Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

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El candidato presidencial colombiano Gustavo Petro llega a una reunión de miembros de la coalición Pacto Histórico para definir la fórmula vicepresidencial. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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Archivo Gatopardo

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

El candidato presidencial colombiano Gustavo Petro llega a una reunión de miembros de la coalición Pacto Histórico para definir la fórmula vicepresidencial. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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El candidato presidencial colombiano Gustavo Petro llega a una reunión de miembros de la coalición Pacto Histórico para definir la fórmula vicepresidencial. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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El candidato presidencial colombiano Gustavo Petro llega a una reunión de miembros de la coalición Pacto Histórico para definir la fórmula vicepresidencial. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.
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Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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El candidato presidencial colombiano Gustavo Petro llega a una reunión de miembros de la coalición Pacto Histórico para definir la fórmula vicepresidencial. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.
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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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El candidato presidencial colombiano Gustavo Petro llega a una reunión de miembros de la coalición Pacto Histórico para definir la fórmula vicepresidencial. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.
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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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2022
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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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El candidato presidencial colombiano Gustavo Petro llega a una reunión de miembros de la coalición Pacto Histórico para definir la fórmula vicepresidencial. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

Gustavo Petro: el miedo y la esperanza

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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante de la única nación sudamericana que nunca ha tenido un gobierno de izquierda. Gustavo Petro está muy cerca de convertirse en presidente de Colombia, pero tendrá que derrotar primero a los poderes más enraizados del país y a su propio ego.

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Algo muy grave va a suceder en Colombia. Se intuye en el desprecio de unos por otros. Se siente en las calles, en los medios de comunicación o en las redes sociales, donde suele llamársele “polarización” al incendio retórico y a la negación de quien piensa diferente. Se percibe, sobre todo, en estos días previos a la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 29 de mayo, que podrían significar un giro a la izquierda de un país históricamente de derecha.

Nadie en el panorama político actual encarna tan bien el temor y la esperanza de los colombianos como Gustavo Petro Urrego. Y es curioso que este hombre de 62 años, tímido y contenido, levante pasiones tan desbordadas entre seguidores y detractores. Para los primeros, Petro es la única alternativa en un país con muchos problemas y profundas desigualdades sociales, y para los últimos representa, cuando menos, un peligro inminente para la democracia. Y no es solamente que sea de izquierda —o progresista, como prefiere que lo llamen—, su polémica imagen se ha forjado a fuego durante cuarenta años de vida pública en la que, entre otras cosas, fue guerrillero, lo torturó el ejército colombiano, estuvo en la cárcel, se sometió a un proceso de paz, se convirtió en congresista, reveló nexos del narcotráfico con la clase política, denunció la corrupción de servidores públicos —incluidos algunos copartidarios—, se hizo amigo de Hugo Chávez, se enfrentó a Álvaro Uribe —cuando era el presidente más popular de la historia de Colombia—, fue elegido alcalde de Bogotá y perdió dos elecciones presidenciales. En su tercera, las encuestas dicen que cortará la racha.

Bajo el nombre “Colombia, potencia mundial de la vida”, su programa de gobierno promete cambios profundos, pero también irrealizables en un periodo de cuatro años. Estos incluyen el fin de la guerra —que en este país son varias: contra las guerrillas de izquierda, las organizaciones del narcotráfico, el paramilitarismo y el crimen organizado—, la transición a energías limpias o la superación de la economía extractivista. A comienzos de mayo, el actual senador y candidato del Pacto Histórico (una confluencia de partidos y movimientos progresistas y de otras vertientes menos compatibles) reconoció en un discurso que en tan poco tiempo no podría hacer mucho más que poner las bases del cambio económico y social que propone, y sus opositores —siempre desconfiados— vieron en sus palabras una advertencia de que buscaría quedarse en el poder. Esas mismas personas creen que ese programa es una nueva versión del modelo venezolano.

