La técnica no lo es todo. Un deportista o un actor pueden controlar todos sus movimientos para patear un balón al punto deseado en una portería, o para torcer las cejas y expresar así la desazón de su personaje, pero también importa su carácter, con el que decide qué tanto aplicar ese dominio. En Mi viaje a Italia (My Voyage to Italy, 1999) Martin Scorsese da un ejemplo al detenerse a discutir lo que aporta Paolo Stoppa en una escena de El oro de Nápoles (L'oro di Napoli, 1954): su personaje corre a aventarse de un techo tras una noticia funesta, pero justo antes de hacerlo voltea rápidamente para asegurarse de que sus amigos vengan a detenerlo; es un gesto tan sutil que Scorsese repite la imagen. “Demasiado”, explica en cuanto a la calibración del acto, “y se convertiría en comedia total; muy poco, y ni se notaría”. El tono del plano y la escena dependen de Stoppa, y es gracias a su mesura que todo se mantiene en equilibrio y que su director, Vittorio De Sica, obtuvo lo que deseaba.
Con lo anterior no pretendo sugerir que el exceso sea inherentemente problemático. Estoy entre los defensores de Baz Luhrmann, y creo que Brian De Palma fue injustamente ninguneado por su afición al kitsch, que nunca le impidió hacer teoría del cine mediante obras de ficción que ni necesitaban lenguaje conceptual. Vamos, el maximalismo es un estilo válido, pero hay una tendencia en el cine contemporáneo que, a diferencia de cineastas tan variados como el vanguardista Guy Maddin o el coreógrafo de las balaceras, John Woo —cuyo cine de acción ni por un segundo parece verosímil, ni espera que lo tomemos en serio—, aspira a una seriedad que rompe con la enajenación fundamental del maximalismo.
Recientemente, la alegoría sobre la belleza y el envejecimiento femenino en La sustancia (The Substance, 2024), de Coralie Fargeat, apesadumbró tanto la película que hay quienes no saben si deberían reírse ante su evidente sentido del humor. Antes de eso, Bardo (2022), de Alejandro González Iñárritu, hizo algo similar y terminó produciendo imágenes simplemente ridículas, como la de un Daniel Giménez Cacho con cuerpo de niño. Hay colaboradores talentosos en estas películas, gente que domina sus respectivas técnicas, pero la dirección perdió el equilibrio en busca de un exceso que cautivara al público. Esta es siempre una estrategia fácil: sobrecargar los afectos, como si salieran unos brazos de la pantalla para sacudirnos, y hacernos sentir, cuando empiezan los créditos, que estamos bajándonos de la montaña rusa. El cine comercial de superhéroes opera igual, y también algunas redes sociales, que buscan el impacto inmediato, más que la libertad y el espacio que otorgan las películas subversivas.
El director mexicano Alonso Ruizpalacios había contenido hasta ahora la tentación de saturar, aunque le brotaba a momentos: Güeros (2014) incluye una escena en la que se le oye a Ruizpalacios dar instrucciones para demostrar que no estamos viendo algo real, sino una ficción, aunque no tenga mucho que ver con los temas de la película; Museo (2018) se extiende sin mucha necesidad para contener una historia de robo y otra de la carretera, pero logra su cometido, y Una película de policías (2021) intenta abarcar demasiado para mostrar, en oposición a un eslogan que se repitió seguido durante su estreno, que no todos los policías son bastardos.
La cocina (2024) cede al fin a ese impulso reprimido, y explota en la pantalla con un despliegue de temas y de técnica bajo el aparente deseo de convencer al público de su grandeza y su seriedad —a pesar del humor—, pero termina abrumándolo. Por supuesto, hay de casos a casos, y no puedo negar ni los elementos que asombran a cierta parte del público, ni su reacción, más favorable, pero debo ser fiel a la mía.
