Si bien a Julio Cortázar se le achaca una estructura básica del cuento, la del <i>knock-out</i>, a muchos se nos olvidó que las reglas se pueden quebrar. En el caso de <i>Rayuela</i>, aunque la estructura es sofisticada y ha resistido al tiempo, la caracterización de los personajes, no.
La geometría de los sueños
Supe de aquel episodio en un encuentro de escritores en Tepoztlán. Habían invitado a Luisa Valenzuela a dar una charla magistral y yo, que debía de tener veintitantos, me encontraba entre el público, atento a las palabras de esa autora argentina de cabellera rebelde y gran humor. La escuché hablar sobre cómo los cuentos se construyen, a veces, de manera azarosa; por ejemplo, los finales o el final, más bien, de una de sus historias, que un desconocido le reveló mientras se encontraba sentada en el parque, escribiendo. No recuerdo bien si fue ese tema —la ciencia de los puntos finales— el que, después de leer el relato referido, la condujo a una de las islas imprescindibles cuando se habla de cuento, de brevedad, de literatura latinoamericana.
“Cortázar me contó su último sueño”, lanzó de pronto y abrí los ojos como un tarsero filipino; en ese entonces, yo leía con fervor Historias de cronopios y de famas. Valenzuela lo relató sin mucho detalle. Escucharlo por primera vez, sin embargo, me dejó impactado. El sueño era, cómo decirlo, demasiado simbólico; tenía todo para pertenecer al inconsciente de aquel señor que nos enseñó a subir una escalera. Pero, por algún motivo, no logré descifrar la premonición.
Para mi fortuna, la escritora lo narraría en Entrecruzamientos. Cortázar/Fuentes (Alfaguara, 2014). Era 1983. Julio Cortázar terminaba una serie de conferencias y pasaría unos días en Nueva York, donde radicaba entonces Valenzuela. Se encontraron en el bar. A él se le notaba alicaído y enfermo tras la muerte de la escritora y fotógrafa Carol Dunlop, su pareja, con quien había emprendido un viaje París-Marsella, a bordo de una Combi Volkswagen roja (llamada Fafner). Y, sin embargo, la escritura: Cortázar deseaba tener un año sabático para escribir una novela, de la que sabía apenas lo necesario, que parecía menos que nada, acaso lo suficiente para sentir el impulso de sentarse ante la Olivetti Lettera 22.
Prefería el silencio: “No soy como Varguitas que va escribiendo sus novelas a medida que se las cuenta profusamente a sus amigos. En eso soy muy reservado y además nunca sé muy bien por dónde me irán llevando las palabras”, le dijo a Valenzuela. La novela se le había aparecido en un sueño lúcido: el editor le entregaba un libro y él se sentía feliz al hojearlo. Ahí estaba todo aquello que quiso decir desde el principio; su yo escritor y su yo activista conviviendo en armonía. Sin embargo, el libro, recién salido de imprenta, no estaba compuesto por palabras, sino por figuras geométricas. “Perfectas, elegantes y armónicas […]. Y era un libro mucho más claro y comprensible que el resto de su obra”, apunta Valenzuela. Una obra hecha de ángulos, círculos concéntricos, puntas, esquinas, niveles y líneas que se encuentran y separan; pero también de lados y versiones opuestas de una misma cara.
Pienso en los protagonistas de “La noche boca arriba”, de “Axolotl”, de “Retorno de la noche”; seres que se enfrentan a la posibilidad de atravesar una frontera: de la realidad a su extensión, ese otro lado del espejo que nos llama y al que finalmente cedemos. Me pregunto si sería aquel sueño tan singular una invitación a volcarse en el reverso de lo ya conocido. ¿El autor de Rayuela estaba tocando el borde de uno de sus interreinos imaginados? ¿Son las geometrías claves para leer su obra con ojos nuevos y recorrer todas las paredes de una misma figura?
El círculo imperfecto
Si pensamos en la literatura de Julio Cortázar (1914-1984) como una gran figura geométrica, es posible comprender por qué en el presente existen lecturas que se antojan novedosas: las y los lectores nos hemos movido de lugar para apreciar, con afán explorador, las otras áreas de la estructura, los lados ignotos, aunque eso nos ha llevado a revelaciones que resuenan por los giros bruscos que dan a lo que se pensó en un inicio como la poética cortazariana. Por ejemplo, la forma del cuento, un tema que le interesaba especialmente.