“Yo no creo que los temores que tiene la gente estén fundamentados. Porque el plan de gobierno de Petro tiene cosas muy arriesgadas, pero él no las va a cumplir. Yo, siendo de izquierda, creo que esos cambios necesitan un proceso para que no sean dañinos; él no puede llegar como Chávez a cambiar todo porque nos vamos pa’la mierda. A mí me daría miedo que cumpliera todo lo que dice que va a hacer, pero me tranquiliza que no va a poder hacerlo”, dice una exfuncionaria, que ocupó una posición alta en el equipo de Petro en su paso por la alcaldía de Bogotá, y que pidió no mencionar su nombre.

Si Petro gana las elecciones, venciendo al derechista Federico Gutiérrez, Fico, el remoto colegio La Salle de Zipaquirá, una población enclavada en la cordillera oriental de Colombia y famosa por sus minas de sal, contará entre sus exalumnos a un Nobel y a un presidente. Los dos costeños, los dos de izquierda.

Los partidarios del candidato presidencial de izquierda colombiano Gustavo Petro, de la coalición Pacto Histórico, lo animan mientras habla durante su mitin de clausura de la campaña antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Fotografía de Luisa Gonzalez / REUTERS.

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Gustavo Petro nació en Ciénaga de Oro, una pequeña población caribeña al norte del país, pero nada, ni sus gestos secos, ni su ritmo pausado al hablar, delata el calor de sus orígenes. Criado en el frío de las tierras altas de la cordillera oriental de Colombia, primero en Bogotá, adonde su familia se mudó cuando él era apenas un bebé, y luego en Zipaquirá, siempre cargará la nostalgia de una identidad caribeña invisible para el resto, pero que, para sus adentros, lo vincula con las historias de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez; con casas hechas de palma y bahareque, con los porros y el vallenato. En su biografía, Una vida, muchas vidas, publicada en 2021, un superventas en Colombia, Petro recuerda la revelación que fue viajar de vacaciones a los quince años —y por primera vez solo— a la tierra donde nació: “Había una exuberancia desconocida para mí, gracias en parte a la cantidad de culturas presentes, a la inmigración de árabes y europeos que se habían mezclado con lo indígena y con lo afro. Esa exuberancia me conquistó enseguida. Aprendí a bailar, a relacionarme con muchachas muy francas, a enamorarme”.

Sin embargo, no dejó de ser ese adolescente nerd que en círculos de lectura estudiantiles de Zipaquirá conoció a Owen, Marx, Gramsci y otros autores que le hablaban de luchas de clase, cooperativismo e insurrección. El germen lo llevaba dentro, según dice, en historias que le contaba su madre para que se tomara la sopa cuando era niño. Historias sobre Jorge Eliécer Gaitán, el mártir liberal cuyo asesinato en 1948 provocó una revolución popular que partió la historia del país en dos y que es uno de los espejos en los que refleja su propia figura.

Una obra de arte que representa a Jorge Eliecer Gaitán, un líder político popular asesinado a tiros hace 50 años. Fotografía de John Vizcaino / REUTERS.

El estudiante que siempre sacaba las mejores notas del colegio empezó a interesarse por lo que sucedía más allá de los libros. “Dentro de mí había surgido una solidaridad con la historia del pueblo, con la lucha por la justicia, con Gaitán asesinado”, prosigue en su libro. A los dieciocho años y por la influencia de un profesor se unió a un grupo de apoyo del M-19, una guerrilla urbana que se distinguía de otras campesinas, marxistas-leninistas, como las FARC, el ELN o el EPL, por su corte socialista y la espectacularidad de sus acciones. Entre ellas, el robo de la espada de Simón Bolívar o la funesta toma del Palacio de Justicia, una tragedia que dejó 94 personas muertas en 1985 y que aún muchos le reprochan a Petro, a pesar de no haber participado en ella por hallarse preso debido a su militancia en la insurgencia.

Everth Bustamante lo conoce desde esa época estudiantil. Cuando Petro apenas se unía al M-19, él ya era un líder de la organización. Más de cuarenta años después, no podrían estar ambos en orillas más opuestas. Bustamante terminó hace unos años una carrera política siendo senador del Centro Democrático, el partido de Álvaro Uribe —el mayor enemigo político de Petro—, y es uno de los contradictores más cáusticos del candidato presidencial. Lo recuerda como un hombre tímido y estudioso. “Eso sí, es una condición de él, estudia, lee, pero no sé qué tan bien lo haga”, dice Bustamante con risa burlona.