Basta una sinopsis para darnos una idea de la saturación en La cocina: una joven migrante mexicana llega a un restaurante en Times Square para pedirle trabajo a un amigo que cocina ahí. Este amigo, Pedro (Raúl Briones), tiene un conflicto con un colega blanco y aparentemente xenófobo; está bajo sospecha de haber robado dinero de la caja del restaurante, y puede haberle dado ese dinero —si es que lo robó— a su amante, Julia (Rooney Mara), quien espera un bebé de él, aunque ella prefiere abortarlo en el mismo día en que está pasando todo lo demás. Por si no fuera suficiente, Julia, mesera en el mismo restaurante, sostiene varias llamadas con un tal Abe, que podría ser su esposo, y una amenaza para su relación con Pedro. Demasiados conflictos para una jornada, y eso se queda corto ante la lista de temas. Ruizpalacios aborda en mayor y menor medida: la migración, el trabajo y el sometimiento patronal, las identidades étnicas, la clase social, la belleza de la cocina y su pesadez belicosa, el conflicto entre hombre y mujer, entre moreno y blanca, y entre el machismo del mundo subdesarrollado y la racionalidad fría de los estadounidenses. También se cruzan el aborto, la nostalgia de la patria, la solidaridad, la falta de ella, y el sometimiento de las minorías que buscan integrarse a la sociedad que las detesta.
El metraje dura dos horas veinte, para darle cabida a todas estas ideas que, también hay que decirlo, reciben suficiente desarrollo, e inteligente muchas veces, pero el problema no es la agudeza, sino la impresión cada vez mayor de que uno está viendo varias películas amontonadas en una sola. El estilo de Ruizpalacios también produce esa sensación al jugar, en apariencia, con códigos del cine musical —no hay canciones pero el movimiento de la cámara y los personajes tienen algo de ahí—, del cine bélico —específicamente, convenciones de Rescatando al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998)—, del teatro, y hasta del minimalismo, con tal de impresionar a la crítica, al público y a los miembros de los jurados, pero la mala racha de La cocina en varios festivales sugiere que la estrategia ha sido un fracaso. El exceso de Ruizpalacios, insisto, no parece cautivar a muchos, sino abrumarlos.
En la escena emblemática de La cocina, una máquina de refresco se desborda en plena hora del almuerzo. La coca cola se derrama por todo el suelo y se agita con los pasos de las meseras, quienes se alinean frente a las estaciones de los cocineros como paracaidistas a punto de liberar Normandía. Estela (Anna Díaz), la amiga recién llegada de Pedro, sufre un ataque de neurosis bélica, como el capitán Miller (Tom Hanks) de Steven Spielberg, mientras observa el ir y venir desesperado de sus colegas, que gritan órdenes como en otras películas se grita por un médico. La impresora de la cocina tartamudea en el fondo como una ametralladora.
Otra escena importante enfatiza el opuesto total: durante el descanso, Pedro les pide a sus colegas contarle sus sueños, y uno de ellos narra la historia de un rayo verde extraterrestre. El sonido va apagándose y el montaje se va limitando a un solo plano del narrador, que describe la inexplicable anécdota de un napolitano que llegó el siglo pasado a la Isla Ellis —el punto de revisión para los migrantes europeos en Nueva York— y fue sustraído milagrosamente de ahí. Pero la escena cuenta con los elementos suficientes para agarrar al espectador y revelarse como ilusoria: más que minimalista, sigue siendo intensa, aunque de forma económica.
Ruizpalacios, a pesar de su dominio formal, no parece ya un revolucionario, sino un director incrustado en las tendencias y, en el caso de La cocina, arrastrado por ellas. Nadie le pide que sea lo contrario, claro, pero sus primeras películas trajeron consigo expectativas de un cineasta que no solo se zafaba de los temas y los tonos típicos del cine mexicano, sino que aspiraba a una distinción sustancial frente a todos sus contemporáneos. La cocina parece una consecuencia de esas opiniones, del peso de ser importante, pero el futuro presenta oportunidades para dejar de ansiarlo y recuperar el rumbo. Técnica, hay.