Aquel sueño no fue la primera asociación a las geometrías. En una entrevista que le realiza José Julio Perlado, en 1983, con motivo de la publicación de Deshoras, le pregunta sobre “los finales perfectamente cerrados” en los relatos breves. Cortázar, cuyo estilo de conversar era de por sí cercano a la cátedra, contesta: “Por ahí he escrito que para mí un cuento evoca la idea de la esfera, es decir, la esfera, esa forma geométrica perfecta en la que un punto puede separarse de la superficie total, de la misma manera que una novela la veo con un orden muy abierto, donde las posibilidades de bifurcar y entrar en nuevos campos son ilimitadas”.
Pero años antes ya había respondido la pregunta. Quizá fue en la conferencia publicada en la Revista Casa de las Américas, en 1970, donde nos cuenta por primera vez de esa imagen pugilística que se replicaría, de manera incansable, en talleres de escritura, congresos de literatura y entre lectores presumidos: “Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out”. Tal vez ese amigo no existió. No importa. La Historia le adjudica al escritor argentino la frase porque, además, se encargó de hacerla parte de su discurso. Conociendo su pasión por ese deporte, no es extraño que hiciera un símil. La suerte de tal afirmación logró tener un peso propio en su famoso decálogo; a diferencia del resto de los consejos para el perfecto cuentista, éste encontró plenitud, universalidad y se convirtió en canon.
Al mismo tiempo, abrió la puerta a una familia de poéticas que, en el ánimo de explicar la práctica creativa, utilizaban metáforas donde la vida del escritor adquiría cierto riesgo: el creador como cazador (“El cuento debe ser un animal: la serpiente”, José Balza) o como carnicero (“Destazar una res sobre esos troncos pintados de blanco, hundir el cuchillo entre los músculos de la bestia”, Óscar de la Borbolla). Una didáctica que, en menor o mayor grado, se transmitía a la experiencia misma: la creación como ataque (“El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector”, Juan Bosch) o como tortura (“En un cuento, si se tiene que hacer sufrir al lector para llegar a las profundidades del tema, no importa”, Guillermo Samperio). Traducidas estas estampas, daban como resultado lo que, para muchos, significaban los cuentos, una revelación que detenía el pulso, un payaso saltando de la caja de regalo, nada más: “Deben ser sorpresivos, si no son inacabados”, dice David Martín del Campo.
El knock-out fue durante mucho tiempo la referencia inmediata: si un cuento quería ser cuento, debía contener esa intensidad de golpe definitivo que deja al otro inconsciente. Las prosas que apostaban por otros valores opuestos al final sorpresivo o contundente quedaban relegadas. Obras de gran calidad como la cuentística de Esther Seligson o de Jesús Gardea, entre muchas otras, pasaron de noche al no cumplir con los parámetros estilísticos de una época. ¿Se podía ser una o un perfecto cuentista sin golpear a nadie y llevarlo a la lona? Sí, quizá, pero entonces no te leerían.
El knock-out fue una manera de observar de cerca la estructura del cuento, pero con los años se convirtió en el lugar común de presentaciones, talleres, ponencias, revistas y tuits siempre con la misma foto de Cortázar acariciando un gato. En el presente, el cuento ya no soporta lo esférico; requiere de lo amorfo para reinventarse, acaso por las propias exigencias del tiempo. Eloy Tizón lo llama el postcuento. Lo cierto es que Cortázar hubiera renegado de su propio punto (sus cuentos son prueba de ello), pues quienes hicieron de esta máxima una verdad absoluta, se saltaron el primero de los consejos:
“No hay leyes para escribir un cuento, sólo puntos de vista”.
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Oliveira a través del prisma
La novela que mayor correspondencia tiene con aquel libro onírico de geometrías es Rayuela (1963/2024, Alfaguara), con sus dos planos estrictos, “Del lado de allá” y “Del lado de acá”; aunque esto no representa el poliedro que es en su conjunto.