Aunque en la actual campaña muchos de los ataques en su contra se centran en su pasado guerrillero y muchas noticias falsas lo señalan de asesino y secuestrador, Petro fue un cuadro político urbano alejado de las armas y tuvo un papel secundario dentro de la organización, según reconocen el propio Bustamante y otros compañeros suyos de la época. En los años álgidos de la confrontación militar entre el Estado y el M-19 llevaba una doble vida: en una era estudiante de Economía de la Universidad Externado de Colombia y ocupaba cargos públicos como personero y concejal de Zipaquirá; en la otra era enlace clandestino del M-19, bajo el alias de Aureliano, nombre que sacó de Cien años de soledad, en honor a su admirado Gabo, el otro alumno ilustre de La Salle.

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Entre los candidatos en disputa —ninguna mujer—, cinco representan partidos políticos de derecha o centroderecha, uno se percibe como centro y solo uno es de izquierda. La distinción es importante en un país tradicionalmente gobernado por élites y con una historia sangrienta marcada por la existencia de grupos paramilitares de ultraderecha y guerrillas de extrema izquierda. También porque esas líneas ideológicas revelan posturas frente a problemas no resueltos, como la implementación de los acuerdos de paz que firmó el Estado con las FARC en 2016, la lucha contra las drogas, la distribución de la tierra y los modelos pensionales, de salud y de tributación.

Algo grave va a suceder en Colombia. El posible ascenso de Petro al poder es visto por un amplio sector de la población como el descenso del país al infierno castrochavista, una difusa corriente política que le ha servido de argumento a la derecha colombiana para explicar los males de Cuba y Venezuela e infundir el temor sobre la posibilidad de vivir en un país expropiado por el Estado. Ese miedo explica en buena parte su derrota en las elecciones presidenciales de 2018 ante el candidato de la derecha, Iván Duque, quien llegó al cargo más importante del país a pesar de su poca experiencia, pero tras haber sido ungido por el expresidente Uribe como el candidato de su partido, el Centro Democrático.

Federico Gutiérrez, exalcalde de Medellín y candidato de la coalición (de derecha) Equipo por Colombia, parece ser el único con posibilidades de arrebatarle la presidencia a Petro, pero mucho ha cambiado.

El candidato presidencial colombiano de centro derecha, Federico Gutiérrez, del equipo de la coalición Equipo por Colombia, habla durante un mitin de campaña en Chía, Colombia. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

Si en el pasado la bendición de Uribe puso como presidentes a Duque y a su predecesor, Juan Manuel Santos, hoy su apoyo es más problemático. Según encuestas recientes, su imagen negativa ronda 70%, similar a la de Duque, entre otras cosas, por el desgaste del gobierno de este último, pero sobre todo por un proceso judicial vigente por manipulación de testigos y varios señalamientos que lo vinculan a la creación de grupos paramilitares. Por eso, aunque el uribismo votará en bloque por Fico, el expresidente se ha reservado una preferencia que para nadie es secreta. A ese panorama se le suman las movilizaciones sociales de los tres últimos años que desembocaron en el Paro Nacional y demostraron una inconformidad generalizada de la población y una búsqueda de cambio, especialmente entre los más jóvenes.

Petro es la antítesis de Uribe: su auge coincide con el declive de este. Las encuestas más recientes le dan a Petro cerca de cuarenta puntos porcentuales de intención de voto (trece por encima de Gutiérrez) en la primera vuelta y 52 en una segunda que se da por descontada, según todos los cálculos. Con sus enemigos políticos debilitados y percibido como el “salvador de un pueblo”, Petro puede ser, para sí mismo, el verdadero adversario a vencer en estas elecciones.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Su posible llegada al poder también podría ser un hito por su fórmula vicepresidencial, Francia Márquez, una abogada que se forjó una carrera política por medio de sus luchas contra la minería industrial. Francia sería la primera vicepresidenta afro, y la segunda mujer, en un país en el que negros y mujeres han sido históricamente excluidos de los círculos de poder. El pasado 13 de marzo, según cifras no oficiales, Francia ocupó el segundo lugar en la consulta interna del Pacto Histórico con 785 215 votos (14.05%), muy por debajo de los 4 495 831 votos de Petro (80.51%).

