine a la parroquia de San Judas Tadeo, al oriente de Torreón, no porque haya sido asaltada ayer. Vine porque hoy conoceré a cuatro mujeres y un hombre que llevan años buscando a sus hijos. Antes de que me cuenten sus casos, sin embargo, tienen varias quejas qué soltar:

– Ya no nos gusta hablar con los reporteros porque no publican nada; sólo vienen para hacerse famosos, nos utilizan.

– Al gobernador no le interesan nuestros hijos, pero no fuera el sobrino que le mataron porque movería cielo, mar y tierra.

– Aquí nosotras hemos investigado, hasta nos hemos sentado con los narcos para que nos digan dónde podemos encontrar a nuestros hijos; ¿y todo para qué? ¿Para que la subdelegada de la PGR, la tal Claudia González a la que informábamos todo, la arrestaran por estar ligada a los Zetas?.

– No crea, si hasta ganas nos dan de ir con la gente del Chapo pa que nos ayuden.

Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos, con sede en Coahuila, empezó en Saltillo. Don Raúl Vera convenció a cuatro familias para organizarse y el resto lo ha hecho la desgracia. Las cifras actuales hablan de poco más de mil seiscientas personas desaparecidas en el estado, todo desde que los Zetas y el cártel de Sinaloa andan agarrados de la greña. El pasado 15 de enero, Enrique Peña Nieto iba a recibir a las mujeres que tengo enfrente, pero les canceló.

Ángeles: “Mi hijo, Jesús Antonio Mena, me llamó a las doce y media de la noche. No pude contestar y estuve llámele y llámele, hasta que me contestó un señor. Dijo que era zeta y me pidió veinte mil pesos, pero ya no volvieron a buscarme. Perdí mi trabajo de veinte años, me vino la diabetes y mi nieta trae la anemia porque no quiere comer, dice que quiere ver a su papá. Jesús desapareció el 30 de junio de 2010. La policía aceptó la denuncia, pero como robo de auto.”

María Elena: “Alguien nos dijo que los Zetas se habían llevado a Hugo, a mi hijo Hugo González, hasta Nuevo Laredo. Por eso mi esposo fue a ver si era cierto. Uno de los jefes lo recibió. Mi marido le dio el dinero que nos pidió y en dos segundos le dijo que no, que a ése no lo habían levantado ellos. Hugo tiene veintisiete años. Se lo llevaron con dos amigas de un restorán del centro de Torreón”.

Óscar: “Yo estaba trabajando en Atlanta cuando mi esposa me llamó: a Jesús se lo habían llevado dos encapuchados. Me vine y nos pusimos a investigar. Resulta que mi hijo iba en su moto y se le cerraron en un carro. Lo persiguieron varias calles, hasta que se derrapó. Me dicen que Jesús les dijo que se llevaran la moto, pero a él también lo subieron a una camioneta. ¿Sí le dije completo el nombre? Es Jesús Daniel Flores García. Despareció el 1 de mayo de 2009. Ya se me fueron todos mis ahorros de tanto buscarlo aquí y allá”.

Blanca: “Mi hijo, Iván Barush, fue al bar ese del Tornado, el que acaban de balear un día antes de Reyes. Él fue el 11 de agosto de 2011, y no salió. Sus amigos me han contado que se pelearon por andar de coquetos con la novia del guardia. Sólo a Iván no lo soltaron. Uno de mis nietos dice que quiere ser narco para buscar a su papá”.

Amelia: “Estábamos en nuestra casa de Matamoros, un pueblo pegado a Torreón, cuando unos encapuchados se nos metieron y se llevaron a mi esposo, Javier Burciaga Vázquez. Mi yerno, José Francisco Juárez, quiso defenderlo, pero también lo treparon a las camionetas. Le dimos ocho mil pesos a una licenciada que nos dijo que estaban en la cárcel, pero nomás nos robó. Pagamos brujos y ellos nos dijeron que ya iban a llegar, que ya no nos mortificáramos. Y como pasó un año, mejor nos fuimos a Zacatecas. Allá la vida fue muy dura. Nomás nos deprimimos. Entonces nos regresamos, aunque no saliéramos de la casa. Mi nieto, Luis Carlos, se desesperó de tanto encierro y un día me dijo: Abue, yo quiero trabajar, tengo treinta y dos años y pos quiero ayudar a traer dinero. Se fue al día siguiente y nunca regresó. Yo ya orita nomás creo en la justicia divina”.

