Lo último de Fern Silva e Ignacio Ceroi cerró con broche de oro el festival de cine de Berlín. A diferencia de años anteriores, esta edición fue arriesgada y subversiva, y tuvo un jurado conformado por puras directoras y directores de cine.
La pasada edición del Festival Internacional de Cine de Berlín no sólo tuvo su mejor programación en muchos años, sino que probablemente fue la más arriesgada entre los grandes festivales europeos. De por sí, la Berlinale ha recibido a cineastas como Lav Diaz en su competencia, que hace películas de hasta más de nueve horas, o Hong Sang-soo, cuyo estilo sutil podría dar la impresión de que no ocurre nada en sus secuencias. Pero este año no sólo se notó una preferencia por este tipo de audacia en la programación sino en los premios, que se entregaron el 5 de marzo.
Bad Luck Banging or Loony Porn (2021), de Radu Jude, no se ganó el Oso de Oro a pesar de que muestra al principio una explícita película pornográfica, o de que, a medio camino, se transforma en un ensayo cinematográfico como los del Godard más radical; más bien me inclino a pensar que se ganó el máximo premio del festival debido a ello. Se puede decir algo similar de los Osos de Plata que se llevaron Wheel of Fortune and Fantasy (2021), de Ryusuke Hamaguchi, merecedora del Gran Premio del Jurado, e Introduction (2021), de Hong Sang-soo, que fue premiada por su guion. El Premio del Jurado, que es algo así como el tercer lugar en la competencia, se lo llevó un documental tierno de poco más de tres horas y media de duración: Mr. Bachmann and His Class (2021), de Maria Speth, que ofrece una mirada utópica —aunque políticamente ingenua— del diverso salón de clase de un profesor alemán que se involucra entrañablemente en las vidas de sus estudiantes. Si bien se va a la segura con su perspectiva, que plantea una Alemania diversa y generosa, su duración se opone por completo a cualquier convencionalismo.
Se puede decir que en todo festival los programadores ponen y los diabólicos jurados disponen, ya que usualmente premian lo más trillado o meloso; sin embargo, en esta edición los premios se los llevaron algunas de las mejores películas en competencia y fue por la selección misma del jurado. Este año lo conformaron exclusivamente directoras y directores, entre quienes destacan Ildikó Enyedi, Nadav Lapid, Adina Pintilie y Gianfranco Rosi. En comparación con los jurados usuales de Cannes o Venecia y de la propia Berlinale en años anteriores, no hubo actores, actrices y mucho menos celebridades. Las estrellas podrán saber cómo se hace el cine, porque a eso se dedican, pero raras veces saben analizarlo o valorarlo más allá de las tramas y el impacto emocional que les provocan. Sólo eso puede explicar ganadoras de la Palma de Oro como la oda sentimental a la clase trabajadora I, Daniel Blake (2017), o las recientes ganadoras del León de Oro en Venecia: Joker (2019), una película que apenas si modifica el cine de superhéroes, y Nomadland (2020), que sólo destaca por su imaginería de postal. Frente a eso, el Oso de Oro de este año no sólo es un merecido triunfo para Radu Jude, uno de los mayores cineastas contemporáneos, sino una declaración de principios por parte del festival.
Frente a estos últimos desarrollos vale la pena reparar en dos de las películas más singulares que se proyectaron en sus últimos dos días y sellaron la convicción subversiva de la Berlinale.
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Rock Bottom Riser y el misterioso coro de la naturaleza
El cineasta Fern Silva demuestra la existencia y el vigor de un cine estadounidense que escapa de la norma industrial con su primer largometraje, titulado Rock Bottom Riser (2021). La película es un ensayo visual que opera como una caprichosa sinfonía donde Silva puede estar observando un río de lava que parece moverse al ritmo de una canción de dubstep, para luego mostrar a una clase de apreciación musical en Hawái que aprende sobre la poesía invencible de Paul Simon. Extrañamente, ese vaivén incoherente va construyendo un complejo coro de la naturaleza, donde cada elemento, cada textura, es una voz. En Rock Bottom Riser hay humo, agua, fuego que brota de la tierra, viento. Silva pasa la mayor parte del tiempo observando estas magníficas formas, pero también se atraviesan voces de científicos que discuten temas fascinantes.
En un momento escuchamos que alguien habla sobre la descolonización de la ciencia y en otro se menciona algo sobre la búsqueda de vida inteligente en otros planetas. Incluso aparece metraje del actor y exluchador Dwyane Johnson, que se une a una protesta ecológica. ¿De qué se trata Rock Bottom Riser, entonces? De absolutamente todo. A momentos pareciera que estamos viendo una consciencia fluir libremente mientras hila ideas sobre la naturaleza y nuestra relación con ella: un ensayo epistémico sobre lo que sabemos y lo que ignoramos que se desarrolla sin decir algo concreto para simular los misterios de la realidad y de su estudio. La ciencia nos acerca a la verdad, pero es incapaz de expresarla toda.
¿Qué será del verano? y las mentiras de la imagen
El argentino Ignacio Ceroi ha hecho un documental formidable. En ¿Qué será del verano? (2021) el director comienza narrando un evento devastador: su novia se va a estudiar a Francia sin él. Desesperado, Ceroi se va tras ella y, llegando a su destino, compra una cámara sencilla para grabar su viaje pero resulta que contiene imágenes captadas por su dueño anterior. Ceroi lo contacta y le pide que hagan una película juntos donde él use las viejas imágenes y les añada las explicaciones de su creador. El hombre se llama Charles y sus palabras riman en elegancia y sinceridad con la poesía de sus imágenes, que muestran a sus perros nadando y jugando o a su familia reunida para cenar. Cada plano contiene su tiempo y los significados inmensos de una vida pacífica hasta que Charles comienza a contar la historia de su viaje a Camerún, donde conoce a una conferencista motivacional y luego se adentra en la jungla para salvar a su hijo, que combate en un conflicto separatista.
En algún punto uno comienza a tener la impresión de que la historia es demasiado buena y, por ello, que Ceroi es un hombre muy afortunado o un gran mentiroso, dicho sin la intención de insultar. Claramente hay elementos de ficción involucrados, pero en entrevistas y en el kit de prensa oficial Ceroi apenas si ha admitido que puede haber cosas que no sucedieron como las narra. Esto hace de la película no sólo una construcción rara que al mismo tiempo nos hace creerles a las imágenes documentales, y dudar frente al melodrama, sino una especie de performance que involucra también los aspectos promocionales y el silencio de su director.
Lo que logra Ceroi con todo ello es hacernos pensar en el documental como la falsedad que es: las imágenes podrán provenir de la realidad más aparentemente espontánea, pero el encuadre y el montaje imprimen siempre la fantasía. Nada de lo que nos presente una pantalla es más que una simulación y, sin embargo, nos conmovemos. Experimentamos el cine entre un creer y un dudar que no contienen las imaginaciones más ociosas, ésas cada vez parecen menos bienvenidas en la Berlinale.
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