Francia recuperó para la campaña el entusiasmo del voto feminista, perdido por hechos determinantes, como la crítica de Petro al feminismo, por haberse convertido, según él, en un movimiento intelectual lejano de lo popular, o por lo que se ha considerado una postura ambigua en el tema del aborto. El pasado 22 de febrero felicitó a las mujeres por la despenalización hasta la semana veinticuatro de gestación, pero también se ha declarado “no proaborto”: “El aborto no es positivo ni hay que estimularlo, pero eso no implica criminalizar a las mujeres en ese camino; si usted criminaliza a la mujer, no está logrando una sociedad de aborto cero”, dijo en una entrevista el año pasado.

Las feministas también han resentido algunas alianzas y decisiones de Petro. En 2019 designó a Hollman Morris como candidato a la alcaldía de Bogotá por Colombia Humana (su partido), sin consultarlo, a pesar de tener denuncias en contra por acoso y violencia económica y física por parte de dos mujeres (una de ellas, su exesposa). La cercanía con Morris significó el alejamiento de mujeres clave para la campaña, como Ángela María Robledo, una reconocida feminista y fórmula vicepresidencial de Petro en 2018, y María Mercedes Maldonado, secretaria de Hábitat y Planeación durante su alcaldía.

Más recientemente, la llegada al Pacto de personajes como Alfredo Saade (pastor cristiano conocido por sus posiciones conservadoras frente a temas como el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas y el aborto), o Luis Pérez, exgobernador de Antioquia y exalcalde de Medellín con conocidas posturas de derecha, significó la renuncia a la coalición de varias feministas (entre ellas Robledo y Maldonado) que además denunciaron el matoneo —el acoso— de los petristas, sin que el candidato se hubiera pronunciado para defenderlas.

Consciente de la importancia de recuperar el voto de las mujeres, el Pacto presentó al Congreso una lista cremallera cerrada (alternando a hombres y mujeres) y tituló el primer eje del programa de gobierno “¡El cambio es con las mujeres!”, que recoge muchos de los puntos de la campaña anterior, en la que Robledo fue determinante.

La posible futura primera dama también está dando su propia lucha. Después de un anonimato casi total, en las últimas semanas, Verónica Alcocer, esposa del candidato y madre de sus hijas Sofía y Antonella, ha empezado a ser un rostro reconocible para los colombianos. Rubia, costeña, de ojos azules y un peinado estilo Claire Underwood, protagoniza comerciales de radio y televisión que terminan con la frase “Colombia es mujer”.

Algunas feministas han empezado a decir que su voto es por Francia, implicando que el candidato a la presidencia les importa menos. La propia Robledo no parece estar muy lejos de esa postura: “Con Gustavo hay un silencio grande, pero sí me he acercado a la campaña de Francia Márquez. No estoy en la campaña del Pacto Histórico, pero estoy apoyando a Francia, que creo que representa muchas de esas aspiraciones que hace cuatro años recibieron el apoyo de tantas mujeres”.

Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Algo muy grave va a ocurrir. El 5 de mayo de 2022, Gustavo Petro apareció en una tarima en la norteña ciudad de Cúcuta disimulando un chaleco antibalas con la camiseta del equipo de fútbol de la ciudad. Estaba flanqueado por dos guardaespaldas que cargaban pesados escudos blindados y que permanecieron inmóviles durante más de una hora de discurso. Una imagen extraña, incluso en Colombia, donde los magnicidios son casi una tradición política. La gente que lo aclamaba al grito de “¡El pueblo no se rinde, carajo, viva Petro!” veía en él también a la encarnación de Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal o Luis Carlos Galán, y de todos aquellos que iban a salvar a Colombia, pero fueron asesinados antes de cumplir sus promesas.