El Rubio, un ex policía municipal de La Laguna, no quiso que habláramos de frente. Optó por contarme lo que sabía por medio del mail. Sólo nos escribimos tres veces.

Mail uno:
los de la letra nos leyeron la cartilla lueguito de cuando llegaron. o jalan o jalan cabrones. con esas palabras crees tu que alguien no le iba a entrar? además nos amenazaron con matar a nuestra familia. nuestros jefes nos dijeron que apechugaramos que nos iba a caer lana, pero ellos se quedaron toda. nuestro trabajo fue apoyar a los de la letra, apañar el poniente. con esto te digo que todo fue obligado. ahorita todavía hay unos que se creen narcos y están ayudándoles a los zetas para entrar a gómez. no sé si sepas pero cambiaron a los federales y ellos también andan chingando a los chapos. ayer en gómez no solo balearon la casa de la alcaldesa, también le metieron un susto a carlos herrera, ese es el cacique de gómez.

Mail dos:
los chapos no quieren a los municipales. el pedo ahora es que los municipales de torreón trabajan para los chapos y los de la letra andan matando polis. a uno lo rafaguearon afuera de su casa, cuando estaba lavando su carro. eso fue hace como una semana, allá en matamoros.

Y mail tres:
los chapos balearon en 2009 el premier y el 20, que era el jefe de plaza, mandó llamar a 35 municipales: director operativo, lobos y bravos para cagotearlos. los citaron en una finca de fac. y madero. todos de civiles.
delante de ellos, la burra, un morrillo de 16 o 17 años, bien loco, desquiciado, y que dice que hablaba con los muertos: decapitó con un cuchillo a 5 chapos que habían agarrado. les dijeron a los municipales que si seguían permitiendo que los chapos reventaran les iba a pasar lo mismo. un güey de apellido de león, director operativo de seguridad pública del oriente de torreón, no aguantó la carnicería y se desmayó. luego los dejaron ir.

El guía ahora te indica dónde, cómo y cuándo los Chapos fueron matando a los Zetas. Te habla de un tal Negro, pasa por el Junior y acaba con Chuy Caguamas. Ahí pensarás que los ajustes de cuentas se propagaron en todo el poniente como el sarampión. Y ahí, también, decidirás que no quieres saber nada más. Lo que ansías es ya largarte del cerro. Extrañamente te sentirás débil, como cuando has ido a donar sangre. Bajarán por donde llegaron, por el Mercado Alianza. Se despedirán donde se encontraron por la mañana. Tomarás un taxi e irás a visitar al escritor Carlos Velázquez. Hoy es su cumpleaños, así que no querrás arruinarle la fiesta contándole todo lo que has visto y escuchado. Se tomarán un par de Macallan y después otros. Entonces te contará del 7 de octubre de 2010, cuando fue al bar Marioneta a echarse una cervezas con unos amigos. “Los disparos zumbaban como cuchillas de afeitar”, te dice cuando ya te ha contado que uno de esos escuadrones perfectos para matar llegó en embestida al bar e hicieron los que mejor les sale. “Neta cabrón que nunca había escuchado tiros con esa fuerza, ni cuando me agarró una balacera en el Oxxo”. Otro escritor, Daniel Herrera, te contará la otra parte de la historia porque él también la vivió: “Nos tiramos al piso y nuestro compa la Marrana comenzó a sangrar; dijimos: A este cabrón le dieron. Pero no: se cortó el brazo con una botella. Que yo me acuerde, los sicarios sólo mataron por los que iban”. Más tarde te enterarás que ese día Fernando Vallejo, de visita en Torreón, tenía pensado acompañar a Carlos y a Daniel, pero declinó por cansancio. Inevitablemente pensarás en La virgen de los sicarios y te imaginarás a Vallejo en aquella balacera diciendo: “La fugacidad de la vida humana a mí no me inquieta; me inquieta la fugacidad de la muerte: esta prisa que tienen aquí para olvidar”. Para ese entonces, verás que en Twitter circula la información sobre el asesinato de cuatro jóvenes a unas cuantas cuadras de ahí y tu recordarás otra frase que le leíste a Vallejo: “La muerte viaja siempre más rápido que la información”. En algún momento subirán a la azotea del edificio donde vive Carlos y, desde ahí, contemplarás casi todo Torreón. Entonces caerá la noche y todo se verá como un inmenso charco de sangre seca.  //

Ilustración de portada de Alejandro Magallanes


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