Las mujeres ganan menos que los hombres, pero trabajan más y pagan mayores impuestos. Los sistemas fiscal y económico contribuyen a que la brecha de la desigualdad siga en aumento.
Al finalizar nuestras jornadas laborales, gran parte de las mujeres mexicanas llegamos a casa a realizar labores domésticas y de cuidado, una actividad a la que destinamos 2.6 veces más horas semanales en comparación con los hombres. El tiempo que destinamos en estas tareas no es pagado, y es tiempo que no podemos usar para descansar o continuar estudiando. Esta desigualdad se debe a que la sociedad mexicana, sumergida en los estereotipos de género, aún cree que somos solo nosotras quienes debemos desempeñar las tareas de cuidado.
La división sexual del trabajo ha sido analizada innumerables veces por la economía feminista, una rama de estudio que busca evidenciar cómo el sistema económico y las políticas públicas tienen efectos diferenciados dependiendo de nuestra identidad sexogenérica. Las investigadoras y especialistas proponen transformar el actual sistema económico y transitar hacia lo que se conoce como una “economía del cuidado”, que priorice la sostenibilidad de la vida —donde las condiciones en las que se reproducen las sociedades y la dimensión medioambiental son puestas al centro—, y que esté apuntalada por políticas fiscales que combatan la concentración de la riqueza que hoy poseen unas cuantas personas, mayoritariamente hombres.
Entre sus discusiones y demandas, la economía feminista busca que, a través de modificar las estructuras que mantienen las desigualdades de género, clase y etnia, las mujeres avancemos hacia la autonomía económica. Hoy, solo cuatro de cada diez mujeres participamos en el mercado laboral (contra siete de cada diez hombres), nos empleamos en el sector informal en mayor proporción y nos concentramos en trabajos de tiempo parcial, o que están asociados al cuidado. Todas estas diferencias interactúan entre sí y ocasionan que nos paguen menos por nuestro trabajo, a pesar de que, en total, trabajamos más horas que los hombres.
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Trabajamos y cuidamos más, pero para el Estado vivimos en las mismas condiciones que los hombres. O por lo menos así parece cuando analizamos la manera en que pagamos impuestos, en comparación con quienes tienen el tiempo y los recursos para que su riqueza crezca exponencialmente.
Desde una perspectiva feminista, avanzar hacia nuestra autonomía económica implica, entre otras cosas, una redistribución del tiempo que mayormente dedicamos las mujeres al cuidado, así como un cambio en la forma en que se distribuye el poder político y el económico, que a la vez implica repartir la riqueza de quienes más tienen: de las 21 personas ultrarricas de México, 17 son hombres, y acaparan el 48% de la riqueza del país. En sentido opuesto, nuestro sistema tributario beneficia a quienes históricamente han sido privilegiados por un modelo económico patriarcal que prioriza la acumulación de ganancias en unas cuantas manos, a costa de la sostenibilidad de la vida y nuestros derechos. Pero esta situación puede cambiar si avanzamos hacia un sistema fiscal que integre las demandas feministas y reconozca la contribución de nuestro trabajo no remunerado.
Empecemos por hablar de los impuestos que no existen o no se cobran suficientemente, como los impuestos que se aplican sobre la propiedad, como casas, terrenos y automóviles. En México, estos impuestos recaudan solo el 2% del PIB. Reformar el pago del predial y la tenencia son medidas urgentes, pero serán insuficientes para desconcentrar y redistribuir la riqueza, una medida que podría alcanzarse si México adopta un impuesto, así fuera una tasa mínima, sobre toda la riqueza que acaparan las personas más ricas del país.
Otra forma de desigualdad ocurre con lo que las economistas feministas llaman ingresos al capital. Las personas ultrarricas no agotan todo su ingreso en la compra de cosas para su día a día, más bien, les queda un “colchón” que les permite ahorrar o invertir, lo que les genera ganancias adicionales por sus inversiones. Esta bola de nieve que les permite ganar cada vez más dinero se intensifica porque los ingresos de capital tienen un tratamiento beneficioso.
Hoy si un alto ejecutivo que se dedica a la administración de portafolios de inversión recibe ingresos derivados del rendimiento de las acciones que posee, pagará solamente una tasa del 10%, un porcentaje menor al que debe pagar una mujer trabajadora, o lo que pagamos todas y todos a través del IVA cuando consumimos. Esta manera de cobrar impuestos a los ingresos de capital, sumado a la inexistencia de un impuesto a la riqueza neta, aumentan la desigualdad de ingresos y riqueza, reforzando las desigualdades, pero especialmente las brechas que existen entre mujeres y hombres.
Además, nuestro sistema fiscal beneficia explícitamente más a los hombres que a las mujeres. Un ejemplo es el caso de las deducciones del Impuesto Sobre la Renta (ISR). Básicamente, estos beneficios consisten en permitir que las personas resten diferentes gastos (como seguro de gastos médicos y créditos hipotecarios) al momento de calcular sus impuestos. Quienes obtienen estos descuentos son, principalmente, las personas con ingresos más altos, y el 79% son hombres. Además, como estos beneficios solo son para quienes trabajan en el sector formal, la gran mayoría de las mujeres (el 55% de ellas) no pueden acceder a ellos.
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Para acabar de ensombrecer el panorama, las prácticas de abuso fiscal como la evasión y el uso de paraísos fiscales son problemáticas que tienen consecuencias negativas desde una perspectiva feminista puesto que, además de perpetuar la concentración de ingresos y riqueza, reducen los recursos públicos disponibles. Por ejemplo, de acuerdo con Tax Justice Network, el mundo pierde cada año 312 000 millones de dólares en impuestos debido al uso de paraísos fiscales por parte de empresas multinacionales, lo que se traduce en menos dinero para invertir en servicios públicos e infraestructura social, de los cuales las mujeres somos las principales usuarias.
Modificar este panorama implica que la política tributaria sea más progresiva y sensible a las desigualdades de tiempo, ingresos y riqueza. Además de reducir de inmediato las brechas económicas, podría contribuir a aumentar los recursos públicos, los cuales deberían ser utilizados para financiar los programas y políticas que tienen el objetivo de reducir las desigualdades, redistribuir las labores de cuidados (como lo sería un Sistema Nacional de Cuidados), garantizar el acceso de las mujeres a una vida libre de violencia, ampliar el acceso a derechos sociales y en conjunto, que contribuyan a mejorar nuestras condiciones de vida. A fin de cuentas, ¿cuántas veces hemos escuchado a nuestros gobernantes decir que no hay dinero?
Para transitar a una sociedad más justa es urgente que se modifique la manera en la que el Estado cobra impuestos. En nuestro último reporte, “Tributación Feminista”, proponemos diferentes alternativas, como crear un impuesto a las grandes fortunas y que quienes ganan dinero por invertir paguen las mismas tasas de impuestos que hoy pagamos las mujeres trabajadoras. También se necesita reducir los beneficios fiscales que hoy favorecen desproporcionadamente a los hombres, especialmente a los ultrarricos, e implementar más medidas de transparencia para que conozcamos la situación tributaria de las grandes multinacionales. En definitiva, necesitamos que nuestra política fiscal nos reconozca, y ponga límites a las condiciones históricas de desigualdad que hoy nos siguen manteniendo en desventaja.