Su reaparición en público se dio tres días después de haber suspendido su gira por las ciudades del Eje Cafetero con un comunicado en el que habló de un plan para asesinarlo, fraguado por una banda narcoparamilitar local. La denuncia, desestimada por sus opositores, ocurrió en medio de un recrudecimiento de la violencia en el que no se sabe muy bien de dónde salen las balas, pero que coincide con la disputa territorial de bandas criminales dedicadas al narcotráfico. Según cifras de la oenegé Indepaz, en los primeros cinco meses de 2022 han sido asesinados 75 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y hasta el 24 de abril hubo 36 masacres en las que 133 personas fueron asesinadas.

“Lo raro es que no lo hayan matado ya”, me dirá alguien sin demasiado dramatismo, pues es realmente sorprendente que este hombre que ha denunciado a políticos corruptos, enfrentado mafias y retado a la clase dominante esté tan cerca de convertirse en presidente. Gustavo Petro pudo haber muerto muchas veces transitando el camino que lo trajo hasta acá.

El senador colombiano Gustavo Petro participa durante una protesta contra el asesinato de activistas sociales. Fotografía de Luisa González / REUTERS.

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Con el inicio de su militancia, en 1978, comenzó también una vida llena de zozobra. Algunos de sus relatos sobre los muchos planes para asesinarlo tienen en común una construcción heroica de sí mismo y la intervención providencial de alguien que termina salvándolo de último momento ante una especie de epifanía que le revela encontrarse ante un ser recto y justo. Por eso, contradictores como Bustamante no le creen y hablan de invenciones y exageraciones.

El primero de esos episodios ocurrió en 1985. Petro recuerda ese día porque fue el mismo en el que se enteró de que iba a ser padre por primera vez (luego vendrían cuatro hijos más, de otras relaciones). Eran años en que el mundo estaba dividido por la Guerra Fría y el miedo a la incursión comunista mediante guerrillas era combatido en América Latina con ferocidad por dictaduras militares como las del Cono Sur, o gobiernos civiles, pero muy militarizados, como en Colombia. En la madrugada, las botas de los soldados empezaron a retumbar por las calles estrechas y empinadas del Bolívar 83, un barrio obrero de Zipaquirá que Petro ayudó a fundar y en el que solía ocultarse, pues su relación con el M-19 se había vuelto pública. Allí lo encontraron agazapado en un túnel del que salió jalado por el pelo y a golpes de culata. Según ha contado, fue transportado a la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde lo torturaron durante varios días antes de recluirlo en prisión. Tenía veinticinco años. En su Una vida, muchas vidas relata que, mucho tiempo después, un celador de universidad le confesó haber sido quien lo capturó; también le contó que lo habían echado ese día del Ejército por no cumplir la orden de asesinarlo con una granada.

Después de año y medio preso, en el que pasó por varias cárceles, se reintegró al M-19 en 1987, donde actuó en la clandestinidad, en Santander y Huila, organizando células locales, pero siempre con un rol marginal. Su alias ya no era Aureliano, sino Andrés, en homenaje a Andrés Almarales, dirigente del M-19 que murió en la toma del Palacio. Tenía una pareja (Katia), un hijo (Nicolás), un par de mudas de ropa y un colchón.

Néstor García, militante del M-19, hombre de extrema izquierda, economista y funcionario durante la alcaldía de Petro, coincide con Bustamante en decir que el hoy candidato no era una figura relevante de la guerrilla ni en lo estratégico ni en lo militar. “Él se hizo con la aureola del eme. Mucha gente joven lo ve como el guerrillero heroico, pero nadie sabe más que él que no lo fue”, asegura García. Ambos resienten que en su libro se atribuya más importancia de la que tenía y que se refiera a Carlos Pizarro (el histórico líder que llevó al M-19 al proceso de paz, asesinado durante la campaña presidencial de 1990) como un militarista más intuitivo que reflexivo.