A 61 años de su publicación, una lectura que resuena en la actualidad, aunque no es novedosa, es la que pasa por el filtro de la cancelación a los personajes y al mismo Cortázar por las representaciones de la mujer en la novela. Dos reclamos particularmente parecen sostener que la obra envejeció mal: la Maga siendo centro de humillaciones constantes por los hombres intelectualoides del Club de la Serpiente, y la noción del Lector-hembra, que es de corte convencional, impasible, contrario a la del Lector-activo; se entiende.
Pasado el furor por la forma, esa no estructura lúdica de la novela que deslumbra en la primera lectura, nos resulta más sencillo detectar esos momentos en los que emerge la narrativa patriarcal que recae en la superioridad masculina.
En el capítulo 25, por ejemplo, Gregorovius lanza un breve discurso sobre (hacer) el amor, que termina con:
Yo creo que Pascal era más experto en narices de lo que hace suponer su famosa reflexión egipcia.
—¿Pascal? —dijo la Maga—. ¿Qué reflexión egipcia?
Gregorovius suspiró. Todos suspiraban cuando ella hacía alguna pregunta. Horacio y sobre todo Etienne, porque Etienne no solamente suspiraba sino que resoplaba, bufaba y la trataba de estúpida. «Es tan violeta ser ignorante», pensó la Maga, resentida. Cada vez que alguien se escandalizaba de sus preguntas, una sensación violeta, una masa violeta envolviéndola por un momento.
La investigadora estadounidense Evelyn Picon Garfield le preguntó al respecto en una entrevista del libro Cortázar por Cortázar (1978): “—Ahora que mencionaste lo del «Lector-hembra», ¿puedes repetir lo que me dijiste anoche al respecto? / —Sí, que pido perdón a las mujeres del mundo por haber utilizado una expresión tan machista y tan de subdesarrollo latinoamericano, y eso deberías ponerlo con todas las letras de la entrevista. Lo hice con toda ingenuidad y no tengo ninguna disculpa, pero cuando empecé a escuchar las opiniones de mis amigas lectoras que me insultaban cordialmente, me di cuenta de que había hecho una tontería. Yo debí poner «lector pasivo» y no «lector hembra», porque la hembra no tiene por qué ser pasiva continuamente; lo es en ciertas circunstancias, pero no en otras, lo mismo que un macho”.
El perdón no ha bastado. Al Cortázar de nuestros días se le sigue haciendo juicio. Quien lee Rayuela en el presente pasa por una transición: cambia las ganas de recorrer París y tener un amor organizado por el azar, por la renuncia de pertenecer a un grupo de listillos insoportables y nunca parecerse a la Maga. Existen tesis que abordan las representaciones de la novela con profundidad.
En las clases de literatura que dio en Berkeley (1980), Cortázar refiere al mundo que experimentó al residir en Europa. Ya no era la vida libresca que había experimentado en Latinoamérica, sino la “vida directa, que es lo que Rayuela trata de expresar, sobre todo en la primera mitad”. Se intuye que las dinámicas de la novela son un retrato de la época, pues al referirse a Oliveira lo hace como “un hombre como cualquiera de todos nosotros, realmente un hombre muy común, no mediocre pero sin nada que lo destaque especialmente […] que está asistiendo a la historia que lo rodea, a los fenómenos cotidianos de luchas políticas, guerras, injusticias, opresiones”. Y ahí da luz a los registros de una década (1950-1960) que, si bien ya era cuestionada por el feminismo, se mantenía rígida en las dinámicas culturales.
Quizá como no sucede con otro autor latinoamericano de su generación, son las y los lectores quienes con ahínco también defienden la novela y su valor estético, una de las principales preocupaciones del autor al escribirla. Basta sumergirse un poco en los pódcast y videos de YouTube para comprobar que el universo cortazariano se expande más allá de Rayuela. Eso genera que, sumado a la simpatía tan suya que contagia de inmediato (amor infinito por esa “r” francesa), uno haga al menos el esfuerzo por quedarse en ese territorio habitado por seres que sufren metamorfosis, que se encuentran a sí mismos en las páginas de una novela, que recorren pesadillas de otros siglos, que vomitan conejos. El prisma por el que miramos a Cortázar nos devuelve un haz extraño y potente que nos habla sobre los alcances de su imaginación, que aún tiene —por suerte— lados inexplorados. Mirar de cerca, con los ojos bien abiertos, sin miedo a descomponer la luz, es lo que él haría.