Fue en la legalidad donde Gustavo Petro ganó verdadera relevancia. Después de la desmovilización de esa guerrilla en 1990, arrancó su carrera política al año siguiente como representante a la Cámara. Tres años más tarde fracasó en su intento de llegar al Senado y poco después tuvo que salir por primera vez del país, exiliado a Bélgica, por las primeras amenazas de muerte y una ola de violencia generalizada en contra de líderes de la izquierda por parte de escuadrones de la muerte. Vivió en Bruselas durante cuatro años, donde el presidente liberal César Gaviria le ofreció un puesto diplomático como secretario de la Embajada, pero terminó enfrentado con el embajador, a quien más tarde acusó de desplazar familias en Colombia con la complicidad de grupos paramilitares. Sería la primera de muchas denuncias por paramilitarismo que luego se convertirían en su marca propia en su regreso al Congreso. En Bélgica también estudió un posgrado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional en la Universidad Católica de Lovaina, del que le quedó su interés por la sustentabilidad. Regresó a su país en 1997 y volvió a ser elegido congresista de la mano de Antonio Navarro, en ese momento la figura más importante del M-19.

Para el año 2000 ya había ganado cierta notoriedad como representante a la Cámara, por sus debates en contra del círculo político del entonces presidente conservador Andrés Pastrana, en temas como el uso de tierras o las irregularidades en contrataciones millonarias. También por sus primeras investigaciones sobre el paramilitarismo, que empezaban a dejar al descubierto que no se trataba simplemente de grupos armados irregulares que combatían a las guerrillas, sino de verdaderas empresas financiadas por el narcotráfico que, a través del desplazamiento forzado de miles de personas, buscaban apropiarse de grandes extensiones de tierra en alianza con políticos, miembros de la fuerza pública y empresarios. En ese contexto, el descubrimiento de un plan de los paramilitares para asesinarlo lo llevó al departamento de Córdoba a hablar con Carlos Castaño, máximo y temible jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, entonces la principal organización paramilitar del país.

De ese día Petro recuerda el camino de ida en un viejo jeep, atravesar el río Sinú, pensar que podría ser secuestrado o asesinado, considerar tirarse al agua para huir, pese a no saber nadar, llegar a una hacienda, reunirse con Castaño, hablarle con firmeza, desarmarlo intelectualmente, decirle que si no dejaba el narcotráfico sus propios hombres iban a asesinarlo (efectivamente ocurriría en 2004) y, finalmente, hacer el camino de regreso. Asegura que quien lo salvó aquella vez de morir fue el propio Castaño, quien anuló la orden de asesinarlo. “Los paramilitares con los que me reuní en el 2000, así como otros que aparecieron más adelante, como Salvatore Mancuso, terminaron respetándome”, relata Petro en su libro sin ningún asomo de modestia.

Fotografía de Eliana Aponte / REUTERS.

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Lo conocí en 2005, un día después de que acusase en el Congreso a Santiago Uribe Vélez, hermano del entonces presidente Álvaro Uribe, de ser miembro de Los Doce Apóstoles, un sanguinario grupo paramilitar que asesinó a más de quinientas personas en Antioquia entre 1992 y 1998, un caso que diecisiete años después sigue sin resolverse.

En una entrevista de poco más de una hora en su despacho, que una semana después trasladó a su apartamento en el norte de Bogotá, me habló de la pesadilla que era vivir con un esquema de seguridad permanente de doce escoltas y ser vigilado por cámaras de seguridad en su propia casa. Desde 2001 contaba con medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos para protegerlo de las amenazas constantes que recibía por denunciar la corrupción de la clase política; vivía detrás de muros y vidrios blindados y llevaba una estricta vida de reclusión casi monástica. Esa vez no lo mencionó, pero en un perfil suyo publicado más tarde en el periódico El Tiempo reveló que dormía con una metralleta a los pies de la cama, por si acaso de noche era atacado.

De lo que sí habló fue del miedo que pasaban sus vecinos, de la incomodidad de ir a un centro comercial y ver a la gente espantada, de no poder emborracharse ni salir con su esposa Verónica Alcocer a bailar. “Yo era un bailarín y ya no sé bailar, ¡se me olvidó!, me gustaba bailar porros; me gustaba mucho montar a caballo en las noches, eso es hoy un imposible. En las tierras de Córdoba lo hacía, y eso lo he perdido. Llegué a ser un poco mujeriego, como buen costeño, ahora soy un monje enclaustrado..., pero entonces puedo tener matrimonio, mi esposa debe estar feliz”, afirmó en ese momento.

Entonces las investigaciones de la actual alcaldesa de Bogotá, Claudia López, mostraban que alrededor de 35% del Congreso colombiano estaba cooptado por el narcoparamilitarismo, y que ocho de cada diez de esos políticos hacían parte de la coalición del gobierno de Uribe.

Por eso era normal que cada intervención de Petro en el Congreso fuera seguida de una salva de abucheos, como los que recibió el día que denunció al hermano del presidente y de los que me diría: “Los vi chiflando y varios de ellos son cómplices de asesinatos. El chiflido actual no es importante, lo importante es que en diez años se van a valorar mucho las voces que se alzaron en su momento contra la entrega del país al narcotráfico y a criminales de lesa humanidad”. Muchos de aquellos que silbaron terminaron posteriormente en la cárcel como parte de un proceso conocido en Colombia como “parapolítica”. En esa entrevista destacaba una proyección al futuro, como si anunciara que su proyecto era una línea ascendente hacia al poder que solo podría ser impedida con su muerte, de la que también dijo que, en caso de producirse, sería ordenada por alguien en el poder “que cometió delitos de lesa humanidad y les va a temer a los juicios internacionales que sabe que van a empezar a abrirse en algún momento. Ese va a ser el enemigo más poderoso”.

En un perfil suyo que aparece en el recién lanzado libro Los presidenciables (Aguilar, 2022), del portal La Silla Vacía, se cita a una persona “cercana” diciendo que a Petro “no le asusta el martirio, eso le da una fuerza muy grande, una ventaja sobre los demás, es incapaz de sentir miedo”. Esa condición susceptible de ser catalogada como patología quedó demostrada durante la campaña presidencial de 2018, en Cúcuta, la misma ciudad donde apareció en estos días, cuatro años después, tras chalecos y escudos. Un video que circula en la red muestra al candidato y a miembros de su equipo dentro de una camioneta con los vidrios blindados marcados con lo que parecen huellas de balas. Buscan volver al hotel después de una malograda concentración en la que, luego dirán, se tenía planeado matar al candidato. Con su habitual tranquilidad, pero completamente afónico, Petro señala el vidrio resquebrajado y dice lacónico: “Esto es un atentado contra un candidato presidencial”.

Las cosas no han cambiado tanto. A pocos días de las elecciones, sus seguidores acérrimos piensan que solo la muerte podrá impedir un relevo de poder histórico, porque las condiciones están dadas como nunca.

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—Gustavo es lo que en política llamamos un manzanillo —dice Néstor García.

—¿Qué quiere decir con eso?

—En Colombia hay un árbol con ese nombre, es muy frondoso, muy tupido..., hermoso. Si usted pasa por debajo de ese árbol, le produce escozor. Hay gente que se ha muerto por esa piquiña, porque es venenosa. En la base del árbol ni la maleza crece, eso es pelado. El manzanillo no deja crecer nada debajo de su sombra.

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Durante su agridulce paso por la alcaldía entre 2012 y 2015, de la que fue destituido momentáneamente y de la que salió con índices favorables en educación, salud, seguridad y reducción de pobreza, pero con muchas deudas en términos de infraestructura y desarrollo urbano, tuvo una rotación de funcionarios mayor de la habitual, que muchos le atribuyen a un carácter poco agradecido, confiado en sí mismo y con poca disposición a escuchar.

“Gustavo nunca ha sabido organizar un partido, todo lo disuelve, él sabe echar discursos muy buenos, es un gran demagogo, pero la gobernabilidad necesita un alto grado de organización, y Gustavo termina disolviendo todo. No hay organización que le aguante porque todo lo hace guiado por su criterio”, afirma Bustamante.

Transformadas en virtud por quienes lo admiran, esas mismas características son la prueba de un carácter que no se doblega. Sofía, una de sus hijas, me dice: “Lo que más admiro de mi papá es su coherencia. Incluso cuando sabe que lo que dice o piensa genera mucha polémica y sus asesores le recomiendan que no lo diga, él se aferra a lo que cree, dice que si a la gente no le gusta es porque él no es su candidato. Es muy transparente y eso es muy difícil de encontrar en un político”.

Otros me dirán que sí escucha, pero solo a aquellas personas a las que cree sus pares. No son muchas. Petro parece tener un ego grande, que se demuestra en sus conversaciones autorreferenciales, en las que suele hablar de sí mismo en tercera persona (Petro esto, Petro lo otro) y evocar sus encuentros con grandes personajes. “Hablando con el papa Francisco, hubo una frase de él que me parece fundamental. Me dijo, dándome la mano, abrazándome: ‘Ame a su pueblo’. Yo le respondí: ‘Todo lo que he hecho hasta el día de hoy, desde que era casi un niño, es amar a mi pueblo’”, aseguró en marzo en el discurso de aceptación de su candidatura.

Fotografía de Carlos Parra Rios / REUTERS.

Muchos temen que ese ego lo lleve a hacer cualquier cosa para llegar a la presidencia. Uno de los reproches más constantes a su actual campaña es que el Pacto Histórico, la coalición con la que pretende llegar a la presidencia, les haya abierto la puerta a sectores en apariencia muy lejanos a su propuesta. El movimiento recoge a todos los partidos progresistas del país, pero también a una alianza cristiana y a políticos controversiales que llevan años saltando de partido en partido, acercándose especialmente a aquellos en el poder. La adhesión de algunos de estos personajes hace unos meses provocó reacciones airadas en algunos de sus seguidores más fieles, quienes expresaron que, como se dice en Colombia, no estaban dispuestos a “tragarse ese sapo”.

Iván Cepeda, senador, parte del Pacto Histórico, amigo de Petro y uno de los políticos más influyentes de la izquierda colombiana, defiende la inclusión de estos sectores: “Siempre ha habido grandes críticas a la izquierda colombiana porque era sectaria, dogmática, aislacionista. Ahora cuando la izquierda se abre y tiene diálogos con todos los sectores políticos, entonces eso es terriblemente pecaminoso”.

A pesar de la decepción de muchos, el candidato sigue sólido en las encuestas. Al cierre de esta nota Petro tenía 40% de la intención de voto, contra 27% de Gutiérrez, 20% de Rodolfo Hernández —la verdadera sorpresa de la campaña y quien a una semana de las elecciones amenaza la posición de Fico— y 5% de Sergio Fajardo. Tan sólido que hace poco cambió el eslogan con el que suele rematar sus discursos con un giro de convencimiento: de “Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente” pasó a “Soy Gustavo Petro y voy a ser su presidente”.

Arriba: Fotografía de Luisa González / REUTERS. Abajo: Fotografía de Sebastian Barros / REUTERS.

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Algo terrible va a pasar. En medio de un discurso de cierre de campaña en la ciudad de Barranquilla, el pasado 21 de mayo, Petro aseguró, rodeado por los ahora escudos infaltables, que había un plan gestado por el gobierno para suspender las elecciones.

“Convoco, en esta plaza pública, en esta calle de multitudes llena, a todas las campañas políticas actualmente en competencia, a la campaña de Sergio Fajardo, a la campaña de Rodolfo Hernández, a la campaña del Pacto Histórico, a ponerse en alerta. Los convoco a reunirse el lunes, porque el martes tienen pensado darles un golpe a las elecciones del próximo domingo 29 de mayo. Tienen pensado suspender las elecciones, tienen pensado suspender los órganos que dirigen el régimen electoral en Colombia”, dijo.

El 20 de abril se había enfrascado en una pelea en Twitter con el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, con un trino a propósito de la muerte de seis soldados, en el que señaló a “algunos de los generales” de estar en la nómina del Clan del Golfo, organización armada narcoparamilitar con influencia en varias regiones del país.

“Senador, no se valga de su investidura (inviolabilidad parlamentaria) para pretender hacer politiquería con la muerte de nuestros soldados”, fue la réplica del general —apoyada por el presidente Duque—, que puso en duda la neutralidad de las fuerzas armadas y la posibilidad de una transferencia pacífica del poder en caso de que el candidato del Pacto Histórico gane las elecciones.

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” es el título de un cuento narrado, pero nunca escrito, por García Márquez, en el que a pesar de que nada pasa, algo malo ocurre porque mucha gente así lo cree. En Colombia suceden muchas cosas malas todos los días, pero son las que no han pasado aún las que más preocupan a muchos.

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